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VOLUMEN I
CAPÍTULO IV

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Da principio el P. Joseph de Arce á la nueva Iglesia de los Chiquitos, vencidas muchas dificultades

Entrado, pues, ya el año de 1691 pasó el Padre Provincial de esta provincia, Gregorio de Orozco, á visitar el Colegio de Tarija para entrar por allí á las tierras de los Chiriguanás y probar á lo menos por algún poco de tiempo las incomodidades que sus súbditos habían de tolerar después años enteros y hallarse en alguno de tantos peligros en que después ellos habían de vivir continuamente. Aquí recibió las cartas del gobernador de Santa Cruz de la Sierra y las súplicas del P. Arce, que desde Tariquea había venido para meter fuego más de cerca á negocio de tanto servicio de Dios y bien de las almas, con esperanza de que algún día tendría la fortuna de regar con sus sudores aquel nuevo campo y de derramar en él, por último, su sangre, predicando la fe.

Hallóse perplejo el Provincial en la resolución que tomaría, porque el celo de la salud de las almas le persuadía abrazase á un mismo tiempo muchas empresas y diese principio, cuanto le fuese posible, á nuevas obras para la dilatación de la fe; por otra parte, veía la grande carestía de operarios que había y que apenas se podían mantener las Misiones antiguas, cuanto más emprender otras nuevas.

Pesando, pues, atenta y maduramente estos motivos, le pareció que el primero no solo contrapesaba, sino prevalecía al segundo, esperando en Dios que le proveería de Misioneros, como de hecho sucedió, pues llegaron aquel mismo año á Buenos Aires cuarenta y cuatro sujetos de la Compañía, que darán mucha materia á la historia de esta provincia, y los despachaba de España el P. Procurador de esta provincia, Diego Francisco de Altamirano, á cargo del P. Antonio Parra, que venía por superior de todos.

Con esto el P. Orozco ordenó al P. Arce que fuese en busca del origen del río Paraguay explorando en el ínterin las voluntades de los Chiquitos y de las otras naciones que hallase dispuestas á recibir el Santo Bautismo, y que á lo largo de la costa de aquel río esperase á los Padres Constantino Díaz, natural de Ruinas, en Cerdeña; Juan María Pompeyo, de Benevento, en el reino de Nápoles, Diego Claret, de Namur, en la Galo-Bélgica; Juan Bautista Neuman, de Viena, en Austria; Enrique Cordule, de Praga, en Bohemia; Felipe Suárez, de Almagro, en la Mancha, y Pedro Lascamburu, superior de todos, de Irún, en Guipúzcoa; todos los cuales, saliendo de las Misiones de los Guaraníes, emprendían por agua el camino hacia el lago de los Xarayes para ser sus compañeros en la conversión de aquellos pueblos.

Alegre el santo varón con la posesión de tanta dicha, como verse digno de una señalada Misión, sin perder punto de tiempo, se partió de Tarija con el hermano Antonio Rivas, y llegando á Santa Cruz de la Sierra, se aparejaba ya para pasar adelante en su derrota, cuando el infierno, que interesaba tanto en que se embarazasen sus designios, levantó contra él un torbellino de persecución tan fiero, que si no hubiera encontrado con un corazón y celo tan apostólico, hubiera bastado á contrastarle totalmente: porque habiendo sucedido otro Gobernador, á D. Agustín de Arce, mudaron las cosas de semblante y tomaron otro color, y sabiendo sus intentos, procuraron apartarle de su propósito con cuantas más razones y autoridad pudieron, diciéndole era aquella una empresa que no saldría felizmente por más fatigas que padeciese por conseguirla; que siendo los Chiquitos, como decían, muy bárbaros y bestiales, ¿cómo había de poder sujetarlos de grado al yugo de Cristo y refrenar sus depravadas costumbres con la estrechez de la ley Evangélica, cuando ellos jamás habían querido aplicarse á ninguna de tantas idolatrías de los confinantes con ser muy conformes con la disolución de sus procederes? ¿Cómo había de introducir el amor de Dios y del prójimo en corazones faltos, aun de lo que la naturaleza dicta á las fieras más crueles y salvajes? Que era mucha su animosidad, si ya no era temeridad revestida de celo, en querer arrojarse á morir, cuando menos mal le fuese, á ser vendido bárbaramente; que no se fiase de la voluntad que aquéllos salvajes habían mostrado de ser cristianos, pues todo lo hacían á fin de dejar descuidar á los españoles, y cogiéndolos de improviso, robarles las haciendas con insultos. Y que cuando aquéllas razones no les conveciesen para desistir de la empresa, advirtiese y supiese que el clima era sobremanera nocivo á la complexión de los extraños, y que padeciendo casi todos los años contagio aquellos pueblos, no le perdonarían á él. Que por tanto enderezase sus designios á otra mies y escogiese otro campo que correspondiese el cultivo con fruto más digno de sus fatigas.

Con estos y otros argumentos de este jaez procuraban muchos caballeros (mejor diré el mismo infierno) apagar la encendida caridad que ardía en el pecho del P. Joseph, pero viendo que nada aprovechaba, intentó otra máquina más formidable. Esta fué el interés, único contagio de las cosas hechas, ó que se han de hacer por Dios.

Habíase formado tiempo antes una Compañía (llamémosla así) de mercaderes europeos que hacían feria de los indios, y los compraban tan baratos, que una mujer con su hijo, valía tanto como entre nosotros vale una oveja con su cordero.

Entraban éstos en las tierras de los indios circunvecinos y en breve tiempo hacían gran presa de esclavos; y cuando no tenían bastantes, so color de vengar alguna injuria recibida, daban de improviso sobre las Rancherías y pasada á cuchillo la gente que podía tomar armas, ó si no abrasada viva dentro de sus casas, llevaban cautiva la chusma, y vendían en el Perú estas mercancías muy caras, con que al año montaba la ganancia muchos millares de escudos.

Llevaba muy mal la piedad de los españoles que la codicia destruyese y acabase aquellos pueblos é infamase el buen nombre de la nación, y no menos se sentía la fe de que tales maldades de los suyos la desacreditasen ó hiciesen sumamente abominable con todas aquellas naciones; pero por no romper á las claras con aquellos mercaderes y alborotar la provincia, no se atrevían los Regidores á reclamar en Tribunal Supremo; hasta que los años pasados, estimulados de nuestros misioneros, de los Moxos y de los Chiquitos, se quejaron gravemente en la Real Audiencia de Chuquisaca, pero por haber ido á defender mercancías tan inícuas en la Audiencia cierta persona de mucha autoridad y juntamente muy rica y poderosa, aquel sapientísimo Senado, temeroso de alguna revolución en la provincia, tuvo por consejo más acertado remitir toda la causa al Príncipe de Santo Bonol Virey y Capitán general de estos Reinos de Perú, quien con cristiana piedad despachó rigurosas provisiones, so pena de perdimiento de bienes y destierro del país, á cualquiera que osase comprar y vender á los indios: y al Gobernador que lo permitiese, condenó en privavación de oficio y multó en doce mil pesos para el Fisco Real.

De esta manera, con incomparable gozo y júbilo de los españoles, se desterró y exterminó totalmente de toda aquella provincia de Santa Cruz de la Sierra esta infame mercancía, que apoyada de la codicia se había mantenido allí de pie firme, con gran dolor de los celosos.

He querido referir aquí todo lo dicho, atendiendo más al enlace de los infieles que á las circunstancias de los tiempos en que sucedieron. Prosigamos ahora nuestra historia.

Habiendo, pues, llegado el P. Joseph á Santa Cruz, halló entablada tan de asiento esta mercancía, y tan apoyada con la autoridad de gente de mucha suposición, que á pecho menos constante y firme que el suyo, á quien nunca asustó el miedo, ni respeto humano, hubiera sido imposible resistir á la fuerza de tantos contrastes; por lo cual es inexplicable lo que padeció y trabajó para desarraigar trato tan inícuo; porque echando de ver los interesados que de poner los nuestros el pie en aquellas naciones se les había de seguir menoscabo cierto de sus intereses y aun acabárseles del todo, se le opusieron con todo el esfuerzo posible, previendo de antemano lo que no mucho tiempo después sucedió, que nuestros católicos reyes, por instancias de los nuestros, harían aquellos pueblos vasallos suyos, y libres é independientes y los encabezarían en su Real Corona, de que les resultaría ruina irreparable de su grangería.

Pero fueron vanas todas las baterías que asestaron contra su designio, porque cuando este santo varón conocía era voluntad de Dios lo que emprendía, no había respeto humano, miedo de peligro, ni fuerza de embarazos poderosa á hacerle dar un paso atrás, ni desistir de lo comenzado.

Interpuso ruegos y súplicas muy eficaces y supo hablar con tanta energía de espíritu, que aquellos mercaderes, teniendo la nota de impíos y crueles, se dieron por vencidos, mejor diré y con más verdad, persuadidos á que, ó consumido de los muchos trabajos que era preciso padecer, ó muerto á manos de los bárbaros, acabaría en breve la vida, le dieron paso franco para que desahogase su santo celo.

Sólo faltaba ya quien le sirviese de guía en su viaje, porque sin ella era imposible entrar y penetrar las tierras de los Chiquitos; y me persuado que el no hallar por entonces algún práctico en los caminos, fué astucia y traza del demonio, que preveía la ruina que había de causar á su partido el celoso Misionero. Pero era éste incansable y no dejaba piedra por mover para conseguir su condución á aquellas provincias; con que á costa de bastantes trabajos halló, finalmente, dos hombres de aguante, con quienes se concertó para que le guiasen y llevasen hasta las primeras Rancherías de los Piñocas.

Triunfante, pues, de esta manera de todo el infierno, que contra él se había conjurado, se puso en camino á los nueve de Diciembre; y sabiendo que el contagio hacía por aquel tiempo gran riza en aquella gente, cada momento le parecía un siglo por llegar cuanto antes y poder remediar, ya que no los cuerpos, á lo menos las almas de aquellos miserables.

Por eso le parecía poco arrojarse por los despeñaderos, subir sierras muy altas, vadear ríos muy peligrosos, meterse por pantanos muy cenagosos y profundos y pasar otros grandes riesgos de la vida; antes en todos éstos se hallaba una suavidad indecible, llevando siempre muy fijo el corazón y la mente en el extremo abandono en que se hallaban aquellos pobres gentiles; no tenía reposo ni quietud viendo la pérdida de tantos; y lo que más le llegaba al alma, que ellos mismos, de grado, pedían ser lavados en las saludables aguas del santo bautismo.

Por fin, á los últimos de Diciembre, llegó más muerto que vivo por los muchos trabajos, fatigas y molestias que sufrió, á las tierras tan deseadas de los Piñocas.

Inexplicable fué el consuelo que recibió el buen Padre de ver satisfechos plenamente sus ardientes deseos; pero templaban su júbilo las graves miserias y aflicciones de sus amados Chiquitos; sacábale muchas lágrimas á los ojos el ver aquellos desdichados tendidos y arrojados por los suelos: unos en descampado, sin abrigo alguno, otros con sólo el reparo de una choza cubierta sólo de algunas hojas de árboles, y otros luchando con la muerte, y muchos muertos en su infidelidad; traspasábale el corazón oir á algunos lamentarse inconsolablemente por haber muerto sus parientes sin haber tenido la dicha de ser (decían) hijos de Dios, como ellos con grande instancia lo habían pedido. Pero en medio de tanta calamidad fué de grande consuelo y alegría á aquellos bárbaros ver en sus países un ministro de nuestra santa fe.

Recibiéronle y tratáronle con tierno afecto, dándole de buena gana parte de su pobreza y regalándole con algunas frutas silvestres, que eran las delicias de más precio que tenían en aquellas miserias. Suplicáronle se quedase con ellos y no los abandonase en medio de tanta aflicción, prometiendo levantarle iglesia y casa y proveerle de lo necesario para su sustento. Condujéronle desde aquí á un paraje poco distante, diciéndole que escogiese allí sitio acomodado y que luego se pasarían todos juntos á fundar una Reducción.

Viendo, pues, y considerando el P. Arce la buena disposición de la gente, y que si se ausentaba de ellos los dejaba en un total desamparo, se resolvió á quedarse; y estando ya próximo el tiempo de las lluvias que inundan las campañas y cierran los caminos para ir á encontrar en las riberas del río Paraguay á sus conmisioneros, que venían de las Reducciones de los Guaraníes, le pareció más conforme á las órdenes que llevaba de su Provincial hacer aquí alto y dar principio á aquella nueva cristiandad que daba tan buenas esperanzas de que correspondería en adelante con la multitud y fervor de los fieles al cultivo y celo de los obreros evangélicos.

No es fácil decir el contento y júbilo que de esta resolución recibieron los indios, rebosándoles á los ojos la alegría del corazón en tiernas lágrimas de consuelo que derramaban, y festejando con ademanes y ceremonias propias suyas aquella determinación; y por estar tan flacos que apenas se podían tener en pie por el reciente contagio, pusieron luego por obra lo que habían prometido, y el último día del año escogieron sitio para fabricar iglesia, donde enarbolando una gran cruz y estando todos arrodillados en tierra, entonó el Padre las letanías de Nuestra Señora, consagrando de esta manera aquella provincia que había de ser tan fiel á Dios Nuestro Señor y tan devota de su Santísima Madre.

Y yendo aquel día todos juntos á cortar madera al bosque para la fábrica, trabajaron con tanto fervor y brío, que en menos de dos semanas se acabó y perfeccionó la iglesia, pobre y tosca en lo material, pero preciosa por la piedad de los artífices, que á competencia se esmeraban en trabajar en la obra.

Dedicóse al glorioso apóstol de las Indias San Francisco Xavier, para que desde el cielo mirase propicio con ojos de piedad aquella viña inculta de gentilidad, y la convirtiese con celestiales bendiciones en Jardín del Paraíso.

No le salieron al Padre fallidas sus esperanzas. Todos, así por la mañana como por la tarde, se juntaban aquí á oir la explicación de la doctrina cristiana, y por el ardiente deseo que tenían de ser cuanto antes contados y escritos en el número de los hijos de Dios, no le dejaban tiempo para tomar el sueño preciso, ni para comer ó rezar el Oficio Divino, preguntándole aquello que, ó no habían entendido bien, ó de que se habían olvidado, con lo cual en breve se hicieron dignos de la gracia; pero con muy acertado consejo determinó diferírsela por algún tiempo á los adultos para que el deseo de ser cristianos los estimulase á desarraigar cuanto antes su innata barbarie y olvidar sus brutales costumbres, que aprendiéndose desde la cuna y creciendo en ellas con los años y convirtiéndolas casi en naturaleza con el uso, se olvidan difícilmente y no se dejan sin gran trabajo.

Bautizóse solamente como cosa de cien niños, algunos de los cuales antes de perder la inocencia bautismal fueron á gozar de Dios, siendo primicias de aquella nueva Viña del Señor.

Era indecible el gozo y consuelo del ferviente Misionero, viendo crecer, por medio de la gracia del Espíritu Santo, á aquellas plantas noveles, no sólo en la piedad, sino en el número; porque corriendo la voz de que había en el país un predicador de la ley santa, los indios Penoquís, que estaban más adelante, hacia Santa Cruz la Vieja, le despacharon una embajada pidiéndole les hiciese una gracia y se dignase visitarlos, porque querían hacerse también ellos cristianos, y que si no iba, ellos, con su buena licencia, vendrían á verse con él. Respondióles el santo Padre que viniesen muy enhorabuena que los recibiría á todos con los brazos abiertos.

Vinieron, pues, y con ellos creció tanto el número de los Catecúmenos, que ya la iglesia, aunque muy grande, no era capaz de tanto concurso, y fueron tantos los trabajos del santo varón, que sin tomar descanso, sudaba de día y de noche en cultivar aquellas almas, que aunque el vigor de la caridad le daba espíritu y aliento para sufrir los trabajos, con todo eso cayó enfermo de pura flaqueza del cuerpo que se rindió debilitado al grande peso de las fatigas y contínuas incomodidades en que vivía, y asaltándole una ardientísima fiebre que no le dejaba tener en pie, se vió precisado á postrarse en el duro suelo debajo de una choza descubierta por todos lados, en la cual, falto de todo conorte y destituído de todo remedio humano, en pocos días le consumió y trabajó tanto, que se vió reducido poco menos que á los últimos períodos de su vida.

Pero Dios Nuestro Señor, con las dulzuras y remedios del cielo, de que en lances tales suele ser liberalísimo con sus siervos, le confortó de tal manera, que en brevísimo tiempo pudo levantarse y volver á las tareas primeras. Pero apenas se había recobrado, cuando con gran dolor de su corazón se vió precisado á volver á Tarija, á fin de entender la voluntad del nuevo Provincial de esta provincia, P. Lauro Núñez.

Despidióse, pues, de sus neófitos con mutuo sentimiento y dolor por el amor que el P. Joseph les tenía, y con que ellos le correspondían, dando antes orden de que mudasen la Reducción á lugar más cómodo y más abierto en las riberas del río de San Miguel, y pasando de aquí á los Chiriguanás encomendó el pueblo de la Presentación al cuidado del P. Juan Bautista de Zea y el de San Ignacio á los PP. José Tolú y Felipe Suárez.

Dispuestas así las cosas de aquella cristiandad, pasó á Tarija, donde el nuevo Provincial ordenó que el P. Juan Bautista de Zea le sucediese en el oficio de Superior, y él se quedase en la Presentación, y los PP. Diego Zenteno y Francisco Hervás pasasen á los Chiquitos.

Cuánto trabajaron y sudaron estos varones Apostólicos en fundar, conservar y acrecentar aquesta nueva iglesia, lo diremos en otro lugar difusamente.

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