Читать книгу Historia de una parisiense - Feuillet Octave, Harland Henry - Страница 2
II
ОглавлениеDesde los primeros días ya hubo en aquel joven menaje un ligero tinte de frialdad de una y otra parte. En ella era la amargura de hallar en el amor y la pasión, tanta diferencia con lo que se había imaginado; en él, el disgusto de un hombre bello que no se siente apreciado. Sin embargo, la señora de Maurescamp, a pesar del caos que se agitaba en su espíritu, mostrábase ante su madre y ante el público con esa frente serena e impasible que sorprende siempre en las jóvenes, recién casadas, y que atestiguan el poder del disimulo en la mujer. La organización de su nueva vida en su gran hotel de la Avenida de Alma, el aturdimiento de las fiestas que saludaron su enlace, el brillo de su tren de casa, de sus equipajes y vestidos, todo la ayudó, sin duda, porque al fin era mujer, a pasar sin reflexionar mucho, los primeros tiempos de su unión.
Pero los goces del lujo y de la vida material, a más de que no eran absolutamente nuevos para la joven, son de aquellos que cansan más pronto. Por otra parte, había vivido con su madre en una región más elevada, para que pudiera contentarse con las banalidades de una existencia mundana, y en medio de aquel torbellino sentíase invadida a cada instante por la nostalgia de las alturas. El sueño más halagüeño de su juventud había sido el de continuar con su esposo en la más tierna y ardiente unión de las almas, la especie de vida ideal en que su madre la había iniciado participando con ella de sus lecturas favoritas, sus pensamientos y reflexiones sobre todas las cosas, sus creencias, y finalmente, sus entusiasmos ante los grandes espectáculos de la naturaleza o las bellas obras del genio.
Puede juzgarse cómo aceptaría el caballero de Maurescamp semejante comunidad.
Aquella vida ideal tan saludable para todos, tan necesaria a la mujer, rehusósela a su esposa, no solamente por ignorancia y torpeza, sino también por sistema. A este respecto tenía igualmente su principio, y era: que el espíritu romanesco es la verdadera y única causa de la perdición de las mujeres. Por consiguiente, consideraba que todo lo que puede exaltarles la imaginación, la poesía, la música, el arte bajo todas las formas, y aun la religión, no debe permitírsele sino en pequeñas dosis. Más de una vez intentó la joven interesarlo en lo que a ella le interesaba. Poseía una bella voz, y le cantaba los aires que más le gustaban, pero así que su canto expresaba un poco de pasión:
– ¡No! ¡No! – exclamaba su marido burlándose – , ¡menos alma, querida, o me desmayo!
Gustaba ella de los poetas y romancistas ingleses: elogiábale a Tennyson, a quien adoraba y empezaba a traducirle un pasaje. Inmediatamente el señor de Maurescamp, con el mismo tono de burla, poníase a dar gritos de condenado y a dar golpes sobre el piano para no oír. Así era como pretendía hacerla perder el gusto por la poesía, sin pensar que arriesgaba más bien disgustarla de la prosa. En el teatro, en las exposiciones, en los viajes, las mismas burlas y las mismas sátiras frías a propósito de todo lo que despertaba en su mujer una emoción un poco viva.
Madama de Maurescamp tomó, pues, poco a poco la habitud de reconcentrarse en todo aquello que da precio a la vida de todo ser delicado y generoso. No viendo aparecer las llamas, su marido creyó extinguido el incendio, y se glorificó por ello.
– Todos estos diablillos de mujeres – decía a sus amigos del círculo – , viven siempre en las nubes, y eso acaba mal He tomado la mía pequeñita, y he soplado sobre todas esas estupideces de romanticismo… Ahora está tranquila, y yo también… ¡Oh! ¡Dios mío! Es necesario que una mujer se mueva, que camine, que recorra las tiendas, que vaya con sus amigos a los lunchs, que monte a caballo, que cace; ésta es la vida de la mujer… Así no tiene tiempo para pensar. ¡Esto es perfecto! En tanto que si se queda en un rincón a soñar con Chopín o Tennyson… ¡Bah! Estáis perdidos… Este es mi sistema.
Era imposible que la mezquindad de semejante sistema y la carencia intelectual de su marido, pudiesen escapar a una inteligencia tan activa como la de la señora Maurescamp. No fue mucho tiempo víctima de sus aires de suficiencia y maneras autoritarias. No siempre conocen los hombres a sus mujeres, pero las mujeres conocen siempre a sus maridos. No había pasado un año cuando ya habían desaparecido todas las ilusiones: y la señora de Maurescamp veíase obligada a reconocer que estaba ligada para siempre a un hombre de sentimientos bajos y de inteligencia nula, sintiendo a más con horror que despreciaba a su marido.
Mucho mérito tiene una mujer cuando apercibida de tales miserias, permanece siendo amable y sumisa esposa. La señora de Maurescamp tuvo ese mérito; pero para tenerlo viose obligada muchas veces a acordarse de que era cristiana, es decir, que pertenecía a una religión que ama las pruebas y el sacrificio.
No por eso dejó de ser feliz ante un acontecimiento muy previsto que tuvo lugar dos años después de su casamiento, y que prometiéndole un grato consuelo, asegurábale en su hogar una independencia y una soledad relativas. El nacimiento de un hijo vino pronto a darle el único goce puro que experimentara desde el día de su enlace: única felicidad, en efecto, que realizan en el matrimonio los goces prometidos.
Como se comprende, ella quiso criar a su hijo; llenaba aquel deber con tanto más placer, cuanto que le permitía ganar tiempo y prolongar respecto de su marido una situación con la que se avenía perfectamente. Pero llegó al fin el momento en que el niño debía ser despechado. Fue por ese tiempo que el señor de Maurescamp tuvo una noche la sorpresa de ver a su mujer bajar al comedor con su cabeza adornada a la Tito; habíase hecho cortar sus magníficos cabellos con el pretexto de que se le caían, y esto, no era cierto; pero esperaba que aquel pequeño sacrificio, afeándola, le evitaría otros más penosos. Había contado sin la huéspeda. Su esposo halló, por el contrario, que aquel adorno de soldadito, le sentaba muy bien dándole cierto aire original. La pobre mujer no sacó sus gastos y se resignó a dejarse crecer el cabello nuevamente.
Sin embargo, la libertad a que aspiraba en el secreto de su corazón debía venirle, por decirlo así, de sí misma, y del lado por donde menos la esperaba.
Una criatura tan noble y tan atractiva como ella, debía inspirar, así como sentir, la más profunda, ardiente y duradera de las pasiones: era digna de ocupar un lugar entre los amantes inmortales a quienes la historia y la leyenda han consagrado sus páginas imperecederas.
El amor de Maurescamp, sin embargo, no contenía ningún elemento durable: era, para emplear una expresión de actualidad, un amor naturalista, y los amores naturalistas, aunque no se parecen a la rosa, tienen, sin embargo, su efímera duración. Decíase, y así lo dejaba comprender a sus amigos, que se había casado con una estatua, bastante agradable a la vista, pero cuya frialdad habría desanimado al mismo Pigmalión.
Decía esto en términos menos honestos, tomando sus comparaciones de la historia natural con preferencia a la mitología. La verdad es que el señor de Maurescamp, que era sumamente celoso, no estaba disgustado de una circunstancia que creía ser una garantía para su hogar. En una palabra, disgustado al verse desairado, fastidiado de los escrúpulos y objeciones que se le oponían sin cesar, y ocupado, a más, por otro lado más agradablemente, retirose a su tienda definitivamente, de donde su mujer ni aun intentó sacarle.