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III

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Sería un error creer que porque una mujer renuncie al amor de su marido en particular, deje por eso de amar en general. Después de los primeros desencantos de una unión desigual, la mujer se repone del choque y se reconcentra. Continúa su sueño interrumpido, reforma su ideal alterado por un momento; y dícese, no sin razón, que es imposible que el mundo se ocupe tanto del amor, por nada; que no es posible que este gran sentimiento que llena la fábula y la historia, cantado por los poetas, glorificado por todas las artes, eterna ocupación de los hombres y de los dioses, no sea en realidad más que una quimera, y una quimera desagradable a más. No puede persuadirse de que tales homenajes sean consagrados a una divinidad vulgar, que tan magníficos altares se levanten de siglos en siglos a un ídolo de barro. El amor sigue siendo, por consiguiente, a pesar de todo y por todo, la principal ocupación del pensamiento, y la perpetua obsesión del corazón. Sabe que existe, que otros lo han conocido, y se resigna difícilmente a vivir y morir sin conocerlo ella también.

Es seguramente un peligro para una mujer, el conservar y nutrir, después de las decepciones del matrimonio, el ideal de un amor desconocido; pero hay un peligro aún mayor para ella, y es perderlo.

Por esa época, madama de Maurescamp se ligó con una estrecha amistad con madama de Hermany, dos años mayor que ella. La amistad es la tendencia natural de una mujer honesta, que quiere seguir siéndolo, y que siente el vacío de su corazón. Por mucho que se vanagloriase de su independencia conquistada, Juana de Maurescamp sólo tenía veinticuatro años, y su misma rectitud la hacía mirar con horror la larga perspectiva de soledad y abandono que se extendía ante ella. Ni su madre, a quien ocultaba su pena por temor de que viera en ello un reproche, ni su hijo, demasiado niño para poderla ocupar mucho tiempo, ni su fe desvirtuada por la indiferencia irónica de la gente, nada era bastante a su inmensa necesidad de confianza, expansión y sostén. Abandonose, pues, con todo el ardor de su alma, un poco exaltada, a aquel sentimiento que creyó le sirviese desconsuelo y a la vez de salvaguardia.

La señora de Hermany, a quien honraba con su amistad, era entonces, como lo es todavía, una mujer sumamente seductora. Pertenecía a la variedad rara y exquisita de las rubias trágicas; sin ser muy alta, imponía por la perfección de su belleza, por el brillo extraño de sus ojos de un azul sombrío, por el royo de inteligencia de su frente ancha y pura; tenía en los extremos de su boca un pliegue misterioso, que parecía formado por un amargo desdén. Decíase que había sido muy desgraciada, y una cierta conformidad en su destino la ligaba con la señora de Maurescamp. Habíanla casado como a ella, con una ligereza culpable, y como ella también llegado, aunque por distinto camino, a ese divorcio convencional, tan frecuente en los matrimonios de la alta sociedad. Habíase casado con su primo Hermany, joven de un físico agradable, pero, con la costumbre y los vicios de un truhán. Se repetía que no solamente había continuado su vida de soltero sino que se la había hecho participar a su mujer, ya sea por una especie de malignidad perversa, bastante a la moda, ya simplemente por ignorancia. Participaba con él de las fiestas del mundo de contrabando, de las partidas de jóvenes, de las carreras, de los almuerzos en los restaurants. Contábase que en uno de estos almuerzos al cual asistía un príncipe extranjero, ofendida la joven al fin por el lenguaje que se tenía en su presencia, había abofeteado a uno de los convidados; algunos pretendían que había sido a su mismo marido, otros que al mismo príncipe. De cualquier modo, desde aquel incidente, que hubiese o no recibido la famosa cachetada, el señor Hermany había sido invitado a considerarse como viudo. No lo sintió mucho, porque su mujer, en quien no podía desconocer la más humillante superioridad, le inspiraba tanto temor, que muchas veces se embriagaba para darse valor al presentarse delante de ella.

Esta leyenda, que era casi una historia, era conocida de la señora de Maurescamp, y ella prestábale gustosa todo aquello que pudiese hacer más interesante el papel de la señora Hermany. Representábasela joven y bella, sumergida en aquella sociedad infame, de la que la veía salir indignada y sin mancha, y se gozaba en colocar sobre su frente la aureola de las jóvenes mártires del cristianismo.

Lisonjeada y agradecida por aquel culto bondadoso, retribuíale la señora de Hermany su afecto con menos entusiasmo, pero con más sinceridad. Muy espiritual, instruida, algo artista, era muy capaz de apreciar los méritos de su amiga, y de competir con ella.

Pronto estuvo al cabo de todos sus secretos, y Juana creyó conocer los suyos. Sus existencias estaban ligadas íntimamente. Visitaban juntas y juntas recorrían las tiendas; tenían el mismo palco en la ópera francesa; iban juntas a los cursos de la Sorbona, y cuando llegó el verano, las dos se establecieron en Deauville, en el mismo pueblo.

Fue allí donde acaeció un acontecimiento que debía dejar un recuerdo profundo en el alma de la señora de Maurescamp.

Aunque conduciéndose muy bien las dos graciosas amigas, vivían en el gran mundo y eran muy rodeadas. Tan linda pareja, como decía la señora de Hermany, no podía dejar de llamar la atención de los admiradores.

Los aficionados al baile, de París, poblaban la costa, desde Trouville hasta Cabourg. A más, los señores de Maurescamp y de Hermany, con la deferencia de todos los maridos, tenían buen cuidado de llevarles algunos amigos todos los sábados por la noche, por si acaso.

Los homenajes de todos aquellos dilettantes eran acogidos sin cortedad ni familiaridad, con la seguridad tranquila y risueña que caracteriza a las mujeres de la sociedad que son honestas, y también a las que no lo son.

Por la noche tenían su conciliábulo antes de acostarse, y pasaban en revista burlesca a todos los pretendientes del día: llamaban ellas a eso la matanza de los inocentes, y algunas veces, la cacería de las antorchas. La señora Hermany era en esta ejecución nocturna, verdaderamente feroz. Entre los que trataba más mal, figuraba un joven llamado Salville, a quien llamaba el bello Salville, y que era, según decía, el más estúpido director del cotillón que jamás hubiese conocido. A la señora de Maurescamp, menos amarga, le parecía bello, y buen muchacho, sobre lo cual, la señora de Hermany le reprochaba, riendo, su gusto de pensionista y lavandera, por los mosquitos. En cuanto a ella, si no estuviese, por muchas razones, desencantada de los enamorados, no podría amar sino a un hombre maduro; y en seguida hacía de este hombre maduro a quien ella habría amado, un retrato severo y magistral, que desgraciadamente no se parecía a nadie.

Una noche, a fines de agosto, Juana habíase retirado a su habitación para escribir a su madre antes de acostarse. Era más de la una de la noche cuando terminó su correspondencia. La noche estaba tormentosa, y al acercarse a una ventana, vio los relámpagos que recorrían el horizonte, y rozaban silenciosamente el mar. Por intervalos, truenos lejanos, semejantes al mugido del león en los desiertos de África, mezclábanse a la fiesta. Ella sabía que madama de Hermany adoraba estas grandes escenas dramáticas de la Naturaleza, y creyéndola aún levantada, pues se había dicho que ella también escribiría hasta tarde, bajó al piso inferior y llamó suavemente a la puerta. No recibiendo respuesta, la creyó dormida; entonces, tuvo la idea de bajar al piso bajo, para ver mejor a través de las grandes ventanas de la baranda, el espectáculo de la tempestad sobre el Océano. Cuando abrió la puerta del salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente:

– ¡Silencio!

En seguida, volviéndose hacia un joven que permanecía en medio del salón en una actitud bastante embarazosa:

– Vamos, vete – le dijo.

El joven saludó y salió por la puerta del salón; era el bello Salville.

La señora de Maurescamp, en extremo admirada de aquel doble descubrimiento, dejó caer la bujía, que se apagó; después de algunos segundos de inmóvil estupor, dejose caer sobre un diván que tenía cerca y cubriéndose el rostro con las dos manos, púsose a sollozar.

La señora de Hermany, yendo y viniendo por el salón a obscuras, en el desorden de una bacante, detúvose al fin delante de Juana:

– ¿Creía que era una santa? – dijo.

– Sí – contestó sencillamente Juana.

La señora de Hermany, encogiéndose de hombros, dio todavía algunos pasos. Después, volviéndose bruscamente:

– ¿Cómo habéis podido creer eso? – volvió a decir – . ¿Cómo es que habéis podido pensar que saliese ilesa de esos cenagales donde el miserable de mi marido me ha lanzado?

Juana no contestaba, ahogada por los sollozos.

– ¿Sufres, hija mía?

– Mucho.

– Vamos, ven, entonces, a respirar el aire libre, ven.

Y tomándola de la mano, la levantó con alguna violencia y la llevó fuera. Hízola sentar a algunos pasos de la baranda, sobre el terrazo, y permaneció de pie, recostada sobre una de las columnillas que sostenía la galería. Miraba a la mar sobre la que continuaban pasando algunas luces intermitentes.

Después de un largo silencio, alzó la voz nuevamente:

– Eres una loca, querida Juana – dijo – , eres una loca, como yo lo he sido, como lo somos todas en el principio de la vida. Mi marido, después de todo, me ha hecho un servicio sin quererlo; me ha libertado de mis pañales, y aliviado de mis excesos de idealismo. La verdad es, querida mía, que todas somos ridículamente educadas… Esas educaciones etéreas falsean nuestro entendimiento… Lo cierto es que no hay nada en la tierra, ni en el cielo, mucho lo temo, que pueda responder a la idea que nos hemos formado de la felicidad… Nos educan como a espíritus puros, y en realidad no somos más que mujeres… hijas de Eva… nada, nada más. Nos vemos obligadas a descender o a morir, sin haber vivido… Quien quiera hacer de ángel, hace de estúpida, ¿sabes? ¡Ah! ¡Mi Dios! Nadie empezó a vivir con un corazón más puro que yo, os lo aseguro, ni con ilusiones más generosas, ni más elevadas creencias… Pues bien, yo he reconocido, un poco antes que otras, gracias a mi honrado marido, que todo eso era sin objeto, sin aplicación, ni realidad… que nadie me comprendía… que hablaba una lengua desconocida en nuestro planeta… que yo era la única de mi especie, en una palabra. He tenido que resignarme a elegir, aceptar los únicos placeres de que este mundo dispone…; después de haber soñado con amores extraordinarios, he tenido que contentarme con un vulgar… pero, no hay otros, porque hay que responder a nuestro destino, y el destino de una mujer es amar y ser amada… ¡Esto es todo, querida!

– ¿Qué quieres? Soy un ángel caído… y trato de arrastraros en mi caída… ¿No es verdad? ¿No es ése vuestro pensamiento?.. Así lo leo en vuestros grandes ojos, a cada relámpago que pasa…; A más de esto, la decoración está ahí. Ese cielo y ese mar ardiente… y yo aquí, con el cabello en desorden y presentando mi frente a la tempestad… Muy poético, ¿no es verdad? De todos modos, soy bien miserable al deciros tales cosas; siempre hay tiempo para aprender.

– ¿Por qué me lo decís? – preguntó Juana, que durante aquel extraño discurso había recobrado alguna calma.

– ¿Acaso lo sé yo? – dijo la señora de Hermany – . ¡Ah! ¡gracias a Dios ya llueve!

Bajó rápidamente dos o tres escalones de la gradería, y expuso su cabeza a la lluvia, que empezaba a caer con fuerza, recogiendo las gruesas gotas en sus manos y refrescándose con ellas la frente.

– Os ruego, Luisa, que entréis – dijo con dulzura Juana.

Subió lentamente y parándose delante de su amiga:

– Tendremos que separarnos – dijo con tono breve y altanero.

– ¿Por qué? – dijo Juana – , yo no tengo la pretensión de reformar el mundo… lo único que os pido es que no me habléis nunca de vuestros amores ni de los míos. Sobre todo lo demás, nos entenderemos perfectamente… Nuestra amistad será para mí un gran recurso, y creo que la mía podrá seros útil.

La señora de Hermany la estrechó apasionadamente contra su pecho, y besándola:

– Gracias – le dijo.

Volviéronse ambas a sus habitaciones; y dos horas después, cuando, el día empezaba a aclarar, Juana estaba todavía sentada a los pies de su lecho con las mejillas húmedas y la mirada fija en el espacio.

Historia de una parisiense

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