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IV
ОглавлениеNada conmueve más nuestro ser moral como el descubrimiento de las debilidades de aquellos que personificaban para nosotros lo bueno y lo digno; sean ellos nuestros padres, nuestros amigos o nuestros maestros. Cuando cesamos de estimar a los que habíamos consagrado nuestra estimación y respeto, nos sentimos impulsados a dudar de las mismas virtudes que antes admirábamos. Los falsos ídolos nos hacen dudar hasta de la misma religión.
Esta fue la razón especiosa y muy humana que hizo que la señora de Maurescamp, no quedándole duda de la perversidad de los sentimientos de su amiga, cayese en desalientos tan afligentes como peligrosos. De un carácter demasiado elevado para romper ruidosamente con aquélla con quien había tenido tan estrecha amistad, tanto en privado como en público, no por eso, dejó de conocer que aquella amistad había pasado. La aureola esplendorosa que había colocado sobre su frente, habíase extinguido para siempre, y extinguiéndose en el barro, como las luces de los fuegos artificiales. Habríale perdonado un amor menos culpable, que hubiese sido disculpado por su objeto; habríale perdonado Petrarca, Dante, Goethe, pero no le perdonaba al bello Salville. No le perdonaba su afectación hipócrita en llenarle de ridículo, y, sobre todo, no le perdonaba que hubiese intentado desmoralizarla, exponiéndola con un orgullo de demonio, su teoría perversa, y tanto menos la perdonaba, cuanto que sentía que había casi logrado su objeto, y que poco a poco el veneno iba infiltrándose en sus venas.
En efecto, bajo la impresión de aquel nuevo desencanto, Juana de Maurescamp frecuentó la sociedad, desde entonces, con menos ilusiones y optimismo que antes. Observó con ojos más experimentados lo que pasaba a su alrededor; muchos comentarios que había tenido por calumnias, pareciéronle verosímiles; y muchas relaciones que juzgara inocentes, fuéronle sospechosas. Habiendo creído ver en el mundo más virtudes que las que hay en realidad, empezaba a no creer en ninguna. Preguntábase si en efecto no sería única en la especie, como se lo había dicho la señora de Hermany, y si, sus sentimientos e ideas sobre la vida, y, sobre todo, sobre el amor, no eran solamente el resultado de una educación artificial y de una imaginación falseada por las utopías de los poetas; y, finalmente, si el placer, tal cual era, no era mejor que nada.
Es un espectáculo tierno y conmovedor el que presenta una joven honesta, que ha llegado a una época de la vida mundana, casi inevitable, luchando en su agonía, y expuesta a caer de un momento a otro, de un exceso de idealismo, a un exceso de realidades.
A más de los filósofos, hay siempre un buen número de curiosos dispuestos a seguir con interés está especie de pequeños dramas. El mundo está lleno de gente que no se ocupa en otra cosa, que esperan también que les llegue su turno, y que se ingenian en precipitar el desenlace. Uno de los más desdeñosos de la especie, era entonces el vizconde de Monthélin, muy conocido en la alta sociedad parisiense. M. de Monthélin amaba exclusivamente el amor, y con ello tenía ya un título para con las damas. No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando, después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba con las señoras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba gustoso. No era ya joven, pero era elegante, buen decidor, con aire caballeresco y un corazón que era una verdadera cloaca de corrupción. Su ya larga existencia la tenía consagrada a husmear los matrimonios en desgracia, y acabar con ellos. Era su especialidad. Dos o tres duelos, uno de ellos con el conde Jacobo de Lerne, que habíale llamado el tiburón de los salones, habían puesto el colmo a su reputación.
Desde el invierno que siguió a la estadía de las dos amigas en Douville, no quedó duda de que el señor de Monthélin miraba a la señora de Maurescamp como una presa ya casi segura. Viósele estrechar su amistad con su marido, al mismo tiempo que estrechaba el círculo de sus operaciones alrededor de Juana. Sus visitas a la hora del crepúsculo fueron cada vez más frecuentes; arreglose de modo de poderla encontrar por las mañanas en el bosque, y presentábase regularmente en su palco el viernes en la Opera y los martes en los Franceses.
En su profunda enervación moral y en su aislamiento desesperado, Juana, casi sin defenderse, dejábase arrastrar por esa fascinación que ejerce casi siempre sobre las de su sexo, la insistente persecución de un hombre.
Sentíase poco a poco presa de vértigos de las continuadas y sabias evoluciones que el señor de Monthélin describía en torno suyo. Empezó a concederle esos pequeños favores, que son casi siempre el preludio del completo abandono. Es así como fue tomando la costumbre de informarle de las visitas que pensaba hacer, de las casas donde podría hallarla; y hasta le indicaba las horas en que la encontraría sola en su casa; en los bailes, como él no bailaba, le reservaba algunos bailes sentados, es decir, las ocasiones a solas, tras del abanico, bajo la sombra de un cortinado o de una palmera en el invernáculo. Estos manejos, a falta de otros, causábanle una turbación que la entretenía; la emoción del peligro, que agitaba sus nervios, hacíale creer en una pasión. En una palabra, la desgraciada y noble Juana se hallaba en vísperas de la caída más vulgar, cuando un tercer personaje intervino en el escenario.
Era una mujer, una anciana, la condesa de Lerne; madre de Jacobo de Lerne, que había sido herido en duelo, algunos años antes, por el señor de Monthélin.
La señora de Lerne había sido siempre una mujer sin principios, pero sin malevolencia, aunque muy espiritual. Tenía el buen sentido de no haberse hecho mogigata, después de haber sido una coqueta. Su indulgencia por las debilidades por que ella también había pasado, su buen humor, sus buenos consejos, y su situación de familia y de fortuna, valíanle, a pesar de los recuerdos todavía vivos de su juventud, la simpatía general. Su salón era muy buscado; allí se reunían los hombres más distinguidos en la política, la literatura y las artes. Agregaba algunas jóvenes bellezas, como para adornar el paisaje. Juana de Maurescamp, con su elegante hermosura, y tímida superioridad, era uno de los encantos de aquel salón modelo. La vieja condesa prodigábale todo género de atenciones y lisonjas para atraerla y retenerla. Dos razones tenía para obrar así; la primera, muy confesable, era aumentar el brillo de sus reuniones; la segunda, menos cristiana, hacer de ella la querida de su hijo.
Hacía siete u ocho años que había perdido a su hijo mayor, Guy de Lerne; el segundo, Jacobo, salía de Saint-Cyr al tiempo de la muerte de su hermano. Viendo a su madre sola, dio su dimisión para vivir a su lado. Era un joven muy bien dotado, que si hubiese querido dar impulso a sus dotes naturales, habría llegado a ser un hombre de talento. Pintaba acuarelas muy agradables, pero sobre todo era excelente músico, y algunas de sus composiciones, valses, «berceuses» y sinfonías eran de un mérito superior. Pero sea indolencia natural, sea el desaliento de ver interrumpida su carrera, no era otra cosa que un simple dilettante, y para complemento, se había convertido en un mal sujeto. Excepto en casa de su madre, donde el deber lo retenía, poco se le veía en la buena sociedad, donde nada se divertía, y sí mucho en la mala, donde parecía gozar inmensamente. La señora de Lerne había intentado casarle en los primeros tiempos, hay que hacerle esta justicia; pero se había manifestado tan recalcitrante sobre aquel artículo, que había variado de pronto sobre sus ideas de una unión honorable que lo sacase cuando menos de sus malas compañías.
Hacía tiempo que había echado los ojos para tan laudable destino, sobre Juana de Maurescamp, cuyo desastre conyugal no había escapado a su vieja experiencia. Sin entrar al respecto con su hijo en explicaciones malsanas, trató siempre que pudo de ponerle ante sus ojos a aquella seductora criatura, sin descuidar ninguna ocasión de revelar sus bellas cualidades. Pero Jacobo, aunque evidentemente impresionado de la extrema belleza de Juana y de su distinguida inteligencia, no había manifestado sino un interés distraído. Fue entonces cuando la condesa, que vigilaba atentamente a la joven, viéndola a punto de caer en los lazos de Monthélin, resolvió dar un golpe teatral, tanto en el interés de su hijo cuanto por odio hacia el hombre que había podido matarle.
Escribió una mañana a Juana, diciéndole que iría a verla, salvo contraorden, a las tres de la tarde, porque tenía que confiarle algo muy importante y agradable. Juana, algo intrigada con aquel misterio, la esperó a la hora indicada. Viola entrar en su gabinete con un sirviente portador de una de esas casillas de mimbre, adornada con cordones, franjas y borlas, que se usan ahora para los perros. La condesa llevaba maternalmente entre sus brazos a un pequeño perrillo de pelo largo y sedoso, una verdadera miniatura de faldero blanco y rojo, que decía ser originario de Méjico y que era admirado y codiciado por todos sus conocedores.