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II

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Mi período de libertinaje llegaba a su fin y me sentía atrozmente asqueado. Tenía remordimiento, pero lo rechazaba: me producía náuseas. Sin embargo, poco a poco me iba acostumbrando. Me acostumbraba a todo. Mejor dicho, no era que me acostumbrase, sino que lo soportaba todo con resignación. Pero tenía un buen remedio, el de evadirme a los dominios «de lo bello y lo sublime»..., en sueños, naturalmente. Soñaba sin freno, pasaba tres meses seguidos soñando, enterrado en mi rincón, y en aquellos momentos, créanme, no me parecía en nada a aquel señor angustiado, de corazón de gallina, que cosía al cuello de su abrigo una piel de castor alemán. Me había convertido en héroe. En aquellos momentos ni siquiera habría recibido a mi bravo teniente. Es más, ni siquiera habría pensado que tal cosa pudiera suceder. ¿Qué sueños eran aquellos y cómo podían satisfacerme? Hoy me es difícil explicarlo. Pero sé que entonces estaba plenamente satisfecho. Además, estos sueños casi me bastan ahora. Tras mis excesos de libertinaje eran especialmente agradables y apacibles. Entonces acudían a mí en medio de los remordimientos, de las lágrimas, de las maldiciones impetuosas. ¡Tuve instantes de tal plenitud, de una dicha tan perfecta, que era imposible burlarse de ellos! No había en mí más que fe, esperanza y amor. Y es que en aquellos tiempos yo estaba ciegamente persuadido de que gracias a algún milagro, a alguna circunstancia externa, todas mis dificultades desaparecerían, caerían las murallas y dejarían al descubierto, al fin, un vasto campo de acción, de acción útil y bella y, sobre todo, dispuesta a que se cumpliese (yo no sabía en qué podía consistir tal acción, pero lo principal para mí era que estuviese enteramente dispuesta para su cumplimiento). Entonces, yo aparecía de pronto a la luz del día y me creía a lomos de un caballo blanco, con una corona de laurel en la frente. Ni me pasaba por la imaginación la posibilidad de desempeñar un papel secundario, y probablemente por eso admitía en la realidad resignadamente el último papel. O héroe o insignificante ser envuelto en lodo: no había término medio para mí. Esto era lo que me perdía; pues, desde el cieno, me consolaba soñando que en otros instantes yo era un héroe, y este héroe alumb raba el barro con su prestigio. El hombre corriente ha de evitar caer en el lodo; pero el héroe está situado a tal altura, que jamás podrá ensuciarse completamente. Por lo tanto, yo puedo revolcarme en el cieno.

Lo más notable es que estos impulsos «hacia lo bello y lo sublime» brotaban a veces en mí durante mis arrebatos de libertinaje, precisamente cuando me hallaba en el fondo del foso. Surgían como recuerdos y proyectaban un pálido resplandor. Pero no lograban disipar mis deseos; por el contrario, parecían excitarlos, gracias al efecto del contraste, que era precisamente lo que se necesitaba para hacer una buena salsa. Esta salsa se componía de contradicciones, sufrimientos y amargos análisis. Y todos estos tormentos, mayores o menores, daban cierto sabor picante a mi disposición e incluso le conferían cierto sentido. En una palabra, desempeñaban perfectamente el papel de una buena salsa. Todo esto no carecía de cierta profundidad. Pero ¿habría podido yo admitir una disipación ordinaria, el libertinaje llano y simple de un empleadillo cualquiera, y soportar pacientemente este horror? No, yo tenía siempre en reserva cierto modo nobilísimo de considerar las cosas.

¡Pero cuánto amor, Señor..., cuánto amor sentía palpitar en mí durante aquellos sueños, cuando sabía que me hallaba en los dominios «de lo bello y lo sublime»! Aunque aquel amor fuese fantástico, aunque no se pudiera aplicar a nada humano, rebosaba de tal modo en mí, que no echaba de menos esta falta de aplicación a la realidad: me parecía poco menos que un lujo inútil. Me volvía perezosa y voluptuosamente hacia el arte, es decir, hacia las bellas formas, ya completamente realizadas por los poetas, y a los novelistas, que nos las ceden en préstamo y que se adaptan fácilmente a todas las necesidades, a todas las exigencias. Gracias a ello, yo puedo, por ejemplo, triunfar sobre el universo entero. Todos se prosternan ante mí en el polvo y están obligados a admirar mis perfecciones, y yo perdono a todo el mundo. Siendo poeta y chambelán, me enamoro; recibo infinidad de millones, con los que obsequio inmediatamente al género humano, mientras confieso, ante el pueblo reunido, todas mis «ignominias», que no son, ni que decir tiene, ignominias ordinarias, pues todas contienen algo «de bello, de sublime», algo byroniano, dentro del género de Manfredo. Todos lloran y me besan (habrían sido imbéciles si no lo hubiesen hecho), y yo, descalzo y hambriento, me voy a predicar ideas nuevas y derroto por completo a los reaccionarios en Austerlitz. Acto seguido suena una marcha. Es la amnistía general. El Papa accede a ausentarse de Roma y trasladarse al Brasil. Luego, baile para toda Italia en la villa Borghese, la que está junto al lago Como, pues se ha transportado el lago a los alrededores de Roma para esta ocasión. Seguidamente, gran escena en los bosquecillos, etc. ¡En fin, ya saben ustedes lo que son estas cosas.

Me dirán que es estúpido e innoble exponer todo esto públicamente después de haberles confesado que derramaba lágrimas y tenía momentos de éxtasis. Pero ¿por qué es innoble, señores? ¿De verdad creen ustedes que todo eso me da vergüenza y que mis sueños son más necios que las cosas que les han ocurrido a ustedes en la vida? Además, créanme, ciertos hechos no estaban demasiado mal coordinados... Pero ocurrían a orillas del lago Como. Por lo demás tienen ustedes razón: ¡es estúpido, es innoble! Pero lo peor es que me estoy justificando ante ustedes. Y el hecho de que lo confiese es todavía más vil. ¡Bueno, basta ya! No acabaría nunca, pues siempre se encuentra el medio de descender más aún. Nunca pude prolongar mis sueños más de tres meses consecutivos, y para terminar, declararé que, invariablemente, volvía a sentir la necesidad irresistible de sumergirme en la sociedad de mis semejantes. Esto significaba visitar al jefe de mi negociado, Antón Antonovitch Sietochkin. Ésta fue la única persona en toda mi vida con la que sostuve relaciones regulares, cosa que todavía me causa asombro. Pero sólo iba a su casa cuando mis sueños me habían elevado de tal modo, que no tenía más remedio que estrechar en mis brazos a la humanidad entera, y para eso necesitaba por lo menos un verdadero ser humano, un hombre de carne y hueso. Sólo los martes se podía ir a casa de Antón Antonovitch. Era su día de recibo. Por consiguiente, yo tenía que reprimir mi sed de abrazos hasta ese día.

Antón Antonovitch vivía en las Cinco Esquinas, en el cuarto piso. Disponía de cuatro habitaciones diminutas, de techo bajo, amarillentas y cuyo aspecto pregonaba su baratura. Tenía dos hijas y una tía, que era la que servía el té. Una de las hijas contaba trece años; la otra catorce, y las dos tenían la nariz respingona. Estas niñas me intimidaban, pues no cesaban de cuchichear ni de emitir risitas ahogadas. El dueño de la casa estaba habitualmente en su despacho, sentado en un gran diván de cuero, ante una mesa redonda, en compañía de un señor de aspecto respetable, pero que era un simple funcionario de nuestro ministerio. Nunca me encontré allí con más de dos o tres personas, y siempre eran las mismas. Se hablaba de adjudicaciones, j cesiones, ascensos, nombramientos; de su Excelencia; de cómo hacerse simpático a la gente; etc. Yo tenía la paciencia de permanecer entre aquellas personas durante tres horas, como un tonto, sin atreverme a hablarles ni poder hacerlo, fuera cual fuere el asunto de que se tratase. Me daba cuenta de que iba convirtiéndome en un estúpido. Sudaba, temía quedarme paralítico. Pero aquello tenía también sus ventajas para mí, pues, ya de vuelta en mi casa, renunciaba durante algún tiempo a mi deseo de estrechar entre los brazos a la humanidad entera.

También me relacionaba con Simonov, antiguo compañero de colegio. Tenía en Petersburgo varios antiguos condiscípulos más; pero había dejado de alternar con ellos, e incluso de saludarlos en la calle. Es más: acaso fue el deseo de no encontrarme con ellos, de olvidar todos los recuerdos de mi triste infancia lo que me impulsó a trasladarme a otro ministerio. ¡Maldecía a aquella escuela, a aquellos atroces años de cárcel! Por eso rompí con mis compañeros apenas terminé mis estudios. Sólo saludaba a dos o tres. Uno de ellos era Simonov. En la escuela no se había distinguido en nada y tenía un temperamento afable y reposado. Yo lo estimaba por su espíritu de independencia y por su honradez. Incluso no creo que fuese extremadamente torpe. Pasamos juntos muy buenos ratos. Pero nuestras buenas relaciones no duraron mucho: una especie de bruma las cubrió repentinamente. El recuerdo de aquella cordialidad molestaba sin duda a Simonov, que temía, en mi opinión, que yo intentara reanudar nuestro trato amistoso. Incluso me pareció que le repugnaba. Pero como no estaba seguro, seguía yendo de vez en cuando a su casa.

Y he aquí que un jueves, incapaz de soportar más tiempo mi soledad y sabiendo que los jueves la puerta de Antón Antonovitch estaba cerrada, me acordé de Simonov. Al subir la escalera que conducía a sus habitaciones del cuarto piso, precisamente entonces, caí en la cuenta de que mi visita podía molestar a Simonov y me dije que había hecho mal en ir a su casa. Pero como el resultado de esta clase de reflexiones era generalmente incitarme a hacer lo que no debía, entré resueltamente. Hacía un año que no había ido a casa de Simonov.

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