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Un cuarto de hora después, iba y venía por la habitación temblando de impaciencia y deteniéndome a cada momento ante el biombo, que me permitía ver por una de sus rendijas a Lisa, sentada en el suelo y con la cabeza apoyada en la cama. Probablemente lloraba. Pero no se iba, y eso me molestaba. Lisa lo sabía ya todo. La había ofendido irremisiblemente; pero... no vale la pena volverlo a contar que Lisa había adivinado que mi arranque de pasión era simplemente una venganza, una humillación más, y que a mi odio de poco antes, vago y sin objeto, se había sumado el odio de la envidia, y que esta envidia me la inspiraba ella... Por otra parte, no estoy seguro de que Lisa comprendiera todo esto con claridad, pero es evidente que se dio cuenta de que yo era un hombre vil y, sobre todo, de que no podía amarla.

Ya sé que me dirán que esto es increíble, que es imposible ser tan malvado, tan estúpido. Y tal vez añadan que tampoco puede creerse que yo no la amara en absoluto o, por lo menos, que no me conmoviese su amor. ¿Por qué tiene que ser esto increíble? Ante todo, me era imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba imaginarme lo que haría después con el ser dominado. ¿Qué hay de increíble en eso, hallándome yo tan pervertido moralmente, tan al margen de la «vida real» que hacía unos momentos la había avergonzado, acusándola de haber venido a mi casa para oír «palabras enternecedoras»? No pud e comprender que Lisa no había venido para esto, sino para amarme, porque para la mujer, resurrección y liberación significan amar y sólo pueden manifestarse a través del amor. Por otra parte, ¿en verdad la detestaba tanto mientras recorría a zancadas la habitación y le lanzaba miradas furtivas por la rendija del biombo? En modo alguno. Pero su presencia me era sumamente enojosa. Ansiaba que desapareciera. Tenía sed de «tranquilidad»; deseaba quedarme solo en mi subsuelo. La «vida real» a la que no estaba acostumbrado, me oprimía hasta el extremo de ahogarme.

Transcurrían los minutos, y Lisa no se incorporaba. Estaba como sumida en un sueño. Sin miramientos, di unos golpecitos en el biombo para volverla a la realidad. Lisa se sobresaltó, se levantó de un salto y empezó a recoger apresuradamente sus cosas (su manteleta, su sombrero, su pelliza), como quien se dispone a huir. Dos minutos después salió lentamente de detrás del biombo y me miró con tristeza. Yo sonreí forzadamente, par convenance, y le volví la espalda.

-¡Adiós! -me dijo, dirigiéndose a la puerta. De pronto, corrí hacia Lisa, me apoderé de su mano, se la abrí, puse en ella lo que tenía preparado y se la cerré de nuevo. Luego me dirigí presuroso al otro extremo de la habitación. Así, por lo menos, no vería nada...

He estado a punto de faltar a la verdad, de decir que hice esto sin pensarlo, porque había perdido completamente la cabeza. Pero no quiero mentir, y digo francamente que le abrí la mano y deposité en ella dinero... por pura maldad. Se me ocurrió obrar así mientras recorría febrilmente la habitación y ella estaba sentada en el suelo, detrás del biombo. Pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que esta crueldad cometida adrede no procedía de mi corazón sino de mi malvado cerebro. Era un acto tan evidentemente falso, tan afectado, tan livresque, que ni yo mismo pude soportarlo ni siquiera un instante y huí al otro extremo de la habitación. Luego, en el colmo de la desesperación y de la vergüenza, eché a correr en pos de Lisa... Abrí la puerta y agucé el oído.

-¡Lisa! ¡Lisa! -la llamé, pero a media voz, temblorosamente.

No obtuve respuesta. Sin embargo, me pareció oír sus pasos en los últimos escalones. -¡Lisa! -grité más fuerte. Silencio. Y seguidamente oigo que se abre, rechinando, la puerta de cristales del edificio, que al punto vuelve a cerrarse pesadamente. El portazo resuena en toda la escalera.

Se había marchado. Volví a mi habitación, pensativo. Un peso terrible gravitaba sobre mi corazón.

Me detuve junto a la mesa, al lado de la silla que Lisa había ocupado, y permanecí inmóvil, mirando estúpidamente hacia delante. Así estuve un minuto. De pronto, me estremecí. Ante mí, sobre la mesa, vi... vi un billete de cinco rublos arrugado: el que yo acababa de poner en la mano de Lisa. Era el mismo; no podía ser otro, pues no había ninguno más en la habitación. Evidentemente, Lisa lo había tirado allí mientras yo corría hacia el otro lado del aposento.

Habría podido esperarlo, pero no lo esperaba. Era egoísta hasta tal punto, sentía tan poca estima por los hombres, que no me había pasado por la imaginación que Lisa fuese capaz de semejante gesto. No pude soportarlo. Me precipité como un loco sobre mis ropas, me puse lo primero que encontré y bajé de cuatro en cuatro los escalones. Indudablemente, ella no habría podido recorrer más de doscientos pasos cuando yo salí a la calle.

No hacía viento. La nieve caía en grandes copos casi verticalmente y formaba un espeso colchón sobre las aceras y sobre la desierta calzada. No se veía un alma, no se oía el menor ruido. Los faroles alumbraban inútil y tristemente. Recorrí unos centenares de pasos y llegué al primer cruce. Allí me detuve. ¿Qué dirección habría tomado Lisa? ¿Y por qué corría yo tras ella?

¿Por qué? Porque quería echarme a sus pies, llorar y .. confesarle mi arrepentimiento, besarle las rodillas e implorar su perdón. Esto era lo que quería hacer. Sentía que el pecho se me desgarraba. Nunca podré recordar fríamente aquellos instantes. «Pero ¿qué adelantaré? -me preguntaba-. ¿Acaso no la volveré a odiar mañana mismo precisamente por haberme arrojado a sus pies hoy? ¿Es que puedo hacerla feliz?

¿No he comprobado por centésima vez lo poco que valgo? ¿Podría abstenerme de atormentarla? Estaba inmóvil en medio de la nieve, tratando de perforar con la mirada el opaco velo, y reflexionaba profundamente.

«¿No sería preferible -me decía, ya de regreso a casa y tratando de ocultar mi dolor en mis desvaríos- que Lisa se llevase mi ofensa consigo? La ofensa purifica, ya que es el sentimiento más amargo, más doloroso. No cabe duda de que mañana mismo mancharía su alma y cargaría su corazón con un peso insufrible. En cambio, si no la vuelvo a ver, ella conservará siempre vivo el recuerdo de esta ofensa. Por espantoso que sea lo que le espera, la ofensa la elevará y la purificará por medio del odio. y quizá también por medio del perdón... Pero ¿le hará la vida más fácil todo esto?.

Todavía hoy me hago esta inútil pregunta. ¿Qué es preferible: una felicidad vulgar o un sufrimiento elevado? Díganme: ¿qué vale más?

Así pensaba yo aquella noche, aniquilado por el sufrimiento. En mi vida había sentido un dolor tan cruel, un remordimiento tan profundo. Sin embargo, cuando corrí en persecución de Lisa, ¿quién podía dudar ni un solo instante que me detendría a mitad de camino? Jamás he vuelto a ver a Lisa. Ni siquiera he oído hablar de ella. Añadiré que durante mucho tiempo me he sentido satisfecho de mi frase sobre la utilidad de la ofensa y del odio, aunque estuve a punto de enfermar de tristeza y de angustia. Aún hoy, transcurridos tantos años, estos recuerdos me mortifican. ¡Hay tantas cosas que no se quisieran recordar! Pero... ¿no sería preferible poner punto final a este diario? Creo que empezarlo fue un error... En fin, lo cierto es que no he dejado de sentir vergüenza en ningún momento de esta narración. No ha sido literatura, sino una expiación, una pena correccional.

Referir detalladamente cómo ha fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su subsuelo, que es lo que he hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno. Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe. Además, todo esto producirá pésima impresión, porque todos hemos perdido el hábito de vivir, porque todos cojeamos, unos más y otros menos. Incluso hemos llegado a perder ese hábito hasta el punto de que sentimos cierta repugnancia por la vida real, por la «vida viva». Pero eso no nos gusta que nos lo recuerden. Hemos llegado a considerar la vida real, la «vida viva», como algo ingrato, como un servicio penoso, y todos estamos de acuerdo en que lo mejor es adaptarse a los libros. ¿Qué objeto tiene nuestra agitación? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? Ni nosotros mismos lo sabemos. Es más, si nuestros deseos se cumpliesen, no nos sentiríamos felices.

Si nos diesen un poco de libertad, si detestasen nuestras manos, si ensanchasen nuestro círculo de acción, si nos quitasen las riendas, inmediatamente -estoy seguro- solicitaríamos que nos volvieran a poner bajo tutela. Sé que os he enojado, que vais a gritar, a protestar: «¡Hable por usted solo y por sus miserias subterráneas! ¡Suprima ese nous tous!»

Perdonen, señores, pero no he pensado en modo alguno justificarme apelando a esta omnitude. En lo que me concierne personalmente, no he hecho otra cosa en mi vida que llevar hasta el fin lo que ustedes sólo han llevado hasta la mitad, aunque se han consolado con la mentira de llamar prudencia a la cobardía. Tanto es así, que mi vida es tal vez más real que la de ustedes.

Fíjense bien. Hoy todavía no sabemos dónde se oculta la vida, qué clase de sitio es ése ni cómo se llama. Si nos abandonan, si nos retiran los libros, nos veremos inmediatamente en un embrollo, todo lo confundiremos, no sabremos adónde ir ni cómo ir, ignoraremos lo que se debe amar y lo que se debe odiar, lo que debe respetarse y lo que sólo merece desprecio. Incluso nos molesta ser hombres, hombres de carne y hueso; nos da vergüenza, lo consideramos como un oprobio y soñamos con llegar a convertirnos en una especie de seres abstractos, universales. Somos seres muertos desde el momento de nacer. Además, hace ya mucho tiempo que no nacemos de padres vivos, lo que nos complace sobremanera. Pronto descubriremos el modo de nacer directa mente de las ideas.

¡Pero basta! No quiero que se oiga mi «voz subterránea».

El diario de este amante de las paradojas no termina aquí. El autor no pudo resistir la tentación de volver a empuñar la pluma. Pero nosotros creemos, como él mismo creyó, que ha llegado el momento de poner el punto final.

FIN

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