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Patriota

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Me quedan dos meses de contrato. El zócalo flojo, la pérdida del aire acondicionado, las garras que marcan la desesperación del perro en la puerta de entrada no me pertenecen, son deudas de ese pasado reciente en el que daba la teta mirando la villa Fraga y el Jumbo de al lado, sin distinguir el atardecer de la madrugada, el sábado a la mañana del domingo a la tarde.

Busco una casa con un cuarto para mí y uno para mi hijo en los alrededores de su jardín de infantes. La primera que encuentro es de una amiga de una amiga, en esa marea de datos que se retuitean, se reenvían y se favoritean a una velocidad obscena, enemiga del tiempo real donde todo el aparato “alquilar una casa” se despliega realmente. Escribo un mensaje privado y me piden que esté el domingo a las 14; hora infame pensando en la siesta del niño, pero me veo obligada a obedecer. El mapa digital marca una línea punteada que bordea el cementerio. Parecen pocas cuadras, pero son diecinueve y media: número sin suerte ni encanto. Las fotos donde anuncian este tres ambientes en un noveno piso luminoso parecen sinceras; no están tomadas desde ángulos imposibles para aparentar más espacio y el blanco en las paredes siempre es tentador: se ve un cielo limpio desde el ventanal de un living en el que puedo imaginar a mi hijo armando su carpa y a mi perro temblando la siesta.

Vamos por Jorge Newbery para el otro lado que siempre, y esa osadía me aprieta el diafragma. Escuchamos alt-J muy bajito. La avenida arbolada, con ese bar Rodney donde hablamos con el padre de mi hijo apenas unos meses antes de concebirlo, está desierta, erigida para que lleguemos temprano a destino. Los puestos de flores para llevar a los muertos no tienen vendedores ni visitantes; solo flores contentas mirando la calle. Juan hace el ademán de olerlas, nos miramos por el retrovisor y pasamos la vía de Warnes.

Madhava me está esperando en el hall del edificio. Habla con el portero. La reconozco aunque solo la vi en las fotos de su perfil, siempre con un turbante color mostaza exageradamente grande para el tamaño real de su cabeza. Arqueamos las cejas, ella desde adentro y yo desde afuera, y me abre con una sonrisa forzada. Ya está calculando que el cochecito no entra en el ascensor y que el desnivel de un ala del edificio nos va a obligar a cargarlo entre las dos en un acto aparatoso de confianza previa a que la confianza exista realmente. Pero primero es el beso, el elogio al niño y la sutil inspección de mi aspecto: nunca se sabe bien qué espera un propietario de su inquilina, si solvencia, respeto, humildad o atropello. Pero yo vengo a ver el departamento, yo decido.

Pasamos el trámite del viaje con bastante dignidad, y en la puerta del 9°B nos espera Nélida, la inquilina actual, una sexagenaria que enseguida me explica que ella se muda porque tiene su casa. Esta, la que alquiló por dos años, los mismos dos que hace que yo vivo en Charlone, está llena de macetas en las que el tiempo dejó crecer unos yuyos pulposos como plantas carnívoras. El ventanal ofrece el mismo cielo que las fotos pero los herrajes están oxidados, y por la protección de balcón corren unos cables sospechosos. El piso de roble que se subrayaba en el aviso está rayado y quemado, sobre todo en la zona del cuarto, junto a la mesa de luz, con la marca inconfundible que deja un fósforo cuando cae prendido en la madera expuesta. Hay como treinta de esas marcas largas, y las tres las miramos en tiempos iguales, con ese ruido que hace el pensamiento cuando va a toda velocidad. Mi hijo empieza a llorar, a retorcerse en el cochecito; no quiere mirar el departamento, no le gusta la inquilina —estoy segura— y a mí tampoco. Le explico de nuevo, como marca la teoría, que estamos acá porque tenemos que mudarnos pronto, y que esta es una casa posible. Pero no me escucha, hace el esfuerzo del llanto pero entrecerrando los ojos y gimiendo como un corderito. Lo alzo y hace eso que odio, un tirabuzón con el que sus doce kilos fuerzan las terminales nerviosas de mi columna más allá de lo posible.

—¿Querés un vaso de agua? ¿Cómo te llamás? —le pregunta Nélida con esa tonalidad actoral con la que se les habla a los niños.

—Se llama Juan —le digo, y mi hijo me empieza a tironear el escote para meter la mano entre mis tetas, mientras me niego e intento mirar la cocina ya no tanto por interés sino por morbo. En la heladera hay una calcomanía de Fuddruckers que también está en la mía; me acuerdo del queso cayendo despacio y del lobby intercountry que se armaba en los salones de Santa Fe y Ayacucho. Me pregunto de dónde la habrá sacado Nélida, que le habla a Madhava del calefón, dice que hay que cambiarlo cuanto antes y que el plomero le dijo que lo ideal es instalar un termotanque. Madhava le dice que sí, que lo van a cambiar cuando venga su compañero de Formosa, donde viven ahora en comunidad meditadora, esa del maestro procesado por someter a menores a sus delicias florales. Lo vi en Facebook, pero no le di importancia hasta este momento. ¿Por qué iba a alquilar esto y colaborar en el diezmo de ese borracho lumpen que aparecía en la tele en 2008 jurando que practicaba cuatro horas de kung fu todas las mañanas con una panza de vino más grande que la cabeza de un toro? Ya sé que este departamento es horrible pero igual pregunto por el baño chico, ese que en las fotos parecía el más lindo de la casa. Mientras tanto, lo acerco a Juan a una repisa llena de objetos, para que elija alguno y se calme. Agarra una llama del salar de Uyuni con una mano y una palomita tallada en hueso con la otra. Vamos al último cuarto, el que hace esquina con Donato Álvarez, que sería para mi hijo. Ahí está la obra de Nélida, unos esqueletos de yeso que simulan ser huesos humanos: un fémur, una mano torpe, una especie de tórax a medio terminar. Al tórax, Nélida le puso una enagua y lo tiene colgando de una percha como una cortina. En las paredes hay menciones de premios nacionales de arte y llego a leer un apellido que me suena muy familiar, pero no tengo tiempo de metabolizar tanta información.

—Las expensas son caras por la seguridad las veinticuatro horas y la losa radiante.

—Claro, pero… ¿tan caras? ¿Lo valen?

—Y, no —dice Nélida, y Madhava asiente porque ya sabe que soy una clienta perdida. Madhava está en otra sintonía, no sé si lo hace intencionalmente pero creo que quiere que pensemos que mientras habla con nosotras está meditando, como su maestro, que fingía meditar todo el tiempo, hasta dormido. Yo pienso que el sabio no hace tantos gestos como Madhava; ella tiene un mohín de llevar la cara para atrás de su propio plano que genera una papada constante en esa silueta flaquísima que se esculpe a base de avena y pasas.

Lo más difícil de la maternidad es entregarse. Soportar el ritmo del sueño de otro que no nos respeta; esa es la parte más tortuosa, es como ir a la guerra. Hay que tener la mente muy fría, no atascarse en la emoción insoportable de que el bebé enrede los dedos en nuestro pelo, pajoso por la lactancia. Entregarse a esa manera inoportuna, ingrata del niño en su flatulencia de egoísmo constante, que ahora mismo me marca una molestia que no puedo explicar sino con gestos de emergencia: no me importa qué piensan ellas de mí ni de mi hijo, no quiero gustarles ni me interesa el departamento tomado por los falsos huesos de Nélida, pero quiero que mi hijo se calme, se calle, que me deje terminar el trámite con hidalguía, como una señorita buena, que recibe muchos me gusta sin hacer demasiado. Pero se queja, irradia la incomodidad que todas rebotamos con sonrisitas. Abro el placard del estudio y Nélida corre al cuarto. “Solo hay ropa de persona”, me aclara, cerrándolo. “Sí, ya veo”, digo y Madhava me mira y se encoge de hombros sacando la lengua demasiado, como en una travesura.

—Bueno, no las molesto más.

—¿Pero no querés saber algo? —pregunta Nélida.

—No, estoy nerviosa por el nene, gracias.

—Claro, te entiendo —dice Madhava—. Yo tengo dos.

—Devolvele las cositas a Nélida —le digo a Juan, y ella, que no había visto que las habíamos tomado, eleva el tono de voz.

—Ahhh, sí, que las colecciono—. Juan abre los puños haciendo un esfuerzo enorme, Nélida se las saca y yo las pierdo de vista entre mis bártulos y los besos de rigor.

—Gracias por todo, estamos en contacto —nos decimos, y cierran la puerta del palier dejándome sola en esa estructura llena de escaleras. Tardamos en bajar el doble que en subir, pero liberados de la presión de la charla. Volvemos a casa por Jorge Newbery, cantando “Mi mascota es un pollito”, y cuando estamos llegando al lado conocido, donde la feria de Los Andes marca una peatonal llena de puestos, empieza a sonar mi celular. No lo atiendo hasta llegar a casa, seis cuadras después. Es un número sin registrar, pero yo sé que es el de Madhava. Qué me olvidé, pienso, qué me querrá aclarar. Estaciono y atiendo y la que habla es Nélida.

—¡Hola! —grita, como si le estuviera hablando a Juan. —Tu hijo se llevó uno de los objetos de mi repisa —me dice, y se entrecorta la voz porque la nuestra es una zona muerta, una zona sin señal o con señal cuando quiere, casi siempre cuando no se la necesita, como ahora. Mi vecino dice que es un Triángulo de las Bermudas de antenas y el chino dice que es por el cementerio, no por la intromisión de los muertos sino por el agujero de aire que implica un terreno tan grande en una ciudad minada por las redes invisibles.

Lo miro a Juan, que a su vez mira para afuera y no tiene nada en la mano. Intento llamar al número de Madhava pero es imposible, como siempre. Subimos a casa y le reviso la ropa; estoy segura de que esto no va a quedar así, o tal vez después de cortar conmigo Nélida revisó la repisa y descubrió que puso ahí la paloma y la llama y ya no repite el reclamo por la dificultad y el alivio. Pero no, estoy segura además de que ella se las sacó de la mano; yo la vi hacerlo. Tal vez las puso en otro lado, perturbada por el trámite de la despedida, por la violencia de la intromisión. Madhava me dijo que después de mí venían cinco familias a ver el departamento, y que le había costado mucho convencer a Nélida del tour; también deslizó que le había costado mucho ella en general, sobre todo porque, en su exilio provinciano, el contacto con Capital era intermitente.

—Te llamo porque tu hijo se quedó con un objeto de mi repisa —vuelve a decir Nélida cuando logra comunicarse.

—No, Nélida, vos se los sacaste, no tenemos ninguno —le digo con amabilidad, pero se corta de nuevo.

Me siento en el sillón del living; el trámite duró más de una hora. Pienso en la gente que está viendo el departamento ahora. La tarde se vuelve violeta y por la ventana reinas con vestidos dorados cabalgan sobre lomos de elefantes. Nunca estoy en mi casa a esta hora. Miro las pilas de cosas que tengo que embalar cuando me mude, las que yo traje a esta casa para poblarla y las que no me pertenecen pero ya son como mías. Me entra un mensaje de Madhava, tan poco claro como el recuerdo de su cara. “Neli dice que los tienen pero no c k decirle”. ¿Decirle qué? ¿Que no los tenemos? ¿Que no nos importa? Me empieza a hacer ruido la panza mientras mi hijo se vuelca sobre su caballo de madera para mirar una lámina que pegué en el piso. En la lámina hay mariposas, caracoles, hojas de plátanos, tipos de barcos sin quilla flotando con arpas y xilofones, un sifón, una tropa de alces. Los mira sin respirar, como bloqueado por una epifanía sin lenguaje. Pongo el celular en vibrador pero no vibra, ahora Madhava escribe “dice que por favor se los traigas el lunes, k p ella son sagrado s”.

Borro a Madhava de mis contactos y busco a Nélida en la web. Descubro que es la mamá de una conocida mía, otra amiga de amigas, una actriz a quien entrevisté varias veces y que me dio la postal de su primera obra, Desmadre, en la primera nota que le hice, en un McDonald’s de Cabildo casi provincia. Se descompuso durante la charla, fue al baño y volvió tambaleándose; me dio la postal y se fue con un gesto dramático y mudo. Puse esa postal con imanes en mi heladera, con la figura de un animal extraño que se vuelve una fémina ninja con un jopo arco iris. Ahí quedó la postal durante todos estos años de mudanzas, inundaciones y maternidad, esa locura de intensidades que me dio un hijo que ahora mira el pedazo de cielo fucsia que baja por Fraga y se queja porque le robaron un día de juegos. Nélida tenía la misma postal en la heladera y también varias fotos con ella, la hija actriz, que le dedicó la obra con un “Nosotras contra el mundo”. Sobre Nélida, Internet también dice que estuvo involucrada en un episodio extraño dentro de su propia casa, cuando vivía en Uruguay, porque su marido se confundió la puerta del baño con el comienzo de la escalera y se cayó hasta reventar su cráneo contra el descanso. Nélida lo vio muerto de madrugada y llamó a la ambulancia pero limpió toda la escena, lo que la convirtió en sospechosa instantánea; la causa duró varios años hasta desaparecer de los medios.

Nélida ya no inquilina sino madre hippie, no asesina. Pienso que se defendía de los golpes del marido y que ahora vive la vida de una adolescente atormentada prendiendo cigarrillos en la cama y tirando los fósforos al piso, haciendo arte que nadie compra, dejando crecer plantas hasta el techo, apenas regadas, un poco obsesionada con ser inquilina y acumular expensas que no puede pagar, en un país que no es el suyo pero que la recibió sin señalarla, y no por desprejuicio sino por desconocimiento. Mi madre se volvió rígida con los años, ordenando los zapatos por color aunque no los use, los sweaters de la juventud por talle, talles imposibles para la vejez. Borró las rayas que atrás de la puerta de su cuarto marcaban mis nuevas alturas y los pesos de sus dietas escritos en lápiz negro en su baño. Pintó cada habitación de otro color y cambió las alfombras manchadas de nuestra infancia. Mi mamá, tan agradecida de tenernos en su vida, casi atados a ella, se exaspera si no le hablo y tiene arcadas cuando me instalo en su casa con mi bebé, cuando los brazos no me dan más o me engripo hasta tener la nariz tapada de cal. Pienso en mi mamá viendo ese departamento, riéndose conmigo de la mamá bolche y también del deseo de matarla, lo que me acerca a Nélida asesina. O no. ¿Quién no piensa en la muerte de los que duermen bajo su mismo techo?

Marcos y yo nos vimos en ese boliche, el de Rodney, una noche de mayo, la del feriado. Yo estaba de novia con Fede pero él ya me había soltado la mano. Hacíamos la mímica de buscar una casa juntos pero deambulábamos por Florida en su auto de cambios automáticos, callados, y terminábamos almorzando en el Bajo de San Isidro, un sándwich de algo empanado con semillas, mirando revistas de moda y el celular de reojo. Atrás, el río, el mismo que navegué toda mi infancia con mi papá, escuchándolo decir que en el agua se sentía realmente vivo, buscando en el Tigre algún tipo de refugio a esa pareja imaginaria que formábamos juntos. Me resultaba nauseabundo este, un río gris de barro al lado de aquel, con olas plateadas que acariciaban nuestra marcha. Fede nunca me quiso realmente y el hecho de que siga buscándome, ya con mi hijo a cuestas, lo demuestra, lo demuestra esa insistencia que lo hace pararse en la puerta de mi casa con las balizas prendidas mientras me manda mensajes de ruego. “Por favor bajá un rato”, “un beso en el auto y me voy”, “hablamos por la ventanilla”, “quiero olerte la boca”, y así. Un día bajé con el bebé en el fular y Fede se rió, se acomodó el bulto sentado al volante y echó el asiento para atrás. Pero yo lo miré y empecé a caminar lentamente, con sus ojos clavados en mi pelo. Caminé por Charlone primero, doblé en Jorge Newbery y compré seis tomates en la verdulería de Guevara. Cuando volví ya no estaba pero sentía que me seguía los pasos, y a los pocos días aflojé a la demanda, accedí a las caricias porque él me conoce y qué importa el cuerpo débil del puerperio. También le pedí plata, que me busque una casa, lo insulté y denigré su trabajo como publicista, lo bloqueé mil veces y volví a pedirle que no me hablara hasta aflojar de nuevo y almorzar en silencio pensando que somos el uno para el otro y que nos acordemos juntos de esa noche, la noche que le pedí que me acompañara al Rodney y se negó porque estaba cansado.

Fede quería chatear con alguien que estaba afuera del país, la que después se mudó con él a Florida al poco tiempo de que yo quedara embarazada. Y yo fui al Rodney derrotada, rogando que hubiera algo para olvidar la frustración, cocaína mejor que nada, pero solo había tragos y amigas abrazándose y bailando en la vereda, con calor y mosquitos desubicados para mayo, faroles amarillos y unas ganas generales de coger con el aire, no entre nosotros sino con la vida. Marcos se me acercó bailando, hablamos. Algo de ese preludio, de ese ensayo de la muerte que viene antes del sexo, fue inolvidable, como sus ojos rosados, enormes, las pupilas dos lunas negras y esos rulos enormes que ahora veo en mi hijo, también resaltados en el movimiento del baile, flotantes sin esfuerzo. Hablamos de boca a oído y de oído a oído y un poco de boca a boca porque la cercanía ya la habíamos ensayado trabajando dos años juntos y el olor del otro nos era familiar, la textura de la piel, desenfocada en primer plano, la de él con los poros abiertos por la ira. “Marcos tiene cara de mogólico” me había dicho nuestra jefa en común pero era mentira, Marcos era un gorrión herido, siempre enojado, con el escritorio lleno de libros subrayados, sus cremas de surf que le teñían la boca de blanco, bolsos y bolsas de ropa, la nube de olor a porro constante y esas carcajadas frenéticas que largaba solo cuando intercambiaba señales de manada con otros varones de la oficina. En el Rodney nos quedamos encerrados en esa marea de cuerpos livianos y me agarró de la cintura como cuando éramos compañeros, solo para demostrar que algo de poder sobre mí tenía y nerviosa, sólo por decir algo, le pedí que me hiciera unas fotos para un libro que sacaba un cuento mío a mitad de año. De ahí la promesa, la insistencia por vernos y esa fuerza poderosa que se desata entre dos que se desean hace mucho la primera vez que se tocan con dulzura.

El varón tierno, escondido en esos ojos de diablo, vulnerable hasta la pena, me hizo el amor dos veces para demostrar fiereza porque eso era lo que necesitábamos para escapar de la oscuridad. A plena luz del día y mirándonos a los ojos, viéndonos las estrías, los tatuajes gastados, algunas canas, la carne que iba y venía en el escritorio de su estudio. Un día nos despedimos con ese ritual religioso de violencia y cariño, me dio una patada suave en el culo y dijo “volá nena”. Y yo volé cerca porque tuve que volver al poco tiempo para decirle que estaba embarazada. Mientras Marcos rebotaba mis reproches a los gritos atravesando un vidrio con un puño, yo hacía foco en una repisa que le hacía de telón de fondo. Estábamos en la locación que acompañó nuestra intimidad y sin embargo yo jamás había visto esa fila de bichitos que tenía desordenados junto a pilas de cuadernos de viaje y manuales de moda. Una llama se delineaba con una sombra sobre la pared por el sol que venía de la avenida San Juan, donde la autopista dobla para llegar a La Plata, y al lado la paloma, su dupla de matrimonio, en el mismo hueso tallado que quiso tantear mi hijo, intentando robar algo de su historia, cerrando el pequeño círculo de tramas que nos envuelve aún estando lejos.

Las rusas

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