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Helga

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Helga asomada al balcón de su casa. El rubio impecable del pelo a lo garçon y los ojos vibrantes, la voz ronca. Nadie diría, viéndola con su desabillé champagne allá asomada, y ese rictus amargo que llevaba cuando estaba seria, que nos daba cuarenta o cincuenta besos seguidos antes de dormir, a sus hijos y a los amigos y amigas de sus hijos por igual. Estaba allí Helga y alguien de nuestro colegio empezó a decirle cosas. Yo estaba enfrente y no podía escuchar lo que le decían pero ella contestó “Daaaale, que yo los conozco desde que son así”, y marcó una altura con la mano fija en el aire que hizo descostillar a todos de risa, porque la diferencia que separaba la mano de Helga del piso era de casi tres metros. Todos eran pibes de primaria, con mochilas en un solo hombro, como se usaba con estricta rigidez en los ochenta. Esa imagen siempre me quedó grabada, Helga riéndose a la par de unos pibitos. Sobre todo cuando Flor, unos años más tarde, me contó que un chico del Acosta había respondido en una previa, cuando le preguntaron sobre la altura de los árboles africanos, “Son más o menos de este tamaño”, e hizo el mismo gesto que Helga, la mano rígida en el aire, como marcando la altura de los chiquitos. Mores, el de geografía, puso cara de desaprobación y el chico dijo “Pero profe, tenga en cuenta que estamos en el segundo piso”.

Helga era la mamá de mi mejor amiga Flor. Nos decía Nu y Eve, las hermanitas Pons. Pasábamos miles de horas juntas, jugando a la familia en su casa de Belgrano con vajilla de verdad, miniaturas que Helga coleccionaba con obsesión. Hacíamos la mímica del sexo y cenábamos en silencio unos huevos revueltos a la luz de las velas, con el malestar que ya sabíamos se gestaba en las familias de clase media bien, como las nuestras, prácticamente sin hablarnos o diciendo cosas como “Pasame la ensaladera” y suspiros eternos, esos que imitábamos de nuestras madres y madrastras. Pero Helga era diferente. A Helga le gustaban la vida, el placer, el sol. Siempre estaba bronceada y creaba escenarios perfectos para ponernos a los chicos en situaciones ideales, para la foto. Pero jamás traía una cámara. A Helga le interesaban las experiencias. Y los objetos. Tenía estanterías de vidrio bueno llenas de cajas y cajitas de todos los tamaños, con pequeños tesoros. Tenía cofres con aros que Flor y yo nos cansamos de probarnos, y cajones y cajoncitos con papeles de carta, tréboles en los libros, pañuelos perfumados con aromas que solo había en sus escritorios, muebles de viejo que emanaban una energía solo de ella, tan plantada en su casa enorme, rodeada de gatos y frascos de conservas (morrones, pepinos, habas y ajos con pimienta y estrellas de anís), con una pileta que nos hizo todos los veranos desde que tengo memoria.

Helga me hizo probar el berro y los ñoquis caseros, tenía las piernas largas como una modelo y fumaba con la elegancia de Greta Garbo. A sus cuarenta, tenía todo lo que quería y más: un ex marido generoso y millonario, un nuevo novio apuesto, la casona que siempre había querido, la buena salud de la madre cuando empieza a ser vieja pero es de roble. Nos daba la libertad que necesitábamos para hacer nuestras cosas, intimidad para desnudarnos y tocarnos, en el pase de séptimo a primer año, y de repente estaba encima nuestro con esos besos tan necesarios, sobre todo cuando mi propia madre hacía sus viajes eternos a la India y yo necesitaba calor y baba, sentirme importante.

Los conocimientos de Helga sobre gatos y fantasmas siempre nos fascinaban. También hablaba de las hamacas que se movían solas y los espíritus que las balanceaban. Era amiga de la loca de los gatos de la cuadra e intercambiaba con ella unos papelitos mágicos que en esa época apenas se escuchaban nombrar: flores hechas polvo que prometían curar la ansiedad y calmar la angustia, una muy específica, la del domingo a la tarde. Nunca supe bien de qué trabajaba pero sus excursiones al centro eran eternas, con su agenda curtida y papeles que sobresalían como Pantone de lenguas. Helga me cuidaba, y eso era lo importante. Mi mamá no podía estar en los actos, ni a la salida de la escuela, ni comprar los regalos de las maestras. Ni siquiera estar al tanto de los regalos ni de los cumpleaños. A Helga tampoco le interesaba todo ese mundo que se irradiaba desde el grupito de madres líderes pero con la cercanía de su casa y la escuela arreglaba rápidamente los malentendidos: sacaba plata hecha bollo del desabillé y ponía por Flor y por mí, plata que nunca reclamaba a mi familia, papeles que para ella eran viento.

Un día su marido nuevo nos vino a buscar a Flor y a mí a la escuela. Las dos nos sentamos atrás y Daniel se enojó muchísimo: empezó a gritar y a hacer gestos enormes que nosotras mirábamos asustadas por el espejo. Estábamos tentadas pero no podíamos reírnos. Teníamos miedo. Daniel dijo qué se piensan que soy remisero y esa fue la única frase que pudimos rescatar para entregarle a Helga el material que necesitaba: esa noche escuchamos que quería separarse, que los maltratos de Daniel eran pequeños pero suficientes para ensuciar ese pequeño mundo perfecto que a Helga tanto le había costado conseguir, con la dedicación con la que se plancha un vestido de muchas capas, blanco y vaporoso. Pocos días después Daniel se iba y nada parecía transformarse porque la que llevaba la manija era ella, sacando las hojas de la pileta en un otoño lento, ése en el que mi mamá se fue a México a hacer una residencia.

Me mudé con seis bolsos llenos de muñecos y ropa mal doblada. Viviendo en casa ajena, una se da cuenta de cosas que no puede ver siendo visitante, como la hora en que se prende la luz de la calle, incluso el dispositivo que la pone en funcionamiento, mucho más frágil de lo que me había imaginado. La térmica tambaleaba a un costado de la puerta y Helga la prendía a las seis de la tarde, momento en que los gatos se ponían ansiosos por la cena. Después el ritual del baño, en el que Flor y yo tardábamos horas porque del cuerpo de la otra hacíamos un mapa y de la bañadera una versión pequeña de la pileta de afuera, cenábamos temprano, a la luz de las velas, y nos tirábamos en las hamacas de la galería con más luces amarillas y ese olor dulzón del tabaco que ella fumaba de noche. Cuando tuve fiebre mi baño se prolongó y después de la tibieza, Helga me dio un shock de agua fría; se inclinó sobre la canilla mientras yo la miraba desde abajo, y vi cómo las arrugas de sus ojos caían hacia mí, y después me envolvía rápido en una bata de toalla que antes había calentado con un radiador de aceite antiguo. Helga me metió en la cama con sus dedos largos y el guiso subía por las escaleras para hacerme delirar hambre y náusea al mismo tiempo. Al día siguiente me operaron de apendicitis y no se animó a avisarle a nadie: pensó que era lo mejor que podía hacer por todos. Estuve tres días internada y cuando salí volví al castillo más flaca y ojerosa, trastornada por los ruidos de la clínica. Por eso Helga me dejó dormir en su cama y de repente habían sido muchos los días en que no vi a mi amiga, ni a su hermano, ni me miré en el espejo, entrando en una ensoñación errática sobre mi vida con Helga, ella y yo solas contra el mundo, como si todos fueran extraños enemigos, ajenos al amor verdadero, al sacrificio puro de la ternura cuando se despliega infinita y adornada de una belleza que jamás fui capaz de reproducir.

Unos años después, Flor y yo fuimos a escuelas diferentes y dejamos de vernos. Flor quiso dejar de verme. Perdió la intensidad que nos unía, prefirió la altivez del turno mañana y empezó a estudiar con una devoción que yo desconocía. En la secundaria, yo prefería estar en el mundo, tener muchos novios, y a poco de empezar segundo año me echaron del colegio por falsificar certificados médicos. Lo hacía para estar con Gastón, pero ése es otro cuento, lleno de saliva y sexo recién estrenado.

Las rusas

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