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Las rusas

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Cuando ella murió, se desintegró la familia.

Dos meses después del entierro, todo su mundo había desaparecido en el reparto entre la mucama, los parientes, el portero y los remates. Me llevé algunos platos de Limoges, un anillo de esmeraldas, dos mesas y un escritorio. Las mujeres nos sentamos a discutir la repartija de las joyas. Negocié con poco aliento. Las que vinieron de afuera a ayudarnos a levantar la casa se hicieron con un botín. Las extranjeras no habían dormido ni una siesta con la rusa más vieja, ni conocían su lunar secreto, pero su muerte me dejó en una burbuja de cuero duro, chato, encandilada con los diamantes.

Ese universo que fue tallando mi carácter no existía más, como los brillantes de la cajita. No eran solo ella, su cuerpo gastado, su voz llena de astillas, los que faltaban, sino el envase grande, ese departamento que las horas no afectaban, infectado por el aroma del borsch recién hecho. Las cartas empezaron a desplegarse en el piso del living y yo tenía un sabor agrio en la boca, la bronca de no ser protagonista y a la vez de sentirme expuesta al vacío como en una mecedora que de repente se activa a una velocidad imposible.

Fuimos efectivos para desprendernos de todo. En una época tuvimos mucho, una empresa de barcos, lindos autos, viajes caros, salíamos en la tele. Pero todo eso ya no existía, y tampoco nos llevó mucho tiempo deshacer esa manera de estar en el mundo como princesas.

La puerta del ascensor de la casa de mis abuelos se abría con una llave. Mi abuela la sacaba de la cartera cuando nos subíamos al auto, apenas salíamos de los restaurantes. En el palier había un tapiz de la ciudad de Roma, un timbre alto antiguo y dorado, y uno bajo, redondo aspirina, que andaba a veces. A la izquierda, un juego de seis espejos con marco ovalado, verdes y negros, que hoy adoraría tener en mi casa y no sé adónde fue a parar. Un olor a anticuario se maceraba desde la vuelta del exilio. La puerta de entrada al departamento era maciza y chirriante, como todas las cosas buenas. Adentro, un pequeño hall con cosas viejas de bronce que se lustraban todos los días aunque no hiciera falta. El líquido que servía para borrar las huellas del tiempo y el olor de la franela se aspiraban cuando se pulsaba el timbre de mi abuela rusa, que se deslizaba en pantuflas con pasos de algodón.

En el gran living había una barra de madera curva, vasos altos esmerilados con estrellas de David, una mulata de papel crepe que envolvía un sorbete y palitos de vidrio para pinchar ingredientes. Una bandeja enorme contenía las botellas de vodka, gin, brandy, granadina y ron de muchos tamaños. Una hielera gris topo que nunca se usaba. En el mueble había tesoros para los chicos: las cajas con las fichas de poker, las cartas finas, algunas manchadas con ketchup duro, las nueces, el rompenueces y el cepillo para sacarle pelusa a la ropa. Yo era la nieta menor, así que esos juegos tenían mi nombre.

Cuando venía gente, conversaba echada en los apoyabrazos de los sillones o en el sofá de tres cuerpos. Las postales de los viajes tenían las puntas gastadas y había fotos con leyendas, una de Sudáfrica en el 73, con muchos abuelos en un campo de golf, alrededor de un castillo en miniatura. En las repisas vidriadas había fotos de bebés recién venidos al mundo, souvenires de fiestas, muchos con tul, álbumes de fotos en blanco y negro y sepia, algunas rotas, desteñidas, con destellos amarillos y salpicaduras de color. Una moquet esponjosa donde lo liviano podía caer sin hacer ruido.

En el centro había una mesa baja con piedras incrustadas, cajas de oro para cigarritos que ya no se fumaban y pastilleros de porcelana. Cajitas de fósforos de otros países. También había un filtro para cigarrillos, para cuando venía la francesa, y una escultura de agua y luz que burbujeaba pero solo se prendía en las fiestas.

El pasillo que daba a las habitaciones tenía paredes revestidas y con textura, como si alguien hubiera chorreado una vela y la cera hubiera quedado congelada. La habitación de las visitas escondía un hueco con una puerta enrejada, adonde daba un radiador también enrejado por el que salía calor en invierno y fresco en verano.

Las rusas éramos las mujeres de la familia. Las que quedamos en Argentina: una abuela, una madre y una hija. La más vieja había nacido en Kiev pero borró cualquier recuerdo de su lengua. Tenía la piel color niña y los pies con venas hinchadas y violáceas. Los juanetes se le incrustaban en los zapatos dejando una marca, un segundo dedo gordo, loco y huesudo, que deformaba la nobleza del cuero. Olas de pelo corto y rojizo, los aros redondos de brillantes, un colgante de zafiro y las mejillas chupadas.

Pasaron muchos años, todos los que tengo en la cabeza, y las cosas de su casa permanecieron iguales. La nuestra en cambio iba variando: le cambiábamos el tapiz a los sillones, se sacaron las alfombras, los adornos mutaban según los viajes de verano… En lo de mi abuela, hasta la molestia del tiempo seguía intacta. Las cenas y los viajes multiplicados en las fotos del cajón de abajo eran infinitos. Las miré todas pero siempre descubría alguna nueva. Las miraba como si fueran documentos importantes, las pasaba de a poco, inventando un relato de furia y perdición. Malestares de la vida familiar. Iba al baño con la pila de fotos y las apoyaba en el banquito que usaba la rusa para bañarse, como pruebas que me incriminaban en algo.

El aburrimiento me excitaba. Me escondía en el hueco de la habitación de las visitas con una muñeca de tela metida en la bombacha y jugaba a la cárcel. También usaba el bebote de mi prima francesa que nunca se lo llevaba a su país. Me metía la cabezota pelada en las panty y me hacía la embarazada o usaba la ropita de lana que tenía para hacer un bulto y metérmelo en la falsa bragueta. Mi prima venía todos los julios a arruinarme la vida. Tres años mayor que yo, hasta mis nueve nos bañábamos juntas pero ese año vino y yo, ligera como una mosca, agarré el duchador y empecé a hacer las gracias de siempre que a ella ya no le hacían gracia. Ahora tenía tetas y unos pezones enormes que se tapaba con las rodillas. Me dio lástima que nunca se llevara el bebote, casi despintado. Cuando ya pisaba los dieciséis se hizo un grupito de amigos; mi abuela dijo que era una puta porque llegaba tarde y la llamaban varones, pero a los pocos años lo negó. Las rusas son las que niegan todo.

Mi abuela nunca tuvo que tomar antidepresivos porque supo del paso del tiempo cuando la ropa quedó encerrada en las bolsas por más de una temporada. Entonces ya era muy vieja y en vez de antidepresivos decidió morirse y listo. Pero me transmitió, cada domingo, en sintonía o en diferido, la angustia de las horas. La mañana nauseosa, la falsa promesa de distracción del mediodía, la sordidez de la tarde y su acelerado despegar a la oscuridad. Y otra vez, vuelta a empezar.

Por más vieja que fuera, lo que hacía con las palabras era muy astuto. Cambiaba los niveles de la información. Sacaba de contexto las micro discusiones y cortaba y pegaba fragmentos de tu discurso como quien recorta el diario para hacer un collage de jardín de infantes. La jactancia de la soledad, esa especie de orgullo por mantenernos solas las mujeres, aguantar el tercer mundo, aunque sea desde Libertad y Arroyo, y conversar con los de Europa como quien conversa con alguien a quien tiene que mentirle todo el tiempo. Las rusas podíamos soportar estoicas el silencio del domingo y esos ruidos que venían de la cocina pero que no eran nada: fantasmas que apoyan cucharas de metal sobre la mesa.

El contador con dientes chiquitos sonríe mostrando mucha encía. Aguanta una papada gorda con su mandíbula de tiburón. Viene los viernes y escribe con pluma en libracos de cuero. A veces me lo cruzo. Aprieta las teclas de una caja registradora chiquita con una birome Bic. Mi abuela decía que le pagaba un sueldo modesto para que mantenga las cuentas en orden, pero que en verdad ya no le servía.

Cuando estaba por el centro almorzaba con ella y a las dos y media, después de mirar un ratito la tele, nos acostábamos en su cama, yo del lado de la ventana. Leíamos un rato pero ella se quedaba dormida enseguida y roncaba con la garganta un bramido. Ese viernes no se durmió. Los pliegues de las manos se le acurrucaban según la ley de gravedad. Las abuelas fueron jóvenes alguna vez, qué locura. Las horas después del mediodía siempre eran pesadas, un leve dolor de cabeza que no se iba con analgésicos. En el comedor, la mucama terminaba de pasar la aspiradora a destiempo.

La escena de ella y yo tiradas, con alguna lectura, el diario desplegado con restos de la mañana temprano, que ella había transitado sola, bajándose de la cama, abriéndole a la mucama, tal vez mermelada o arrugas en ese diario todo leído, la cama bien hecha y nuestros cuerpos en pose, como para dormir la siesta, el bigote blanco, los portarretratos todos quietos y firmes para empujar a la memoria, los apuntes de la facultad subrayados, todo eso ya no existía. Mi abuela rusa se había muerto pero había pasado mucho más, porque su casa, que podría ser el museo antropológico de mi infancia, se había muerto con ella, y entonces yo estaba lanzada al mundo de una manera insoportable, sin colchón ni herencia, el volumen de esas cosas todas juntas se desplegó en países y personas alejadas, que no sabían de esas siestas, ni de sus comentarios al cortar el teléfono, la observación tan fina tenía que tener un reconocimiento, el paseo por los pasillos como si fuesen pasarelas, los cuentos del tío editor, del tío director, del tío empresario.

Eran murmullos de lejos, no era ése el capital simbólico del amor. La solidez de una crianza se macera en una olla de pescado con espinazo, con una cuchilla afilada dispuesta a pasar las tempestades de la aguja loca de nuestras finanzas, la venta de las marcas propias. Si mi abuelo había construido un imperio a base de ideas buenas y nuevas, él mismo se había encargado de terminar con todo antes de morirse, y si eso era reprochable había que terminar rápido con el reproche, porque lo cierto es que nosotros no merecíamos nada, y si con el filo de las cuchillas hubiera querido cortar cada billete, habría estado en su derecho, viejo y senil, el olor a bizcochuelo le volaba las pocas chapas que tenía comentando al conductor que ahora hace las delicias de sus viernes a la noche.

Mamá me llama a nuestra casa desde un teléfono público. Dice que no puede creer que su mamá ya no está. “Es una sensación horrible. Vas a ver. Es saber que sos la próxima”, me dice.

—Y te tengo que decir algo más. ¿Te acordás cuando se tomó un taxi y fue a lo de la mucama pensando que le había robado el tapado de piel de camello?

—Sí.

—¿Y después me hizo echarla aunque el tapado no estaba en la casa de Esther?

—Sí, me acuerdo.

—Bueno, lo acabo de encontrar, escondido, en el doble fondo del armario, donde tenía la caja de seguridad. Imposible que ella no supiera que estaba ahí. Imposible.

—Y bueno, ¿qué vamos a hacer ahora, mamá?

—Tal vez tenga que matarme.

Las rusas

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