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CAPÍTULO TRES

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Algunos trabajadores cargaban equipo pesado sobre sus cabezas y sus hombros. Caminaban de manera fuerte y torcida sobre un terreno desigual. Un joven corpulento con músculos visibles y bien definidos le quitó un tubo de los hundidos hombros de un viejo y lo llevó hasta uno de los almacenes.

La compañía Borrows Steel era la primera en la ciudad en funcionar durante más de dos años. Ubicada en un área densamente poblada con mano de obra barata que trabajaba de día y de noche iba por la vía rápida para ganarse el reconocimiento como la tercera compañía más grande de la colonia. Se burlaba del nivel de vida de las comunidades locales a través de sus oscuros paquetes de pago y su tasa de empleo inestable.

El sitio era un medio de riesgo probado para sus trabajadores. Diariamente, los trabajadores rogaban que pudieran protegerse de los peligros ya que trabajaban sin precauciones de seguridad. Los trabajadores oyeron el fuerte sonido del reloj central. Marcaba el final de un día de trabajo. Después de limpiarse los sudados cuerpos con camisas sucias, se alineaban y llenaban sus datos personales en un papel para recibir sus pagos.

El contratista vino para aplaudirles su esfuerzo por el día de hoy con un comentario repugnante sobre que ellos eran ‘los ejemplos que otros trabajadores debían emular’. Revisó los nombres en la lista y le entregó el efectivo al supervisor para que les pagara. Satisfecho con la forma en que el supervisor repartía los sobres, el contratista se subió a su Land Rover que estaba estacionada fuera de los podridos portones de entrada. El camino estaba lleno de trabajadores que caminaban lentamente. Le gritó al chofer para hiciera sonar la corneta.

Sacó un pañuelo del bolsillo de su camisa y se secó el sudor de la frente. “No puedo perder mi cita. Por favor, suena la corneta del carro para que estos tontos lentos se aparten del camino”.

“Sí señor”. El chofer encendió el estéreo. Tarareó cuando su canción favorita comenzó a sonar. Cantó la letra, “Oh, babi chévere…menea tu cintura. Mi babi estás buenísima… estás bien… haz girar esa cosa. Oh, gastaré todo mi dinero en ti”. “Oga, yo sé que a ti también te gusta esta canción”. Le subió el volumen al radio y sonrió. Se movió al ritmo de la canción.

“No me gusta la canción. Cállate y conduce”. Se quitó el casco de su cabeza calva sudada. “Enciende el aire acondicionado. Me pregunto cómo esta gente trabaja en medio de este calor. Deben estar adaptados al infierno”, se quitó las pesadas botas de trabajo, “y apaga el radio”.

Aunque el chofer estaba acostumbrado a los impredecibles cambios de humor de su jefe, su explosión lo confundió porque lo había visto bailar al ritmo de esa canción en los clubes. El contratista podía pagarle a un DJ ambulante para que tocara esa canción sin parar.

El camino no tenía un buen sistema de drenaje. Las reparaciones defectuosas en ambos lados constituían un estanque que hacía que el camino estuviese muy congestionado. A medida que la gente se apartaba para que pasara el carro, el chofer se movía lentamente para evitar salpicarlos con el barro.

Este era su primer día en el trabajo. Ezekiel contaba el dinero pagado por el nuevo día de un trabajo que duraría seis meses. Estaba decepcionado. La cantidad de efectivo en su sobre resultó ser dos mil, distribuidos en billetes de denominación de doscientos Nairas. Cuando él y otros más tomaron el trabajo no tenían idea de la escala salarial. El abultado sobre que les había sido entregado a él y sus colegas, les había dado esperanza que la paga los ayudaría a resolver algunas necesidades perentorias.

Ezekiel estaba aturdido. No había manera que pudiera ahorrar con esta mísera paga. Pensó en dejar el trabajo. El agente laboral al que le pagaría el diez por ciento de su salario le había dicho que la paga en ese trabajo era buena. Hizo un cálculo mental sobre la cantidad de deudas que tenía que pagar antes de llegar a su casa. Tendría que irse por la canal para evitar a sus acreedores. Ezekiel sonrió con sorna y continuó su camino.

Ciudad Carbón Destartalada

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