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LAS FRONTERAS DE UNO MISMO
ОглавлениеUna figura capital para ahondar en la virtud de la humildad, incluso en este contexto de licuación postmoderna de las tradiciones espirituales, es santa Teresa de Jesús (1515-1582). En sus escritos autobiográficos, místicos y poéticos, la escritora del Siglo de Oro profundiza en la humildad como condición sine qua non para acceder a la verdad de las cosas.
A lo largo de su obra, que solo citaremos tangencialmente, la autora de Camino de perfección reflexiona sobre la necesidad del autoconocimiento como fundamento de la humildad y lamenta la tendencia a evadirse del yo real.
Escribe santa Teresa de Jesús: «No sé si queda dado bien a entender, porque es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiere jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad»1.
La escritora de Ávila se lamenta del desconocimiento que, por lo general, tenemos de nosotros mismos, en particular de la interioridad. Esta ignorancia no se puede imputar al azar, tampoco a la necesidad, sino a la falta de voluntad, a la pereza. Siguiendo la metáfora del castillo, la santa sugiere que, por lo general, nos limitamos a recorrer el castillo por fuera, por la parte más exterior. Tendemos a situarnos en la muralla y a observar lo que ocurre fuera de ella.
Sin embargo, el movimiento imprescindible para conocerse a uno mismo, consiste en dar la vuelta y adentrarse en el castillo, en todas sus estancias y moradas, con el fin de comprender el alma, hasta la última morada –la séptima– donde habita el Señor del castillo.
«No es pequeña lástima y confusión –sostiene santa Teresa– que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quiénes somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto fuera gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe sabemos que tenemos almas. Mas qué bien puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura»2.
Este autoconocimiento se limita a los estratos más superficiales y exteriores de nuestro ser, pero ignora lo que se oculta más allá, lo que late en el fondo intangible del ser humano. Este conocimiento superficial no permite la necesaria claridad para ver lo que uno es, con lo cual, es, todavía, incapaz de descubrir la humildad.
El autoconocimiento es la condición básica e ineludible de la humildad. Por ello, escribe Jaume Balmes que «una virtud tan sólida, tan hermosa, tan agradable a los ojos de Dios, no puede exigir de nosotros tamañas extravagancias; no puede exigir que cerremos los ojos para no ver lo que es más claro que la luz del día»3.