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LA HUMILDAD NO ES EL COMPLEJO DE INFERIORIDAD

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Miguel de Cervantes (1547-1616) escribe en Coloquio de los perros que la humildad es la base y el fundamento de todas las virtudes y que, sin ella, no hay alguna que lo sea. Mucho antes que él, san Agustín (354-430), el que fuera obispo de Hipona, afirmó que es la madre de las virtudes (mater virtutum est), la fuente de donde manan todos los buenos hábitos, la excelencia del carácter.

Este valor se ha asociado, erróneamente, a conceptos relacionados con el complejo de inferioridad o con el sometimiento. Es relevante dibujar conceptualmente la noción de humildad y marcar distancias respecto de ideas preconcebidas que nada tienen que ver con ella y que, sin embargo, están ahí, en el inconsciente colectivo y que, con frecuencia, deslucen su belleza.

Un acercamiento por descarte puede ayudar a clarificar lo que realmente es. La humildad nada tiene que ver con el complejo de inferioridad. Sin ánimo de entrar en el terreno de la psicología, que no nos corresponde, es preciso distinguir ambas realidades.

La humildad es una cualidad humana, mientras que estar acomplejado o sufrir algún tipo de complejo, fuere el que fuere, no constituye una cualidad, sino más bien un defecto y, en el caso de que sea muy grave, una patología psíquica.

El complejo de inferioridad es una percepción subjetiva que causa un grave sufrimiento emocional a quien lo padece. Estamos hablando de un sentimiento, de una emoción tóxica que consiste en sentirse inferior a los demás, a alguien en concreto o bien a un conjunto de personas. Nace de una comparación equívoca y arbitraria.

El sujeto que lo padece se compara con los demás, allegados o lejanos y se siente menos que ellos, experimenta que no los alcanza, que no posee las cualidades que, supuestamente, poseen los demás. Se siente inferior y eso le causa un gran sufrimiento de naturaleza emocional que tiene, lógicamente, sus múltiples derivadas en la vida práctica, en el plano social y profesional.

Quiere ser como los demás, asemejarse a ellos, física e intelectualmente, pero siente que no puede, que se abre una zanja entre ellos y él. No se trata de una visión objetiva, fundamentada y cotejada, sino de una percepción subjetiva y arbitraria. Él percibe que los demás son superiores y no es capaz de poner en cuestión tal percepción y someterla a un examen crítico.

Cuando uno se siente inferior a los demás, prejuzga que no podrá seguir su ritmo, que no podrá asumir las responsabilidades que ellos desempeñan, ni conseguir sus objetivos. Cree que fracasará en sus empeños. Todo esto lo asume antes de empezar a realizar la labor, con lo cual este sentimiento determina la acción posterior.

El pensar configura la acción y la inacción. En este sentimiento de inferioridad late una forma de autodesprecio y de desdén hacia uno mismo que, en casos extremos, deriva en formas de autodestrucción.

También puede manifestarse a través de la arrogancia y del abuso de poder. Como puso de manifiesto Alfred Adler (1870-1937), discípulo heterodoxo de Sigmund Freud (1856-1939), cuando una persona sufre el complejo de inferioridad, reacciona de un modo prepotente, justamente para ocultarlo o demostrar su falsa superioridad, a través de actitudes de explotación y de desprecio a sus semejantes.

A través de la humillación a los demás, trata de subsanar su sentimiento de inferioridad y reafirmarse. Sin embargo, lo que consigue a través de esta conducta no es mostrar su superioridad, sino, justamente, lo contrario, poner claramente de manifiesto su sentimiento de inferioridad.

El complejo de inferioridad es un mal anímico. Nadie desea padecerlo. No es un acto de la voluntad, ni el resultado de una deliberación. Es, simplemente, un sentimiento que adviene en el alma y que se apodera de ella, incluso contra su voluntad. No es una expresión de la libertad humana. Es fruto de un defectuoso conocimiento de uno mismo.

Se produce cuando uno exagera sus limitaciones, hipertrofia las cualidades de los demás y no es capaz de entrever sus propios recursos o potencias. La consecuencia de ello es el apocamiento y el resentimiento contra los demás por creer que son superiores en todo.

Existe una profunda vinculación entre el sentimiento de inferioridad y el resentimiento. Como analizó perspicazmente Max Scheler (1874-1928) en El resentimiento en la construcción de la moral, el resentimiento nace por comparación. Cuando uno se siente inferior a los demás, desea el mal para quienes percibe que son superiores a él, anhela su destrucción, y esta emoción se queda dentro del sujeto intoxicando su alma.

El resentimiento nace, como se ha dicho, por comparación y el espíritu de comparación es destructivo. Como escribe Søren Kierkegaard (1813-1855), en Las obras del amor (1848), compararse es autoinmolarse.

La persona humilde no se compara con los demás. Reconoce las cualidades de sus semejantes, pero no experimenta la secreta envidia de poseerlas para sí. Reconoce lo que hay de bello y de bueno en los demás, pero eso no le lleva a destruirse a sí mismo, ni a negar sus facultades.

La humildad no consiste en pensar menos en uno mismo, sino en pensar menos de uno mismo. El autoexamen, como ya vio Sócrates (470 a.C.399 a.C.), es consustancial a la actividad filosófica entendida como un ejercicio espiritual. Ello presupone convertir el yo en objeto de meditación filosófica, en foco de reflexión.

Pensarse a sí mismo no es un ejercicio de vanidad, ni un combate contra la humildad. Es una tarea imprescindible para configurar el propio proyecto vital. La humildad no consiste en evadirse de uno mismo, en fugarse del yo, olvidarse o anonadarse. Significa pensar menos de uno mismo.

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