Читать книгу Caminando juntos hacia la plenitud del amor - Francisca García Guirado - Страница 10

Оглавление

Capítulo I

LOS ORÍGENES

1. El fundamento del matrimonio: La armonía conyugal originaria.

En el primer libro de la Biblia, en el Génesis, ya encontramos el proyecto de Dios para el hombre y la mujer: la armonía conyugal y la felicidad plena. Esta armonía y felicidad consisten en vivir en amistad y comunión con Dios, en vivir en paz cada uno consigo mismo, en vivir en amor y amistad el uno con el otro y, por último, en vivir en sintonía con la naturaleza. Lo vamos a ver a continuación, al desarrollar los textos de Génesis 1,26-30 y 2,18-25; ambos hacen referencia a la creación del hombre y la mujer y su destino en el mundo.

Estos dos relatos, aunque en apariencia son diferentes, no son en absoluto opuestos, al contrario, reflejan una misma realidad y son complementarios. Pertenecen a dos autores sagrados distintos, que han transmitido el mensaje divino de manera diferente. Este mensaje consiste en mostrar la armonía y felicidad originarias en que fueron creados el hombre y la mujer, y a la que estaban llamados a vivir para siempre.

Veamos con algún detalle ambos textos:

“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo (Gn 1,26).”

Ya en la primera parte del versículo, aparece la idea clave de la plenitud del amor que conduce a la felicidad.

Dios es Amor, nos dice San Juan (1Jn 4,8), y Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, es decir como Él mismo es: Amor.

Dios habla en plural, “hagamos”, en una clara alusión a la Trinidad, a la comunidad de personas que constituye la esencia de Dios, un Dios amor que no es soledad, sino relación de Personas, que vive desde y en el amor: el Padre engendra al Hijo en el amor del Espíritu Santo. La Trinidad es, pues una comunidad de Personas cuya esencia es el amor. San Juan Pablo II dice: “Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo”.2

Así también es la pareja del hombre y la mujer que se aman y engendran: reflejo del Dios creador, Dios uno y trino, Dios familia.

El matrimonio y la familia están arraigados en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino. La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de esa auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a él precisamente en la medida en que está abierta al amor.

“Dios los bendijo, diciéndoles: Sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1,28).

En este versículo vemos cómo Dios les da a nuestros primeros padres un mandato: Sed fecundos y multiplicaos. Según el texto, la plenitud de la relación de amor entre el hombre y la mujer está en dar vida. Esto completa la idea de “imagen y semejanza de Dios”. Dios que es “el Señor y dador de vida”, que es la vida misma, quiere que su criatura más perfecta, la que es verdadero reflejo de su ser divino dé frutos de amor: los hijos. Esta fecundidad de la pareja humana es “imagen” viva y eficaz del acto creador divino.

La diferencia sexual que comporta el cuerpo del hombre y de la mujer no es un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa esa forma del amor con el que el hombre y la mujer se convierten en una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos.

Por tanto, Génesis 1,28 indica la fecundidad matrimonial. Consiguientemente los hijos acogidos con responsabilidad y generosidad asegurarán la permanencia de la imagen de Dios en el mundo. Por ello podríamos decir que gracias a los esposos Dios puede seguir teniendo hijos.

De este modo, el hombre y la mujer, brotados de la fecundidad de la Palabra de Dios, podrán a su vez convertirse en cooperadores conscientes de quien es el único que tiene el poder para dar la vida. Y así, desde esta perspectiva es justo afirmar que el Génesis presenta el matrimonio como ordenado a la creación.

¡Maravillosa tarea! ¡Preciosa misión la encomendada a nuestros primeros padres y que se perpetúa siglo tras siglos en todos los matrimonios!

“Entonces el Señor Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda adecuada… Entonces Dios hizo caer un sueño profundo sobre el hombre, y éste se durmió. Y Dios tomó una de sus costillas, y cerró la carne en ese lugar. De la costilla que Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la trajo al hombre” (Gn 2,18-22).

En este segundo relato del Génesis la mujer es definida como una “ayuda” para el hombre, en una igualdad absoluta de diálogo; alguien que le complementa, su otra parte. Es como si un hombre fuese una parte incompleta, hasta que se une con su mujer:

“La narración bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere dar una ayuda. Ninguna de las criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Adán encuentra la ayuda que precisa: ‘Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne’ (Gn 2,23)”. 3


La mujer fue tomada de Adán, del costado de Adán. El Cardenal Gianfranco Ravasi, recogiendo un texto del Talmud judío, dice: “la mujer salió de la costilla del hombre, no la tomó de su cabeza, para ser su superior o de sus pies, para no tener que ser pisoteada, sino de su costado para estar en igualdad con él; un poco más abajo del brazo, para ser protegida, y del lado del corazón para ser amada”.4 Este es exactamente el propósito de Dios al crearla: que fuese la otra parte del hombre. Una vez más vemos cómo la armonía, el equilibrio, la belleza y perfección del ser humano está en su complementariedad, una complementariedad que forma una unidad, un nosotros.

“Y el hombre dijo: Esta es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne; ella será llamada mujer, porque del hombre fue tomada” (Gn 2,23).

Y vemos que, al contemplarla, el hombre expresa, maravillado, su admiración y entona el primer canto de amor: esta vez es hueso de mis huesos, y carne de mi carne. La mujer proviene del hombre, de su misma naturaleza, en igualdad de dignidad. Con ella no va a ejercer dominio, como con el resto de la creación (Llenad la tierra y sometedla), sino que va a convivir en amor y equidad.

Concluimos con estas bellas palabras del Talmud: “¡Tened mucho cuidado en hacer llorar a una mujer porque Dios cuenta sus lágrimas!”. Benedicto XVI dice que de la bondad del Creador brota el don del amor entre un hombre y una mujer.5


“Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Los dos estaban desnudos, el hombre y la mujer, y no se avergonzaban” (Gn 2,24-25).

La reflexión de este texto la vamos a hacer de la mano de san Juan Pablo II, quien, como sabemos, dedicó muchas catequesis a la teología del cuerpo y al matrimonio.

“Podemos decir que la inocencia interior en el intercambio del don consiste en una recíproca ‘aceptación’…, de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Por esto, se trata de acoger al otro ser humano y de aceptarlo, precisamente porque en esta relación mutua de que habla Génesis 2,23-25, el varón y la mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues, de una aceptación y acogida tal que exprese y sostenga en la desnudez recíproca, el significado del don.”6

“En Génesis 2,24 se constata que los dos, varón y mujer, han sido creados para el matrimonio: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne. La comprensión del significado del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de su libertad, que es libertad de don. De aquí arranca esa comunión de personas, en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en la plenitud de su subjetividad. Así ambos crecen como personas-sujetos, y crecen recíprocamente el uno para el otro, incluso a través del cuerpo y a través de esa desnudez libre de vergüenza…. Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que ‘están desnudos’. Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido con el estado de inocencia originaria”. 7

En conclusión: aquí tenemos no sólo el relato más hermoso de la creación del hombre y de la mujer sino también de la institución del matrimonio natural. Vemos a una pareja a quien Dios había unido, y en esa unión inicial, antes de la caída, del pecado, radicaba la plenitud del amor, vivían felices juntos.

Los temas tratados en este capítulo son de suma importancia: la creación del hombre, su semejanza con Dios, varón y mujer; la llamada a la fecundidad y la comunión de los cuerpos en la donación recíproca, libre de prejuicios, en la inocencia originaria.

El Papa Francisco en la Amoris Laetitia insiste en esta idea, recordándonos que los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. 8

Por tanto, esta identidad en el amor que debe haber entre el marido y su mujer, tiende a la plenitud del amor, que es la plenitud en Cristo Jesús, como veremos más adelante en el Nuevo Testamento, en el matrimonio sacramental. “Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).

2. La ruptura de la armonía conyugal: la separación de corazones

“Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento. Tomó fruta del árbol, comió y se la ofreció a su marido, que comió con ella. Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos” (Gn 3,6-7).

La armonía conyugal en la que el hombre y la mujer vivían en el paraíso se pierde. Todos constatamos que en nuestro propio matrimonio y en los matrimonios que nos rodean no se da siempre esa armonía conyugal, que es el ideal de la vida de los esposos. Con frecuencia detectamos un fenómeno, el de la separación de corazones, que en muchos casos puede llevar a la ruptura de la vida matrimonial.

El texto del Génesis que acabamos de leer nos da una primera clave para esta ruptura. Está en el “descubrieron que estaban desnudos”. ¿Qué quiere decir esto?

Al principio, el hombre y la mujer vivían en una desnudez revestida de la luminosidad del Creador; no era una desnudez impúdica porque les cubría la luz de la gracia, en la íntima relación con Dios. Esta relación se pierde por ese primer pecado y por ello experimentan la vergüenza de la desnudez en la que quedan al separarse de su Creador. En adelante, las relaciones hombre-mujer estarán afectadas por este acontecimiento.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se hace una descripción de este hecho y sus consecuencias:

“Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal”.9

El relato de Génesis 3,1-19 nos proporciona la clave de porqué se ha llegado a esta situación.

Sigamos leyendo lo que nos dice el Catecismo:

“Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia; la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan”.10

El problema de esta desarmonía tiene su raíz en el: “Se abrirán vuestros ojos y llegaréis a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5).

El árbol del que se les prohibió comer representa lo que la imagen vegetal es para la Biblia: signo de sabiduría. El término conocimiento en la cultura bíblica no es solo intelectualidad, sino un acto global de conciencia que implica la voluntad, el sentimiento y la acción. Por consiguiente, se refiere a una elección de vida. Finalmente, la expresión “del bien y del mal”, como es sabido, indican los ejes de la moral.

Se desprende de esto que la invitación del tentador a que coman del fruto prohibido es la de convertirse en árbitros del bien y del mal, de su vida moral. Esto es, hacerse como Dios.

Realizado este acto de soberbia, se produce la ruptura de la armonía originaria: la del hombre y la mujer con Dios, con la naturaleza y entre ellos mismos. Las dos señales principales de aquella armonía que vimos en los primeros capítulos del Génesis, amor y procreación, se convierten a causa de ese pecado de soberbia en relaciones sexuales oscuras y en dolor.

En cuanto a lo primero, el acto de amor en sí mismo, cuando se realizaba según la moralidad originaria, elevaba a la pareja a ser los dos una sola carne; era un amor sublime, alimentado por la ternura, la entrega y la pureza. Su desnudez, como hemos visto más arriba, estaba revestida de la luminosidad de la gracia del Creador, y era algo hermoso. Ahora, esta desnudez se convierte en impúdica y la atracción sexual, se torna en relaciones de dominio y de concupiscencia.


El término dominio que aparece en Gn 3,16, referido al varón respecto a la mujer, genera hacia ella el mismo tipo de relación que el hombre tenía respecto a los animales y el resto de la creación, muy lejos de aquella relación de igualdad que veíamos en el capítulo anterior (Gn 2,18.20).

Esto produce la “separación de corazones”, rompe el proyecto inicial del Creador de “serán los dos una sola carne”.

De ahí que nuestra vida conyugal diaria esté continuamente amenazada por la ruptura de esa armonía que tanto deseamos, y que nos hace tan felices cuando se da entre los esposos. La sombra de ese pecado original pesa sobre cada matrimonio. El ser un “yo” frente un “tú”, es una continua tentación contra la que hay que luchar. Sin embargo, por los méritos de la redención de Cristo, sabemos que la esperanza de ser un nosotros es una posibilidad en cada matrimonio que ha hecho la opción fundamental de dar la vida por el otro y ser los dos una sola carne.

Si sólo dependiera de las propias fuerzas humanas, todo matrimonio podría estar abocado al fracaso; el desorden personal, consecuencia, como hemos visto, del pecado, nos induciría al egoísmo y éste al enfrentamiento. La desarmonía se instalaría en nuestra vida conyugal que, finalmente acabaría en ruptura. Pero, todas las realidades naturales se deben comprender a la luz de la gracia. No podemos olvidar que el orden de la Redención ilumina y cumple el de la creación.

Por tanto, el matrimonio natural se comprende plenamente a la luz de su cumplimiento sacramental; sólo fijando la mirada en Cristo se conoce profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. […] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”11. En esta perspectiva, resulta particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica las propiedades naturales del matrimonio, que son ricas y múltiples.

La Iglesia es consciente, y así lo ha expresado insistentemente desde el Vaticano II, de la importancia del matrimonio y la familia en nuestra sociedad, no deja de apelar a la comunidad eclesial para que ayude a los matrimonios y las familias en todas sus circunstancias difíciles. Hacemos nuestras las palabras del Concilio: “La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia”.12

En este mismo sentido está orientada la Exhortación apostólica La alegría del amor del Papa Francisco: “El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales. Es sano prestar atención a la realidad concreta, porque las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia”, a través de los cuales “la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia”.13

3. La promesa de la restauración

“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú acechas su calcañar” (Gn 3,15).

La mujer, vencerá a la serpiente y nos traerá al Salvador. La Virgen María, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado.14

Pongo hostilidades entre ti y la mujer (La nueva Eva), entre tu linaje y el suyo (El Mesías nacerá de una mujer).

Por tanto, María Inmaculada es la garantía de la “plenitud en Cristo”, la mujer vestida de Sol que representa la Iglesia (Ap 12,1.5.7-9), donde es posible ser “restaurados en Cristo Jesús”, y que nos conducirá hacia la patria celestial, donde celebrar las bodas eternas. Más adelante abordaremos esto con mayor amplitud.


2 SAN JUAN PABLO II. Homilía, Puebla de los Ángeles, 28 enero. 1979

3 BENEDICTO XVI. DCE 11. 25 de diciembre de 2005

4 G. RAVASI. La Biblia en un fragmento, p. 16. Ed. Sal terrae, 2014

5 Cf BENEDICTO XVI. Audiencia general, 18-01-2006

6 SAN JUAN PABLO II. Catequesis sobre la teología del cuerpo, 06-02-1980

7 SAN JUAN PABLO II. Catequesis sobre el Matrimonio, 13-11-1980

8 Cf PAPA FRANCISCO. AL 10. 19-03-2016

9 CIC 1606

10 CIC 1607

11 VATICANO II. GS 22

12 Cf GS 52

13 AL 31

14 Cf LG 55

Caminando juntos hacia la plenitud del amor

Подняться наверх