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INTRODUCCIÓN

Una de las notas dominantes en nuestro país, en lo que a educación de personas adultas se refiere (a partir de ahora, EA), ha sido la escasa presencia de literatura sobre el tema, haciendo aún más patente, si cabe, su ubicación en los márgenes del sistema educativo y social. La ausencia de un discurso teórico sobre este sector educativo cabe atribuirla, al menos, a dos razones. Por una parte, la debilidad institucional del propio campo (definida en buena medida por el reduccionismo sufrido al confinarlo a una función compensadora o subsidiaria del resto del sistema obligatorio) hacía que éste no fuera apenas objeto de atractivo académico en general, ni desde la propia Universidad en particular. Por otra parte, los agentes implicados en la EA han venido reclamando para sí el papel de «prácticos», confiando así a otros la posibilidad de elaborar propuestas teóricas sobre su propia tarea. Se reproducía de este modo, una vez más, una de las falacias sobre las que históricamente ha descansado la división social del trabajo, a saber: la separación entre teoría, especulación o reflexión por una parte, y la práctica, la ejecución o la acción por otra.

En la actualidad parece que poco a poco comienza a surgir una cierta preocupación e interés por elaborar reflexiones desde y sobre la EA. No tanto porque se haya superado la falacia en la que se asienta la división social del trabajo al dar erróneamante por supuesto la existencia de un corte entre teoría y práctica, como si fuera posible separar el haz y el envés de una hoja, o la cara y la cruz de una moneda, sino porque nuestro contexto social y educativo ha ido cambiando paulatinamente desde hace aproximadamente dos décadas, a partir de ese periodo fronterizo al que se le suele denominar «la transición», y que en la esfera de la EA encuentra su punto normativo de inflexión en las llamadas «Orientaciones del 74 para la educación de adultos», apéndice de la Ley General de Educación de 1970.

El cambio al que aludimos en el seno de nuestro contexto –reforma más que ruptura, continuidad más que giro– imponía, para su despliegue, al menos dos condiciones en lo que a EA se refiere. En primer lugar, «salvar las apariencias», esto es, dar cuenta de un fenómeno social que no sólo no podía permanecer oculto por más tiempo (el final del analfabetismo en España se había producido por decreto en 1970: legalmente, pues, no había sujetos analfabetos), sino cuya visibilidad era mayor de día en día (al analfabetismo de «retorno», es decir, a los falsos alfabetizados había que sumar ahora los sujetos desescolarizados –desclasados por razón de edad– por exclusión de la escolarización que procuraba el nuevo sistema educativo, la EGB), hasta el punto de acabar provocando un giro copernicano en el discurso de las políticas educativas. Efectivamente, lo que desde la antropología educativa y desde cierta sociología de la cultura se había categorizado como «no-público» comienza a emerger, como la punta de un iceberg, reconvertido ahora en «nuevo público» para la EA, listo para su escolarización en ese espacio de continuidad que ha venido siendo la reforma educativa en sus dos ediciones: la LGE de 1970 y, veinte años después, la LOGSE de 1990.

En segundo lugar, y como condición complementaria a la anterior, el cambio requería atenerse a un mínimo «principio de realidad». Es decir, en esta ocasión ya no se trataba sólo de legitimar una respuesta institucional, al hacer al menos que pareciera lícita, salvando públicamente de este modo las apariencias mediante explicaciones plausibles de las decisiones reformistas que se adoptan, sino que se trataba también de que estas respuestas institucionales fueran «legales», esto es, «reales» en tanto que «vero-símiles» (lo más parecidas posibles a la verdad, auténticas y no falsas) y en la medida en que, lejos de darle la espalda a la realidad, le hacen frente. Otro problema relacionado, y que va a quedar tematizado en buena parte de esta obra, es nuestro acuerdo o falta de acuerdo entre aquello que se hace (y cómo se hace) y lo que se debería hacer (y cómo se debería hacer), o dicho de otra forma, el juego entre las políticas sociales (el qué) y los efectos que éstas tienen en las prácticas sociales (el cómo). Así como la necesidad de invertir, si no de subvertir, las tendencias dominantes en la correlación de fuerzas entre unas y otras, al tiempo que de comprender las tensiones que se suscitan y se dirimen en el terreno educativo.

Pero en definitiva, ateniéndonos al proverbio sufí según el cual «las apariencias son el puente hacia lo real», lo que a todos nos interesa es cruzar el puente, y no retroceder ante su paso, o quedar cegados antes de atravesarlo por la visión que nos promete, no sea que nos suceda lo que a aquel sabio griego, que cayó en un pozo mientras andaba sumido en hondas meditaciones contemplando el cielo, o lo que acontece a algunos de nuestros coetáneos, que confunden el espejismo de sus propias vanidades con el horizonte del bien colectivo.

En cualquier caso, esto nos devuelve al terreno que ya Platón anticipara hace ahora dos milenios en su conocido «mito de la caverna». Podríamos considerar el Libro VII de la República, al que pertenece este relato, como una de las más importantes obras fundacionales de la EA, una obra que podría ser reclamada como texto emblemático a partir de la próxima conferencia internacional de educación de personas adultas auspiciada por la Unesco. En efecto, este diálogo platónico dibuja una utopía (no un imposible, sino un lugar todavía no creado, un espacio por crear) social y educativa que, precisamente por su carácter extemporáneo (o ucrónico) conserva toda su vigencia y puede ser interpretada en clave contemporánea. Desde ésta, el mito de la caverna subraya de manera notable una de las vías que orientan y que ennoblecen la tarea de la EA: la dialéctica necesaria o el puente tendido que es preciso atravesar, entre apariencia y realidad, entre conocimiento (episteme) y opinión (doxa), entre luces y sombras, entre transparencia y opacidad. Son las mismas metáforas luminosas de las que se sirvió Platón para explicar ese proceso de liberación de la humanidad hasta conseguir alcanzar la claridad suficiente para tomar conciencia de la propia esclavitud, las que recuperan toda su potencia, precisamente, en el llamado Siglo de las Luces. Un siglo que inaugura un nuevo periodo histórico, el de la modernidad, del que todavía somos herederos. En el mito narrado, Platón no se conforma con salvar las apariencias, sino que pretende superarlas, de ahí que necesite poner en tela de juicio las prácticas de los seres humanos (sus rutinas, sus hábitos, sus prejuicios) sometiéndolas a examen y exponiéndolas a la plena luz de la reflexión teorética. Pero de ahí, también, y es oportuno advertirlo, que insista en que sólo podrá ir asumiendo la realidad (vero-símil) y por tanto, la plena incorporación al ejercicio de la República en tanto que res pública, o participación en asuntos de la vida pública, si y sólo si se van cambiando simultánea y progresivamente las prácticas privadas y las costumbres solipsistas que han venido configurando –informando y deformando– nuestra experiencia cotidiana.

El corolario de Platón es radical: el ciudadano soberano debe vivir en el espacio iluminado de la polis (de la política), participando de los asuntos que le afectan tanto a él como sujeto social como al resto de sus congéneres, tomando parte, pues, de la vida pública, a no ser que quiera seguir sometido como ciudadano siervo a la esclavitud de sus sueños privados, exiliado en el dominio de las apariencias y confinado en ese vano teatro de sombras ficticias y de falsa seguridad que es la caverna.

Por supuesto que este mito nos exige para su comprensión en la actualidad y desde la EA una lectura dinámica y un ejercicio de imaginación sociológica. Pero hasta en eso encontramos claves interesantes en el propio texto platónico. Pues éste no es sino una metáfora viva de los límites y de las posibilidades de la educación en ese proceso de emancipación humana, de transformación individual y colectiva, que al mismo tiempo supone una búsqueda sin término en la construcción de la ciudadanía ideal. ¿Y qué otra cosa es el propósito que inspira en última instancia a la EA? ¿Acaso las propuestas dialógicas contemporáneas que se defienden en la EA como vía de conocimiento y transformación de la realidad social no suponen la pervivencia del mismo afán que en su momento guio a los diálogos platónicos? ¿Qué otro es el propósito y la finalidad de la EA en la actualidad sino el desarrollo colectivo (comunitario) y la profundización en la democracia que ya se defendiera en la utopía platónica?

A estas alturas, si el lector ya ha formulado una pregunta que es obligada ante cualquier obra –por qué este libro– seguramente habrá dado con un principio de respuesta. Aun a costa de confirmar ese tópico según el cual la sociología es la ciencia de lo obvio, responderemos desde la sociología de la educación y desde la educación sociológica con lo que a estas alturas quizá resulte obvio. Este libro pretende, al menos, contribuir a que esa precariedad que antes señalábamos respecto a la producción intelectual desde y sobre EA sea cada vez menor, al tiempo que cada vez sea mayor la discusión social, política y cultural sobre esta forma de entender la educación que es la EA. Un debate al que en absoluto puede, ni quiere, permanecer ajena la Universidad ni, por tanto, la población estudiantil y la sociedad en su conjunto a la que ésta se debe. Este discurso educativo tiene como primer destinatario, pues, a la comunidad educativa. Una comunidad entre quienes se cuentan un número cada vez mayor de profesorado universitario interesado académicamente en el campo de la EA, pero sobre todo una amplia población de estudiantes de distintas carreras. En algunas de éstas los nuevos planes de estudios ya incorporan la EA como una asignatura más, siquiera sea como fórmula optativa en la Universitat de València (así en la diplomatura de Magisterio y en la licenciatura de Pedagogía), o como disciplina troncal (tal es el caso de la diplomatura de Educación Social, diplomatura aprobada pero todavía por activar en nuestro caso). También hay que contar de manera especial en esta amplia comunidad educativa, cómo no, a todos aquellos educadores y educadoras que desempeñan su tarea docente en el propio sector de EA, así como aquellos agentes implicados en el mismo (trabajadores sociales, dinamizadores culturales...), o aquellos otros, cada vez más numerosos, cautivados por este campo de trabajo.

En este catálogo de posibles y deseables destinatarios merecen una mención aparte, no por preferente sino por necesaria, aquellos que tienen responsabilidades en la Administración educativa y que algunas veces han mirado con recelo, si no con sospecha, aquellas propuestas consideradas como veleidades teóricas de quienes, a diferencia de ellos, no tienen que gestionar, administrar o decretar en el campo de la EA. Una sospecha que sin duda se alimenta de la confusión entre su propia responsabilidad en la toma de decisiones y la responsabilidad en la reflexión que acompaña a éstas. Ciertamente, si la responsabilidad de la Administración educativa consiste en planificar, regular y decidir una serie de medidas educativas, la responsabilidad del colectivo docente administrado reside en participar (tomar parte de), criticar (dar argumentos fundados) y proporcionar (oponer o proponer) una serie de criterios que acompañen a la toma de decisiones sobre las medidas que se vayan a adoptar, y ello requiere una dialéctica (una relación dialogada permanente) entre los distintos agentes sociales afectados. Esta breve consideración nos conduce a otro de los propósitos que guían esta obra, esta vez en el terreno de los compromisos.

Efectivamente, y por seguir con la comparación antes establecida, si el compromiso de la Administración, o el de cualquier otra iniciativa social que cumpla una función equivalente aunque sea en tanto que oposición a la propia Administración, es el de administrar los recursos públicos que le son confiados para racionalizar aquel espacio que le compete gestionar (en este caso el sector de EA) a través de las instituciones, organizaciones y agentes que lo configuran; nuestro compromiso como educadores, toda vez que como ciudadanos, es participar de la forma más amplia y directa posible en los criterios que informan tales procesos. Y una forma democrática de participar activamente (de ser prácticos y políticos a un tiempo) es, como ya dijimos, preguntar por las razones de tales procesos, criticar aquellos que no nos parezcan justos y proponer alternativas que supongan mejoras. Si criticar significa, lejos de quejarse gratuitamente, aportar criterios, es decir, razones que avalan nuestras posturas y convicciones, tendremos que convenir en que no siempre las razones armonizan entre sí porque proceden y ocupan espacios diferentes. Efectivamente, las razones pedagógicas no siempre coinciden con las razones administrativas, como no siempre la lógica administrativa está guiada por motivos sociológicos. El acuerdo, de nuevo, pasa por la lógica dialógica, por conocer y reconocer las diferencias, y por intentar compartir o participar de zonas o espacios comunes de claridad o, en su caso, por intentar crearlos o recrearlos, recuperando el sentido positivo de la utopía, y preguntándonos en primer lugar si es posible y cómo, en segundo lugar.

El compromiso, pues, de este libro se centra en ese primer momento: en la necesidad, si no en la urgencia, de lanzar preguntas y de suscitar interrogantes. Pero tampoco se agota en este único propósito, puesto que también tiene una clara vocación política en dos sentidos: Procurar algunas claves para una política de las prácticas, en tanto que reflexión pública para guiar con la mayor claridad posible nuestras acciones, así como para una práctica de la política, entendiendo ésta como una agenda de principios de acción que contribuyan a despejar las sombras del fatalismo y a resistir nuestro sometimiento como ciudadanos autistas abocados a contemplar pasivamente los paraísos artificiales que nos procura el Aparato. Desde tales compromisos, este libro apuesta por pensar fuerte, que no es sino una manera de hacer fuerte, asumiendo la función más noble de la EA –la de la emancipación social– pero también advirtiendo las determinaciones cada vez más poderosas que minan esa función.

Este libro se estructura en cuatro secciones complementarias. En la primera de ellas se intenta poner el acento en una mirada sociológica –que de hecho no se abandona en el resto de la obra– a un ámbito de conocimiento cuya principal explicación y proyección se encuentra precisamente en la esfera de lo social. El curriculum de que se quiere proveer a la EA ha de referirse ineludiblemente al contexto social si no quiere ir a parar a la Escila del idealismo o a la Caribdis del instrumentalismo. Como en el resto de secciones, en ésta se parte de un posicionamiento claro (de una toma de terreno) por parte de los autores por un curriculum no escolarista (al que llamamos específico aun a costa de incurrir en posibles equívocos y por hacernos eco de los términos al uso), así como por la necesidad de defender la pervivencia (o tal vez la supervivencia) del carácter presencial de la EA, frente a las propuestas arrasadoras que la amenazan, sin duda uno de los asaltos más duros de la tecnocracia.

En la segunda parte se tratan las políticas que han definido y previsiblemente definirán las posteriores prácticas. Particular atención merece el fenómeno de la institucionalización el cual, al tiempo que dota a las prácticas de un referente unificado prestándoles un respaldo legal y convirtiéndose de tal modo en garantía de igualitarismo o equitatividad en la prestación, violenta esas mismas prácticas al obligarlas a someterse a unos formatos preestablecidos que limitan, cuando no excluyen definitivamente, la posibilidad de emergencia de otros modos de entender la tarea educativa de y con la población adulta. La institucionalización de las prácticas acaba, pues, no sólo conformando mentalidades, sino también limitando la variedad de las culturas que afloran de modo espontáneo en la vida organizativa. El rasgo institucional que mejor caracteriza todas esas políticas más o menos recientes es el escolarismo, que no es en definitiva sino una peculiar forma organizativa que, erigida en dominante, materializa el control técnico y conduce a la despolitización del sector.

La tercera parte está referida ya explícitamente a las prácticas, concretadas a nuestros efectos en la cuestión curricular. Pero, lejos de insistir sobre aspectos relativos a su conceptualización, se ha optado por realizar una presentación centrada en elementos para repensar su diseño y evaluación a partir de ciertas claves básicas que no se han querido suponer suficientemente conocidas. No es, sin embargo, el curriculum el único aspecto relacionado con las prácticas, al menos si se lo sustantiviza y, en consecuencia, se abstrae de los agentes a los que se encomienda no sólo la responsabilidad profesional de su desarrollo, sino también de parte del diseño y de la evaluación. De ahí que se hayan incorporado algunas reflexiones referidas al profesorado, la investigación y la Universidad, entendiendo que el uno y las otras no pueden sustraerse a su responsabilidad colectiva a pesar de haber sido tradicionalmente escindidos de la producción teórica por razones, precisamente, de institucionalización.

Finalmente, el apartado dedicado a los procesos alfabetizadores en EA da cuenta de la continuidad del fenómeno del analfabetismo, si bien adoptando nuevas formas en sus manifestaciones más notables, y de la necesidad de escapar de las rutinas escolares a la hora de abordar este problema desde la EA. Para ello se ofrece en primer lugar un repaso histórico de la evolución de la alfabetización en España a partir de la postguerra, mostrando el papel legitimador y adaptador que se le asignaba, más allá de las intenciones y de las justificaciones de los propios educadores. En segundo lugar, se intenta abordar el problema de la alfabetización con otra mirada, partiendo de su pluralidad y proporcionando enfoques diferentes a los canónicos para llevar a cabo los procesos alfabetizadores, recuperando la importancia social que merecen así como el papel que con justicia se les reclama para participar en la construcción social de la realidad.

En cuanto a la bibliografía, los autores han optado por limitarla a las fuentes manejadas, reuniéndola en un último apartado con el fin de facilitar una panorámica conjunta de las mismas. No es ésta, pues, una bibliografía elaborada con criterios exhaustivos; por el contrario, hemos preferido primar un criterio descriptivo, en el sentido de que si este libro es una invitación expresa a la lectura, la bibliografía referenciada también lo es. Dentro de esta bibliografía, en aquellos títulos de los que somos autores, se encuentran las fuentes de donde proceden buena parte de los textos que, con modificaciones, constituyen el contenido de esta obra. Bienvenido, pues, lector o lectora, a este discurso sobre la EA.

FRANCISCO BELTRÁN LLAVADOR JOSÉ BELTRÁN LLAVADOR

Política y prácticas de la educación de personas adultas

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