Читать книгу Política y prácticas de la educación de personas adultas - Francisco Beltrán Llavador - Страница 9
Оглавление1.1 La perspectiva sociológica
La sociología, en tanto que disciplina que se enmarca dentro de las ciencias sociales, ofrece una perspectiva o forma particular de acercarse a la realidad: proporciona lo que algunos autores han dado en llamar una mirada sociológica. Podemos preguntarnos, como punto de partida, qué aporta esta mirada respecto a otras miradas o disciplinas. Aquí conviene apuntar, al menos, tres primeras aportaciones que nos darán paso a una serie de supuestos, y que asimismo nos servirán de introducción a algunas consideraciones, dentro del espectro de problemas de los que se ocupa la sociología de la educación, cuyo objeto de atención preferente será la EA.
En primer lugar, la sociología permite no sólo conocer más, sino también conocer de otra manera el escenario social en el que se despliegan nuestras acciones. La metáfora teatral aquí no es gratuita: la sociología entiende que hay una realidad estructurada –cuyo entramado constituye la sociedad– que se despliega en un escenario a partir de las interrelaciones que tienen lugar entre los diferentes agentes o actores sociales. La perspectiva sociológica analiza entonces la sociedad contemplándola no como una suma o agregado de individuos, sino como una vasta red de relaciones que opera entre los sujetos, y que permite agruparlos en colectividades, en clases, en sujetos sociales, atendiendo a las múltiples variables que intervienen en su seno.
En segundo lugar, en la medida en que la sociología nos permite conocer más, nos permite también, de paso, comprender mejor. Efectivamente, comprendemos mejor, a menudo, cuando nos es posible desplazar nuestro punto de vista, alejar o acercar el objeto, y encontrar el punto de distancia óptimo para obtener un enfoque sociológico determinado, que puede ser muy variado. Esta variedad da lugar a un pluralismo metodológico, en función de la vía de acceso a la realidad que se utilice. La vía para aproximarnos a la realidad social puede ser a pequeña escala –si se fija en lo micro– o a gran escala –si se fija en lo macro– (según la magnitud del fenómeno tratado); también puede ser histórica o coetánea (según la actualidad del momento retratado); crítica o meramente convencional (según el compromiso con la realidad analizada); cotidiana o genérica (según el grado de distancia con el fenómeno observado), etc... Comprender mejor requiere, pues, aproximarnos a la realidad social adoptando otros ángulos de visión, otras perspectivas, otros modos de pensamiento. La sociología intenta comprender mejor, mirar de otra manera, situando al ser humano en su dimensión social, como «animal político» o como sujeto «contratado» y socializado en el seno de una estructura que lo explica y a la que da explicación.
Pero la sociología, cierta sociología al menos, no se conforma con conocer más y comprender mejor. Pues ambas pretensiones, en tercer lugar, son la condición de posibilidad para transformar aquellos aspectos que nos determinan y que son susceptibles de cambio en un contexto determinado. De manera que el «decir» (el discurso, el texto) sólo tiene sentido en el «hacer» (el curso, el contexto) social. Valga como ilustración la siguiente situación, de la que sin duda todos tenemos alguna experiencia: tan sólo conociendo más y comprendiendo mejor aquellas normativas educativas que nos afectan, seremos capaces de someterlas a juicio, de criticarlas, argumentando con juicios fundados, y de hacer propuestas, en consecuencia, para su modificación. Algo similar sucede respecto a aquellos currículos que prescriben nuestra línea de acción educativa, y de hecho, estas páginas pretenden aportar algunos elementos de comprensión sobre los diseños y las orientaciones curriculares. Comprensión supone, pues, conocimiento previo así como compromiso y posibilidad de intervención individual y colectiva en aquellos asuntos que nos conciernen para su transformación positiva. Parafraseando la conocida tesis que Marx enunció para la filosofía, podemos decir que la sociología, heredera de aquélla, consiste no sólo en contemplar el mundo, sino también en transformarlo.
La mirada sociológica permite, además, levantar acta al menos de tres supuestos relativos a los fenómenos sociales que funcionan como axiomas o puntos básicos de partida:
a. Opacidad social: El primero de estos supuestos da cuenta de la opacidad de esa parcela de la realidad a la que designamos como sociedad. ¿Qué significa opacidad en este caso? La opacidad mantiene el siguiente principio: que las cosas no siempre son como parecen o aparecen a simple vista o, dicho de otra manera, que la apariencia social no es lo mismo que la realidad social. Efectivamente, la sociedad no es una estructura transparente o un edificio de cristal, antes bien, la red de relaciones que establecen los sujetos sociales y las colectividades consiste en la mayoría de ocasiones en un tupido tejido, cuya urdimbre no siempre hace fácil seguir la trama. El uso de metáforas como «tejido social», en ésta como en tantas otras ocasiones, no es del todo casual. Los ejemplos relativos a la opacidad social serían inagotables, y aquí sólo elegiremos alguno relativo a la esfera educativa que nos es más cercana, así: las razones de la mayoría de decisiones técnico-administrativas que se adoptan y que regulan la vida de los centros educativos resultan poco claras o transparentes para el profesorado. Otro caso típico, referido a los diseños curriculares, es el contraste que se da entre la aparente exigencia de participación del profesorado para su elaboración y las resistencias que de hecho se dan por parte de las instancias o centros de decisión para hacer efectiva o real esa participación. Algo que tiene que ver con el tema de fines y medios, en el que no nos detendremos por ahora más que para apuntar la siguiente reflexión: la consecución de un fin público socialmente encomiable (una ley educativa, un diseño curricular) a veces tiene lugar a través de medios poco transparentes, si no manifiestamente opacos.
b. Dinamismo social: El segundo de los supuestos relativos a los fenómenos sociales es el que expresa su dinamismo y su continuo cambio. Las sociedades se construyen sobre unas pautas determinadas (organizaciones, instituciones, clases...), que constituyen su estructura: lo que habíamos denominado «escenario» o terreno sobre el que se despliegan las acciones sociales. En esta estructura tiene lugar una serie de movimientos de todo tipo que desembocan en cambios de mayor o menor intensidad, y que le otorgan su dinamismo a las sociedades. Las sociedades avanzadas se caracterizan precisamente por una aceleración creciente de los cambios sociales, esto es, el ritmo de cambio es cada vez más rápido. Es lo que autores como Italo Calvino y Paul Virilo caracterizan como uno de los signos de nuestros tiempos: la velocidad (o en su versión extrema, el vértigo de los acontecimientos). Sin duda, un indicador del cambio social que no podemos perder de vista es el que va asociado a todo aquello que denota el término «coyuntura», dando cuenta de un momento en un contexto temporal determinado, y que viene definido por múltiples variables: política, económica, cultural, etc. Si nos remitimos a la EA, el siguiente ejemplo puede clarificar la diferencia entre estructura y cambio social: La red de centros de EA se gestiona de manera centralizada por una serie de instancias de la administración educativa (o social, en algún caso), encargadas de emitir una serie de instrucciones, de poner en marcha criterios organizativos, de regular la adscripción del profesorado, de proponer líneas de formación, etc... Más allá de esas instituciones que gestionan o administran el campo de la EA, asistimos a una serie de cambios sociales, de movimientos externos, que no es posible ignorar. Así, desde el punto de vista cuantitativo la demanda de EA, que observa un progresivo crecimiento, no es la misma ahora que hace una década; tampoco la población es la misma desde el punto de vista cualitativo: ahora comienzan a hacer presencia de manera alarmante las cohortes de población más joven, desequilibrando la relación de edades tradicional. En cuanto al profesorado, también se puede tomar nota de algunos cambios, que se expresan tanto a través de las propias expectativas laborales, reivindicaciones corporativistas, como a través de la motivación (muy poco a poco creciente, pero no siempre constante) por la mejora de las condiciones laborales, del reconocimiento profesional, de la propia formación, etc.
c. Complejidad social: Por último, el tercero de los supuestos que nos revela la mirada sociológica es el de la complejidad social. Un supuesto que está ligado estrechamente a los dos anteriores (opacidad y dinamismo). Efectivamante, si las sociedades son poco transparentes, heterogéneas, si están hechas de estratos, de capas, de pliegues y repliegues, de mediaciones, de nudos, de grupos de igualdades y de desigualdades sociales; y si están atravesadas por, y sometidas dinámicamente a coyunturas, a cambios de todo tipo, a innovaciones, avances, retrocesos, continuidades y rupturas, no podemos sino concluir que las sociedades son realidades estructuradas complejas que responden a relaciones organizativas complejas. La complejidad de las sociedad no es estática, sino que cambia y crece correlativamente al ritmo de cambio de nuestras sociedades. En tanto que producto y reflejo a la vez de esta complejidad podemos mencionar factores globales como la internacionalización de la economía, la influencia y el poder cada vez mayor de los medios de comunicación de masas, pasando por el deterioro del medio ambiente hasta los profundos cambios en las formas de vida tradicionales. En el terreno que nos ocupa, la EA, la complejidad también hace su entrada con formas características. Algunos de los síntomas que apuntan hacia ésta podrían ser los siguientes: las necesidades de inserción y de recualificación laboral de la población en un mercado de trabajo de creciente precarización, flexibilidad y desregulación; la emergencia de nuevos públicos a partir del efecto de desnivelación académica; la adaptación del propio sector al ordenamiento que se deriva de la reforma del sistema educativo; la extensión del analfabetismo funcional. Desde el punto de vista ideológico habría que señalar, entre otras, la restauración conservadora que se hace acompañar del revival de actitudes xenófobas y sectarias, así como de nuevos integrismos, en contraste con el surgimiento de nuevas formas de compromiso político de personas jóvenes y adultas a partir de los nuevos movimientos sociales (ONGs, asociaciones, plataformas cívicas, manifestaciones espontáneas y fenómenos de resistencia, etc).
Estos tres rasgos que acabamos de enumerar, aun sin agotar el espectro de posibles supuestos sociológicos, son suficientemente representativos del hacer y del decir sociológicos. Todos ellos dibujan un panorama social poliédrico, plural, diverso, atravesado por incertidumbres y por no pocas contradicciones, pero que al mismo tiempo, y a través de instituciones y organizaciones como las de EA, puede encontrar firmes resistencias a las tendencias cada vez más poderosas de uniformización universal y de reconversión de la población en lo que J. Ramón Capella ha calificado como «los ciudadanos siervos». Tendencias que, en definitiva, apuntan a formas distintas, pero no menos intensas de control social, y que ya R. Williams había avanzado en una obra de prospectiva que conserva toda su vigencia, Hacia el año 2000, bajo lo que denunciaba como el Plan X. Una mirada sociológica atenta, comprometida y lúcida no puede ignorar que el ámbito de la EA sin duda no está del todo inmune a esos modos de control social, pero que también forma parte, y una parte no menor, de lo que algunos autores definen como «redes que dan libertad».
Teniendo en cuenta el cuadro anteriormente dibujado, no es casual que el origen de la teoría sociológica (el pensar) y, de manera importante junto con otros fenómenos sociales, la expansión de la educación vía escolarización (el hacer), estén ligados hasta el punto de resultar ya inseparables a partir del momento histórico de la Revolución Francesa. Carlos Lerena afirma que «la sociología positivista era ya una sociología de la educación: podría decirse incluso que era, sobre todo, una sociología del conocimiento y una sociología de la educación» (Lerena, C., 1985: 83).
Por otra parte, Mannheim apunta hacia finales del siglo XIX como periodo en el que se inicia una tarea política urgente: la educación de todos los ciudadanos de la nueva sociedad. Una tarea que asociaba el hombre a la técnica (a la máquina, a la industria), como ahora lo vincula al conocimiento (a la información). Es, de nuevo en palabras dé Lerena, el comienzo de la llamada «sociedad educativa». Con la emergencia de ésta, surge la necesidad de un discurso propio que la explique y que le dé sentido: el discurso de la sociología de la educación. Lerena indica cómo Saint-Simón pone los cimientos de un edificio que llegará a adquirir las dimensiones de una inmensa catedral: «Construido con materiales roussonianos, primero por él y luego más tarde por Comte, ese nuevo templo, que es al mismo tiempo una inmensa escuela, y asimismo un no menos enorme taller, está llamado a albergar al industrialismo o, si se quiere, a la sociedad educativa» (Lerena, C., 1983: 203).
A partir de ese momento, la sociología de la educación se caracteriza por el pluralismo de sus intereses y de sus objetos de análisis. Tantos como nuevas variables permiten incorporar los cambios sociales cada vez más acelerados y complejos, como ya vimos. Entre el amplio espectro de objetos de análisis que, al mismo tiempo, constituyen auténticos desafíos intelectuales, podemos destacar todos aquellos que nos remiten a las conexiones entre demandas y necesidades educativas y, por ende, sociales. Junto con éstos vale la pena mencionar también aquellos que se aglutinan bajo ese amplio término de nuevo cuño y que pretende prestar «atención a la diversidad». Una atención cuya comprensión y traducción en ocasiones resulta antagónica, pues mientras para unos significa el respeto al hecho diferencial (por razones de etnia, género, etc...) para otros se resuelve como una nueva ocasión para legitimar las desigualdades educativas. Este objeto de análisis, además, se acompaña de problemas relacionados, como el que supone la igualdad de oportunidades educativas, sociales, etc. Temas, todos ellos, que lejos de agotarse en un posible inventario, se modifican, se amplian y se hacen cada vez más complejos en la medida en que unos y otros entran en conexión. Ninguna de estas tematizaciones es ajena a la EA, si bien es cierto que todas ellas adquieren características peculiares, derivadas de su comprensión y explicación desde este ámbito educativo, como veremos a continuación.
Efectivamente, esta serie de problemas de los que se ocupa la sociología de la educación encuentra también su traducción en el ámbito de la EA, y más en particular, de la sociología curricular de la EA. Sirva como ejemplo y como tema importante de análisis un debate que ahora mismo está presente, ya se manifieste con mayor o con menor energía, reflejando, además, la orientación social y educativa del momento. Un debate al que este libro no permanece, ni quiere permanecer, ajeno. Este debate se centra precisamente en el curriculum de EA, ese lugar de encuentros, y a veces de confrontaciones, en el que se dan cita tanto las políticas como las prácticas educativas. Nos referimos a la oposición dialéctica que ofrecen dos visiones o miradas que llegan a veces a ser antagónicas, a saber: aquella que defiende un curriculum adaptado frente a la que procura un curriculum específico para la EA. A efectos meramente expositivos, nos detendremos siquiera sea esquemáticamente en algunos aspectos que pueden clarificar los diferentes escenarios sociológicos a que pueden dar lugar cada uno de estos curricula.
En primer lugar, un curriculum adaptado es un curriculum subsidiario del resto del sistema educativo ordinario, es decir, un curriculum que incorpora la lógica escolar (normativa, organizativa, pedagógica...) a una realidad que desborda con mucho la esfera de lo escolar. El curriculum adaptado, por propia inercia, tiende a ignorar que el sujeto de la EA es un ser adulto, y el paso entre ese olvido y su consideración como un expediente administrativo más, como otro dato a añadir en las estadísticas de instrucción escolar, es relativamente fácil.
Por el contrario, un curriculum específico garantiza una relativa autonomía respecto del resto del sistema educativo, conservando aquellos elementos peculiares de la EA que le confieren su sentido: reconocimiento de la experiencia vital y sociolaboral de los sujetos, así como respeto a sus diferentes ritmos y estilos de aprendizaje, atención al horizonte de sus expectativas, participación en el propio proceso educativo, etc...
En segundo lugar, un curriculum adaptado es, por definición, un curriculum adaptativo, es decir, un curriculum que trata de conformarse al estado de cosas, tal como están planteadas, sin avanzar en los cambios que se requieren desde la EA en sintonía con los cambios sociales. Para este curriculum adaptador, el sujeto de la EA es ideológicamente neutral y está convencido de que su única expectativa es la sanción académica.
Contrastando con la tendencia adaptadora, en cambio, un curriculum específico pone el acento en la importancia de ir introduciendo sucesivos cambios que conviertan a la EA en un proyecto capaz de cuestionar los presupuestos sobre los que se asienta nuestro modelo social y de procurar la emancipación de los sujetos sociales, a los que considera, lejos de neutrales, como «animales políticos» y comprometidos con los problemas de su entorno y de su tiempo.
En tercer lugar, y en consecuencia, un curriculum adaptado queda inevitablemente reducido al ámbito de lo académico, obviando las múltiples dimensiones que informan a la EA, y que hacen de lo académico una parte menor de un todo mucho más extenso. En ese sentido, para un curriculum adaptado la educación permanente, y la EA dentro de ésta, no deja de ser concebida como una escolarización permanente, y en consecuencia, el sujeto de la EA es considerado, a la postre, como un escolar, como un niño grande.
Por el contrario, un curriculum específico aboga por un planteamiento integral, complejo, que respeta y tiene en cuenta los diferentes factores que inciden tanto en el proyecto educativo como en el propio proceso de aprendizaje entendidos ambos como una tarea participativa de resocialización y de construcción social del conocimiento y la cultura. Desde un curriculum específico, la EA es un campo de experimentación y de innovación constante, que adopta su mejor expresión como compromiso y como acción colectiva y solidaria. El sujeto de la EA, para este tipo de curriculum, es un ser histórico, plural, con capacidad de adquirir conciencia de su lugar en el mundo y de las posibilidades de cambio de éste y en éste.
Desde estas últimas consideraciones, necesariamente breves, quizá se pueda entender un poco mejor un propósito que dota de sentido a este debate. Que no es otro que el de ofrecer aproximaciones transformativas y acciones reflexivas orientadas hacia este ámbito educativo, así como un posicionamiento claro frente a un debate de no poca importancia que en ocasiones se pretende dar por saldado interesadamente. Se trata, también, de normalizar desde la comunidad educativa, pero también más allá de ésta, la práctica de una reflexión crítica sobre una dimensión que sin duda va a ir adquiriendo cada vez mayor presencia en un discurso marcadamente educativo dentro de una sociedad educativa como la nuestra.
Sin duda, como hemos visto, aunque es posible extraer reflexiones valiosas de la tradición sociológica para el terreno de la EA, no es sino hasta muy recientemente cuando la EA ocupa un lugar específico como motivo de preocupación e interés desde lo sociológico.
La EA es un ámbito socioeducativo que está conociendo en nuestro país actualmente un auge ciertamente notable. Aunque en Europa las políticas educativas en este sector están mucho más consolidadas y se traducen en la práctica en una pluralidad de ofertas, espacios e itinerarios formativos y culturales, en nuestro país hasta hace muy poco hablar de EA venía siendo sinónimo de educación marginal, «compensatoria» o dirigida a la tercera edad. Este reduccionismo, por el que se confundía tendenciosamente la parte con el todo, ha venido marcando y limitando poderosamente tanto la visión político-administrativa como las propias prácticas educativas. Sin embargo, parece que este estrecho panorama comienza a cambiar mostrando que la educación de personas adultas es algo más y distinto a la anterior visión dominante. Efectivamente, a partir de los años 80 tiene lugar una etapa de eclosión importante, que encuentra su precedente más inmediato en la progresiva institucionalización del sector desde las orientaciones educativas de 1974. Es precisamente en ese momento de expansión donde se retoman, tras un periodo de paréntesis, los primeros estudios y análisis de EA en general, y de EA con un sesgo sociológico particular, auspiciando una literatura cada vez más extensa y de mayor interés.
Ciertamente, la sociología de la educación de personas adultas no debe contemplarse como un cuerpo específico de conocimiento, en el sentido canónico del término, sino como un ámbito de conocimiento, esto es, un espacio que se articula, se construye y se reconstruye como encrucijada o encuentro de diferentes disciplinas o subdisciplinas. La pretensión de una sociología de la educación de personas adultas no es, pues, alcanzar un estatuto epistemológico que no le corresponde, sino obtener su reconocimiento como espacio dinámico de relación, nexo, punto de inflexión o conexión entre las diferentes realidades estructuradas que configuran eso que convenimos en llamar sociedad. Por eso, también aquí la mirada sociológica, en concurso con la experiencia de trabajo cotidiano, arroja una visión y una perspectiva que no podemos ignorar. Se trata, pues, de que esta propuesta se convierta en una invitación expresa a seguir investigando, a seguir reflexionando desde la sociología en general y desde la sociología de la educación en particular sobre los fines, límites y posibilidades de la EA.
En lo que sigue el ámbito de la educación de las personas adultas va a quedar enmarcado, de manera aproximativa, como uno de los efectos o consecuencias derivados del impulso crítico a que dio lugar la modernidad y el fenómeno de la Ilustración. Situar los orígenes de la EA dentro de este momento histórico determinado no es una cuestión trivial, sino que puede tener consecuencias relevantes para comprender mejor su posición actual como un discurso de la acción con rasgos que le son propios y como proyecto emancipador que, a pesar de las más recientes metamorfosis que parecen desmentirlo, continúa desplegándose. De esa manera, la demarcación de la EA dentro de la modernidad, aunque problemática en tanto que no resuelta, nos pone sobre la pista para abordar al menos tres momentos críticos, cuyos objetivos irían dirigidos a: a) Recuperar una parcela importante de nuestra memoria histórica en una época en que parece dominar una suerte de amnesia organizada, esto es, recuperar una racionalidad (cuyas pretensiones de validez también están puestas en tela de juicio) que nos pertenece y que no debe ser secuestrada por los meros efectos de verdad que arrojan los excedentes de las sociedades satisfechas. b) Entender mejor la EA como campo de fuerzas y como espacio dinámico que todavía se está configurando y, por tanto, como un terreno especialmente abonado de contradicciones y controversias a la que no son ajenas las prácticas cotidianas tanto del profesorado como de la población adulta objeto de las mismas. c) Alentar, a partir del análisis y la comprensión de esas contradicciones, la necesidad de seguir transformando, repensándolas y reelaborándolas, las energías a las que la EA debe su origen para hacer de ella un instrumento racional y un proyecto de emancipación individual y colectiva.
Partiendo de tales momentos, en los párrafos que siguen vamos a intentar exponer algunas orientaciones de carácter filosófico, necesariamente breves, que actuarán como telón de fondo y como introducción a los escenarios que van a ocupar nuestras siguientes reflexiones. Éstas irán adquiriendo un acento más sociológico y nos permitirán ir dando forma a una serie de cuestionamientos sobre el papel de la EA en la actualidad dentro de ese banco de pruebas que está resultando ser nuestra Reforma Educativa.
La EA es un campo de estudio todavía emergente. De hecho, se cuestiona el que sea y el que pueda ser en sí misma una disciplina académica pura (Jarvis, P., 1987: 12, 312), entendida como forma de conocimiento. Y más bien se tiende a apoyar la idea de que la EA es un ámbito de conocimiento en construcción a partir del concurso de diferentes disciplinas o subdisciplinas. Desde ese punto de vista, las aportaciones que recibe la EA proceden de fuentes diversas, en función de las perspectivas o enfoques con las que se prefiera abordar. Esta naturaleza ambivalente de la EA, en ese sentido, es lo que para muchos ofrece su mayor interés mientras que para otros muestra su debilidad. Dentro de esa imprecisión que caracteriza a la EA, uno de los enfoques utilizados para acotarla conceptualmente es el filosófico, es decir, aquel que sostiene distintas teorías del conocimiento, visiones y maneras de estar en el mundo, o modos de interpretar y transformar la realidad. Pese a la creencia vulgar, las especulaciones filosóficas no se realizan en abstracto o en el vacío, como si fueran ajenas a aquellas determinaciones históricas y sociales que las explican, por el contrario, siendo producto de las mismas y encontrando origen en su seno, constituyen también su reflejo al tiempo que se dirigen al estudio de dichas determinaciones. Así, buena prueba de ello la proporciona el que, entre el amplio catálogo de intereses y objetos propios de la arena filosófica, se encuentra el intento de dilucidar el significado de la modernidad en nuestro mundo actual: su legado y sus repercusiones, su modificación o superación, la impronta que está teniendo en la dinámica social y cultural. Un objeto que, además, y como veremos, tiene implicaciones y observa conexiones importantes con la esfera de lo sociológico.
La cuestión de la EA como asignatura pendiente de la modernidad se ha puesto de relieve recientemente (Flecha, 1991:189, 1992:27-56: Kade, J., 1991: 32-35), a partir del conocido artículo de Habermas (1988: 265-283) «La modernidad: un proyecto inacabado», que ha supuesto un momento de inflexión importante para el debate entre los partidarios y detractores de la modernidad o de la posmodernidad (AA. VV., 1988). En dicho artículo, y resumiendo mucho aún a costa de simplificar, Habermas se posiciona frente al conservadurismo de quienes pretenden dar por saldado el proyecto de la modernidad, dando por superada la razón a base de ignorarla. Con ello, Habermas defiende la necesidad de repensar un proceso con el que se inició un giro copernicano de signo histórico, a partir de la conciencia creciente de la finitud humana, así como la posibilidad toda vez que la responsabilidad de constituir sentido que acompaña a esta conciencia. El debate de la modernidad que plantea Habermas, en cualquier caso, cabe situarlo dentro de un movimiento más amplio que responde a la llamada «dialéctica de la Ilustración», una de cuyas últimas formulaciones, por el lado de la posmodernidad, viene expresada por el llamado pensamiento débil (Vattimo, G., 1986). La dialéctica de la Ilustración, a grosso modo, sostiene la tensión entre una progresiva racionalización (aumento de racionalidad) en las sociedades modernas y su reducción a una mera razón instrumental, que subordina los fines a los medios. Esta dialéctica revela no tanto la debilidad de la razón, sino la extensión de una falsa racionalidad del mundo moderno por la que la idea de razón aparece como ilusoria. Dentro de esta dialéctica, el polo de la condición posmoderna vuelve la espalda al poder explicativo y legitimatorio de los grandes relatos y de las metanarrativas, y así se cuestiona, por ejemplo, la validez que puedan tener los estudios sobre la competencia comunicativa como argumento o marco teórico para proporcionar criterios universalistas. El pensamiento débil, en esta línea, renunciando a todo fundamento, esto es, a toda certeza ontológica, y tirando por la borda el lastre de las determinaciones históricas, tan sólo puede librar algunas verdades débiles. Pero con ello paradójicamente se confía al cumplimiento de su propio destino metafísico que busca su apertura, más allá del callejón sin salida de la modernidad, hacia otros horizontes posmetafísicos.
Enmarcadas en este debate, que afortunadamente continúa abierto, pero cuyos detalles desbordarían los propósitos de esta obra, las aportaciones de la teoría crítica de Habermas están teniendo un importante impacto en el ámbito de los estudios sociológicos de la EA. Sin duda, la importación y la aplicación de las propuestas de Habermas resultan valiosas para situar la EA en un contexto de reflexión más amplio y diferente de los planteamientos mayoritariamente paidocéntricos a los que nos tenía acostumbrada la literatura sobre el tema. Aunque lo cierto es que algunos aspectos de la obra de Habermas, sobre todo los que se refieren a su teoría de la acción comunicativa, tampoco escapan a un tipo de crítica que se concentra, entre otras cuestiones, en la pretensión de alcanzar verdades por acuerdos intersubjetivos o por consenso. Ante el riesgo de convertir a Habermas en una suerte de nuevo guru para la educación (haciendo un flaco favor a su pensamiento) sería necesario recordar que para algunos su obra no quedaría del todo inmune de ciertos rasgos conservadores contra los que arremete (AA. VV., 1988: 153-192).
Mientras tanto, entre uno y otro extremo de la discusión, habría que retrotraerse a un texto fundacional para encontrar al menos un punto de partida sobre el fenómeno de la Ilustración con el que se abre la modernidad. Es el conocido texto de Kant de 1784 que, como indica su título, pretende dar una Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?
La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración (AA. VV., 1989: 18).
Dicho texto ha resultado, cuanto menos, programático. Quizá, después de todo, el espíritu de las luces resulte ser una idea construida retrospectivamente por los hijos para explicar a los padres. Si es así, habría que seguir saludándola a pesar de todo porque formaría parte de ese deseo todavía no satisfecho por alcanzar una mayoría de edad histórica. Al espíritu de las luces, una actitud más que una filosofía propiamente, se debe la empresa colectiva que persigue el fin de una humanidad más racional, o la extensión de una razón ilustrada. Este fin es el que encuentra su traducción más notoria, dentro de la esfera educativa y social, en la participación y expresión, distribución y producción de manifestaciones y prácticas culturales como derechos básicos de todas las personas. Un ejemplo claro de este afán de extender y divulgar la cultura lo encontramos en la empresa de la Enciclopedia, todo un documento o monumento que recoge y promueve el orden de los saberes y las categorías del pensamiento. No es casual que se utilice la metáfora de las luces para caracterizar un siglo ya emblemático. Las luces de la razón, según esta metáfora, serían como los ojos del pensamiento cuya visión ilumina y dota de legitimidad a las acciones humanas. Por ello, tras dos siglos de la Revolución y a una década escasa de ese horizonte que a modo de marcapasos histórico se ha querido situar en el 2000, el que se siga cuestionando y construyendo una posible identidad europea, sobre un modelo de racionalidad interesada, nos sugiere más bien los rastros de un proyecto inacabado, de una razón que todavía busca su despliegue. Resulta entonces paradójico el que se comience a hablar de posmodernidad (más, nos parece, con el deseo de vaticinarla que con el de constatarla) cuando la modernidad aún no ha acabado de materializar sus ideales. En este sentido, y para los propósitos que nos conciernen, el que se comience a hablar de la Nueva Educación de Adultos (NEA), cuando de hecho aún no hay una tradición que nos permita hablar de la vieja, viene a confirmar algunas de nuestras sospechas. En efecto, la esencia de la modernidad se caracteriza por la reducción del ser a lo novum, a «la novedad que envejece y es sustituida inmediatamente por una novedad más nueva, en un movimiento incesante que desalienta toda creatividad al tiempo que la exige y la impone como única forma de vida» (Vattimo, 1986: 146). Hablamos de nueva educación, entonces, en una época de sonadas efemérides en que se dan cita el pasado, el presente y el futuro en el arco del tiempo, y cuya celebración se cumple como para exorcizar aquello que celebra, para verse desposeídos de sus servidumbres: Revolución Francesa (1989), Año Internacional de la Alfabetización (1990), V Centenario, Exposición Universal (1992), cincuentenario de la bomba de Hiroshima (1995), Año Europeo de la Formación Permanente (1996), medio siglo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1998), por mencionar algunas a las que no podemos sustraernos.
A partir de aquí, y aun a costa de realizar algunas elipsis inevitables, desplazaremos el centro de gravedad de nuestro análisis desde los contornos filosóficos de la modernidad hasta el terreno más cercano de la modernización, aceptando que esta última noción se debe a una de las traducciones en que ha derivado el concepto de modernidad. Según ésta, habría que considerar la modernización «en el sentido de exigencia de concreción empírica de la modernidad» (Kade, J., 1991: 33). No en un sentido liberal de corte habermasiano, como cumplimiento lineal o progreso efectivo del proyecto de modernidad, sino como proceso reflexivo, que contempla los problemas de las sociedades modernas como derivados de los logros precedentes. Este tipo de modernización sería compleja, negación de la negación, frente a un tipo de modernización simple, gestión de la adaptación, que no cuestiona las premisas de la sociedad industrial. En el campo de la EA, un ejemplo notable de modernización simple lo encontramos en la reciente historia de la alfabetización en nuestro país, cuyo estadio más cercano ya habíamos resumido así en otro lugar: «desde los años 70 hasta la actualidad los procesos alfabetizadores se utilizan casi tan sólo para cubrir una cuota del expediente de legitimación necesario para que nuestra sociedad se encamine hacia el objetivo trazado por los poderes públicos en dominio: un mayor progreso técnico y desarrollo económico por encima de todo, gracias a todos y a pesar de todos» (Beltrán, J., 1990: 150). Aquí se avanza una primera contradicción, que no es sino una nueva versión del dilema entre reproducción y transformación, y que señala la diferencia entre el uso pretendido de la EA como instrumento de liberación o emancipación y la aplicación efectiva de ésta como instrumento legitimador.
Así las cosas, parece que el concepto de modernidad, vía modernización, puede comenzar a resultarnos tanto menos ajeno cuanto más próximos nos resultan los fenómenos a los que apunta. Sin duda dentro de la esfera educativa el último momento más representativo y la última «concreción empírica», en lo que a modernización se refiere, los encontramos en la actual Reforma del Sistema Educativo, cuya aplicación todavía no ha culminado. De manera que lo que vamos a hacer a continuación, y para centrar el análisis que estamos llevando a cabo en terrenos más familiares, es plantear algunas cuestiones que atañen peculiarmente a la EA en relación con la Reforma, sin perder de vista el marco amplio en el que se desarrolla nuestra propuesta. De paso, al hilo de nuestro análisis se irán desgranando algunas contradicciones que hacen de la EA un espacio de dinamismo y complejidad creciente, a veces ambiguo, a veces controvertido (por adelantar un ejemplo en el que insistiremos más adelante, la EA difícilmente se deja reducir a los análisis que se centran en lo escolar, pero tampoco puede escapar de los mismos), pero tanto más atractivo por la naturaleza de los desafíos que presenta.
Desde el punto de vista teórico, en cuanto a su fundamentación y justificación teórica, nuestra actual Reforma del Sistema Educativo bebe directamente de lo que se ha dado en llamar una serie de «fuentes curriculares». La importancia de considerar el tema de las fuentes curriculares referidas a la EA es doble.
Por una parte, la EA no es ajena al espacio que dibuja la Reforma, ni a los presupuestos en que se basa, sino todo lo contrario. En efecto, el campo de la EA, por lo menos aquel segmento cuya institucionalización y organización le permiten participar en las reglas del juego del sistema educativo, es subsidiario y completamente dependiente de la Reforma, hasta el punto de que los cambios internos de la EA, así como los ajustes y conexiones necesarios para ubicarla en esta Reforma, sólo se harán efectivos cuando ésta ya se haya implantado en el resto de tramos educativos. La EA queda de esta manera, y de entrada, inevitablemente doblegada al ámbito normativo del resto de sectores del sistema, como así queda ratificado en la LOGSE, y tendremos ocasión de examinar. El que la EA, pues, no sea obligatoria para la ciudadanía no le exime de quedar ella misma obligada hacia un sistema del que, por otra parte, pretende diferenciarse formalmente. Así, la voluntariedad para acceder a esta modalidad queda invertida, perdiendo buena parte de su virtualidad, al quedar mediada la EA como un instrumento más de sanción institucional y de cualificación y promoción social (Esto encuentra su reflejo más cotidiano en una queja común del profesorado de EPA: ¡Es que la población adulta viene sólo a por el título! Vale decir: «La motivación no es altruista». Pero, ¿lo es quizá para los propios educadores? Y aquí entraríamos en una discusión, la de la profesionalización de la EA, que reservamos para otra ocasión). Esta situación provoca contradicciones importantes como las que se dan entre su normalización entendida como escolarización y su tendencia creciente hacia la des-limitación, entre su limitación actual y su tendencia creciente hacia la des-limitación. Así, por ejemplo, el fenómeno de la des-limitación queda caracterizado de la siguiente manera:
[...] se presenta la formación organizada de adultos como una forma específica de institucionalización de la instrucción de los adultos. Constituye un medio para imponerla socialmente. Típico de la situación actual es que esta forma se está desintegrando (...) Con ello se da una doble formación de adultos: bajo la forma de ofertas educativas organizadas y adaptadas a los agentes específicos que se hacen cargo de ellas, y como institución. Dicho de otra forma: la formación de adultos se realiza en instituciones –pero no siempre allí– y es ella misma también una institución (Kaden, J., 1991: 41-42).
Por otra parte, y en consecuencia, parece necesario conocer no sólo la jerga (o, dicho de forma eufemística, el «vocabulario») de la Reforma, no sólo el mapa, sino también el territorio, con el fin de desplazarnos en él equipados al menos con algunas certezas y quizá no menos dudas, pero reconociendo las implicaciones que puede tener pisar un terreno, y no otro. De lo que se trata, atendiendo una vez más a esa mirada sociológica de la que habíamos dado cuenta, es de conocer más para comprender mejor, y comprender mejor para estar en condiciones de actuar de manera reflexiva. Desde aquí, pues, y cargados, entre otros, con los mismos aperos conceptuales que proporciona la Reforma, intentaremos avanzar en lo que representan las fuentes curriculares como factores que la sustentan y que la explican desde un punto de vista teórico.
Las así denominadas «fuentes curriculares» son los factores que determinan o fundamentan un curriculum desde diferentes enfoques o perspectivas con el fin de dotarlo de legitimidad. Como indica su semántica, las fuentes son el principio explicativo o la raíz de la Reforma. En el caso de esta Reforma, y concretamente a través del Diseño Curricular Base (DCB), se ha optado por elegir cuatro fuentes curriculares, que son las que a su vez nos remiten a una serie de disciplinas o áreas del saber. En este caso son: la psicológica, la sociológica, la pedagógica y la epistemológica. Si acudimos a la letra del propio DCB: «El currículo trata de dar respuesta a algunas preguntas fundamentales: qué enseñar, cuándo enseñar, cómo enseñar, e igualmente, qué, cuándo y cómo evaluar. Tal respuesta se concreta a partir de fuentes de naturaleza y origen diferentes» (DCB, 1989: 22). Ahora bien, el hecho de que se haya optado por hacer explícitas estas fuentes y no otras, no significa que sean las únicas fuentes a las que nos podamos remitir. Antes bien, las determinaciones del curriculum proceden de muchos ámbitos, pese a que sólo se enuncien algunos de éstos. De modo que al hablar de cuatro fuentes, y de las cuatro de las cuales se habla (y no, por ejemplo, de la fuente administrativa, o política, o económica, o aquella que se refiera a los materiales curriculares, de tanto peso en la práctica diaria), se está asumiendo un modelo de curriculum por inclusión y por vía positiva, mientras que se deja de hablar de otros modelos posibles o alternativos, por exclusión o por vía negativa. El DCB, al mencionar estas cuatro fuentes, está excluyendo al resto, y a los posibles modelos a los que daría lugar, puesto que tiene un carácter normativo. De nada le sirve, entonces, autodefinirse como diseño «abierto», si no se crean las condiciones para que esta apertura pueda llevarse a término.
De entre las cuatro fuentes mencionadas, nos detendremos en la supuesta fuente sociológica por ser la que concentra un mayor grado de confusión (acentuada, además, por quedar artificiosamente insertada en una Reforma que bendice el primado del individualismo a través del sesgo psicologista –sive constructivismo– que le da su rasgo más distintivo), y porque paradójicamente nos permite cuestionar, desde la propia disciplina a la que remite, la posibilidad y la necesidad de erigirse en fuente o principio de explicación, estando ella misma constituida como un objeto o una constelación de objetos susceptibles de explicación. Fijémonos de nuevo en lo que señala el DCB al respecto:
La fuente sociológica refiere a las demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo, a los contenidos de conocimientos, procedimientos, actitudes y valores que contribuyen al proceso de socialización de los alumnos, a la asimilación de los saberes sociales y del patrimonio cultural de la sociedad. El currículo ha de recoger la finalidad y funciones sociales de la educación, intentando asegurar que los alumnos lleguen a ser miembros activos y responsables de la sociedad a la que pertenecen (DCB,1989: 22).
Partiendo de la paradoja antes enunciada, al menos tres críticas recibe la fuente sociológica, tal como aparece formulada en el DCB.
La primera de ellas es común para las cuatro fuentes, y señala la ausencia de una pregunta fundamental que sumar al qué, cómo y cuándo, a las que el currículo trata de dar respuesta, pero que no se formula: para qué enseñar o por qué enseñar. Ciertamente, la no explicitación de esta pregunta, previa a las demás, puede encubrir o velar una aparente neutralidad ideológica. Sin embargo, el hecho de no hacer explícito «por qué» enseñar descubre o desvela, mejor todavía, si cabe, formas ideológicas de «por qué» enseñar. Además, hurtar al debate y al diseño de la Reforma la pregunta referida a sus propios fines no hace sino confirmar que la racionalidad que la rige es de carácter puramente instrumental, privilegiando una vez más los medios sobre las metas, la técnica sobre los propósitos.
La segunda crítica se proyecta sobre «las demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo» a las que la fuente sociológica refiere. Aquí se pueden devolver las mismas preguntas a las que el currículo trata de dar respuesta: ¿Qué, cómo y cuando se definen tales demandas? Y añadir, de paso, algunas otras: ¿no es el curriculum un producto de una serie de determinaciones sociales? ¿No posee el curriculum una naturaleza política? Pensemos, ahora sí, en el curriculum de la EA, en algunos casos todavía por configurar desde el Ministerio y desde buena parte de las autonomías. Este hipotético curriculum: ¿Qué intenciones sociales va a reflejar? ¿Quién las va a poner de manifiesto? ¿Qué selección de contenidos culturales va a realizar? ¿Quién está confeccionando el Diseño Curricular? ¿Un grupo de docentes tan sólo? ¿La propia Administración junto con representantes de otras instancias, profesorado incluido? ¿No configuran estos colectivos o sectores todo un campo de fuerzas o de tensiones? Este tipo de preguntas nos conduce directamente a otra nueva constelación de interrogantes, que dan pie a la tercera de las críticas.
Recordaremos, antes, la parte final de la definición que habíamos citado: «El currículo... ha de asegurar que los alumnos lleguen a ser miembros activos y responsables de la sociedad a la que pertenecen». Desde aquí se plantea de entrada una nueva cuestión estrechamente relacionada con las anteriores, y que no podemos obviar: ¿a qué tipo de sociedad se refiere? Porque aquí parece darse por sentado que la sociedad es un todo homogéneo o estable, a la que todos nos ajustamos como una suma de agregados, aunque la sociedad, el todo, es algo más y distinto que la simple suma de sus partes. Una vez más, se presupone un modelo de sociedad, sin haber definido previamente de qué modelo se trata, aunque de nuevo esta ausencia de definición constata al mismo tiempo el modelo cultural y político vigente en nuestra sociedad. Todo ello no conduce sino a provocar una confusión de niveles importante porque, en definitiva,
cuando desde el propio DCB se hace referencia a las «demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo» (DCB, p. 22) y a la «finalidad y función social de la educación», justamente el problema central de la sociología curricular es el estudio de las relaciones entre escuela, sociedad, curriculum y cultura, pero una cosa es analizar dichas relaciones y otra muy diferente es responsabilizarse de ellas (Salinas, D., 1992, 16).
Las tres críticas que acabamos de esbozar también alcanzan de manera notable al ámbito de la EA puesto que éste no puede sustraerse, como ya señalamos, a la lógica que preside la presente Reforma (Precisamente esta situación provoca en buena medida una tensión que es la que subyace en el debate sobre la naturaleza del modelo curricular que conviene a la EA: curriculum adaptado o específico). La EA comparte con la institución escolar el mismo afán de modernización bajo los objetivos de un mayor desarrollo individual y bienestar social. Y la sociología comparte con una y otra el hecho de ponerlas en conexión con esferas que escapan al marco estrictamente escolar.
Aunque de la tradición sociológica se puedan extraer reflexiones valiosas para el terreno de la EA, no es sino hasta muy recientemente cuando la EA ocupa un lugar específico como motivo de preocupación e interés desde lo sociológico (Flecha, R. y Larrosa, J., 1990: 91-94). Una de las aportaciones más interesantes de la todavía escasa literatura internacional la constituye la obra de 1985 de Peter Jarvis, afortunadamente traducida al español, Sociología de la Educación Continua y de Adultos. Sin embargo, sería ya necesario ir contando con otros enfoques originales y complementarios como el de Colin Griffin: Adult Education and Social Policy (Londres, Croom Helm, 1987), entre otros, y por centrarnos en un ámbito anglosajón. Desde aquí lanzamos la sugerencia, para quien pueda o quiera recogerla, de lo interesante que resultaría disponer de alguna traducción de éste y de otros títulos recientes.
En nuestro país tiene lugar en la década de los 80 una etapa de eclosión de la EA. La progresiva institucionalización de la misma a partir de las orientaciones de 1974 (apéndice de la Ley General de 1970) y de una serie de medidas legislativas en las que éstas se iban desplegando, no estaba exenta de contradicciones y conflictos. Es precisamente en este momento de expansión y en el seno de las contradicciones que se van generando, donde se reemprenden, tras un periodo de paréntesis, los primeros análisis y estudios de EA en general, y de EA con un sesgo sociológico en particular. Aunque todos ellos todavía no son numerosos, se pueden mencionar, como datos indicativos y en absoluto exhaustivos, una primera y clarificadora reflexión encaminada Hacia unas bases sociológicas para el diseño curricular en EPA (Beltrán, Fco, 1986), a la que seguirán otros trabajos del mismo autor (Beltrán, Fco, 1991, etc.). Desde hace tres años, resultan también referencias importantes los estudios sociológicos que R. Flecha viene dedicando a la EA, desplazando y ampliando cada vez más la magnitud de sus enfoques, difundiendo y aplicando los análisis de diferentes corrientes teóricas y críticas a través de autores como Habermas y Giroux, así como dando impulso a un campo tan novedoso como sugerente.
Pero además de toda esta literatura que está comenzando a incrementarse, contribuyendo a hacer de la EA un lugar de encuentro interdisiciplinar y un objeto de atractivo académico, conviene que nos fijemos en otras obras o documentos generados en el contexto de la Reforma, además del ya mencionado Diseño Curricular Base. En todos estos documentos es posible apreciar ciertos aspectos en clave sociológica de los que pueden derivarse interpretaciones interesantes para el propósito del presente artículo. Aquí, por razones obvias de espacio, vamos a aproximarnos tan sólo a algunos de los principales documentos.
El primero al que hay que referirse, pensando en la propia reforma que lleva a cabo la EA dentro de la presente Reforma y por seguir una secuenciación cronológica, es el meritorio Libro Blanco de la Educación de Adultos (Fernández F., J. A., 1986) que, de manera curiosamente significativa, se adelanta tres años a la redacción del Libro Blanco de la Reforma. Su publicación, tras un período de debate en el que participaron los educadores y educadoras de personas adultas y distintos sectores vinculados con la EA, responde al intento de favorecer las condiciones y sensibilizar a las instancias competentes para la realización de un nuevo marco legal en el que se encuadraría la nueva educación de adultos. Para nosotros, buena parte de sus reflexiones no sólo conservan su vigencia, sino que incluso continúan resultando poderosamente innovadoras. De aquí destacaríamos, por ejemplo, los capítulos dedicados a hablar de los programas de EA en base a proyectos territoriales, siguiendo el principio de contextualización. Un principio encuentra su correlato en la noción de situacionalidad: «Siempre interpretamos de una manera particular en razón de nuestra situacionalidad, una situacionalidad que constituye una interacción entre nuestros prejuicios y nuestras tradiciones y, en definitiva, localizada en nuestra sociedad y en nuestra cultura» (Usher, R. y Bryant, Y., 1992: 74). Tampoco podemos ignorar el apartado de conclusiones en el que se apuntan «Diez directrices para una reforma de la EA en España», algunas de las cuales, como la creación de centros de documentación, han llegado a materializarse en propuestas concretas de actuación. Lamentablemente, a tan sólo una década de la aparición del Libro Blanco, son muchos los que señalan su caducidad, o sencillamente lo ignoran (la mayoría del profesorado de última incorporación a la EA ni siquiera lo conoce; tampoco se encuentra en librerías, una vez agotada la primera, única y escasa edición), de nuevo en aras a una modernidad mal entendida, sin haber podido verificar siquiera los hallazgos o déficits de su análisis. Paradójicamente, el adelanto de su publicación respecto al Libro Blanco del Sistema Educativo contrasta llamativamente con la demora que está encontrando su concreción en el plano normativo como Ley de Educación de Personas Adultas (afortunadamente esta situación parece ir cambiando poco a poco, y podemos ir citando, por orden cronológico, las leyes de Andalucía, Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana recientemente y Canarias, antes o después, próximamente).
El segundo documento al que debemos aludir es El Libro Blanco Para la Reforma del Sistema Educativo (1989) que dedica expresamente su capítulo XII a la EA. Para entenderlo mejor en sus coordenadas históricas más cercanas, habría que remontarse a 1973. Este mismo año, antes de que se aplicara en su totalidad la Ley Villar Palasí, el modelo que ésta propugnaba a partir de una filosofía desarrollista y tecnocrática, quedó ya caduco y puesto en tela de juicio a causa de la gran crisis que se produjo a nivel internacional. Esta crisis obedeció, entre otras causas, a un crecimiento productivo sin freno y a la brusca subida del petróleo. La reforma educativa de 1970 había llegado, pues, con cierto retraso. La fórmula por la cual se regía –educación = progreso o desarrollo económico– no se cumplía tan llanamente como se pretendía. Una vez más, esta Reforma revela la aparente superación de una contradicción que venía siendo una nota común en las etapas anteriores, a saber: la pugna entre la tradición y la modernidad, los viejos valores y las nuevas exigencias. Pese al afán de acompañar a España en su entrada a la modernidad, la Reforma Educativa era, en parte, producto de un desfase histórico que se arrastraba y que no se podía saldar con facilidad.
A pesar de todo, el desfase de la Reforma de 1970 no le ha impedido al sistema educativo «ir tirando» durante casi 20 años. Efectivamente, después de la publicación del primer Libro Blanco (1969), se publica en 1989, finalmente, un segundo Libro Blanco Para la Reforma del Sistema Educativo. Curiosamente, hoy como entonces, asistimos a una crisis internacional que cuestiona de entrada la validez de los presupuestos de los que se parte, heredados en buena parte de la anterior Reforma. Ciertamente, atendiendo a la letra del Libro Blanco de la presente Reforma, se puede apreciar que si el discurso se ha ido modulando en su forma, adoptando clichés que dan la sensación de un tono más neutro y objetivo, éste, sin embargo, se sigue sustentando sobre la misma ecuación que conocemos desde la LGE de 1970. Sólo que cuando antes se establecía la equivalencia en términos de «mayor educación = mayor rentabilidad», ahora se enuncia de esta manera: «Alcanzar la “plena educación” para un país puede ser tan importante como alcanzar el “pleno empleo”» (p. 198).
Puesto que «el concepto de formación básica o educación de base es una idea recurrente de todo el discurso educativo actual» (p. 199), el ámbito de EA no sólo no permanece ajeno a tal noción, sino que se la apropia de una manera peculiar. En el conexto de EA, la educación básica, una noción mucho más ambigua de cuantas hayamos conocido, adquiere rango propio y sustituye a otras que en etapas anteriores habían alcanzado la misma primacía (así, para nada se habla ya en términos de «alfabetización», ni siquiera en su último modo de entenderla y abordarla a partir de su aspecto «funcional». Como dice el refrán popular: «muerto el perro, se acabó la rabia»). Pero esta noción que acaba convirtiéndose en un expediente más de la «escolaridad», se orienta definitivamente a la recuperación de aquellos que son expelidos a las orillas o márgenes del sistema educativo y social, re(con)duciendo a la EA a una red paralela de escolarización compensadora.
Con los elementos convergentes que se proponen para la construcción de programas de EA «equivalentes a los 10 años de escolaridad ordinaria» (p. 200), el círculo legitimatorio amplía su espectro imponiendo nuevas exigencias: a la comprensión del «contexto», un contexto social y económico, le sigue como finalidad el que «las personas adultas puedan insertarse como tales en esos contextos» (p. 200) que ahora mismo incluyen, además, «el proceso de integración europea». Ciertamente, la integración de España en la CEE, en esa «Europa de los mercaderes», ya ocupa su lugar de importancia en el curriculum escolar, reforzando, de paso, la imagen de una España plenamente moderna, una vez incorporada al tren de alta velocidad de la competitividad europea.
La europeización de España ha contribuido, sin duda, a acelerar el ritmo de los cambios que se vienen produciendo, hasta tal punto que los nuevos conceptos ya nacen bajo el mismo signo de la velocidad de los cambios a los que apuntan, y por eso son «dinámicos» («Cuando en este Libro Blanco se habla de formación básica se está aludiendo a un concepto dinámico», p. 199) y «abiertos». Es decir, versátiles, con capacidad de adaptación a las nuevas situaciones que se presentan y de asimilación de las novedades que plantean.
A los procesos de adaptación y asimilación que revelan estos conceptos, frente a los que ponen el acento en el juicio crítico y en la solidaridad constructiva para la transformación hacia una sociedad más justa, se les designa con un término de nuevo cuño: «inserción». Si a esta noción le añadimos las otras dos que han aparecido de forma reiterada en este capítulo –«formación básica» y «contexto»– podríamos parafrasear una metáfora utilizada en una reciente obra sobre el tema (Usher, R. y Bryant, I., 1992), diciendo que el círculo legitimatorio de la EA ha adoptado la forma de uno de los posibles «triángulos cautivos», cuya expresión sería algo así como educación de personas adultas entendida como «formación básica para la inserción en el contexto».
Por último, el tercer texto al que nos remitimos es el que se incluye en la LOGSE. Esta Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, como concreción normativa y jurídica de la filosofía que se había plasmado un año antes en el Libro Blanco, encuentra un buen reflejo de la misma en su «exposición de motivos». A la EA se le reserva, en esta Ley, un apartado propio: el Título Tercero. Este título parece desmarcar a la EA, formalmente al menos, tanto de las enseñanzas de régimen general como de las de régimen especial, así como del aspecto compensador («compensatorio») al que se le dedica otro título específico. Sin embargo, aun reconociendo la importancia de que la modalidad de EA quede formalmente diferenciada de los regímenes mencionados, ésta se ve considerablemente mermada cuando caemos en la cuenta de que buena parte de su articulado no hace sino constatar y reiterar aquello que ya está refrendado desde la Constitución de 1978, o que de hecho ya está plenamente asumido e implementado para la EA desde su dimensión institucional (véase, así, los artículos 51. 1 y 3; 52. 1; 53. 1, 2, 5; art. 54. 1 y 2.). El resto de apartados de los tres artículos que componen el Título III, siguiendo la lógica de la Reforma, y en tanto que sector subsidiario de la misma, no constituyen más que una mera adaptación para poder ajustarse a los cambios de formato (niveles, títulación, pruebas, etc.) del resto del sistema educativo. Con lo cual, la especificidad que aparenta la EA al ocupar un Título propio en la LOGSE se ve muy debilitada, si no totalmente quebrada, por la dependencia absoluta que muestra hacia las enseñanzas de régimen general. Cuanto acontece a la EA en el tablero de la Reforma podría ser una preciosa ilustración de lo que Hegel denominaba la «dialéctica del amo y del esclavo», esto es, una inversión de la relación de poder de la que se parte. De tal manera que uno de los propósitos que recogía el Libro Blanco de la Educación de Adultos, insertar a la EA «en la misma lógica que todo el sistema educativo, sin que constituya una acción marginal o aislada» (p. 86) parece verse cumplido en la letra de la LOGSE a costa de pasar de un extremo al otro del péndulo. En efecto, el discurso avanzado que inspiraba al Libro Blanco cuando pretendía hacer salir a la EA del círculo vicioso del aislamiento, se ha visto radicalmente desplazado en la LOGSE cuando relega este sector educativo a una situación de dependencia total, de «cautiverio institucional». El precio de hacer salir a la EA del aislamiento respecto del resto del sistema ha acabado por abocarla a una suerte de mendicidad dentro del mismo.
1.2.2 Dilemas y contradicciones
La revisión de estos tres textos en tono o acento sociológico, y sobre el telón de fondo de la modernización, ha revelado algunas de las insuficiencias y de los problemas heredados que aquejan a nuestra actual EA. Así, y por centrarnos en uno de los principales, podemos observar que un denominador común a la lectura que venimos realizando en este último apartado es el que gravita sobre la contradicción, no resuelta para la EA, entre su concreción como un proyecto escolarizante o como un proyecto no escolarizante. Esta dicotomía es un ejemplo de la diferencia que se produce entre la esfera de las intenciones y la materialización de las mismas. En efecto, es comúnmente aceptada por casi todos los implicados en la EA la deseable tendencia de ésta hacia una progresiva «desescolarización» (hasta hace bien poco se utilizó la expresión «desegebeización») que la desmarque de los modelos escolarizantes al uso y le permita ensayar otras fórmulas y prácticas más innovadoras y diferenciadas. En el catálogo que mostramos a continuación se enumeran, sin carácter exhaustivo, algunos elementos escolarizantes y no escolarizantes en EA (véase también más adelante el capítulo II.2. dedicado al «escolarismo», de donde se extrae en buena medida la siguiente relación):
a. | Elementos escolarizantes. | |
– | Estructuración de los contenidos. | |
– | Organización del espacio y del tiempo | |
– | Organización de las actividades de aprendizaje | |
– | Evaluación de los conocimientos | |
– | Utilización de los recursos didácticos | |
– | Organización de los conocimientos | |
– | Pautas disciplinares | |
– | Supuestos de objetividad y universalidad de los contenidos | |
– | Aceptación de la autoridad docente | |
– | Infraestructura y dotación del centro | |
– | Cualificación de las enseñanzas | |
– | Procedencia del profesorado | |
– | Lastres o asunciones del alumnado | |
– | Pautas sexistas | |
b. | Elementos no escolarizantes. | |
– | Curriculum abierto | |
– | Participación activa del alumnado en el centro | |
– | Alumnado adulto como agente del diseño curricular | |
– | Presencia de las pautas culturales propias del alumnado adulto | |
– | Adopción de fórmulas o «estilos» no formales | |
– | Responsabilidad del alumnado en la toma de decisiones | |
– | Prácticas laborales del alumnado adulto como portadoras de elementos educativos | |
– | Descentralización del centro de EA en algunos casos | |
– | Procedencia diversa de determinados agentes educativos | |
– | Convergencia de distintas instancias no educativas |
La relación anterior suscita, cuanto menos, un conjunto de interrogantes cuyas hipotéticas respuestas nos debería plantear hasta qué punto la tendencia no escolarizante es hoy por hoy posible, deseable o quizá necesaria. Sugerimos, a modo de muestra, algunas de estas preguntas:
– Actualmente, en los centros, programas o proyectos de EA: ¿Tienen mayor presencia los elementos escolarizantes que los no escolarizantes? ¿Qué consecuencias o efectos tiene esta presencia? ¿A qué se debe la mayor presencia de unos u otros? ¿Es posible cambiar la relación entre estos elementos?
– En los aspectos organizativos se hace evidente la presencia de elementos escolarizantes: ¿Sería posible ofrecer alternativas no escolarizantes? ¿De qué tipo de alternativas se trataría? ¿Qué implicaciones tendrían para la práctica educativa?
– Generalmente, o al menos teóricamente, se acepta la conveniencia de que los alumnos y las alumnas intervengan en el diseño y desarrollo del curriculum: ¿Cuáles son actualmente los límites de su intervención? ¿Cuáles deberían ser esos límites? ¿Cómo afectan a las enseñanzas impartidas y a la forma de impartir las enseñanzas?
– Con referencia a una gran parte del sector educativo se habla de fracaso o de éxito «escolar»: ¿Bajo qué categorías y criterios se clasificarían los éxitos y fracasos en EA? ¿Se podría establecer comparaciones o correspondencias con los de algún otro sector educativo?
– La participación del alumnado adulto en EA es uno de los elementos noescolarizantes más notables: ¿Cómo se evalúa la participación? ¿Qué estrategias más frecuentes se utilizan para propiciar su participación? ¿En qué parcelas de la vida del centro o de la materialización del proyecto de EA participa el alumnado?
Éstas y otras muchas cuestiones, que aparecen más o menos explicitadas en el universo de discurso del profesorado de EA, constituyen un abono para su tarea cotidiana. Por una parte, reflejan las dudas razonables que aquejan a todo profesional consciente. Por otra parte, algunos de estos interrogantes apuntan, desde la misma formulación, hacia la respuesta que les corresponde. En cualquier caso pueden ser un buen indicador del quehacer, del dinamismo que orienta a la EA, así como de las tensiones a las que se ve sometida.
Al mismo tiempo, también podemos constatar que las propias configuraciones que adopta la realidad (educativas, sociales, culturales, políticas...) son las que se encargan de poner frenos cada vez mayores a la tendencia no escolarizante. El ejemplo al respecto de lo que se ha calificado como proceso de «normalización de la EA» en lo que (a cambio) podría denominarse camisa de fuerza de la Reforma es bastante revelador.
Así pues, como se desprende de cuanto venimos sosteniendo, la EA es un terreno en el que los dilemas y las contradicciones se dejan apreciar, a poco que se les siga la pista, sobre el resto del sistema. Ahora bien, el hecho de que la EA sea una arena en la que convergen todo tipo de contradicciones es lo que constituye al mismo tiempo su fuerza y su debilidad, lo que le presta y lo que le resta valor.
Por un lado, cuando las contradicciones se traducen en el idioma de la dialéctica, de la discusión y del debate resultan enriquecedoras y propician el análisis y la crítica. Por otro lado, cuando las contradicciones se traducen en el lenguaje de la perplejidad, tan sólo provocan nudos o bloqueos, conduciendo a situaciones sin salida. En el primer caso las situaciones deben resolverse, deben superarse para dar paso a nuevas dinámicas, incluso a nuevas contradicciones que no permitan ceder ante la autocomplacencia; en el segundo más bien deben disolverse o abandonarse para permitir la entrada a nuevos cuestionamientos.
A pocos años de la implantación definitiva de la Reforma, en el tablero de la EA al que nos estamos asomando todavía quedan algunas jugadas decisivas por resolver, tales como la confección de un diseño curricular específico, la modificación del sector de educación a distancia, el perfil del profesorado ligado con la posibilidad de impartir el nuevo título en Educación Secundaria Obligatoria, la atención al fenómeno emergente de la alfabetización funcional, etc. De cualquier manera, la indefinición actual sobre éstos y otros aspectos, confirma el diagnóstico que ha venido guiando buena parte de nuestra reflexión: La comprensión de la EA como un proyecto moderno, ilustrado, ha ido sufriendo un proceso de modernización simple (frente a modernización compleja o reflexiva), cuyos últimos síntomas se detectan en el más reciente cambio educativo propuesto. Uno de los más graves indicios de debilitación u olvido del impulso crítico de la modernidad en EA es el reciente empeño, ya claramente posmoderno, por oponer y priorizar la modalidad de educación a distancia frente a la modalidad presencial. De cumplirse este empeño se estaría confundiendo el signo de calidad con el de cantidad, lo «mejor» con lo «más», lo nuevo con lo óptimo, los medios con los fines. Desgraciadamente, la cacareada penuria económica parece que va a estar acompañada también de una penuria moral e intelectual. La modernidad cultural y social más progresista queda aquí totalmente deshauciada por la más regresiva modernización capitalista.
Como se puede ir desprendiendo, la EA, y por ende, la educación a distancia, lejos de ser una actividad o práctica neutra, se produce acompañada de significados, relaciones y elementos que la explican y a los que a su vez da explicación. Como toda forma de organización (ya sea formal o informal, institucional o no), la EA forma parte de un contexto mucho más amplio y complejo, y se incorpora a toda una industria, entendiéndola como una forma de vida y de entender la vida, en la fábrica de sentido que es la existencia.
Aplicando lo que el crítico Enzensberger (1988: 55-63) señala respecto a los que han aprendido a leer y a escribir, la EA como proyecto emancipador no escapa a una incapacitación, a saber: el sometimiento de su configuración al control del Estado y sus instancias, entre las cuales se cuenta la escuela. La población adulta que busca ocasiones de aprendizaje y transformación a través de organizaciones de EA difícilmente permanecerá ajena a procesos escolarizantes, agregándola de esta manera a segmentos formativos en los que, aunque quizá coyunturalmente necesarios, no debe permanecer anclada. Y si lo hace, es porque estaremos confundiendo «educación permanente» con «escolarización permanente».
Si trasladamos la reflexión al terreno específico de la educación a distancia, quizá nos resulte de ayuda acudir a una metáfora que Apple utiliza con cierta frecuencia en su obra Maestros y Textos, según la cual podría pensarse que la educación a distancia es, en la actualidad, una «presencia ausente». Ausencia, por una parte, porque su acción institucional no ha cobrado todavía el estatuto que le corresponde en el espacio socioeducativo. El estatuto al que nos referimos viene otorgado por su reconocimiento pleno como servicio público, como oportunidad de promoción para un notable segmento de la ciudadanía y, sobre todo, como posibilidad de ensanchar los límites de la autonomía tanto de los usuarios como de los educadores de esta modalidad educativa. Presencia, por otra parte, porque de hecho, formalmente, la educación a distancia viene ocupando cada vez mayores espacios en la oferta educativa, hasta el punto de ser objeto de tentaciones totalitarias por parte de algunos departamentos de la administración pública (en el propio territorio MEC, entre otros, sin ir más lejos), en el sentido de pretender hacer prevalecer esta modalidad sobre la presencial. La última propuesta dentro de este planteamiento consiste en ofertar la educación secundaria para EA a través de la televisión pública, tras un estudio en el que se estima que unas 70.000 personas se pueden convertir en potencial alumnado. La inversión inicial de esta operación supone un coste de 700 millones de pesetas. Más allá de lo cuestionable de la inversión, que sin duda para la mayoría del profesorado de EA debería ir destinada de manera prioritaria a paliar parte de los déficits del sistema presencial, lo más grave del asunto es la concepción «clientelar» y subordinada de la ciudadanía que se va propagando desde los centros de decisión del Estado, una concepción que se va desplazando tan peligrosa como vertiginosamente desde la condición de «siervos» hasta la condición de «autistas» –meros espectadores– telepolitas. Otro ejemplo que nos ha sorprendido en este sentido por la falta de rodeos y la fe (como diría Tertuliano: credo quia absurdum est) con el que se justifica su propuesta, es el plan de EA propuesto para la Rioja, cuya conclusión no puede ser más contundente:
El modelo que mejor optimiza las respuestas a la necesidad y a las exigencias de la educación permanente (...) es la MODALIDAD DE EDUCACIÓN A DISTANCIA porque es un sistema: personalizado, abierto, flexible y acelerado y además se adapta a la estructura geográfica y poblacional de La Rioja (Maturana, R. A., 1995: 468).
En cualquier caso, sería difícil, además de injusto, trazar un diagnóstico unívocamente laudatorio o condenatorio de la educación a distancia. Más bien, el cuadro que avanzaremos a continuación pretende centrarse en algunas virtualidades o realidades posibles de la educación a distancia siempre que no se olvide que esta modalidad es un acompañamiento necesario de la modalidad presencial, es una institución, utilizando el término de Deleuze, «intercesora».
Como ya hemos señalado, una de las posibilidades que parecen más interesantes de la educación a distancia es la reconstrucción del concepto de autonomía, en un doble sentido: autonomía profesional y autonomía ciudadana. En efecto, la educación a distancia puede erigirse para los educadores y educadoras que trabajan en ella en un terreno dinámico de experimentación, de innovación, de producción intelectual así como de autonomía profesional, en la medida en que pueden diseñar, proponer y llevar a cabo, cooperativamente, el proyecto que deseen para su propia esfera de trabajo. Al mismo tiempo, sería deseable que esa misma autonomía, junto con la distancia crítica que proporciona el hecho de trabajar en otra dimensión de la EA, diferente de la presencial, pudiera configurar al equipo de educadores y educadoras de educación a distancia como una pequeña comunidad de compañeros críticos y reflexivos, quizá «distantes», pero no «distintos», del resto de profesionales de EA.
Respecto a la autonomía ciudadana que, como la anterior, tampoco es ajena a la EA presencial, en la educación a distancia puede adquirir rasgos específicos, sobre los que aún no se ha meditado suficientemente. Así, y por mencionar algunos, la posibilidad de que un ciudadano trace, acompañado del asesoramiento profesional, su propio itinerario formativo; la necesidad de reconocer y atender la propia experiencia laboral del o de la estudiante de educación a distancia, así como el interés de incorporar las nuevas sendas de la información a través de la informática al servicio del usuario (y no subordinar éste a las demandas que genera la propia dinámica, el mercado, de la mecanización); la importancia de hacer cada vez más presentes a aquellas cohortes del público que circulan anónimamente en los márgenes del sistema educativo (presos, enfermos, soldados, inmigrantes, refugiados...) y de introducirlos en los circuitos ordinarios; la urgencia, en definitiva, de que quienes pasen por la educación a distancia acorten distancias en las desigualdades sociales. Desmintiendo el tópico fácil, la distancia no debe quedar reducida al olvido, sino que debe ser una ocasión para recordar continuamente la presencia marginada, la palabra anónima y el discurso secuestrado. La educación a distancia, pues, no se plantea, como pretende una versión tan interesada como falsa, como oposición a la educación presencial, sino como una extensión o prolongación de esta última, no como un ejercicio compensador, sino, de nuevo, como una tarea transformadora que se inspira en los mismos principios en que lo hace la EA.
Habíamos sostenido antes que la educación a distancia podía actuar como intercesora. Lo esencial, dice Deleuze, son los intercesores.
Pueden ser personas, pero también cosas (...) Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, aunque sea imperceptible (Deleuze, G., 1995: 200).
Los intercesores de la derecha, afirma Deleuze como ejemplo, son dependientes, subordinados, siervos. Pero la izquierda tiene necesidad de intercesores indirectos o libres, de otro estilo, siempre que ella lo posibilite. «La izquierda tiene auténtica necesidad de eso que tanto se ha devaluado, a causa del Partido Comunista, bajo el título de «compañeros de viaje», y ello es así porque la izquierda necesita que la gente piense» (ibid. 204). A partir de aquí, quisiéramos mostrar la firme convicción de que quienes se dedican a la educación a distancia pueden ser, si no lo son ya, «compañeros de viaje» de los educadores y educadoras de adultos, como estos últimos pueden serlo igualmente de los primeros. Quizá esto sea un ejemplo de los que Deleuze denomina una serie imaginaria. En cualquier caso, si así fuera, no dejaría de ser una ficción útil.
Ese «viaje» simbólico que nos aguarda nos orienta a otros lugares por construir, a otras utopías (u-topos) todavía por recrear. Inventar esos otros espacios, desterritorializar las regiones ya colonizadas, requiere indagar en la búsqueda de fines. Avanzar en la búsqueda inteligente de fines, superando la ilusión o apariencia de verdad de los acuerdos, supone la evaluación de nuestros discursos y de sus implicaciones en la esfera de las acciones, más allá de su resolución en simples consensos o negociación de acuerdos. No quiera verse aquí un rechazo a las actitudes de diálogo y al logro de acuerdos como valores democráticos. Más bien al contrario, nos gustaría hacer de ellos vehículos para establecer propósitos adecuados. Pero, como en el mito de la caverna, cuando se entroniza el diálogo hasta convertirlo en un fin en sí mismo, la búsqueda y la construcción de la ver-dad se convierte en un asunto de opinión, las sombras se toman por las auténticas figuras de la realidad, y el conocimiento se debilita hasta el punto de creer ingenuamente que es un tema de conversación. La primacía desmesurada de las formas actuales de diálogo –su burda traducción en pactos, acuerdos, negociaciones, con-sensos– puede suponer el enmascaramiento por parte del pensamiento débil de aquello que tuvo su origen más noble y más genuino en el pensamiento fuerte, esto es, la dialéctica. En el corazón de la dialéctica, o del diálogo como indagación auténtica del sentido de las cosas, aguarda viva esa «memoria» del logos, que desde nuestra alienación y nuestra amnesia nos resistimos a recobrar.
Como educadores, no del todo vencidos ni convencidos por el sentido común («consenso») de la retórica dominante, tenemos el derecho toda vez que la responsabilidad de pensar fuerte, apelando a la inteligencia de la razón, exigiéndonos a nosotros mismos, frente a otras voluntades, compromisos fuertes.
1.2.4 El discurso fuerte de la EA
Del hilo de esta contenida reflexión ya se pueden extraer algunos elementos para retomar el impulso crítico al que la EA, junto con otras iniciativas, debe su origen. Eso no significa que pretendamos defender la necesidad de un ideal retorno al pasado, pero sí la urgencia de reelaborar un discurso que está siendo secuestrado bajo argumentos, esgrimidos a modo de coartada, como el de la adaptación a «las grandes transformaciones producidas» y el del «acelerado cambio de los conocimientos y de los procesos culturales y productivos». Después del trayecto sugerido en este capítulo y que nos ha conducido hasta aquí, lo que nos proponemos en este último apartado, para no darnos por vencidos, es esbozar unas cuantas convicciones que forman parte de ese proceso dialéctico (o dialógico) que Freire llamó de «concienciación». Estas convicciones deben contemplarse como unas primeras acotaciones o apuntes para la reelaboración de ese discurso crítico que está siendo colonizado y sometido por los medios y los poderes en dominio y que a todos, población y público adultos, nos pertenece por derecho propio.
En la presentación de este capítulo habíamos mencionado la figura de una «amnesia organizada» como una amenaza presente en las sociedades avanzadas. Pues bien, no darse por vencido ante esta amenaza significa hoy en día intentar escapar de la atracción de ese agujero negro del olvido que está devorando parcelas considerables del mundo de la vida. Ese olvido organizado no es más que un desprecio por la Historia que nos explica y a la que debemos seguir interrogando incesantemente si todavía creemos en una transformación justa de las condiciones de vida y de trabajo. Devaluando el valor de un historicismo que es si-nónimo de conocimiento y de compromiso social, en nuestras días la moneda en alza que circula es un ahistoricismo ciego que pretende reducir toda una empresa de dimensiones como las de la modernidad a su expresión más chata y mezquina, dando por saldado todo un proyecto histórico y por lo tanto eximiéndonos de la responsabilidad ante cualquier deuda con el pasado y con nuestros sucesores. Ese ahistoricismo encontró recientemente su formulación más grosera y desafiante en un reciente y célebre artículo surgido de la factoría del Imperio, en el que su autor, Francis Fukuyama, planteaba un supuesto fin de la historia ante la caída de los regímenes comunistas y la hegemonía planetaria del paraíso capitalista.
Por lo que atañe a nuestro reducido sector de análisis, la EA aparece como un indicador más de esas contradicciones que permanecen sin resolver y que cuestionan la unidireccionalidad del progreso social y cultural. Las contradicciones que plantea la EA deben sumarse a todas aquellas que, afortunadamente, desmienten contra todo pronóstico que la Historia está sentenciada a muerte. Sin negar el indudable progreso social y cultural de nuestra sociedad, así como la necesidad de reformas educativas como la presente, observamos que el cambio producido no siempre significa avance, sino más bien desplazamiento, mutación o ajuste. En efecto, nuestro progreso viene acompañado de fenómenos como el mal llamado «fracaso escolar» –una forma más de fracaso social–, la idiotización por los medios de comunicación, la falta de estímulo participativo en los individuos y en los colectivos, y un largo etcétera. Signos, todos ellos, que nos apartan de un optimismo gratuito y que nos obligan a decantarnos hacia un camino de mayor racionalidad, hacia esa «mayoría de edad» que ya Kant reclamaba, y que todavía no parece haberse alcanzado.
Muy estrechamente ligado con la necesidad de retomar la perspectiva histórica como una guía de nuestras acciones, no darse por vencidos implica también la tentativa de rescatar de ese olvido deliberado cuestiones que siguen siendo no sólo importantes, sino «básicas». Así, si nos remitimos de nuevo a nuestra presente Reforma, se hace necesario recuperar una pregunta –la pregunta– que sustenta a las demás y que se ha silenciado, acallada por el nuevo orden del discurso internacional (ahora que somos europeos), sometida por ese poder del discurso que no es sino un reflejo del discurso del poder. La pregunta, ya lo dijimos, es la cuestión del «porqué», la que inevitablemente nos devuelve al terreno propio de las razones y de los fines, esto es, al lugar de pertenencia de la racionalidad emancipatoria, al seno donde la conciencia, parafraseando a Rigo-berta Menchú, se nos nace y se nos hace.
Todo un proyecto educativo de la envergadura de nuestra Reforma que está obviando esta pregunta –ya sea que la considere innecesaria, ya sea que la dé por superada, empobreciendo en cualquier caso su contenido– corre el riesgo de quedar convertido en discurso débil, en retórica ambigua que acabará prestando un gran servicio a una tecnocracia que sólo se rige por una lógica lineal y plana, que sólo entiende el idioma de la cantidad («rentabilidad», «eficacia», «eficiencia») y no el de la calidad, cuyo máximo interés reside en su autoconservación y en la eliminación de todo cuanto suponga una amenaza al engranaje de su maquinaria. Por eso, hoy más que nunca, corresponde ejercer el derecho a la duda a través de esa pregunta que es previa a las demás. Y en el caso de la EA, esa pregunta no debe ser exclusiva de cuantos trabajamos en este ámbito, sino que debe abrirse a sectores mucho más amplios para que pueda ser compartida con toda la población adulta hacia la que se orienta nuestra tarea.
En la medida en que seamos capaces de compartir ese interrogante, y todos los que le acompañan, estaremos haciendo de la participación un principio de acción racional. Una de las críticas más generalizadas y más «razonables» que ha recibido la Reforma por parte del profesorado, ha sido precisamente la que señala el escaso margen de participación y debate que ésta ha generado para su construcción. Tampoco aquí la EA escapa a esa crítica. En nuestro caso, todavía más si cabe, no deberíamos permitir que esa misma demanda que como educadores formulamos a la hora de reclamar mayores cuotas de participación, sea dirigida hacia nosotros por parte de la población adulta. Antes bien, para que ese tipo de crítica no tenga lugar, y con el fin de auspiciar una auténtica participación como acción no sólo comunicativa, sino también, y sobre todo, transformativa, deberíamos comenzar a crear las condiciones para una cultura de la pregunta, de la duda razonable. No darse por vencidos significaría en este caso no quedar convencidos por los discursos dominantes sin haberlos sometido primero al juicio crítico que dictamine el tribunal de la razón. Pero ello pasa, muchas veces, desde el disenso y la resistencia activa antes que desde el consenso o negociación de acuerdos, por la conquista progresiva de espacios de reflexión participativa así como de participación reflexiva.
Por último, la posibilidad, y por tanto la necesidad, de repensar y reelaborar desde la EA el discurso secuestrado de la modernidad brinda varias oportunidades que no podemos desperdiciar.
En primer lugar, proporciona a la población adulta una situación generadora o contexto generador, es decir, todo un sistema de retos a superar, que se abre a un proceso por el que se van construyendo nuevos significados, constituyendo y ampliando el horizonte de sentido. La población adulta que atraviesa las instituciones de EA puede encontrar en ellas la ocasión de reconocer la deprivación cultural de que es objeto no como un hecho dado, con una aceptación o resignación pasiva, sino como un derecho negado, y por ello, como un motivo de análisis y de transformación personal y social. Junto con otros agentes sociales, este amplio segmento de la población adulta puede ejercer su derecho no sólo de pedir, sino de tomar la palabra, escribiendo y mostrando, entre otras cosas, sus propios relatos. Esto es, construyendo una historia crítica de sus propias vidas, cuya voz y cuya razón se alce sobre la de los poderosos. La Historia así concebida supondría el abandono de los grandes relatos, no a cambio de un nihilismo posmoderno, sino por pequeños, pero valiosos relatos: esos trozos de vida y de escritura que desde los márgenes del sistema interrumpen la Historia convencional, la de los convencidos, la de quienes han claudicado. En la esfera didáctica aplicada a la EA esta propuesta encuentra una concreción, entre tantas otras, en una original experiencia denominada «diario de diálogos» (Peyton, J. K. y Staton, J, eds.: 1991). Esta experiencia plantea una estrategia de alfabetización funcional a través de conversaciones escritas, donde el relato y la expresión de las propias vidas es lo que cuenta. El marco teórico parte de la necesidad de propiciar actitudes dialógicas (no monológicas) que conecten la palabra («word») y el mundo («world»). El aprendizaje, a partir de unas condiciones de simetría de poder, es concebido como un proceso de interacción social. Esta estrategia, todavía poco conocida en nuestro país, y que hemos comenzado a difundir recientemente, está siendo aplicada de forma experiemental por un grupo de educadores y educadoras a su práctica cotidiana.
En segundo lugar, la recreación del discurso crítico de la modernidad desde la EA supone hoy, para educadores y educandos adultos, una alfabetización política (Freire, 1990: 113-120) que nos permita el aprendizaje y la construcción de conocimiento acerca de «la naturaleza política de la educación». Esta alfabetización política supondría no la reducción del contexto al texto (como es el caso con frecuencia en las prácticas escolarizantes), sino la apertura del texto al contexto. Una apertura que nos proporciona una comprensión de la realidad no como estadio fijo, sino como un proceso cambiante. El acceso a la realidad, en este sentido, podría hacer presuponer la alienación previa de ella. Pero no hay tal alienación, sino prácticas y condiciones alienantes ejercidas desde la propia realidad social.
En tercer lugar, la apropiación del discurso usurpado, modernidad compleja frente a modernización simple, significa asumir la exigencia de pensarnos y repensarnos continuamente, abriendo un debate crítico y responsable, en una sociedad y en un momento en que parece que se inste a la EA a reproducir miméticamente formas sutiles, o no, pero en cualquier caso poderosas, para gestionar la adaptación. Pero estas operaciones dirigidas a la mera transmisión mecánica de los dictados de los poderes públicos, si no van tuteladas por el juicio de la razón y por el concierto de voluntades con «mayoría de edad» (léase, con «uso de razón»), sólo servirán para apaciguar momentáneamente nuestras conciencias insatisfechas, hasta que un nuevo asalto de la razón haga tambalear el edificio de nuestro sentido común. ¿Cómo? La mirada sociológica nos exigía conocer más para comprender mejor, y comprender mejor para adquirir compromisos fuertes con una realidad que queremos no sólo pensar, sino también transformar. Con lo que nuestro primer capítulo de reflexiones se cierra por el momento aquí, haciendo de nuestro punto de llegada un nuevo punto de partida, y por tanto una invitación a seguir leyendo.