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La ciencia de la Tierra

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Fray Francisco era un gran enamorado de la tierra, madre de flores y frutos. Le gustaba salir a diario a pasear por el bosque, unas veces por los senderos ya labrados por los pies de los caminantes de ayer y de hoy, otras veces por el bosque salvaje, por entre la maleza, dejándose rasgar los pies por las púas de los tojos y por la rugosidad de los helechos. «La naturaleza es nuestro hogar común», solía decir. Hablaba del bosque como quien describe la belleza de un amor secreto. A veces incluso se quedaba en silencio irradiando emoción a través de la mirada, al no ser capaz de hallar las palabras justas para expresar lo que para él era un constante milagro. Los mismos frailes de su Fraternidad estaban un poco cansados de tanta poesía naturalista. Alguno incluso llegó a afirmar que el Hermano Francisco corría el grave riesgo de caer en la herejía del panteísmo, porque hablaba de las plantas, de los árboles, de los animalitos, del bosque mismo como si se tratase de auténticas deidades.

En verano solía bajar al arenal junto al mar para pasear descalzo por la arena, ejercitando así el sentido del tacto, lo que hacía también acariciando las hojas de las plantas y los árboles. Su olfato era sensible a todos los olores de la naturaleza, era capaz de distinguir el aroma de cada una de las flores que brotaban en el bosque. Su oído se había afinado tanto que distinguía perfectamente el canto de los pájaros; es más, conocía incluso al pájaro concreto que solía anidar en tal o cual árbol. El sentido del gusto se deleitaba en los sabores de la naturaleza, algo que era no muy bien visto por sus Hermanos, para quienes, según la tradición ascética de la Orden, había que mortificar los sentidos y reiterar ayunos a fin de adiestrar y mantener a línea al «hermano cuerpo». Francisco solía recordarles que lo que Dios ha hecho con sus manos de escultor solemne es para disfrutarlo, y les recordaba que el fundador de la Orden, justo antes de morir, tuvo el capricho de pedir a una amiga suya que le preparase el dulce que a él tanto le gustaba y que ella le cocinaba con primor cuando iba a visitarla.

La mirada del Hermano también se confabulaba para comprender la ciencia de la Tierra. Era capaz de distinguir todas las formas posibles llamándolas por su nombre, formas que, según él, eran hermanas: la hermana ortiga, la hermana verdura, la hermana manzanilla, la hermana uva... Francisco había logrado así ser él mismo el corazón del bosque, un ánima que alentaba los días de nuestro tiempo signándolos con un toque de sensibilidad. Todavía se recuerda aquella ocasión en la que, estando arando en el huerto del convento, comenzó a llover y se quedó literalmente extasiado mientras el agua de lluvia empapaba su cuerpo y la tierra fértil que pisaba. Dicen que sonreía y bendecía, y que los frailes incluso tuvieron que salir para hacerle entrar en el hogar y guarecerse de la lluvia. Existe una sabiduría natural que sólo comprenden los sencillos.

La sabiduría de la humildad

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