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La ermita de la solidaridad

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Fray Francisco desgranó parte de su vida en la tarea de edificar una ermita en un lugar retirado del bosque, desde el que se podía contemplar en lontananza el océano inmenso. Cada día, durante años, acudía al recóndito lugar con alguna piedra o elemento que pudiese formar parte de la edificación. Cuando venía alguna persona a verle y sabía que se encontraba en la ermita, acudía allí, y tras practicar la escucha atenta y afable, sin juzgar, y mucho menos condenar, invitaba a su interlocutor a colocar una piedra sobre otra, de tal manera que finalmente, cuando la ermita estuvo concluida, resultaría ser obra de varias manos. Era su forma de desprenderse de su propia obra, para evitar así la vanagloria del ego que dicta: «Esto es mío». Así, cada vez que acudía a la ermita, él sabía que no era obra suya, sino expresión misma de la solidaridad de incontables personas que aportaron su granito de arena, un poco de esfuerzo casi simbólico que haría posible la realización concreta de una obra. «Así sucede en la vida –decía–: todo es obra de todos, aunque a unos les toque más trabajo y esfuerzo. Bueno es reconocer que no somos el fruto de nuestras obras, que no podemos sino dar a Dios gloria. Dios es el cimiento de toda construcción, nosotros tan sólo unos humildes obreros ignotos que nos hemos limitado a llevar a cabo, mejor o peor, nuestro trabajo. Piedra a piedra se logra el equilibrio de la mayor de las catedrales, lo pequeño es germen de lo grande, lo humilde sostiene la grandeza de la obra».

Quienes años después retornaron al lugar y contemplaron la ermita edificada sentían una mezcla extraña de orgullo por haber participado en la edificación, y de humildad, porque sabían que su piedra era una más entre muchas otras. La ermita de fray Francisco resultó ser un monumento a la solidaridad y testimonio vivo de cómo la colaboración anónima es capaz de crear grandezas, de cómo el trabajo desinteresado edifica monumentos y alivia el peso de la vida. Años después, cuando la obra se vio concluida, llegó el tiempo de la consagración de las piedras ensambladas para ofrecer un espacio de paz y recogimiento. Francisco esculpió en una tablilla unas palabras: «Estás es tu hogar porque es mi hogar». Poco tiempo después la ermita de la solidaridad se convirtió en lugar de peregrinación. El peregrino recién llegado encontraba la puerta abierta, y podía así disfrutar de lo que otras personas, con tesón, habían hecho posible. A día de hoy, la tradición, casi siempre caprichosa, manda, o al menos sugiere, que cada visitante traiga consigo una piedra y que la deposite al lado de la ermita, como símbolo de colaboración en la edificación de la paz. Si algún día llegas hasta ella, no dejes de sosegar tu espíritu por unos instantes: entra y deja que la paz de la solidaridad te embriague. Si sales de ella necesitando poseer menos, incluso tu propio ser, se habrá obrado de nuevo el milagro del amor solidario de quien se siente capaz de construir la civilización de la esperanza para toda la Humanidad.

La sabiduría de la humildad

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