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LA TEORÍA DE LOS AFECTOS

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«Nos salvaremos por los afectos».

ERNESTO SÁBATO

Paz y bien:

Sin duda alguna la música es un lenguaje universal que da voz al ser interior y puede llegar a cautivar nuestro corazón. Ahora mismo, al tiempo de escribirte, estoy escuchando una música que brotó con ánimo solidario hace ya algunos años para tratar de ayudar a la infancia en la trágica situación provocada por la ignominiosa guerra de los Balcanes. La música es fruto de la armonía de sonidos, de la conjunción de voz e instrumentos musicales.

Recientemente, después de pronunciar una ponencia sobre la espiritualidad del Camino de Santiago en un pueblecito al sur de Galicia, me regalaron una reproducción en cerámica de uno de los instrumentos musicales que están representados, moldeados en piedra, en el Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana, auténtica joya del románico, conocido también como la «Biblia de los pobres», es decir, la de aquellas personas que en el medievo no podían acceder a los textos sagrados por no saber leer y que así, visualmente, lograban hacerse una idea de la historia de la salvación, sintiéndose partícipes de la misma.

Hace unos años un amigo italiano, Alfonso, gran enamorado del Camino de Santiago y de la espiritualidad que dimana de la peregrinación, me envió un CD de música compuesta a comienzos del siglo XVII por Stefano Landi. Este autor de piezas musicales se inscribe por méritos propios dentro de lo que fue conocida como la «teoría de los afectos», de modo que la música respondía a eso mismo: a los afectos humanos, tratando de expresarlos musicalmente. Por ahí desfilan el amor, la pasión, la melancolía, la tristeza, la esperanza, la desilusión, el enamoramiento, la insatisfacción… en fin, una auténtica y completa radiografía del alma humana.

Una de esas bellas composiciones, titulada A che piú l’arco tende apostilla que el amor rejuvenece el corazón, aun cuando lo propio del ser humano sea pasar, envejecer y entregar finalmente la vida, pero después de haber vivido con intensidad el abrazo del amor. Y advierto que me cuesta creer que incluso el último aliento no sea sino el prólogo de la eternidad a la que aspira el amor (amor eterno).

Sí, los afectos forman parte de la vida: somos seres afectivos, queramos o no, con toda su carga benéfica y también con todo lo que de destructivo se nos puede colar entre las rendijas del alma. El ser humano, a diferencia de animales y objetos, es –somos– un ser afectivo que da y necesita sentirse amado. Pero ser persona humana es vivir bajo el signo de la paradoja, cuando no también de la contradicción, y los mismos afectos son reflejo de nuestra naturaleza humana finita y contradictoria.

«Somos seres afectivos».

El mundo interior, el ámbito de nuestras pasiones, es una especie de universo interior desconocido, y a veces insondable, incluso para la propia persona que se habrá de hacer dueña de su propio ser. Escribió –o eso dicen– el filósofo y sabio Séneca que «el hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo» y, por tanto, el que se conoce y es capaz de cabalgar victorioso incluso sobre la grupa de sus propios afectos.

La afectividad nos marca con su sello, nos condiciona, pero también nos engrandece cuando somos capaces de dejar que el amor triunfe más allá de nuestra necesidad de sentirnos amados. Otro sabio de la antigüedad, Aristóteles, dejó dicho que el verdadero valiente es quien conquista sus propios deseos, ya que esta es la verdadera victoria, la que sobreviene sobre uno mismo. Por eso la afectividad es un auténtico caballo de batalla personal, porque siempre está desbocado, mientras no seamos capaces de tomar sus riendas y domesticarlo. De la misma manera hay que tratar de domeñar los afectos más primarios.

Apuesto por una cultura de la afectividad domesticada, orientada y, al mismo tiempo, libre (Tagore dejó escrito que «el amor no reclama la posesión, sino que da la libertad»). Una afectividad expresada con naturalidad, confabulada con el bien, y siempre vencida por el amor que espanta las tinieblas de la maldad. No deja de resultar curioso que estemos en unos tiempos en los que se sobre-ensalza la sexualidad como medio para el placer físico y psicológico, pero desentendida del amor que debiera orientarla. Incluso fácilmente caemos en la frivolidad y, sin embargo, luego somos unos auténticos analfabetos sentimentales que pasamos del todo a la nada a golpe de impulso irracional.

No deja de sorprenderme cómo, en nuestra cultura, es frecuente el saludo entre, por ejemplo, una mujer y un hombre que se acaban de conocer a base de dos besos «al aire». Ni siquiera cuando besamos lo hacemos de verdad. Sí, debemos aprender a educar nuestra afectividad puesto que es fuente de alegría o, todo lo contrario, pozo de frustración, de neurosis o de inseguridades. Y para que ello sea posible necesitamos fundamentar la existencia en el don mismo de la vida. Amar la vida es el primer principio que sustenta cualquier iniciativa que se precie de ser «humana».

Los afectos necesitan ser expresados, transmitidos, canalizados a través de los gestos de cariño, de los abrazos, los besos, las caricias, las palabras amables… y las lágrimas, que son palabras del alma que unas veces se comunica así, y otras, con la mirada profunda y la sonrisa. Las lágrimas son ecos del corazón, desahogo sanador y purificador. Llorar es parte de la vida. También sonreír. Y todo sazonado con el abrazo de la esperanza, y alimentado por el amor.

Amor

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