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LA SINFONÍA DE LA VIDA

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«Señor, transfigúrame. Quiero ser tu vidriera, tu alta vidriera azul, en tu más alta catedral».

GERARDO DIEGO

Paz y bien:

Hoy he visto y escuchado con gran atención una entrevista realizada a Inma Shara, uno de los grandes nombres actuales de la dirección de orquestas a nivel mundial. Y me ha sorprendido muy gratamente su profundidad de vida, su concepto de los valores humanos como elementales para la educación y la edificación de la personalidad y su naturalidad a la hora de hablar de la música, como arte y pasión, y de la fe como elemento que la inspira y la ayuda a ser mejor persona.

La expresividad de su mirada y, sobre todo, el impulso armónico, casi una danza, de sus manos, ofrecían una sinfonía de credibilidad a quien pudo contemplar la escena como simple telespectador. Entiendo que es un buen servicio ofrecer la oportunidad de divulgar su mensaje de vida a personas así, artistas de la vida que humildemente fundamentan su propia existencia en los valores humanos y en la realidad divina que nos abraza y envuelve en el gran escenario de la creación, en el que se representa día a día el concierto cósmico de la existencia en sus diversas formas y manifestaciones. Más allá del éxito, lo decisivo es que la persona humana edifique su personalidad sobre sólidos cimientos: los valores humanos, y entre ellos, el de la trascendencia, el de la divinidad, el del amor.

¿Cómo podemos describir a Dios? Incluso describir algo tan sencillo como el sabor de un mango es imposible. ¿Sabe un mango como una naranja? No. ¿Como un melocotón? ¿Como una piña? No. Pero el hecho de que yo no esté capacitado para describir con palabras el sabor de un mango no quiere decir que el mango no exista. Lo mejor que podemos hacer para hacerle comprender a alguien cómo es el sabor de un mango es dejarle comer uno. No describimos a Dios. No hablamos acerca de Dios. Nos mantenemos disponibles para el reino de Dios (Tích Nhât Hanh).

Hoy llueve intensamente sobre Santiago de Compostela. Para consolarnos, los compostelanos, que somos muy imaginativos, solemos decir que aquí la lluvia, como en ningún otro lugar del mundo, es arte. Recientemente escribí una colaboración para una publicación impulsada con fines solidarios por la ONG Médicos del Mundo. Me pedían a mí, como compostelano nativo y también de adopción, porque es bueno seguir naciendo y reforzando la filiación como pacto con la vida y la realidad concreta que nos toca vivir, que comentase una fotografía tomada en la Plaza del Obradoiro, en la que se sobre-impresionaba la esbelta fachada de la catedral sobre un charco de agua de lluvia, mientras un perro pasaba fugaz, como una sombra. Esto fue lo que escribí y que ahora comparto contigo:

La Plaza del Obradoiro es cuna de culturas, punto de encuentro entre turistas, peregrinos y paisanos, gran plaza de pueblo, de un pueblo universal que conjuga la esencia de lo autóctono con la pluralidad de lo foráneo. Aquí se sitúa el punto cero de la peregrinación, aquí reposa como en un lecho el cansancio y la esperanza del peregrino que no puede sino sentir una profunda emoción al contemplar la filigrana de la piedra que, en un giro ascensional, te hace mirar hacia el cielo proyectándote hacia el infinito, robándote el corazón e invitándote a la poesía que se sumerge en el arte de la piedra bañada por la lluvia, y que nos hace soñar con la esperanza como horizonte existencial de eternidad, mientras vamos fugazmente de paso por el camino de la vida.

Esta lluvia de hoy es la que empapa y fecunda la tierra que se deja abrazar por el resplandor solar. De la confluencia de tres, brota la vida y las más hermosas y floridas primaveras. Así es la vida, una confluencia de tres: yo (tú), la tierra que nos sustenta y Dios, sol imperecedero que ilumina nuestro caminar y nos permite florecer ofreciendo frutos de amor, bondad y mansedumbre. Según el relato bíblico: Dios «es amor». Y así lo hemos sentido a lo largo de la historia muchas personas que no hemos podido comprender la realidad concreta y terrenal sino desde su profundidad espiritual. Ibn Arabí, pensador musulmán de Al-Ándalus, llegó a resumir su vivencia afirmando sin rubor y con decisión: «Mi religión es el amor».

Ha comenzado ya la Cuaresma, prólogo prolongado de la Pascua de resurrección. Esta mañana, en la celebración de la Eucaristía, en la homilía, al hilo de la proclamación de las «tentaciones de Cristo», me referí a esa tendencia innata del ser humano de querer «ser como Dios», a erigirnos en «diosecillos» de nuestra propia vida y –peor aún– de la vida de los demás. El egoísmo es la raíz de muchos males, y el gran ídolo de barro que se acaba desmoronado, pero que mientras tanto devora vidas y sueños. Jesús venció a esta gran tentación a fuerza de amor. Esta es la clave. Purificar el corazón es el primer paso, pero no basta, hay que vivir luego de modo comprometido, solidario, porque la vida misma exige respuestas. Y en esencia la Cuaresma es una oportunidad para eso mismo; para hacer desierto interior de búsqueda y vuelta a lo esencial, para luego, fortalecidos interiormente, afrontar la vida como nos viene dada.

«Purificar el corazón».

Y la Eucaristía de hoy me deja un recuerdo más, que quiero compartir contigo. Entre el público, entre la comunidad creyente, había una mamá en estado de buena esperanza que mientras un servidor predicaba acariciaba con su mano su barriguita (el don de la vida, el milagro de la vida en todo su esplendor). Y tanto es así que caí en la cuenta de que allí en realidad no había una persona sino dos, y que la criatura, abrazada por el amor de su madre, simbolizado en su vientre, también quizá estaba sintiendo algo en ese momento –seguro que sí–; las emociones que su madre le estaba transmitiendo.

Y en el templo, un poco más adelante que la madre gestante, en primera fila (como acostumbra), estaba don Luis, que acaba de cumplir 102 años y viene todos los domingos a Misa acompañado de su hija, siempre pendiente de él, y que le dijo al oído (su audición ya está muy limitada) que el sacerdote había informado a la asamblea de su reciente cumpleaños… por lo que él se sentía muy agradecido. Por cierto, que en cierta ocasión una niña se quedó prendada del ancianito en cuestión, tanto es así que le dijo a su madre que por qué no lo adoptaban y se lo llevaban con ellas para casa. Esta es la mirada de inocencia y hermosura de la infancia, con razón de quienes son como ellos y ellas es el reino de los cielos.

Hoy he asistido a un milagro; una vida plena a la puerta del Reino y otra en ciernes compartían sin saberlo la vida que nos hermana. Sí, la vida misma, ¡qué bello y desconcertante misterio! Esa vida que se hace también nombre, palabra que nombra, que define, que evoca. Y detrás de cada nombre, de nuestro nombre, se esconde y abarca una persona, es decir, un mundo en expansión. Pero en este sentido, en la lucha por la dignificación de las personas, aún queda mucho por hacer. Trazar una senda de amistad nos puede hacer ser y sentir más vulnerables y compasivos ante la realidad, nominada o no, de otra persona que es en sí misma –somos– un misterio desconcertante y bello. Necesitamos el amor, so riesgo de perecer ahogados en el mar profundo del egoísmo: «Me pregunto: ¿qué es el infierno? Y sostengo que es el tormento de la imposibilidad de amar» (F. Dostoievski).

Amor

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