Читать книгу Tinta, papel, nitrato y celuloide - Francisco Martín Peredo Castro - Страница 6

Prensa, literatura, cine e historia.

Оглавление

Interacciones en el entorno cultural

mexicano del siglo xx

Francisco Martín Peredo Castro,*

La utilización de la prensa, de la literatura, del cine y de la historiografía, es decir de la escritura, sobre la historia, impresa y publicada, como fuentes para una nueva historiografía, desde la perspectiva de un historiador contemporáneo, y en relación con el ejercicio profesional o académico de la historiografía, implica partir de una premisa fundamental: estos cuatro tipos de fuentes son objetos y a la vez sujetos de la historia. Dicho en otros términos, la prensa, la literatura, el cine y la historiografía, como objetos de la historia, deben ser vistos en su doble papel, de fuentes de información, por una parte, y de agentes de los procesos históricos que se aluden, refieren, estudian, difunden o se investigan en ellas, por otra.

Esto es importante porque dichas fuentes de información se han utilizado desde hace mucho tiempo y se consideran privilegiadas para la escritura de la historia (principalmente la prensa, la historiografía antigua y hasta la literatura, aunque no tanto el cine). Al enfatizar que nos son útiles por la información que nos proveen, respecto a los acontecimientos de su tiempo, tanto los de su contexto como los referidos en el momento en que fue escrito, y luego impreso, cada ejemplar que consultamos de esos tipos de fuentes (periódicos, novelas históricas o cualquier otra obra literaria, historias académicas, oficiales, institucionales o ajenas a cualquier sistema), se nos olvida a veces, cuando menos un poco, que lo que esas fuentes, esas empresas editoriales publicaron, y por la forma en que lo hicieron, permiten advertir una postura determinada. La de los grupos empresariales, editoriales, o institucionales, del periódico si se trata de prensa; de los autores, si es literatura, y de autores, instituciones y organismos diversos, si se trata de obras historiográficas. Todos tuvieron una posición frente a hechos, procesos y protagonistas de la historia que estudiamos, y que constantemente sometemos a revisión, reconsideración y reescritura.

Así, por ejemplo, en la historiografía sobre la Revolución mexicana, se puede establecer que la caída del régimen maderista (mayo de 1911-22 de febrero de 1913), y por la manera en que ocurrió, estuvo determinada, en alguna medida, por el rol que la prensa satírica jugó denostando la imagen del que después fue conocido como “el mártir de la democracia”. Mediante caricaturas que lo disminuían por su personalidad, lo ridiculizaban por sus prácticas más o menos cotidianas (como el espiritismo o la homeopatía), lo descalificaban por su forma de gobernar, lo cuestionaban por las medidas que tomaba, o por las que eludió (como la reforma agraria que le demandaban los zapatistas) y sobre todo, lo anulaban por la comparación permanente que se hacía de su imagen, incluso de su apariencia y su estatura, en relación con la del dictador derrocado, Porfirio Díaz, aquel proceso se sostuvo hasta que la imagen de Madero fue permanentemente minada, socavada, y denostada, hasta extremos de escarnio y de tragedia.

Es evidente, entonces, que entre la multitud de factores que contribuyeron al derrocamiento del gobierno de Madero, aquel tipo de periodismo fue también protagonista fundamental, en tanto le generó a la sociedad un distanciamiento tal, un extrañamiento extremo y una carencia de empatía para con su gobierno, que hizo parecer a su régimen como endeble y susceptible de ser derrocado, sacrificable, como finalmente ocurrió y de manera tan trágica. Este es un ejemplo evidente del papel que la prensa jugó como “agente” de la historia, junto con los otros agentes, los de carne y hueso, entre ellos Félix Díaz, el sublevado; Victoriano Huerta el traidor; Henry Lane Wilson, el embajador estadunidense como intrigante, solapador o soliviantador del golpe de Estado, hecho que finalmente se fraguó mediante el llamado “pacto de la embajada”, para derrocar a Madero y Pino Suárez, como las víctimas del suceso histórico que ahora conocemos como “la decena trágica”, en el que un proceso de comunicación periodística fue factor fundamental, junto con todos los demás elementos de aquel complicado ajedrez.

Un historiador avezado tendrá claro que esa prensa, la de la época en que ocurrieron los hechos, no es solamente una fuente de información en la que se pueden consultar datos, nombres, descripciones y explicaciones sobre lo sucedido. A la larga, los contenidos, las perspectivas planteadas por los autores (articulistas, editores, caricaturistas, etcétera), habrán de dejarle claro que esa prensa y sus hacedores fueron también agentes y protagonistas del proceso que refirieron. Después, el historiador que desee ahondar más en todos aquellos acontecimientos, probablemente podría y tendría quizá que recurrir a la literatura de la Revolución mexicana, particularmente aquella que, incluso con personajes y tramas ficticias, desarrolle sus tramas dramáticas, sus narraciones, su construcción de personajes, teniendo como contexto el del maderismo y su fatal desenlace. Puede ser que el historiador, además de la prensa en sus diversos géneros (noticia, reportaje, editorial, caricatura, etcétera), y de la literatura en sus géneros (como novela, teatro, cuento, poesía, etcétera), desee recurrir también a la música (particularmente el género del corrido revolucionario), y en última instancia hasta el cine, por las formas de la representación de toda aquella trama.

Puede ser que quizás el historiador, en su esfuerzo para obtener un panorama lo más amplio posible en cuanto a perspectivas, fundamentos, razones y percepciones sobre lo sucedido, concluya que debe realizar también algunas revisiones y evaluaciones más. De una buena parte, la historiografía ya publicada sobre esos acontecimientos (del maderismo en este caso), que referidos en prensa, literatura, música y hasta cine u otros productos culturales de los medios de comunicación (como historietas, radionovelas, telenovelas, etcétera), y narrados de manera más formal, rigurosa, objetiva, etcétera, se supone, por los historiadores, dice algo más. A final de cuentas, el historiador-historiógrafo se encuentra casi siempre con que en las obras, no obstante sus pretensiones (de objetividad, imparcialidad, rigurosidad, acuciosidad metodológica, etcétera), también se acusan la mentalidad, los intereses, las filias y las fobias de los historiadores y de las instituciones u organizaciones para las que ejercieron en su momento su labor de historiógrafos.

Más todavía. Para mayor complejidad de la cuestión, se topará de frente con un hecho que es casi un axioma. Por lo general los historiadores escriben sobre el pasado a partir de preocupaciones y determinaciones de su presente, de su contemporaneidad, de su propio contexto, a partir del cual vuelven la vista a un pasado en el que encuentran alguna ligadura con su presente, sus intereses y sus inquietudes. Y entonces la tarea de reescribir la historia se vuelve todavía más compleja y desafiante, porque exige también una diégesis en la cual cada obra utilizada (periodística, literaria, historiográfica, filmográfica, etcétera), requiere ser adecuadamente ubicada en su contexto de producción, en las circunstancias que la explican a partir de su momento, y en la red de relaciones que la originan.

Ambas propuestas de aproximación que hasta ahora planteamos, contienen desde luego multitud de aristas, que reclaman de nosotros en la academia la posibilidad de, cuando menos, reflexionar acerca de ellas. Sobre todo cuando se trata de prevenir a las comunidades estudiantiles que, con un poco menos de formación, menos experiencia, menos perspicacia o malicia, quedan siempre en riesgo de incurrir en errores que pueden ser perfectamente evitados, con un poco de prevención, y con más y mejor entrenamiento para interactuar, actuar y decidir respecto a las fuentes de información e investigación. Además, por otra parte, se suma a la problemática la cuestión de los archivos (gubernamentales, diplomáticos, empresariales, familiares, institucionales, etcétera), que en una perspectiva positivista en extremo suelen ser considerados como los repositorios de “la verdad”, porque se supone que lo que los documentos dicen es lo que realmente sucedió. Es una realidad también que multitud de hilos de la trama histórica, de la interacción entre personalidades, de sus posiciones personales, frente a hechos, circunstancias y desenlaces, pueden no haber llegado al papel, al documento, al “testimonio”, aparente repositorio de “la verdad”, cuya valía se la otorga el estar resguardado en un archivo.

Conocidos son los casos de burócratas que se limitaron a obedecer normas institucionales, a obedecer “órdenes superiores” y originaron verdaderas tragedias (como Adolf Eichmann en la Alemania nazi), sin siquiera tener clara conciencia de su impacto, e incluso exhiben en su descargo documentos que en teoría los exonerarían, si no fuera porque el factor humano, la capacidad de albedrío, la acción en conciencia, etcétera, suelen ser tomados en cuenta también a la hora de los juicios. Pueden darse los casos de otros burócratas que movidos por una agenda personal o grupal, encuentran la forma efectiva y exitosa de ocultarla, o disimularla, tras el entramado de normatividades institucionales y reglamentos jerárquicos. Éstos son los que se expresan en sus documentos, como explicaciones de sus acciones, como desempeño “institucional”, simple y llano, dejando en una zona muy obscura para el crítico / analista / intérprete de los documentos, la posibilidad de detectar en profundidad lo que realmente dicen o permiten inferir los documentos, tan glorificados en la historiografía del siglo xix como los repositorios de “la verdad”, pero tan necesitados siempre de rigurosos análisis, crítica, interpretación y explicación.

Casos emblemáticos en la historiografía mexicana han sido, sin ir demasiado lejos, la contrastante posición de la sociedad mexicana frente a la figura del conquistador Hernán Cortés (dividida en dos posturas que hacia los años treinta del siglo xx parecían irreconciliables: la de los hispanistas frente a los indigenistas),1 o la perspectiva que se tuvo frente a Agustín de Iturbide, concebido durante el siglo xix como el legítimo consumador de la Independencia de México frente a España, para luego terminar condenado al ostracismo historiográfico por la historiografía “revolucionaria” del siglo xx. Por último, se puede mencionar el caso reciente de los esfuerzos por reivindicar la figura histórica de Porfirio Díaz, precisamente cuando los gobiernos y las políticas neoliberales se implantaron en México, dejando atrás el discurso de la “revolución viva” de los regímenes del pri, hasta antes de 1988, que habían colocado a Porfirio Díaz como parte del panteón de los villanos de la historia nacional. Ahí pernoctó, condenada y vilipendiada, la figura del dictador, sin posibilidades de redención alguna. Esto fue así hasta que en años muy recientes, el proceso de revisión / reivindicación ocurrió. A través de diversos productos culturales escritos y de los medios audiovisuales (como el fascículo de Enrique Krauze y el Fondo de Cultura Económica sobre Porfirio Díaz. Místico de la autoridad, dentro de una serie denominada Biografía del poder; los subsiguientes fascículos sobre Porfirio Díaz editados por Editorial Clío, también de Enrique Krauze; el programa de televisión que se derivó de la primera de las obras mencionadas, y finalmente la telenovela El vuelo del águila [de Jorge Fons y Gonzalo Martínez, 1994-1995], producida por Televisa / Ernesto Alonso), la historia dio un giro. El de la estrategia empresarial / privada y los recursos que fueron utilizados para reivindicar / rehabilitar la figura histórica de Porfirio Díaz, en un contexto muy específico: el de los gobiernos y las políticas neoliberales que con el régimen de Carlos Salinas de Gortari tuvieron su cúspide, entre 1988 y 1994.2

En virtud de todo lo expuesto, y con la finalidad de ilustrar mejor a lo que este libro y sus capítulos se refieren, este documento inicial propone utilizar ejemplos de la prensa que tienen que ver con las dos guerras mundiales del siglo xx, con la propaganda cinematográfica que en ambas guerras se difundió, con el uso de la literatura con fines proselitistas y con el papel de la prensa, tanto en relación con las guerras como con la propaganda fílmica que a través de dicha prense se apuntalaba, como una forma de interacción entre política, diplomacia, cine, literatura, periodismo, e historia.

Una primera afirmación me sirve para reiterar un planteamiento establecido antes: la prensa como fuente para la historiografía generalmente no contiene todo sobre un hecho o personaje, ni tampoco dice siempre la verdad absoluta y definitiva sobre nada. Es decir, acudir a la prensa como el libro mágico que nos proveerá de todo lo que necesitamos saber sobre un hecho histórico, o privilegiarla por sobre otras fuentes, como la literatura, el cine u otros productos mediáticos (porque son meros medios de “entretenimiento”), nos pone en el riesgo de tomar como “la verdad” las que en realidad también son visiones parcializadas de los asuntos y personajes, visiones determinadas por relaciones de poder, económicas, ideológicas, de personalidades que son protagonistas de procesos de comunicación que a su vez son, en efecto, también procesos históricos, determinados por multitud de factores.

De entre la multitud de acontecimientos que se suscitaron durante la Segunda Guerra Mundial, uno muy discutido en la prensa, no sólo la mexicana, sino también la internacional, fue el hecho de que cuando en mayo de 1942 el gobierno de México declaró la existencia de un “Estado de Guerra” de nuestro país contra las potencias agrupadas en el Eje, casi todos los países latinoamericanos secundaron a México, y a final de cuentas a Estados Unidos, en lo que entonces se propalaba como “la defensa de la democracia”.3 Sin embargo, hubo varios países que no sólo se declararon “neutrales” frente al conflicto durante varios años de la guerra, sino que cuando finalmente asumieron la postura Aliada, el caso extremo fue el de la República Argentina, que lo hizo menos de un mes antes de la rendición de Alemania nazi frente a los ejércitos Aliados en Europa. Así, México y Argentina se convirtieron en protagonistas de una serie de diatribas que, si se analizan únicamente a través de la prensa, parecen ilustrar muy nítidamente los perfiles de ambos países durante el conflicto. México aparecería así como el país democrático, pro Aliado y antifascista por excelencia, y Argentina como un país antidemocrático, antialiado y pro fascista, cuando en realidad no era la nación argentina sino en todo caso sus gobiernos.

La gran paradoja de todo esto es que la situación era totalmente contraria, cuando menos en lo que respecta al Cono Sur y su relación con Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Es muy cierto que en Argentina se habían sucedido, al iniciar el decenio de los años treinta, una serie de gobiernos de carácter militar, conservador, antidemocrático y, en varios casos, muy corruptos, como los de José Félix Uriburu (1930-1932), Agustín Pedro Justo (1932-1938), Roberto Marcelino Ortiz (1938-1940) y Ramón S. Castillo (1940-1943), seguidos en esos mismos años cuarenta por las dictaduras militares de los presidentes de la “Revolución del 43”, Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrel, sucesivamente, hasta que en junio de 1946, ya con la guerra terminada, inició su mandato Juan Domingo Perón. Pero los regímenes argentinos mencionados, sobre todo los militares, que mostraron una clara vocación de simpatía por el fascismo, ya francamente amenazante para el mundo entero desde 1933, iban muy a contracorriente de la filiación democrática que la sociedad argentina había manifestado en sucesivos movimientos de protesta y huelgas contra dichos regímenes.4

En México, por el contrario, después de un régimen como el cardenista (1934-1940), en general de talante muy progresista, republicano y pro Aliado, se habían exacerbado las posturas conservadoras que no vieron con buenos ojos la justicia redistributiva que se intentó mediante el apoyo a las clases obreras, o mediante la reforma agraria, no se vio con buenos ojos el apoyo a la República española, y el consecuente repudio al régimen franquista, cuando finalmente se convirtió en dictadura, y tampoco tuvieron buena acogida entre los sectores reaccionarios, e incluso algunos sectores intelectuales elitistas, las cruzadas cardenistas a favor de indígenas y campesinos. Finalmente, a propósito de ocurrencias como la de la “educación socialista”, incluida ex profeso en el artículo 3º constitucional, se abrió la puerta para que emergiera un conservadurismo de corte ultramontano, que se expresó nítidamente en el sinarquismo mexicano (demasiado cercano al fascismo europeo), y luego en la candidatura presidencial de Juan Andrew Almazán, como intento derechista para suceder a Lázaro Cárdenas en la Presidencia, para aminorar los ímpetus “revolucionarios” en el país.

La real situación del país es perfectamente perceptible en la prensa antes de la guerra que, como la sociedad mexicana, no era pro Aliada. Cuando finalmente, después de un gran esfuerzo de política interna y diplomacia (como la presión estadounidense) se logró un viraje de la prensa mexicana, y a través de ella se buscó virar también la postura de la sociedad, se generó entonces la apariencia de un país por completo democrático, pro Aliado y antifascista; y el diferendo que México sostuvo con los países que no asumieron su postura se manifestó con artículos, editoriales, notas informativas, reportajes, etcétera. Uno de aquellos editoriales fue muy ilustrativo porque permitió entrever el tono de los reclamos y reproches que México y Argentina se hacían mutuamente respecto a sus posiciones en la arena internacional.

A propósito de las condenas que México hacía de Argentina por su postura “neutral”, pero que era acusada de pro fascista, porque sus gobernantes lo eran aunque no lo era el grueso de su sociedad, la nación argentina respondía a su vez descalificando las críticas de México, prácticamente aduciendo que el gobierno de Ávila Camacho era un simple títere del de Estados Unidos, que le tenía puesto un bozal y lo jalaba a su postura y a su antojo. Y entonces la reacción airada, nacionalista, de la prensa mexicana, ya tornada en antifascista en un plazo muy breve, no se hizo esperar. Se le respondió a don Raúl Ruiz Guiñazu, entonces ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, lo siguiente:

[…] Lo curioso, sin embargo, es que hable de bozales quien proclama la conveniencia del triunfo totalitario y ardientemente lo desea [...] ¡Cortos se quedan los bozales junto a los medios de opresión y sojuzgamiento que los nazis emplean! [...] Justamente estas perspectivas, precisamente la estimación consciente del programa de esclavizamiento que persiguen las potencias agresoras contra el mundo libre, es lo que determinó, lo que anima y fortalece la decisión unánime de América al alinearse del lado de las naciones que pugnan por la libertad, por la dignidad humana, por el decoro y por la civilización. Este frente que la América libérrima forma contra la barbarie nazi no es el dominio del bozal, como falsa, aunque explicablemente supone el canciller argentino, quien, a fuer de presumible totalitario, acaso sonríe a este pequeño instrumento de sujeción, que él sería el primero en recibir con indicaciones de ponérselo dado que ocurriera el triunfo que apetece […] Y en cuanto al espantapájaros de “la expansión militar, política y económica de los Estados Unidos”, arma predilecta de la quinta columna, y que el señor Ruiz Guiñazu esgrimió quizás ingenuamente ante la Cámara de su país, harto mellada se encuentra a estas horas, y dudamos que, al igual que los otros despectivos desahogos del canciller, constituye elemento de convicción para el hermano pueblo del Plata [...] Al contrario. Bien sabido es que éste se halla en perfecto desacuerdo con la política internacional de su Gobierno; y que a pesar de que, por virtud de un “estado de sitio” de sospechoso cariz totalitario se pretenda acallar allá la opinión, el pensar y el sentir del pueblo argentino discrepan en absoluto de sus actuales mandatarios. En la defensa de la libertad, en la suprema aspiración a la libertad, el cóndor de los Andes vuela junto con las demás águilas de América.5

Este editorial, temprana evidencia del “vuelco de muchos grados” que dio la prensa mexicana en su postura frente a los acontecimientos internacionales y la posición del país en ellos, contiene mucha información que es cierta, es correcta, pero no es completa. Es una evidencia clara de que a partir de la declaración de guerra que México hizo al Eje, la prensa nacional se tornó en favor de los Aliados, en contraposición a lo ocurrido hasta antes de mayo de 1942.6 Pero si tomamos este testimonio de prensa como “la verdad” de lo que estaba sucediendo, incurrimos en un gran riesgo, porque lo que realmente pasa durante un hecho o periodo histórico no llega del todo a la prensa. Y entonces surge la necesidad de entender, y ejercerlo en la práctica, el requisito de aceptar y utilizar a la prensa como una fuente, pero únicamente como una más entre las varias que son necesarias en una verdadera investigación histórica. Lo que dice la prensa puede ser utilizado y tomado como válido, siempre que, o a condición de que, se establezca una relación de necesaria e ineludible complementariedad con otras fuentes, dentro de las cuales la prensa sea una entre varias, dentro del conjunto de las que necesita el historiador para sustentar de manera más confiable sus análisis, interpretaciones y planteamientos.

Respecto al hecho tomado como eje inicial de esta exposición sobre Argentina en la Segunda Guerra Mundial, hoy podemos decir, con base en nueva información, proveniente de archivos diplomáticos recientemente desclasificados tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, que la situación de Argentina era muchísimo más compleja de lo que la prensa de la época permite advertir. Es ahora un hecho sabido que Argentina se mantuvo neutral en la guerra por una razón económica, pues conservando esa postura estaba en posibilidad de vender sus productos agropecuarios tanto a los países fascistas como a los aliados. Es decir, podía comerciar por igual con Alemania que con Gran Bretaña, por más que las simpatías gubernamentales estuvieran con el régimen nazi, que por sí solo no podía satisfacer las necesidades económicas y de comercio que sí se conseguían mediante la interacción comercial con Alemania y a la vez con Gran Bretaña y hasta Estados Unidos.

Pero lo que hoy se sabe, además y con toda certeza, es que aquella no era únicamente una conveniencia para Argentina, sino también para la Gran Bretaña. Hoy se sabe mucho más sobre las muy agudas disputas que en privado, y en secreto, mantuvieron Franklyn Delano Roosevelt y Winston Churchill respecto al “problema argentino”. Roosevelt estaba empeñado en tener a todo el continente americano como parte de los Aliados, o como “su” aliado, no solamente para el periodo de la guerra, sino para configurarlo como su zona de influencia en la posguerra. Churchill, por su parte, tenía temor, y muy bien fundado, de que si Argentina era forzada a declarar la guerra contra los países del Eje, ya no se recibirían en Gran Bretaña, desde Argentina, todos los productos y mercaderías que le eran muy necesarios a la sociedad británica (productos cárnicos principalmente). Había el riesgo de que en la guerra submarina del Atlántico que habían desatado los nazis, todo buque argentino dirigido a las islas británicas podría ser torpedeado por los submarinos alemanes. De ocurrir esto, Gran Bretaña habría quedado en mayor situación de dependencia de la que ya tenía respecto a Estados Unidos, lo cual Churchill quería evitar a toda costa. Por otro lado, Churchill tampoco deseaban el sometimiento de Argentina ante Estados Unidos, pues históricamente Gran Bretaña tenía mayor ascendiente en esa nación por sobre Estados Unidos, y no se deseaba que en la posguerra la perspectiva cambiara a la de América toda como “zona de influencia”, única y absoluta de Estados Unidos, con Gran Bretaña desplazada de su posición privilegiada, históricamente, en el Cono Sur. Éste no era zona de cuasi absoluta hegemonía estadunidense, como sí lo eran México, Centroamérica y el Caribe, por ejemplo.

En concreto, a Churchill sí le era conveniente que Argentina se mantuviera neutral, que no le declarara la guerra al Eje, y arguyó fieramente con Roosevelt para evitar a toda costa que el gobierno estadounidense obligara a Argentina a declararse pro Aliada, con el cuento de que podría recibir los beneficios que Estados Unidos pudiera darle como premio. De haberse concretado aquello, se habría puesto a la República Argentina bajo la égida de Estados Unidos, arrebatándola de la esfera de influencia cultural, y de la órbita económica de Gran Bretaña, donde históricamente había estado. Es decir, en la cuestión argentina se debatía no únicamente la posición de esa República en el conflicto bélico, sino la hegemonía estadounidense y británica sobre América Latina, y no únicamente durante la Segunda Guerra Mundial, sino con la vista puesta también en el escenario de la posguerra.

Todo esto no se sabía así de claro. No resulta evidente si se acude únicamente a la prensa como fuente privilegiada para explicar un proceso histórico; y aun si pudiera decirse que un historiador acucioso pudo haberlo intuido, el hecho incontrastable es que hoy se sabe y se puede sostener, con base en documentos, que son distintos de la prensa, a la que en última instancia no descalifican ni anulan, sino que complementan, corrigen o completan en sus contenidos. Por añadidura, queda claro otra vez el rol de la prensa como agente de la historia. El editorial de la prensa mexicana contra la postura de neutralidad de Argentina, dirigido contra su canciller del momento, es solamente un ejemplo, entre múltiples, tanto en la prensa mexicana como en la argentina, de la forma en la cual periodistas y empresas periodísticas de ambas naciones se enfrascaron en la guerra de declaraciones y opiniones, que a su vez era reflejo de la guerra de sus gobiernos en el tema.

La lección aprendida, cuando menos en lo que a un investigador concierne, es que hace falta saber cuando menos algo de historia, antes de ir a revisar, registrar, indizar, etcétera, contenidos de “periódicos viejos”, como dicen algunas veces los alumnos; y sobre todo hace falta que cuando todo esto se lleve a cabo, el investigador (académico o estudiante) vaya claramente advertido de que se está aproximando a una, y solamente una, de todas las fuentes posibles que le serán necesarias si de verdad quiere aproximarse a una mirada cuando menos un poco más integradora, completa y compleja, del hecho histórico que investigue. Desde luego, sin dejarnos dominar por la ansiedad del absoluto, por la ambición de lograr “el todo” de algo, por la soberbia de lo que se pretende como “la historia total”. Una cuestión es cierta, y es la de que podemos tener la certeza de que vale la pena intentarlo cuando sea posible, y que algo gratificante y útil se puede obtener a final de cuentas, sobre todo cuando se trata de procesos de docencia / investigación académicas.

El resquicio de la historia cultural

Como contraparte de esta perspectiva, existe una gran ventaja con la prensa, que realmente no tenemos con documentos oficiales o diplomáticos. La prensa nos abre también una veta riquísima cuando se trata de historiar con base en los que genuinamente son signos privilegiados de un contexto histórico específico, los testimonios y referencias que remiten a una serie de valores, usos y costumbres, modas, mitos, rituales y, junto con todos estos elementos inmateriales, toda una multitud de artefactos de la más diversa índole. Todos ellos, en conjunto, constituyen un complejo entramado, integrador del verdadero y más completo tejido de lo social. Existen en los testimonios periodísticos, por otra parte, indicios de la estrecha relación existente (y no siempre muy evidente) entre asuntos aparentemente banales y elementos de una infraestructura y superestructura reales, y efectivamente operantes e interactuantes (más que determinantes absolutos) con los factores constitutivos del tono de una vida cotidiana, del devenir que se expresa en los antes mencionados valores, rituales, mitos, usos y costumbres y artefactos, etcétera, mismos que es necesario recuperar cuando se trabaja en la historia cultural, en paralelo con la tradicional historiografía de corte político, diplomático o económico.

De acuerdo a lo anterior, un historiador puede adentrarse en el mundo de las aristocráticas y tradicionales fuentes para la escritura de la historia (las constituciones, los edictos, los tratados, los comunicados oficiales y diplomáticos, las declaraciones, las actas, los manifiestos, etcétera), y no siempre, y a veces con mucha dificultad, se puede captar a plenitud, a través de esta clase de documentos, la mentalidad de una época, el tono de la cotidianidad, la textura y los matices de lo colectivo, de lo que remite a una vida social diversa y rica en sus manifestaciones, que se concretan en el imaginario de un momento.

Pero hoy en día está claro que con todo y lo menospreciado que habían sido como fuentes para el historiador, las secciones de la prensa referidas a la publicidad, los deportes, los espectáculos, la cultura, la sociedad, etcétera, ofrecen también una opción no sólo curiosa o atractiva (aunque a veces juzgada superficial) que es necesaria, y por necesaria complementaria, a las fuentes de la historiografía de tono marcadamente político, diplomático o económico, que es a veces la que predomina tanto en la enseñanza como en la investigación. Las primeras solían hacer hincapié en los grandes personajes, en sus hechos, sus hazañas y en las fechas en que éstas fueron realizadas; la otra pone el énfasis en los modos de producción, las relaciones de trabajo, el valor de la fuerza de trabajo, los mercados y bienes de capital, la distribución de los bienes y productos de carácter económico, etcétera, y la manera en que los procesos de producción e intercambio de bienes y servicios determinan una estructura social y/o las relaciones sociales en ella.

Sin embargo, muy pocas veces las historiografías tradicionales habían posibilitado una percepción más clara, vívida, de la forma en que los grandes hechos de los grandes hombres, y las incidencias de los complejos procesos económicos, se expresan en el nivel de la cotidianidad, de lo social, de lo colectivo, de lo popular. En este punto es en el que se hace necesario recordar, junto con Agnes Heller, que “[...] la transformación de la vida cotidiana, de las relaciones y circunstancias de los hombres, no es anterior ni posterior a la transformación política y económica, sino simultánea con ella”.7

Lo cotidiano crea una serie de intersecciones entre los aspectos materiales e inmateriales de la vida humana, de lo social; y en su tránsito de lo público a lo privado, de lo individual a lo colectivo, y viceversa, tiene manifestaciones concretas en bienes y servicios, en productos de consumo colectivo, en necesidades, deseos y temores, que se expresan en hábitos de consumo, patrones de comportamiento y formas de entretenimiento que integran un todo susceptible de ser estudiado, junto con los considerados grandes personajes, las grandes ideas y los grandes procesos económicos, diplomáticos y políticos.

La especificidad y el pragmatismo de la historiografía política y el economicismo provocaron un relativo retraso en la aceptación de una visión culturalista8 de la historiografía, que venturosamente llegó al fin para dar cauce a lo que hoy son los estudios culturales y dentro de ellos la historia cultural. En ella, como una de las más jóvenes vertientes de la historiografía, no se desdeña ni lo político ni lo económico, sino que se busca establecer su imbricación y las formas de su expresión en el ámbito de lo cotidiano, de lo social. Si entendemos a la cultura como el conjunto de los elementos materiales e inmateriales pertenecientes a un grupo social en un tiempo y espacio determinados, podemos establecer muy fácilmente las referencias a la lengua, las ciencias, las técnicas, las instituciones, las normas, los valores, los símbolos, los patrones de comportamiento asimilados y socialmente transmitidos, así como la forma en que todo esto se expresa en el ámbito concreto de la vida cotidiana, de los individuos y las sociedades.

En el proceso en el que cada sociedad se dota a sí misma de una personalidad, de una identidad específica, e independientemente de la pluralidad de las formas en que cada grupo social crea, recrea y expresa su universo cultural propio, es un hecho que dentro de todas las sociedades, en todos los tiempos, la cultura se expresa también como “un conjunto de artefactos de consumo general”: ropa, calzado, medicamentos, formas de entretenimiento, medios de transporte, utensilios, literatura en sus diversas expresiones, música, canciones y, ya en la era industrial moderna, películas, discos, programas de televisión, revistas, etcétera.9

Además, todos los elementos inmateriales, junto con los artefactos arriba mencionados, constituyen lo que propiamente conocemos como la cultura. Estos elementos de la cultura, patrimonio tradicional, sobre todo en sus inicios, de unas minorías privilegiadas, se convierten a continuación en productos o mercancías culturales destinadas a un consumo colectivo, y a la larga popular, con lo cual se origina lo que hoy conocemos como la cultura de masas y/o la cultura popular. Cultura de masas porque todo ese cúmulo de elementos de una cultura en especial son propios de las sociedades modernas, posteriores a la revolución industrial, que produce bienes y servicios en serie, consumidos de manera masiva casi siempre bajo el influjo de la acción de los medios de comunicación colectiva, que al popularizarlos los despojan de su origen aristocrático, recrean el ciclo de la producción y consumo masivos, y los constituyen propiamente como la “cultura popular”, por contraste con la “alta cultura”, o las prácticas culturales de las élites (como la ópera).

Se trata de establecer que uno de los grandes valores de la prensa es el de servir (junto con otras fuentes, como la literatura, la música, las artes populares, o la cultura popular de entretenimiento, entre otras expresiones y prácticas socioculturales), como una fuente privilegiada de un quehacer en el que “el gran valor de la historia cultural es el establecimiento de las conexiones existentes entre las diferentes actividades o áreas del desarrollo humano”,10 en una circunstancia histórica específica, entendiendo a ésta última como “la unidad compuesta por fuerza productiva, estructura social y forma mental”.11 Se trata simplemente de que la historia cultural permite establecer las relaciones existentes entre todos (o varios de) los factores integradores de la vida social y de la historia cotidiana.

Todo lo antes descrito plantea la posibilidad de que a la prensa, pero también a la literatura, a los productos culturales de los medios (filmes, discos, radionovelas, telenovelas, fotonovelas, carteles, historietas, etcétera), se les pueda preguntar siempre sobre “la totalidad de las actividades que caracterizan las reproducciones singulares productoras de la posibilidad permanente de la reproducción social”.12 La prensa, y en general todos los elementos que hoy son fuentes válidas para la historiografía, son, en concreto, factores importantes, si bien no los únicos cuando se les considera de manera aislada en la escritura de la historia cultural, de la historia social o, simple y llanamente, de la historia.

En la historia por venir, la prensa seguirá siendo, y cada vez más, una fuente importante, además de atractiva, para escribir la historia de la gente común, la historia desde abajo, teniendo siempre en cuenta los márgenes que marcan la necesidad de una saludable relatividad y flexibilidad en las consideraciones teóricas y metodológicas sobre la prensa como fuente para la historiografía. Y si a la prensa se le puede preguntar por esas manifestaciones concretas, cotidianas, se diría que “vulgares” (en el mejor sentido), de factores y productos culturales explicables por su relación con lo político y lo económico, conviene reiterar que no es el ánimo de exclusión entre las fuentes lo que mejor sirve para la escritura de la historia, sino la complementariedad de todas las fuentes posibles, de entre todas las existentes, la que verdaderamente puede ser la base de su riqueza.

Lo mismo aplica para todas las demás tipos de fuentes que referimos en este capítulo introductorio. El cine es hoy aceptado también como una fuente válida para la historiografía. Es un producto que se genera con fines económico / comerciales y de entretenimiento, primordialmente, pero sus planteamientos están determinados por las perspectivas, posiciones, filiaciones (políticas, religiosas, ideológicas, etcétera), de quienes están detrás de su hechura. Es decir, un filme, en muchos sentidos, es un agente del proceso sociocultural que se vive en el momento en que se produce y se lanza al mercado para su consumo. A la vez, sobre todo pasado el tiempo, cuando la perspectiva histórica lo posibilita con mayor claridad y facilidad, el análisis del cine, de los filmes, como fuentes de interrogación para la escritura de la historia, lo convierten también en una fuente primordial de conocimiento. Vale la pena reiterar, como hicimos con la prensa, que el filme por sí solo no es tampoco una fuente válida para la historiografía, si se le considera de manera aislada, porque en esas circunstancias a lo más que puede dar lugar es a una crítica, a una opinión, que en todo caso será la posición del crítico frente al filme. Pero en interacción con todo el otro espectro de fuentes posibles (la prensa, la publicidad, la literatura, y los archivos históricos de todo tipo, como los gubernamentales-oficiales-institucionales, diplomáticos, empresariales, familiares, etcétera), sin duda alguna el valor de un filme como fuente para la historiografía, y no únicamente para la crítica del filme per se, se acrecienta de manera exponencial y productiva en términos de resultados.

Una vasta red de vasos comunicantes

Citemos como ejemplo la notoria interacción que ocurrió entre cine, literatura y prensa en el contexto mexicano de la primera mitad del siglo xx. Durante los últimos años treinta, la realización de filmes como El indio (de Armando Vargas de la Maza, 1939), basado en una obra literaria homónima de Gregorio López y Fuentes, adaptada para la pantalla por él y por un dramaturgo reconocido, Celestino Goroztiza, es perfectamente ilustrativa de la política indigenista del régimen cardenista, que había creado el Departamento de Asuntos Indígenas y el Departamento de Educación Indígena (ambas entidades precursoras de lo que después sería el Instituto Nacional Indigenista). Por añadidura, la novela que dio pie a la película había sido ganadora del Premio Nacional de Literatura de la época, lo cual denota una posición oficial para premiar a los intelectuales y creadores alineados con la que era una política oficial del régimen, la del indigenismo, que se manifestó en varios otros filmes, como La noche de los mayas (de Chano Urueta, 1939), que contó con la intervención de Antonio Médiz Bolio, o bien Adiós mi chaparrita (René Cardona, 1937), basada a su vez en una novela, Rancho estradeño, de Rosa de Castaño. Si a esta interacción entre política oficial, cine y literatura e indigenistas, sumamos además lo dicho en la prensa respecto a todo aquel conjunto de interacciones, tenemos un panorama más completo de cómo ocurrió aquella alineación que tuvo un cambio muy drástico durante los años cuarenta, cuando México se encontró en guerra con las potencias del Eje y en el bando de los Aliados.

En el panorama bélico, México y su cine fueron convocados por Estados Unidos para producir cine de propaganda contra el Eje, a favor de los Aliados, y de tono pro estadunidense y pro panamericano. Así, el cine mexicano adoptó una vocación universalista-cosmopolita que le llevó a adaptar múltiples obras de la literatura universal, en filmes en los que de manera subrepticia, entre líneas, estaban con frecuencia los discursos contra las tiranías, contra la injusticia, a favor de la libertad, de la hermandad, etcétera. Se contrató inclusive a un agente en Hollywood, Paul Kohner, para gestionar la adquisición de los derechos de las obras de la literatura universal que se llevarían a las pantallas mexicanas y de todo el mundo de habla hispana, pues la estrategia era realizar propaganda fílmica en todas las repúblicas del continente. Junto con aquella interacción entre políticas oficiales (la estadunidense y la mexicana), cine y literatura, fue fundamental el impacto de la prensa, como agente promotor y halagador de toda la estrategia.13

Adicionalmente, México no se divorció de su filiación cultural con España, con la “madre patria”, y mucho menos con todas sus “hermanas” repúblicas latinoamericanas, con todo y lo franquista que fuera España e inclusive en la inexistencia de relaciones diplomáticas con ella. Así, España no dejó de ser fuente nutricia para la producción fílmica mexicana, a través de la multitud de obras literarias españolas que fueron adaptadas en el cine nacional, como La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez; Pepita Jiménez, de Juan Valera; La malquerida, de Jacinto Benavente, o El abuelo, de Benito Pérez Galdós, utilizado para el filme Adulterio (de José Díaz Morales, 1945).

Nuevamente encontramos que pese a la reticencia oficial y diplomática del gobierno mexicano frente al régimen franquista, la filiación cultural pro hispanista de los sectores empresariales del cine, y de una parte de la sociedad mexicana, impactó en esta interacción entre cultura social, cine y literatura, que también tuvo expresiones de encomio en la prensa, sobre todo en la crítica cinematográfica que, a ambos lados del Atlántico, refirió aquel fenómeno cultural de trama muy compleja. España, que a través de su Consejo de la Hispanidad luchaba con denuedo por evitar el divorcio de las sociedades latinoamericanas respecto a su posición como “eje rector cultural” de las “hijas de la madre patria”, creó con el tiempo una Unión Cinematográfica Hispanoamericana (ucha), a través de la cual premió los esfuerzos de las cinematografías latinoamericanas (principalmente la argentina y la mexicana), por mantener los vínculos culturales con la España franquista.

Finalmente, como un ejemplo más de interacción entre políticas oficiales y diplomáticas, cine, literatura y prensa, podemos mencionar el fenómeno del latinoamericanismo fílmico del cine mexicano. Éste se originó porque así como era urgente, a principios de los cuarenta, el discurso propagandístico a favor de los Aliados, de Estados Unidos como defensor de la libertad y la democracia, del panamericanismo (es decir, el argumento de la unidad de América frente a Europa o Asia), también se buscó promover una unidad a través de la “identidad latina”, que fundara el latinoamericanismo fílmico.14 Así, el vehículo fundamental fueron las adaptaciones cinematográficas de las obras literarias del escritor latinoamericano que entonces estaba en boga, el venezolano Rómulo Gallegos, de quien se llevaron a la pantalla obras como Doña Bárbara, Canaima, Cantaclaro, La trepadora, etcétera, en una estrategia político-diplomática que también se intersectó con el cine, la literatura y la prensa, por cuanto ésta no dejó de encomiar el acierto del cine nacional al involucrarse por los caminos de la literatura latinoamericana. No solamente la prensa mexicana sino también la extranjera alabaron aquel cine mexicano de vocación “latinoamericanista”. Se consideraba más legítimo y “natural”, por la identidad cultural entre las repúblicas latinoamericanas, que este movimiento lo desarrollara el cine mexicano y no el cine de Hollywood, donde se suponía que el resultado habría sido artificioso, falso, ilegítimo y, a final de cuentas, fracasado cultural y económicamente.15


Cine, prensa y literatura como procesos de comunicación y procesos históricos complejos

En toda la explicación anterior, está detrás un planteamiento que ahora parece verdad de Perogrullo, pero que hasta hace poco tiempo no era muy fácilmente aceptado en los medios académicos. En la época contemporánea, en casi todos los estudios de Ciencias Sociales y Humanidades, y aun en otros campos disciplinarios, cuando se habla de lo que se suele denominar como la era de la globalización, se suele pasar por alto que esta etapa se alcanzó en gran medida por la enorme diversificación, complejidad y enriquecimiento de los procesos, los medios y las estrategias de comunicación, merced a la potenciación de los mismos debido a la convergencia tecnológica que entre el final del siglo xx y el principio del siglo xxi los hizo posibles tal como ahora los viven las diversas sociedades del mundo. Históricamente, los procesos de comunicación han sido siempre cruciales en la conformación de las sociedades a través de los tiempos, por su incidencia en la socialización, la aculturación, la integración, etcétera, de los individuos y los grupos sociales. De tal modo, han sido sustanciales en la constitución de las identidades locales, regionales, nacionales, religiosas, raciales, culturales, etcétera, a través de la creación de representaciones, imaginarios sociales, mentalidades, ideologías, mismas que tienen en la comunicación colectiva una de las bases fundamentales para su constitución.

Así, los fenómenos políticos, sociales, culturales, etcétera, de la época contemporánea no se explican, en las sociedades en lo particular, o en el mundo globalizado, si no se tiene en cuenta el papel fundamental que en todos ellos asumen los procesos de comunicación que implican ciertamente medios y tecnologías cada vez más avanzadas e innovadoras. Pero sobre todo involucran protagonistas (grupos políticos o empresariales, por una parte, y organizaciones de la sociedad civil ahora, por otra, que abogan por los receptores, las audiencias o los usuarios de la comunicación), así como estrategias seguidas por cada uno de los interesados (individuos y agrupaciones), empeñados en disponer para su servicio y para sus beneficios de las potencialidades de la convergencia tecnológica y los dividendos (económicos, políticos, ideológicos o culturales) de la cada vez más compleja trama de la comunicación colectiva social, local, regional, nacional, internacional o global.

El proceso, desde luego, no es en absoluto nuevo. Se puede ubicar a la imprenta, y a su uso generalizado, como el origen de la era “mediológica”. De entonces a la fecha, todas las innovaciones técnico-mediáticas no han dejado de determinar el curso de la historia y la transformación de las sociedades. Si tomamos como ejemplo el poder y la utilización de los medios para la entronización de ciertas expresiones de la cultura de una región, como representativas del todo de una nación, podemos percibir que dicho proceso de construcción artificiosa de una “identidad” ocurrió a lo largo de la primera mitad del siglo xx en varias naciones, con recursos como las industrias de radio, discográfica y fílmica.

Sucedió así que por el papel que jugaron la industria radiofónica, la industria discográfica y después la industria del cine, en México terminó por imponerse el folclor de una región, el Bajío mexicano (Michoacán, Jalisco, Guanajuato, etcétera), como representativos a ojos propios y extraños del “todo” de la nación mexicana. Esto ocurrió, desde luego, con el consecuente sacrificio o invisibilidad del folclor y las características, peculiaridades y riqueza de la especificidad de todas las otras regiones y manifestaciones culturales que integran, esas sí, en conjunto, el “todo” de la nación mexicana: el folclor de la huasteca, tanto la veracruzana como la hidalguense; el folclor del norte de la República mexicana; el folclor yucateco, el de Oaxaca, el guerrerense, el sinaloense, etcétera.

Algo similar ocurrió en España cuando se adoptó como representativo del “todo” de la nación española al folclor de Andalucía (con peinetas, mantillas y castañuelas de por medio), en desdoro de la multiplicidad de regiones que componen el mosaico cultural español, con Cataluña como una de las regiones más renuentes a someterse a aquella imposición político-mediática. Algo similar sucedió con Alemania, en la cual el folclor de una de sus regiones, Bavaria, pretendió imponerse como representativa del “todo” de la nación alemana, también rica y diversa en todas sus expresiones y manifestaciones culturales, en su diversidad regional, religiosa (aunque se asuma por algunos como nación mayoritariamente protestante) e incluso lingüística, por las variaciones del alemán que se habla en diversas regiones del país.

Ahora bien, si nos concentramos en la utilización del cine como fuente para la historia, tendríamos que traer a colación la verdad incuestionable de que el estudio de los medios de comunicación y sus productos no es, en primera instancia, una especie de entretenimiento meramente frívolo, enajenado de los procesos político-económicos, diplomáticos o socioculturales. El estudio de los medios y sus productos, en estrecha relación con los contextos políticos, económicos, diplomáticos, sociales y culturales, sin que forzosamente se tenga que hacer énfasis en las consabidas historias políticas o económicas per se como las únicas determinantes y que debamos tener en cuenta, nos lleva entonces a la consideración de la industria cinematográfica y sus industrias adyacentes (la publicidad cinematográfica, la prensa cinematográfica, el cartel cinematográfico, etcétera) como parte de un entramado más complejo. En él hablamos de un medio de comunicación, de un medio de expresión artística, un medio de entretenimiento pero también de goce estético para sus consumidores; un medio que se ha utilizado con fines proselitistas, propagandísticos, en momentos coyunturales (como las guerras mundiales del siglo xx), y también como un medio para la creación cotidiana de ciudadanía, para la construcción cotidiana y sostenida de la identidad, de sentidos de identificación, pertenencia, adhesión a valores, principios, tradiciones, mitologías, imaginarios, etcétera, en la llamada historia de tiempo largo, o de larga duración, cuando no hay coyunturas o rupturas en el devenir histórico. En ambas, pero sobre todo en el apacible navegar en el tiempo, se forjan identidades, mentalidades, representaciones del ser propio y de “los otros”, de los cuales nos distinguimos a través de la forma en que nos representamos y a través de la manera en que representamos a los demás dentro del mundo, en que existimos y cohabitamos con todos. Desde luego, no se desconoce que también un hecho coyuntural, trágico, de corta duración, puede tener gran alcance en la configuración de estos procesos.

El ejemplo más claro de todo ello sería la forma en la cual, durante la primera mitad del siglo xx, cuando menos, prácticamente todos los Estados prominentes del mundo, en términos de disposición de tecnología mediática, y de poder para utilizarla en función de sus fines e intereses, fueron descubriendo los que percibieron como valores potencialmente muy útiles de los medios en cuanto a sus facultades de adoctrinación, ideologización y configuración ideológica. Muy temprano, en la transición del siglo xix al siglo xx, el magnate del periodismo estadunidense, William Randolph Hearst, atizó una primera campaña de propaganda antiespañola durante la guerra de independencia de Cuba. Simultáneamente, ese mismo magnate del periodismo amarillista por excelencia impulsó también una campaña de denuestos contra la Revolución mexicana; iniciada la Primera Guerra Mundial promovió también una campaña de difamaciones contra México, los mexicanos y los latinos en general, por la supuesta amenaza que signficaban para Estados Unidos en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Existieron planteamientos fílmicos en Estados Unidos sobre supuestas conspiraciones de “todos los países latinos, de América y Europa”, contra esa nación; o bien de alianzas de espías mexicanos y latinos, con espías y agentes alemanes o japoneses, para atacar, desestabilizar o “subyugar” a Estados Unidos.16 A propósito de ese periodo, se debe señalar la guerra de propaganda mediática (a través de carteles, panfletos, y películas) organizada por prácticamente todos los participantes en aquella primera gran conflagración del siglo xx, pues tanto Alemania como Estados Unidos, Italia o Francia, Gran Bretaña y todos los demás participantes, utilizaron todos los medios a su alcance para tratar de influir en sus sociedades respecto al conflicto en el que participaban.

Después, triunfante la revolución soviética, en 1919 Vladimir Lenin declaró que de todos los medios, el que más le importaba era el cine, por sus evidentes poderes para la ideologización de las masas. Después del periodo de entre guerras, la mayor parte de los Estados que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial volvieron a enfrascarse en una utilización de los medios (la prensa, la radio, la publicidad, la cartelística, el cine, etcétera) con fines propagandísticos y de persuasión ideológica. Al ascenso del fascismo italiano en los años veinte, del nazismo alemán en los treinta, se sumarían también los esfuerzos propagandísticos de Japón, de Gran Bretaña, de Estados Unidos. Desde luego, también los de México, que durante el cardenismo creó el Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (el dapp), para cubrir las necesidades propagandísticas que se atenderían mediante aquel organismo oficial, pero también con apoyos diversos a la producción mediática de la iniciativa privada, como la de los empresarios de la Cinematográfica Latinoamericana, S. A. (los estudios clasa en Calzada de Tlalpan entonces). El dapp se creó para atender en general las necesidades de todo el sector de comunicación y medios del país, pues se consideraba fundamental todo aquello para la construcción y fortalecimiento de la nueva identidad nacional y para el fortalecimiento de la unidad nacional, en el umbral de la Segunda Guerra Mundial.

Del estudio profundo de todo esto se ha desprendido, en los últimos treinta años, la certeza de que acusaban ya una relativa caducidad las teorías y paradigmas con los que se había tratado de explicar el conjunto de los fenómenos de la comunicación hasta el principio de los años se-tenta, pues a una mayor complejidad e incidencia de los fenómenos de la comunicación colectiva (con sus medios, sus protagonistas y sus estrategias) en la conformación del panorama político, social, económico y cultural del mundo, correspondía una necesidad de abordar las complejidades de la comunicación social con un instrumental teórico y metodológico también cada vez más complejo e innovador. Sobre todo, por el enorme enriquecimiento y diversificación de las propuestas que ahora inciden en el estudio, la docencia y la investigación de la comunicación, y que le han ganado a este campo de conocimiento un válido reconocimiento y legitimidad como campo disciplinario. Éste se ocupa de un conjunto específico de fenómenos (los de la comunicación social), pero ha logrado hacer de la multidisciplina, la interdisciplina, y en alguna medida la transdisciplina, una posibilidad de enriquecimiento para sí y para los demás campos de conocimiento con los que se han trascendido las divergencias para alcanzar las convergencias, las que reconocen ya a los fenómenos y los estudios de la comunicación como factores ineludibles en la investigación social, cultural, humanística, política, económica, etcétera.

En consecuencia, existe ahora, por ejemplo, un reconocimiento pleno del hecho de que los procesos de comunicación son procesos que deben ser jurídicamente regulados, pero no únicamente desde la perspectiva en la que se contemplan los intereses de los grupos políticos y empresariales (principales usufructuarios y beneficiarios de la comunicación hasta hace muy poco tiempo), o las cuestiones de regulación tecnológica, territorial, de mercadeo, etcétera, sino también desde la perspectiva de los individuos y los grupos sociales que tienen derechos reconocidos en materia de comunicación e información.

El reconocimiento del derecho de las personas en materia de comunicación e información, implica admitir que si la comunicación es básica para la vida de los individuos y las sociedades, es por lo mismo de crucial importancia que se investiguen las cuestiones relativas a la incidencia de los procesos de comunicación en la conformación cultural, en el acceso a entretenimientos de calidad, y a la información necesaria, expedita, oportuna, veraz e imprescindible, para que los individuos estén en posibilidades de realizar una adecuada toma de decisiones (en lo individual, y en su participación ciudadana). También es innegable el derecho a la comunicación libre de sesgos ideológicos, prejuicios, ocultamientos, falseamientos, distorsiones, censuras, etcétera, en entornos sociales en los que tendría que primar el acuerdo social entre los protagonistas de los procesos de comunicación, para alcanzar cada vez más mayor calidad en el suministro de la información, la cultura y el entretenimiento a través de los medios.

Junto con todo lo anterior, los derechos y responsabilidades de los comunicadores, así como la jurisprudencia cada vez más creciente en materia de atención a los atentados contra el derecho a la comunicación, han devenido en factores de gran interés y atención por parte de los grupos políticos y empresariales, que forzados por las organizaciones de la sociedad civil han debido poner, o tratar de poner, coto a los monopolios; han impulsado la necesidad de que la sociedades dispongan de formación para la comunicación y la recepción de productos culturales de los medios, por medio no únicamente del estudio de estas cuestiones en la currícula de las instituciones de educación superior, o los centros de investigación, sino también a través de la creación de organismos, asociaciones o consejos. ciudadanizados en la mayoría de los casos. En algunos países éstos operan de manera que independientemente de la formación de profesionales en el estudio, la práctica, o la docencia y la investigación de la comunicación, los grupos sociales distintos de las clases políticas y empresariales disponen también del derecho a comunicar, del derecho al respeto a sus identidades, a su diversidad; del derecho al conocimiento y, en concreto, del derecho a la comunicación que facilita la toma de decisiones (en lo individual y para la vida en sociedad), y la protección de ese conjunto de garantías que forman parte, a no dudarlo, de los derechos ciudadanos, de las garantías individuales y de los derechos humanos.

De cuestiones como las referidas en el ejemplo anterior, y de varios otros que podrían citarse, se desprende la certeza de que el desarrollo teórico en la investigación y la docencia de la comunicación exige el replanteamiento de los abordajes científicos frente a la complejidad de los procesos sociales en los que la comunicación es protagonista fundamental. De ahí que en el estudio e investigación de la comunicación se haya trascendido del mero estudio de la práctica del comunicador, al estudio de aspectos específicos de la relación de interacción de los miembros de los grupos sociales (entre sí y de todos ellos con otros grupos y/o con sus gobernantes): la comunicación política, la comunicación cultural, la comunicación organizacional, etcétera. Esto, sabemos ahora, debe realizarse mediante enfoques que hace mucho tiempo dejaron atrás el mero “estudio de los medios”, para abordar a los productores (creadores, emisores, proveedores de informaciones, mensajes, productos culturales) y a los receptores (audiencias, espectadores, usuarios de mensajes, contenidos, informaciones, etcétera), desde perspectivas en las que la circulación de informaciones y productos diversos de carácter informativo –noticioso, de entretenimiento, de carácter cultural, etcétera–, no son vistas como aspectos inocuos de la convivencia social y política, sino como aspectos fundamentales en contextos en los que la circulación de informaciones y productos, su acceso o inaccesibilidad, y el ocultamiento, las distorsiones, los falseamientos y otras formas de manipulación de la comunicación, determinan el desarrollo y desenlace de procesos como los electorales, judiciales, sociales o, en concreto, el carácter de los procesos históricos que viven actualmente las sociedades en nuestro “mundo globalizado”.

En este panorama, entonces, pueden cobrar cabal sentido estudios como los que se proponen en este libro, y que en este capítulo inicial, introductorio, se definen como adheridos a la metodología de la historia cultural. Una historia en la que, por ahora, se han tomado como ejes protagónicos al cine, la literatura y la prensa, de manera individual, pero siempre en sus interacciones con los resortes de la política, la diplomacia y la vida social de los diferentes contextos que en cada capítulo se analizan y se explican, en una nueva propuesta de crítica, análisis interpretación y explicación histórica. En todos los casos aquí analizados el objeto de investigación, trátese de prensa, cine o literatura, es visto como fuente y, a la vez como agente, del proceso histórico con el que aparece entrelazado.

Bibliohemerografía

Burke, Peter, Varieties of Cultural History, Cambridge, Polity Press, 1997.

________, “Unidad y variedad en la historia cultural”, en Formas de historia cultural, Madrid, Alianza Editorial, 1999, pp. 231-264.

Charlois, Adrien, Ficciones de la historia e historias en ficción. La historia en formato de telenovela. El caso de Senda de gloria (1987), Guadalajara, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara (cucsh – u. De g.), Colección Graduados, Serie Sociales y Humanidades, núm. 5, 2010.

Cueva, Álvaro, “Telenovelas históricas, al servicio del Estado”, Periódico Zócalo, núm. 40, México, 9 de junio, 2003.

Dilthey, Wilhelm, “La comprensión de otras personas y de sus manifestaciones de vida”, en El mundo histórico, México, fce, 1978.

Geertz, Clifford, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa Editorial, 1989.

Heller, Agnes, Historia y vida cotidiana, México, Grijalbo, Colección Enlace, 1985.

Kaye, Harvey, “E. P. Thompson. La formación de la clase trabajadora inglesa”, en Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1989.

Peredo Castro, Francisco, “En disputa por Latinoamérica. La ambigüedad de la alianza angloestadounidense en su lucha por combatir el fascismo en la Segunda Guerra Mundial”, en Latinoamérica. Revista del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, núm. 36, México, ccydel-unam, (2003 / 1), octubre, 2003.

________, “Latinoamérica y el cine. Convergencias en la forja de un latinoamericanismo fílmico, desde la etapa muda hasta el cine de los años cuarenta”, en Estela Morales Campos, Estela (coord.), América Latina: Convergencias y divergencias, México, cialc-unam (Serie Coloquios 4), 2007.

________, “Literatura latinoamericana en el cine mexicano. Hacia la constitución de una identidad panamericana a través de la pantalla fílmica durante los años cuarenta”, en Carlos Huamán (coord.), Voces antiguas. Voces nuevas. América Latina en su transfiguración oral y escrita, vol. ii, México, unam-Universidad Autónoma del Estado de México, 2007.

________, “Entre la intriga diplomática y la propaganda fílmica. México en el cine estadunidense durante la Primera Guerra Mundial”, en Verónica Gil Montes, Harim Benjamín Gutiérrez Márquez y Martha Ortega Soto, (coords.), “A cien años de la Primera Guerra Mundial”, en Revista Política y Cultura, núm. 42, México, uam – Xochimilco, otoño de 2014.

________, Cine y propaganda para Latinoamérica. México y Estados Unidos en la encrucijada de los años cuarenta, México, Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (cialc-unam), 2013, 526 pp. Segunda edición, revisada y ampliada, con investigación iconográfica e índice analítico final.

Rodríguez Aviñoa, Pastora, La prensa nacional ante la participación de México en la Segunda Guerra Mundial, México, El Colegio de México, Tesis de Maestría en Ciencia Política, 1977.

Strinati, Dominic, An Introduction to Theories of Popular Culture, Londres, Routledge, 1998, 301 pp.

Thompson, Edward Palmer, Costumbres en común, Barcelona, Crítica, 1991.

________, Historia social y antropología, México, Instituto Mora, 1994.

________, The Making of the English Working Class, Nueva York, Pantheon Books, 1964.

________, The Making of the English Working Class, Londres, Penguin Adult / Penguin History, 1991.

Torres, Blanca, “México en la Segunda Guerra Mundial”, en Historia de la Revolución mexicana 1940-1952, vol. 19, México, El Colegio de México, 1988.

* cecc-fcps-unam.

1 Estas perspectivas contrastantes explican, por ejemplo, que no exista en México un monumento para honor y gloria del conquistador de México (y por tanto destructor del Imperio Mexica), como sí existe en pleno centro de Lima, Perú, un monumento para honor y gloria del conquistador Francisco Pizarro (frente al Imperio Inca).

2 El asunto de las “telenovelas históricas” ha sido muy debatido en artículos académicos, artículos periodísticos e inclusive libros. Un ejemplo, entre múltiples existentes, es la siguiente fuente: Álvaro Cueva, “Telenovelas históricas, al servicio del Estado”, Periódico Zócalo, No. 40, México, 9 de junio, 2003. El lector interesado puede ver, además de este artículo de difusión, un trabajo de carácter académico / de investigación y muy útil: Adrien Charlois, Ficciones de la historia e historias en ficción. La historia en formato de telenovela. El caso de “Senda de gloria” (1987), Guadalajara, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara (CUCSH-U. de G.), Colección Graduados, Serie Sociales y Humanidades núm. 5, 2010, 120 pp.

3 Respecto a estos planteamientos y los que siguen, puede consultarse el siguiente texto: Francisco Peredo Castro, “En disputa por Latinoamérica. La ambigüedad de la alianza angloestadounidense en su lucha por combatir el fascismo en la Segunda Guerra Mundial”, en Latinoamérica. Revista del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, núm. 36, México, ccydel-unam, octubre de 2003.

4 Conviene precisar, sin embargo, que aunque no puede afirmarse que la sociedad argentina en general era pro nazi, si existían en ella sectores fuertemente inclinados a simpatizar y apoyar los regímenes totalitarios, a atacar a los aliados y en particular a Estados Unidos. Sucedía además que entre esos sectores estaban algunos de fuerte peso político en la sociedad argentina. En el terreno editorial, crucial en la formación de la opinión pública, destacaban por su postura antialiada y pro Eje publicaciones como Cabildo, El pampero, Fiat Lux (de corte claramente antibritánico) o Clarinada, que era no únicamente antialiado, sino también anticomunista y antijudío. En Cabildo y El mundo las secciones de crítica cinematográfica eran de corte antialiado y pro Eje. Aquella prensa era portavoz de agrupaciones contrarias al comunismo, a la democracia, al liberalismo y favorables al franquismo, a la “hispanidad” y a la promoción de un “fascismo de corte latino”.

5 Editorial de El Universal, Ciudad de México, viernes 24 de julio de 1942, Primera sección, p. 3. Cursivas mías.

6 Blanca Torres, México en la Segunda Guerra Mundial, op. cit., pp. 95-100. Un estudio importante sobre el periodismo mexicano en esta época es el de Pastora Rodríguez Aviñoa, La prensa nacional ante la participación de México en la Segunda Guerra Mundial, México, El Colegio de México, tesis de Maestría en Ciencia Política, 1977, 186 pp.

7 Agnes Heller, Historia y vida cotidiana, México, Grijalbo, Colección Enlace, 1985, p. 19. Cursivas mías.

8 Se suele entender como culturalismo a la tendencia que concede a la cultura y los factores culturales un papel determinante en la formación tanto de la persona individual como de las formas sociales de la vida humana. Esta es la visión opuesta a la de quienes encuentran que la determinación del individuo y de la sociedad está determinada primordialmente por factores políticos y económicos. En este texto proponemos una visión intermedia, que considera a los dos grupos de factores, los políticos y económicos, por un lado, y los culturales, por el otro, como fundamentales en la determinación del individuo y de la sociedad, en la explicación del hombre, de la vida en sociedad y en el quehacer del historiador y para la escritura de la historia.

9 Vid. Dominic Strinati, An Introduction to Theories of Popular Culture, Londres, Routledge, 1998, p. 34.

10 Peter Burke, Varieties of Cultural History, Cambridge, Polity Press, 1997, p. 201.

11 Heller, op. cit., p. 19.

12 Vid. Agnes Heller, op. cit., pp. 9, 19, 39 y 69.

13 Al respecto, puede consultarse la siguiente fuente: Francisco Martín Peredo Castro, Cine y propaganda para Latinoamérica. México y Estados Unidos en la encrucijada de los años cuarenta, 2ª ed., revisada y ampliada, México, Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (cialc-unam), 2013, segunda edición, revisada y ampliada, 526 pp.

14 Véase al respecto: Francisco Peredo Castro, “Latinoamérica y el cine. Convergencias en la forja de un latinoamericanismo fílmico, desde la etapa muda hasta el cine de los años cuarenta”, en Estela Morales Campos (coord.), América Latina. Convergencias y divergencias, México, cialc-unam (Serie Coloquios 4), 2007, 366, pp. (páginas en el libro: 109-167).

15 Puede verse, respecto a este proceso: Francisco Peredo Castro, “Literatura latinoamericana en el cine mexicano. Hacia la constitución de una identidad panamericana a través de la pantalla fílmica durante los años cuarenta”, en Carlos Huamán (coord.), Voces antiguas. Voces nuevas. América Latina en su transfiguración oral y escrita, vol. ii, México, unam-Universidad Autónoma del Estado de México, 2007, 475 pp.

16 Sobre este proceso puede verse el siguiente artículo: Francisco Peredo Castro, “Entre la intriga diplomática y la propaganda fílmica. México en el cine estadunidense durante la primera guerra mundial”, en Verónica Gil Montes, Harim Benjamín Gutiérrez Márquez y Martha Ortega Soto, (Coords.), “A cien años de la Primera Guerra Mundial”, en Revista Política y Cultura, núm. 42, México, uam-Xochimilco, otoño de 2014.

Tinta, papel, nitrato y celuloide

Подняться наверх