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Los de abajo y El Universal Ilustrado: alianza por la lectura para el pueblo

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Blanca Aguilar Plata*

La construcción de la cultura popular mexicana

y la prensa de la posrevolución

umbre, entre 1916 y 1924, el país no había salido aún de la revuelta civil que alargó el movimiento revolucionario de 1910. Es justo después de 1924 que se iniciaría cierta estabilización política para ensayar un nuevo proyecto gobernante para México, con instituciones electorales y reivindicaciones sociales más justas.

Una revolución armada, sin embargo, no dejaría imágenes amables ni alentadoras de la situación general del país. Por el contrario, las desilusiones, el desgaste, un sentimiento de impotencia ante la suerte de inestabilidad que ya parecía perpetua, sin llegar a acuerdos sólidos y respetables entre las facciones que aspiraban al poder. Desacuerdos que tenían hundido a México en el desastre económico y la desconfianza. En este contexto se difundió en México la principal obra del médico y escritor Mariano Azuela: Los de abajo, obra que llegaría a ser considerada primigenia de la novela de la Revolución mexicana. Aun cuando se ha realizado un balance general sobre la novela de la Revolución, sobre todo en los años sesenta del siglo pasado y se la ha considerado positiva para la literatura de aquella época, Adalbert Dessau, uno de sus compiladores y comentaristas de mitad de ese siglo, afirma que

Es unánime la opinión de que la representación sin prejuicios de la realidad mexicana abrió las puertas a una reforma literaria radical. Nadie pone en duda que la novela de la Revolución es de una trascendencia nacional incomparablemente superior a la que alcanzó la novela mexicana durante periodos anteriores de su desarrollo.1

Para quienes vivieron de cerca la muerte y el abandono de los civiles y el sufrimiento de la población marginada acentuado con el paso de las tropas de diferentes bandos, como fue el caso de Azuela, ciertamente no tenían una visión romántica del movimiento armado, como aquella que una década más tarde construiría la industria del cine nacional. A diferencia de ésta, la prensa diaria de la capital del país casi se limitó a dar partes militares, o a reproducir informes de los propios revolucionarios para que se conocieran sus avances y, sobre todo, sus éxitos en las batallas. En tanto, los grandes periódicos como El Universal, Excélsior y La Prensa seguían dando prioridad al acontecer internacional por sobre lo ocurrido en el territorio mexicano. Sólo en el periodo que abarcó la Convención de Aguas Calientes y durante la discusión del proyecto constitucional carrancista, hasta la promulgación de la nueva Constitución Mexicana en 1917, la prensa dedicó grandes espacios a ese acontecimiento.

No obstante, de las tribulaciones sufridas por la población del interior del país y aquella marginada en los barrios pobres de la capital durante el movimiento armado, poco se sabía. Desde finales del siglo xix ciertas noticias fueran la comidilla preferida de los diarios cuando de vender se trataba: robos, asesinatos, suicidios, desastres naturales, siempre hubo en las páginas de todos los periódicos de amplio espectro noticioso. Este tipo de información compartía el espacio junto a la literatura en entregas, novela, poesía, predominantemente de autores extranjeros de moda en Europa. Mientras en México los estrechos grupos elitistas de intelectuales, desde la última década del siglo xix y la primera del xx acaparaban el espacio público, la literatura para las clases bajas la constituían las notas rojas o notas de policía, el reportaje sensacionalista, cuyo auge se inició en las páginas de El Imparcial, de Rafael Reyes Espíndola, en los últimos años del porfiriato, y que fueron retomados por los grandes diarios comerciales en la segunda mitad de la primera década del siglo xx.

La Revolución mexicana dio su cuota de sangre a los titulares de los diarios sobre todo después del asesinato de Madero y hasta 1917, cuando lo que importaba ya era el fin de la revuelta armada: “Los villistas fueron destrozados en Jiménez por la columna del general Francisco Murguía. 1500 prisioneros y 300 muertos se hicieron a los villistas”. Información de las batallas alternaba con las notas de policía: “Los mendigos seguirán pidiendo limosna en las calles”.2 La narración de las noticias se debate aún entre el dato puntual y la descripción detallada de pretensiones literarias: “Ayer en la mañana, poco después de las siete, pasaba uno de nuestros reporteros por la esquina de las calles de Soto y Avenida Hombres Ilustres cuando sus ojos vieron que del balcón de un tercer piso de una de las casas situadas en la primera de las calles antes citadas, una joven se encaramaba a la barandilla, y sin ninguna vacilación, se arrojó desde ese piso”.3

Tanto El Universal como Excélsior, aunque fueron rivales políticos, coincidieron en estilos periodísticos, en temáticas y en sus versiones de lo que debía ser la difusión de la cultura. Ambos diarios respondieron a las necesidades del momento con dos proyectos de difusión de la cultura: primero Excélsior editó la Revista de Revistas en 1916 y a ésta le siguió su rival, El Universal Ilustrado. Asimismo, compartieron colaboradores por mucho tiempo, sobre todo ya entrada la década de los años veinte: escritores como Jaime Torres Bodet, Salvador Novo, José Gorostiza, Alfonso Reyes, Jorge Cuesta, Enrique González Martínez, Luis G. Urbina, Amado Nervo, Ramón de Valle Inclán y Mariano Azuela, entre muchos otros, escribieron en ambos periódicos.

Mientras estuvo bajo la dirección de Carlos Noriega Hope (1920-1934), el proyecto cultural de El Universal se propuso no sólo difundir información variada sobre acontecimientos cotidianos, sino dirigirse a un sector culto de la sociedad, a un público amplio.4 En particular, Noriega Hope tenía experiencia en el periodismo y ejerció la crítica cinematográfica y de teatro desde años antes en que vivió en Los Ángeles, California, y ejerció como corresponsal para el diario mexicano El Universal. Bajo su dirección, el nuevo suplemento de la Ciudad de México se propuso dar lugar a la vanguardia literaria, lo que fue considerado como un grupo de jóvenes escritores de nuevo estilo. Ese fue el caso de Mariano Azuela, quien, sin embargo, no captaría la aprobación de los consagrados sino hasta una década más tarde. La literatura de “segunda fila”, dice Adalbert Dessau, fue la que en gran medida se publicó en periódicos y suplementos; sin embargo, ahí alternaron con las grandes plumas reconocidas por el canon literario tradicional.

En este contexto híbrido, entre el periodismo sensacionalista y la difusión de la literatura en la prensa periódica, aparece la obra cumbre de Mariano Azuela, Los de abajo, que pasó casi inadvertida en su primera edición, en Texas, en 1916. Posteriormente fue rescatada por El Universal, en 1924, como literatura dirigida al pueblo y que retrataba las condiciones de vida de este sector marginado. Años después esta obra daría lugar a prolongadas discusiones acerca de la calidad literaria de la misma, el surgimiento de una nueva literatura para las masas, un nuevo estilo en el lenguaje y lo más ampuloso del asunto: el cuestionamiento sobre un pretendido nacionalismo y una representación del movimiento revolucionario mexicano, que arrojó miles de páginas de controversia en la misma prensa capitalina entre los defensores y los detractores de este tipo de literatura llamada propiamente mexicana.5

Los “descubridores” de Azuela

La novela de Mariano Azuela, Los de abajo, al ser publicada como folletín en El Paso (Texas) en 1916, era desconocida en México y lo fue hasta 1924 cuando el director del diario El Universal decidió difundirla en entregas o capítulos semanales a través del Universal Ilustrado (suplemento o magazine cultural semanario). Nadie imaginaba entonces el éxito que tendría esta obra, al grado de ser considerada como emblemática de la literatura de la Revolución mexicana. La lluvia de elogios que la novela recibiría dos décadas más tarde no disiparía las dudas y opiniones polémicas a que dio lugar. Hacia la segunda mitad del siglo xx todavía algunos reconocidos escritores (como Juan Rulfo) guardaban silencio absoluto ante la mención de las “cualidades” de dicha novela. No obstante, ya la obra había dado vuelta al mundo como modelo típico de la literatura mexicana de la Revolución. Durante al menos dos décadas se la consideró lectura obligatoria para los estudiantes de educación media y media superior. Y puedo afirmar que para estos estudiantes la duda y el asombro ante el “modelo de novela de la Revolución” no fue menos que el provocado a los primeros lectores de los años veinte y treinta del siglo pasado. ¿Cómo podía considerarse un ejemplo de literatura aquello que denostaba crudamente al movimiento revolucionario y presentaba por momentos a los participantes en él como seudo humanos, bárbaros inconcientes, malhablados y tontos?

La respuesta a esa pregunta sólo se puede construir sumando la serie de circunstancias que contribuyeron al reconocimiento de la obra de Azuela en un momento que para la literatura mexicana puede constituir una “ruptura” con la tradición clásica, fomentada y defendida aún después de la consolidación de las instituciones políticas surgidas de la Revolución. Los cuestionamientos hechos a la obra no fueron del todo infundados; años más tarde, la narrativa mexicana tomaría su cauce, ya no tradicional, pero sin desdeñar los cánones de la forma, que eso es la literatura. Para entonces, los “descubridores” de Azuela se peleaban el mérito de las primicias. Curiosamente ambos eran personajes secundarios a principios de la década de los años veinte: Francisco Monterde elaboraba el Boletín bibliográfico de la Biblioteca Nacional y aún no tenía el peso que después alcanzó en las instituciones educativas del país y en las letras; el segundo de los “descubridores”, o mejor dicho el principal de ellos, después de haber pasado un tiempo en España, desde donde enviaba colaboraciones al diario mexicano y donde había gestionado también una edición modesta de la novela en cuestión, estaba en situación aún más débil: Gregorio Ortega (conocido también como Febronio Ortega u Orteguita). Él era un polémico periodista de origen cubano, un tanto vagabundo y aventurero, que había conseguido trabajo en el diario capitalino El Universal y conocía a los hijos de Mariano Azuela, por cuya mediación leyó Los de abajo.

Por su parte, Monterde esperó otra oportunidad, después de haber reseñado Los de abajo para el Boletín y de haber obtenido como respuesta el silencio total en el medio literario de 1920.6 Ortega, más audaz y tal vez por su oficio periodístico, encontró elementos muy interesantes en el trabajo de Azuela e insistió en su publicación en el periódico, a lo que finalmente accedió el director editorial, Noriega Hope, en diciembre de 1924. Los comentarios de Monterde en el propio diario matutino, El Universal, dieron lugar a una polémica por la calidad de Los de abajo. Gregorio Ortega, por su parte, entrevistó al autor después de que apareció el primer capítulo de la novela.7

Diario y novela se acoplaron a la intencionalidad declarada por Azuela de dirigirse al público amplio, no a los eruditos. El lenguaje de la obra causó ámpula, muy a gusto del director, pues significó atracción para el periódico. Éste como otros de sus colegas de la década, argumentaron a su favor el dirigirse a los públicos heterogéneos, a los lectores sencillos, a las clases trabajadoras y populares. No fue gratuito que el diario aceptara la publicación, después de que tradicionalmente las entregas de literatura habían sido un soporte para conservar lectores. La Revolución había dado lugar a los cambios y éste bien podía ser uno de ellos: una literatura “para el pueblo” o que hablaba del “pueblo”.

De hecho, la primera edición de Los de abajo en El Paso, Texas (1916), de la cual no se conservan ejemplares ni se conoce la fecha exacta, se realizó en papel periódico, en forma de folletín y el subtítulo que se le agregaba, “Cuadros y Escenas de la revolución actual”, era un llamado a “mirar” lo que sucedía en aquel momento, más que a intentar una lectura larga y cuidadosa. Por ejemplo:

Ella siguió la vereda del arroyo. El agua parecía espolvoreada de finísimo carmín; en sus ondas se removían un cielo de colores y los picachos mitad luz y mitad sombra. Miríadas de insectos luminosos parpadeaban en un remanso. Y en el fondo de guijas lavadas se reprodujo con su blusa amarilla de cintas verdes, sus enaguas blancas sin almidonar, lamida la cabeza y estiradas las cejas y la frente; tal como se había ataviado para gustar a Luis.8

Azuela mismo aclararía más tarde que su libro lo construyó sobre las rodillas, a partir de notas que hizo en medio de las balas. No hacía mucho tiempo desde que se había exiliado en Texas, a raíz del asesinato de Francisco Villa, en cuyo ejército sirvió, cuando ya había publicado el folletín. Era una invitación a enterarse de las acciones en la revolución que estaba ocurriendo en ese momento.9 Y si uno repasa algunas de sus descripciones, efectivamente van de escena en escena, de cuadro a cuadro, montados en diálogos, en conversaciones, acercando la mirada a los detalles del entorno, de los personajes: sus rostros, sus manos, sus pies y sus ojos. Los ojos le llaman la atención constantemente. También su escasa vestimenta. De hecho, tiempo después se insistiría en denominar este tipo de novela como una serie de “estampas” de la Revolución:

¿En dónde están esos hombres admirablemente armados y montados, que reciben sus haberes en puros duros de los que Villa está acuñando en Chihuahua? ¡Bah! Una veintena de encuerados y piojosos, habiendo quien cabalgara en una yegüa decrépita, matadura de la cruz a la cola. ¿Sería verdad lo que la prensa del gobierno y él mismo habían asegurado, que los llamados revolucionarios no eran sino bandidos agrupados ahora con un magnífico pretexto para saciar su sed de oro y de sangre? ¿Sería, pues, todo mentira lo que de ellos contaban los simpatizadores de la revolución? Pero si los periódicos gritaban todavía en todos los tonos triunfos y más triunfos de la federación […](sic)10

Pero para ser francos, Azuela resbala con frecuencia en el lenguaje, repetitivo y a veces esquemático; muchas veces confuso, acartonado. Dirán que así habla el “pueblo”, pero también son las imágenes estáticas del autor:

Oye curro…Yo quiría icirte una cosa… Oye, curro; yo quiero que me repases La Adelita…pa… ¿A que no me adivinas pa qué?... Pos pa cantarla mucho, cuando ustedes se vayan, cuando ya no estés tú aquí…, cuando andes ya tan lejos, lejos…, que ni más te acuerdes de mí…11

Tampoco es difícil imaginar el paso casi natural de algunas de estas “estampas” a la pantalla del cine, como ocurriría años más tarde: “A lo lejos, allá donde la breña y el chaparral comenzaban a fundirse en un solo plano aterciopelado y azuloso, se perfilaron en la claridad zafirina del cielo y sobre el filo de una cima los hombres de Macías (…)”.12 Pero en fin, lo que vieron en esta obra Ortega y Monterde, fue la nueva óptica de la literatura, la experiencia directa de lo vivido por gente común, de la que no se habían ocupado los grandes literatos en México, distraídos como estaban con los clásicos grecolatinos. Así que esa nueva óptica de lo cotidiano embonaba perfectamente con los objetivos de la nueva prensa de gran tiraje.

En varias ocasiones Azuela corroboró que no se sentía intelectual, ni esteta, ni un gran literato; sino que ya era suficiente de hablar de “los de arriba”, del pensamiento complicado y culto. Se cuestionaba: “¿quién soy yo? ¿Carente de significado intelectual?”. Tal vez ironizaba, pues no parecía haber escrito para guardar su obra en el cajón, sino para que la leyeran otros. Él mismo pagó al menos dos ediciones de su novela y regaló a los amigos la obra, entre ellos a sus “descubridores”: Ortega y Monterde. Su idea acerca del intelectual y la relación entre los de arriba y los de abajo aparece representada por uno de los personajes centrales de la novela, que se queda en la tropa de Demetrio Macías como su asesor, Luis Cervantes, a manera de hombre ilustrado que intenta comprender al pueblo inculto y ayudarlo en su lucha. Sin embargo, su visión de esa lucha es más bien pesimista y la crueldad de los acontecimientos no sólo proviene de la lucha armada, sino con frecuencia de la propia ignorancia y torpeza de la gente del pueblo. Esto fue lo que no gustó a muchos intelectuales y a la gente de poder al menos en los primeros años después de su publicación.

El primero de los descubridores de Azuela como escritor, Gregorio Ortega, vivió en España varios años antes de venir a México y conseguir trabajo en El Universal, diario en el que ya había colaborado enviando sus escritos desde Cuba y desde Madrid. “Orteguita”, como se le conocía en el medio periodístico, nunca mencionó las circunstancias en que hizo amistad con los hijos de Mariano Azuela. Éste había hecho una edición personal de su escrito publicado en Texas en forma de folletín, y había repartido ejemplares a sus amigos: uno de estos ejemplares llegó a manos de Ortega en España, donde inició gestiones para editar la obra en ese país, como sucedió en 1923. Hecho poco reconocido en las ediciones mexicanas de la obra de Azuela. El mismo periodista realizó la gestión en El Universal, con el director Carlos Noriega Hope, hasta convencerlo de que valía la pena publicar Los de abajo en el semanario El Universal Ilustrado, lo que se concretó en diciembre de 1924.

Al escritor y bibliotecólogo Francisco Monterde García Icazbalceta se le reconoce más por la defensa que hizo de la obra de Azuela (su amigo y médico personal por varios años antes de que tuviera conocimiento de Los de abajo) ante los ataques de que fue objeto al ser publicada en España y luego en el semanario mexicano. Posteriormente, Monterde apoyó la publicación de la novela en México e introdujo al Dr. Azuela a los escenarios académicos de la Universidad Nacional, donde participó en varios consejos editoriales de revistas y cuadernos de la Universidad en los últimos años de la década del veinte y durante los años treinta.

Prensa y literatura para los pobres de la Revolución

En los años del Maximato (1924-1934), en medio de un abrevadero de ideas de corte populista, socialista o simplemente nacionalista, los caudillos emanados de la Revolución intentaban mantener la unidad de los mexicanos, encontrando símbolos, rescatando el pasado, inventando una cultura nacional que sirviera como argamasa para construir el modelo de país del siglo xx.

Pero las contradicciones surgidas de las aspiraciones desarrollistas del país, que dejaron al margen al pueblo, el que había puesto su fuerza física para apoyar al movimiento armado, hacían contrastar la realidad de esas masas populares con el discurso oficial.

En aquel contexto de transformaciones, el anhelo de justicia social seguía quedando sin solución. Para la gran masa, esa justicia sólo se manifestaba poco a poco en la cultura del nacionalismo triunfante, como un ideal romántico a la manera de las artes del siglo anterior. Pero en los años inmediatos posteriores a la Revolución, la cultura general y las bellas artes, no tenían condiciones para prosperar de manera independiente a los planes oficiales. Con el país sumido en crisis económica a lo largo de los años veinte, ningún escritor podía desempeñarse con éxito sin la protección del grupo en el poder.

No sólo por motivos económicos sino por las diferencias ideológicas, muchos intelectuales habían dejado el país desde el momento de la caída del general Díaz hasta el ascenso a la Presidencia de Venustiano Carranza; el éxodo en este sector social fue mayúsculo, sin importar si los exiliados participaron o no directamente con alguno de los caudillos. Se ha situado a casi todos los que abandonaron el país en aquella época del lado conservador opuesto a la Revolución, pero las rivalidades caudillistas dentro del grupo revolucionario también fueron motivo para el exilio de no pocos escritores y artistas.

El hecho es que a mitad de la década ya mencionada, el gobierno agrupaba a los escasos talentos que permanecieron en el país, y de ellos se valió tanto el sector educativo formal como el de las artes para construir una cultura nacionalista que incorporara al “bajo pueblo” tanto en los motivos de las obras (como la pintura muralista y la música autóctona ejecutada por la orquesta sinfónica) como del lado de los lectores y espectadores, para incorporarlos como público en aras de su asimilación al proyecto político-estético.13

Se encontraron de frente, en consecuencia, con un proyecto modernizador del país en lo económico y un proyecto cultural bastante restrictivo en sus contenidos y en sus fines. Las aspiraciones e ideas que el grupo gobernante hizo representar en manos de una clase media intelectual, reflejaron ya no la realidad del país, sino el proyecto político cultural de la Revolución triunfante. Los grupos marginados hasta entonces, como los indígenas y los obreros en proceso de formación, constituyeron los ingredientes oportunos para dicho proyecto. Esto implicaba el rechazo a las manifestaciones “cultas” del arte, al gusto por lo europeo, lo clásico, al afrancesamiento propio del porfiriato, para dejar lugar a lo mexicano, lo que podía unificar a la nación ante la ruptura provocada por las luchas caudillistas, y ante el peligro exterior en tiempos de inestabilidad económica y política.

Esta tarea le tomaría dos décadas a los gobiernos posrevolucionarios, para lo cual se valió de un pequeño grupo de intelectuales simpatizantes del proyecto nacionalista. Como señala Luis Villoro: “es un grupo destacado de intelectuales, o intelligentsia nacional, quienes pugnan por la nacionalidad como un conjunto de valores que abarcan tanto a la tradición histórica común, como a una forma de vida predominante, una misma lengua, una etnia frente a las demás, es decir, una comunidad de cultura”.14

Con esa finalidad en mente, la Secretaría de Educación había financiado para 1924 varios murales, entre ellos los de Rivera, quien había declarado dos años antes que su pintura, y su propósito personal como pintor, debía recuperar y representar la vida cotidiana y el esfuerzo del trabajador común (obrero, campesino, estudiante, ama de casa), y aceptaba la condición de que fuera el Estado quien subsidiara este arte de vanguardia nacional. Para Carlos Pellicer, el dramaturgo Diego Rivera fue quien inició un populismo en el arte muralista, aunque hay que recordar que antes que él, ya otros pintores mexicanos se habían apropiado de los motivos indígenas y del campo mexicano, así como de las clases populares, como centro de sus producciones pictóricas. Es el caso de Roberto Montenegro y el propio Clemente Orozco.

En cambio, hasta entonces, la literatura mexicana no había producido nada equiparable con aquellos fines nacionalistas o revolucionarios, a pesar de que ya circulaban las ideas que cuestionaban los valores universales y abstractos en la literatura y las artes; se intentaba definir un arte, propio de las necesidades creativas históricamente determinadas. Se leía también en las publicaciones periódicas (Excélsior, El Universal) sobre la literatura realista que circulaba en España, y comentarios sobre el autor ruso más publicitado: León Tolstoi, invitaba a ocuparse de las grandes hazañas de los pueblos. Se abordaba el concepto de realismo como un factor crítico del acontecer cotidiano y contra el “aristocratismo”. Todo ello llevaría a una polémica entre intelectuales hacia la segunda mitad de los años veinte y la primera de los treinta y la prensa diaria sería el principal escenario de la contienda. La prensa que por su parte se declaraba espacio neutral, foro entre las partes en conflicto, miraba hacia el futuro sin comprometer su existencia a una posición particular.

Tal contexto influiría también en la valoración y crítica a la obra de Azuela. Los diarios contribuyeron a popularizar algunas novelas y autores extranjeros, y a juzgar por los comentarios suscitados, y después replicados por otros, se daba como hecho la influencia de dichos autores, por ser los más difundidos a través de la prensa. Muchas veces esto fue motivo de mofa y descalificación hasta para gente considerada de cierto prestigio, como fue el caso de Enrique Fernández Ledesma, quien creyendo hacer una comparación loable (al final de la década de los años veinte), atribuyó a Los de abajo la influencia de Tolstoi, cuando en realidad la novela de Azuela fue publicada en Texas muchos años antes de que La guerra y la paz apareciera traducida al español en México.15

Mientras los “conocedores” de la literatura se debatían entre la forma estética y los objetivos populistas, Azuela, al margen por completo de la política mexicana, sólo quería llamar la atención sobre sus vivencias entre la gente pobre y marginada, a la que trató de cerca tanto en el campo de la revolución armada, como en su consultorio del barrio de Tepito en las orillas de la ciudad de México. Gente que sufrió en carne propia los estragos de la Revolución y que nada entendían de los proyectos nacionalistas de los caudillos, ni de los revuelos literarios de los señoritos como Salado Álvarez, según comentaría años más tarde el propio Azuela.16

La prensa diaria de la posrevolución no sólo fue escenario de este debate, sino que para ajustarse a las exigencias del momento defendió su condición de lectura para las masas y dejó de presumir de sus lectores eruditos. El Universal, en la entrevista realizada por Ortega, llegó a rectificar esta posición al momento en que se desató el ataque a la obra de Azuela. De declararse lectura obligada para las “élites intelectuales de la ciudad de México”, pasó a aceptar su “frivolidad” en contenidos y a sentirse orgulloso de ser una “revista de peluquerías”, porque su propósito, según afirmaba, era hacer un periódico para todos los gustos: “Aunque no hacemos periódicos para una élite social determinada y nos place hacer una revista para peluquerías- como antaño dijera un excelente escritor, que ahora nos honra con sus producciones […], somos, pues, eclécticos”. En realidad, esta prensa pretendió dirigirse tanto al público de educación elemental, como a los eruditos; su propósito desde su origen fue ése: complacer a un público amplio y heterogéneo. Y en aquellas circunstancias de entusiasmo nacionalista, se ajustaba a las exigencias, puesto que su condición abierta le garantizaba un mayor número de lectores.

El Universal Ilustrado: entre la alta literatura y las exigencias populistas

El magazine semanal, de todo un poco

El Universal Ilustrado, magazine semanal fundado, junto con El Universal diario, por Félix Fulgencio Palavicini en 1917, al parecer con el objetivo de competir con la Revista de Revistas, que editaba el consorcio de periódicos dirigidos por el veterano Rafael Reyes Spíndola, y de seguir la línea del periodismo estadounidense de información y variedades, entretenimiento y literatura.

Desde su inicio, el semanario reunió varias de esas características propias de la nueva prensa industrial del siglo xx. En ella se encontraba diversión, asuntos novedosos de ciencia y arte, orientación para diversos tipos de ocupaciones y sectores sociales. Además de la diversidad de su oferta informativa, el semanario contó con la colaboración de veteranos que habían participado en la prensa de finales del siglo xix y principios del xx; escritores de renombre como Luis G. Urbina, Ramón de Valle Inclán, Amado Nervo. Pero a partir de 1920, con la llegada de Carlos Noriega Hope a la dirección del periódico, el semanario cobró nuevos bríos. Con su experiencia en el periodismo de la ciudad de Los Ángeles, California, y como dramaturgo y crítico de cine y teatro, imprimió un nuevo dinamismo a la revista, cambiando su diseño y dándole una imagen más “moderna”.17

El Universal Ilustrado siempre ofrecía algo novedoso y de interés para cualquier tipo de público en las áreas de danza, literatura, música, ciencia, espectáculos (cine, teatro y circo), deportes, sociedad, modas, entretenimiento, consejos para el hogar y la vida cotidiana…18

El teatro de revista, las modas femeninas, la fiesta brava, los deportes y hasta la carpa y el circo, alternaban con capítulos de la literatura universal y nacional. Sus portadas mostraban el perfil y el rostro de la mujer moderna, los típicos peinados de las “pelonas” de los años veinte y hasta actrices hollywoodenses en poses provocativas y semi desnudas. Pero los escritores de renombre cedieron al embrujo de la difusión “masiva” del momento, pues simplemente ése era el medio para seguir en el escenario. Noriega Hope promovió también la publicación de novela corta en el suplemento “La Novela Semanal”; sin embargo, se quejaba de los pocos escritores que cultivaban el género, ya que el dinamismo del periódico requería de textos cortos y atractivos para un público amplio. Las pocas revistas de élite literaria que aparecieron en la segunda mitad de los años veinte fueron efímeras, pues no había dinero para sostenerlas y tampoco existía un público amplio que las comprara. En ese terreno, el nuevo semanario en realidad no tenía competidores, a excepción de la revista de su tipo editada por Excélsior.19

La modernidad era tema constante en los periódicos, pero sus propios redactores se desconcertaban con las imágenes que las agencias de noticias hacían circular sobre modas extravagantes, peinados y novedades tecnológicas. En ocasiones, la ligereza de los contenidos provocaron algún comentario de reclamo de parte de sus lectores, que los llamaron frívolos y no con poca razón. Los motivos para obtener alguna línea de parte de personajes conocidos, ya fuera en la farándula, en el arte o en la política, rayaban en la fatuidad: preguntar al historiador Luis González Obregón, igual que a la bailarina del teatro Lírico, Alicia Murillo, o al músico Manuel M. Ponce, “¿Cuál ha sido su mejor regalo de Reyes?”. No cabía duda de que los tiempos habían cambiado, pues en su infancia, decía González Obregón, no se acostumbraba recibir regalos en 6 de enero…Y tampoco, habría que añadir, hacer tal tipo de preguntas a la gente de letras. Pero en medio de tales ligerezas, aparecía también alguna obra de la literatura francesa, o de algún autor nacional que se ocupaba del pasado indígena, como José Juan Tablada, o los versos de Xavier Villaurrutia y la obra de algún joven desconocido autor, como Xavier Icaza con su novela “La Hacienda”. El semanario aprovechaba toda ocasión para captar lectores y lo consiguió al hacer suya la polémica por la novela Los de abajo.

Las propias divisiones entre caudillos revolucionarios dieron un margen a la libertad de prensa. De acuerdo con Daniel Cosío Villegas, esto le permitió a los diarios hacer su papel de foro sin atacar algún bando en particular.20 Pero tratándose de discusión literaria, los bandos se explayaron en defensa de sus posiciones particulares. Querella que continuaría hasta mitad de la siguiente década. Mientras tanto, el diarismo “moderno” ganaba con las polémicas públicas y las novelas que despertaban el asombro de los jefes revolucionarios.

Los detractores de la obra

Diferencias y debilidades en el estilo de Azuela desataron los ataques a Los de abajo. Los eruditos esperaban tal vez un análisis concienzudo del movimiento armado, y los nostálgicos una romántica visión de la lucha por la libertad. El lenguaje que se proponía retratar Azuela y los motivos de los implicados en la lucha, fueron como un balde de agua fría en la cara de los intelectuales y de los jefes de la Revolución. Sin embargo, pocos se atrevieron a expresar públicamente su malestar con la novela recién publicada en 1924 en El Universal Ilustrado. El silencio de muchos fue también la respuesta inconforme acerca de la obra. Por su parte, el semanario se jactaba del gran éxito obtenido por Azuela entre sus lectores; cosa que no tenía cómo comprobar, pero tenía el espacio público para decirlo y nadie se atrevía a refutarlo.

Entre los que no pudieron contener su descontento estuvo el escritor y diplomático Victoriano Salado Álvarez. Dice de él José Luis Martínez que la Revolución le fue como su “bestia negra”. Los revolucionarios fueron los destructores de lo que había sido “su mundo” en el porfiriato. Y no sólo para Salado Álvarez, sino para la mayor parte del grupo de intelectuales destacados antes de 1910. Muchos de ellos salieron del país entre 1912 y 1915 y poco a poco fueron reingresando con la venia de Carranza; varios no volvieron a México. Para todos ellos, de cierta manera, la Revolución fue la causa de la destrucción de sus familias y la vida tranquila que les permitió el gobierno de Díaz.

Pero Salado Álvarez se horrorizó en especial del lenguaje y el “estilo” de Azuela. El maestro de la cátedra de lengua castellana en la Nacional Preparatoria y autor de las Minucias del lenguaje no podía aceptar semejante irreverencia al lenguaje “gramaticalmente correcto”. El señorito que se firmaba con el seudónimo de Don Querubín de la Ronda debe haber abominado de aquello que se hacía llamar “novela” de la revolución. En el propio Universal matutino publicó su artículo atacando la primera entrega que el periodo había publicado del trabajo del señor Mariano Azuela. Sorprendido de que el diario diera espacio a alguien que “desconoce la gramática”, señalaba la abundancia de faltas de ortografía (puntuación sobre todo) y de sintaxis, y alardeaba de conocer el habla popular del pueblo cuando mostraba claras contradicciones en sus diálogos y descripciones de los personajes.21

En otras críticas menos corrosivas, años después, se intentaba redimir la obra por su valor de testimonio popular. Rafael Heliodoro Valle, en sus reseñas bibliográficas de la revista Letras de México, se refería a las novelas de la Revolución, hijas de Los de abajo, como descripciones con “economía de medios” como su más evidente cualidad. “Son cuadros certeros, compuestos rápidamente”, en lo cual no se equivocaba. Pero al mismo tiempo su cualidad dinámica limitaba la profundidad del relato. Al parecer esta cualidad no se la proponía el autor, según Heliodoro Valle, y se quedaba en la superficie de los personajes.22 Más tarde, cuando la novela fue aceptada como primigenia de las que harían suyo el tema y los testimonios sobre la Revolución mexicana, se diría que en realidad se trataba de cuadros o estampas de la Revolución.

A pesar del silencio de muchos y las críticas agudas de algunos, El Universal se jactaba del éxito de la publicación de Los de abajo, y menospreciaba las críticas esgrimidas en sus propias páginas:

[…] ha tenido una acogida muy favorable en el público. Realmente nos complace haber mostrado a la República un positivo valor desconocido (…) nos tiene absolutamente sin cuidado que ciertos venerables abuelos de nuestras letras (…), abuelos por el espíritu manchado de tacañería, hagan crítica a base de puntos y comas. El público está muy lejos de los cenáculos, de las asociaciones de elogios mutuos, y de las artimañas de los simuladores del talento y él ha ungido en su opinión sencilla, a Los de abajo.23

Estaba claro a quiénes deseaba halagar el periódico. No tenía pretensiones académicas. El clima empezaba a ser propicio para hablar de la importancia del pueblo bajo y del público-masa. Durante la década siguiente cobraría auge esta visión de lo popular y éste sería el terreno fértil para el éxito pleno de una obra como Los de abajo. Mientras tanto, también hubo quienes por amistad con Francisco Monterde acercaron a Azuela a los dominios universitarios y le dieron espacio en las publicaciones de la principal casa de estudios superiores del país. Con la reivindicación del pueblo bajo en todos los ámbitos de la cultura nacional, Los de abajo, la novela de Mariano Azuela, vino a ocupar un lugar destacado y a ser reconocida como la novela típica y primigenia de la Revolución mexicana.

Mariano Azuela eligió a la prensa cotidiana para difundir sus primeros escritos, porque las revistas literarias le parecían vetadas a los no iniciados, a los no eruditos. La crítica literaria de esa época era celosa de sus espacios, y Azuela expondría años más tarde sus desacuerdos con esa elite intelectual que cerraba el paso a los escritores que se salían de los cánones aceptados. Pero al mismo tiempo, al elegir un medio de difusión considerado más “ligero” en sus criterios selectivos, Azuela pensaba que se dirigía a un público heterogéneo, no tan culto, no tan exigente en sus gustos y mejor conectado con las batallas de la vida cotidiana. Porque mientras el país se desangraba en batallas entre hermanos —así pensaba el autor de Los de abajo—, los eruditos escribían sus obras con títulos como La hora de Ticiano, El libro del loco amor, Senderos Ocultos.24

Su vocación para el relato de lo cotidiano, lo evidencia a Azuela con lo que llamó su “primer éxito literario”, cuando se propuso contar a su familia, mediante una carta, el magno acontecimiento ocurrido en Guadalajara y del cual se enteró por casualidad en la calle, mientras estaba sentado en una banca cerca del teatro principal. Llegó a ver cuándo trasladaban con dificultad al general Ramón Corona, herido de muerte, entre un hombre y dos mujeres vestidas con elegancia. En su carta, dirigida a su madre, Azuela contaba el acontecimiento -dice él- seguramente con algunas exageraciones y mentiras quizá, que hicieron circular el escrito entre los vecinos de su pueblo. Más bien diríamos que fue su primer éxito periodístico y no literario. El gusto por lo novedoso y conmovedor, que rompe con la vida común, el acontecer que súbitamente llama la atención, la descripción de los detalles y los hechos, son características del estilo de Azuela y a su vez de lo noticioso de la época. El Universal Ilustrado anunciaría al desconocido autor como “La sensación literaria del momento”, cuando más bien la sensación fue el sobresalto que provocó su lenguaje y la visión terrible que daba de la Revolución, motivos de la gran polémica.

La prensa periódica significó para Azuela y para muchos otros escritores un espacio alternativo de difusión ante las elites literarias exclusivistas, ante los grupos cerrados de intelectuales de profesión. Al ser un espacio más abierto, con propósitos de llegar a un mayor número de personas, el periódico permitió la variedad de criterios, de niveles de conocimiento, de gustos y formas de expresión. Al realizar un repaso de sus memorias y de los obvios desaciertos en que incurrieron muchos críticos de la novela Los de abajo, su autor no dejó de emitir un juicio favorable y generoso hacia esa clase de escritores que, “sin dársela de mentores de la opinión pública, laboran modestamente en la prensa y que con su espíritu recatado, ecuánime, comprensivo, emiten los juicios más ponderados: oro molido sobre todo para los que están comenzando”.25 En este juicio, Azuela deja entrever una imagen más amable de la prensa al permitir su uso a gente no reconocida con cierto prestigio proveniente de las vías formales o del Estado. Le atribuye también a sus redactores una visión más prudente al no ubicarse desde las alturas de la academia.

Debemos considerar, sin embargo, que como señala Cosío Villegas, aquel momento se prestaba para hacer el papel de mediador y apagador de fuegos. La nueva prensa había demostrado sus posibilidades futuras y a los caudillos les convenía tenerla de su lado. En otro momento las cosas no serían lo mismo.

Los gustos cambian: literatura y

La aceptación del cambio

Años después de haber obtenido el éxito de Los de abajo, ante los reclamos de crudeza y barbarie que retrataba su obra, Azuela respondía que él sólo se apegó a la verdad vivida. La soledad de sus estancias en pueblos miserables del país le había abierto las puertas de la escritura, como única opción para expresar los sentimientos que le dejaban la frustración y la tristeza de la dura vida de los pobres. Insistió en que sus novelas sólo decían la verdad de una desgraciada existencia que en realidad era mucho más dura de lo que él describía. La realidad de la vida era lo que los diarios pretendían llevar a los lectores, con un poco de aderezo en los materiales de entretenimiento y de recreación. Antes, decía Azuela, las preferencias estaban del lado del Arcipreste de Hita, con su pesadez: “¡Y todavía hay quien afirme que debemos escribir así!”, se asombraba.26

Su obra era resultado de numerosas notas, hechas sobre las rodillas, a veces en su consultorio donde recibía a gente marginada del barrio de Tepito, en la capital del país. Azuela contaba que una vez huyó de la “servidumbre jurídica” al renunciar a su puesto de juez, que por azar le tocó en la ciudad de México; le molestaba ser jurado y, sin embargo, en sus obras juzgaba constantemente a través de sus personajes, quienes con frecuencia recurrían al discurso moralista. Su registro del momento era ya una disciplina para él. No sería extraño que pensara en la prensa para publicar sus textos.

Entre las cualidades que se le reconocen a la obra de Azuela están la de reproducir fielmente el lenguaje del pueblo bajo, la vitalidad de los personajes y el retrato de la vida miserable de los marginados. Como obra literaria prácticamente se evita elogiarla, más bien se intenta la justificación de su importancia como testimonio de la Revolución, de lo que verdaderamente vivieron los combatientes populares en la revuelta armada. Ni sus defensores explican la relevancia más allá de la descripción de los hechos, es decir, su valor literario, aun cuando se la ubique, no con certeza, entre las primeras novelas realistas o neorrealistas en América. Sin embargo, si la vemos en el contexto periodístico en el cual fue publicada, resulta coherente con los intereses amplios de la nueva prensa del siglo xx: su materia se genera y vuelve entre y hacia la masa amorfa de todas las clases sociales, e intenta ganarse precisamente a aquellos sectores hasta ese momento marginados de los escenarios tanto de la literatura como de las noticias prioritarias, y que la Revolución de 1910 vino a colocar de nuevo en primer plano, aunque sólo fuera para apoyar en ellas la lucha armada.

Azuela afirmaba: “Sí, en absoluto, todos mis asuntos son reales, logrados tras una labor constante de meditación”. En su novela los personajes reflexionan sobre lo inmediato cotidiano, rara vez van más allá del momento (son periodísticos, diríamos hoy). “Usted no sabe cómo todo lo anoto hasta el detalle más insignificante. Es una costumbre”, le decía a “Orteguita”, en la entrevista de 1925, en El Universal Ilustrado. Pero entre descripción y descripción, el médico Luis Cervantes, su personaje alter ego, diría yo, no desaprovecha su condición de hombre ilustrado que intenta comprender la situación casi desesperada de sus compañeros de lucha, iletrados todos, construyendo ilusiones efímeras sobre el futuro, una vez que ganaran los revolucionarios. Entre esas reflexiones se descubre una ausencia casi total de significados claros sobre la lucha que emprendían: simplemente estaban ahí, por la suerte de su destino, porque no quedaba de otra, o porque había ambiciones de tipo material. Estas imágenes de la revolución no serían fácilmente aceptadas por los caudillos triunfadores, ni por intelectuales cercanos al poder.

No sólo entre los campesinos iletrados cunde la desilusión y el cansancio, también entre los dirigentes llegados de los sectores urbanos y que suponían comprender los fines del movimiento. Cervantes se encuentra con oficiales del popular general Pánfilo Natera y se sorprende de escuchar los mismos desalentados comentarios:

Al ver el entusiasmo del médico Cervantes, quien apenas lleva un mes en campaña Solís le llama aparte: “…¿Pues desde cuándo se ha vuelto usted revolucionario?

—Dos meses corridos

¡Ah, Con razón habla todavía con ese entusiasmo y esa fe con que todos venimos aquí al principio!

¿Usted los ha perdido ya?

—Mire, compañero, no le extrañen confidencias de buenas a primeras. De tanta gana de hablar con gente de sentido común, por acá, que cuando uno suele encontrarla se le quiere con esa misma ansiedad con que se quiere un jarro de agua fría después de caminar con la boca seca horas y más horas bajo los rayos del sol… Pero, francamente, necesito ante todo que usted me explique… no comprendo cómo el corresponsal de El País en tiempo de Madero, el que escribía furibundos artículos en El Regional, el que usaba con tanta prodigalidad el epíteto de bandidos para nosotros, milite en nuestras propias filas ahora.

—¿La verdad de la verdad, me han convencido!— repuso enfático Cervantes.

En este diálogo nos muestra Azuela cómo los periódicos eran la fuente principal de quienes estaban en campaña militar, más de lo medianamente posible. Al final, Cervantes pregunta al oficial:

—¿Se ha cansado, pues, de la revolución?

—¿Cansado?...Tengo veinticinco años y, usted lo ve, me sobra salud… ¿Desilusionado? Puede ser.

—Debe tener sus razones…

—Yo pensé una florida pradera al remate de un camino…Y me encontré un pantano.27

En cuanto al mensaje de la novela de la Revolución en su sentido más limitado, señala Dessau:

[…] varias veces se ha dicho que la mayoría de sus autores se muestran escépticos o aun hostiles ante el movimiento espontáneo de las masas, y que su crítica del desarrollo posrevolucionario parte de puntos de vista liberales. Con frecuencia se encuentra la afirmación de que la novela de la Revolución mexicana no es revolucionaria.28

Finalmente, el éxito de la literatura tiene que ver con dos condiciones: la primera de ellas, ligada más al mercado de lectores, es si gusta o no gusta, si se encuentra en ella alguna empatía o simpatía. La segunda está ligada al canon vigente, si cumple o no con las exigencias de éste, o se corre el riesgo de estar frente a una innovación que no será reconocida sino hasta mucho tiempo después. Esto último sucedió, en parte, con Los de abajo; pero en cuanto a la primera condición sigue suscitando dudas y aversiones. A diferencia de otras novelas de la Revolución que despiertan simpatías por los rebeldes (como Reed, México insurgente) o empatías y compasión (como Francisco L. Urquizo en Tropa vieja, y Rafael Felipe Muñóz en Se llevaron el cañón para Bachimba), el rechazo que suscitan algunos pasajes descarnados de Los de abajo no logran ir más allá de mostrar lo más negativo de la realidad vivida y trascenderla para lograr el objetivo literario: la identificación de los sentimientos, o los pensamientos, de los personajes en los cuales se “reconoce” de alguna manera el lector, cualquier lector. En la “buena literatura” esto debe ocurrir tanto en lo cotidiano como en las situaciones extraordinarias, o más aún en estas últimas. Los personajes de Azuela hablan y hablan de lo cotidiano, a veces intenta dar un sermón moralista a través de ellos, rara vez suena éste como algo normal salido de los sencillos personajes que retrata. Lo que siempre está presente es el desencanto, lo grotesco de los personajes, la inutilidad de la lucha y la casi inexistencia de los “ideales”, por lo que sus personajes se vuelven despreciables, bárbaros y la lucha condenable. Tal vez por eso se le tachó de “reaccionario”, porque no dejaba nada que admirar. Por lo tanto, sólo queda elegir por el disfrute de la literatura y parece ser que Los de abajo no es precisamente una novela “disfrutable”. La imagen de la Revolución no quedaba bien parada en este relato más bien devastador de las aspiraciones populares.

Con este balance de la obra de Azuela, sólo queda pensar si no hubiera sido más propio como material de nota roja en el periódico, en lugar de una obra para disfrutar en las páginas de cultura. De ahí que se le condenara por el efecto devastador sobre la imagen de la Revolución. Pero la prensa que sabe explotar bien este tipo de hechos “sensacionales”, le dio buen cauce para la posteridad. Al mismo tiempo que cambiaban las líneas de la literatura nacional, la nueva prensa industrial consolidaba su perfil de cara a los lectores de todos los matices y niveles sociales en la creciente Ciudad de México de los años veinte. Y precisamente con Los de abajo, los pobres marginados dejaron de ser para la prensa sólo material de nota roja y pasaron a integrar las páginas de la Revolución mexicana como personajes centrales en esta novela y muchos otros relatos que se generarían a lo largo de las siguientes dos décadas.

Azuela se rebeló contra los cánones literarios y su manera de entender las representaciones del sentir de los pueblos marginados. En las diversas entrevistas que dio a El Universal y a Revista de Revistas, repitió, de distinta manera, su molestia por la celebridad que le trajo la publicación de su novela. No obstante, le pareció correcto darla a conocer en un periódico, quizá con la idea de que los periódicos no eran en lo fundamental una lectura para la gente culta, sino para el vulgo:

—¿Quién es él? No vale nada, carece de significación intelectual. No es un artista. No es un esteta. Renuncia -un poco precipitadamente- a la celebridad, cambiándola por el detenimiento y la quietud que empalidecieron sus días (…)

—(…) Los pueblos obligan a escribir, porque no hay otro medio de salida para las emociones. Yo soy tan poco ameno para la conversación, que no era buscado por los amigos y tenía que hacer una existencia de trabajo y de reclusión.29

Se justifica Azuela ante la evidencia de que ha sido lanzado al público lector, y el más amplio de lo que suponía, el público de masas al que aspiraban ya las publicaciones periódicas del siglo xx.

Fuentes

Acevedo, Esther, “Las decoraciones que pasaron a ser revolucionarias”, en El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986.

Azuela, Mariano, Los de abajo, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.

________, Páginas autobiográficas, México, Fondo de Cultura Económica, 1958.

Dessau, Adalbert, La novela de la Revolución, México, Fondo de Cultura Económica, 1967.

El Universal, México, 6 de enero de 1917, p. 1

El Universal, México, 10 de enero de 1917, p. 1.

Monterde, Francisco, La novela de la Revolución, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1958.

Navarrete Maya, Laura, “El Universal Ilustrado en el proceso cultural de los años veinte”, Propuestas literarias de fin de siglo, Congreso Internacional de Literatura, Memorias, México. Universidad Autónoma Metropolitana, 2001.

________, Excélsior. Sus primeros años, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas, 2008.

Ortega, Gregorio, “Una hora con Mariano Azuela”, Revista de Revistas, 30 de noviembre de 1930, pp. 8-12.

________, “Azuela Dijo, El Universal Ilustrado, 12 de febrero de 1925, pp. 24-46.

Sánchez Robles, Ma. Guadalupe, “El conflicto educativo en los episodios nacionales mexicanos”, de Victoriano Salado Álvarez, Sincronía de Verano, México, Universidad de Guadalajara, 2003.

Sheridan, Guillermo, México en 1932. La polémica Nacionalista, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.

Valle, Rafael Heliodoro, Letras de México, núm. 3, México, 15 de febrero, 1937.

Zaíd, Gabriel, Daniel Cosío Villegas, imprenta y vida pública, México, Fondo de Cultura Económica, 1985.

* cecc-fcpys-unam.

1 Adalbert Dessau, La novela de la Revolución mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 18.

2 El Universal, México, 6 de enero de 1917, pp. 1-6.

3 El Universal, México, 10 de enero de 1917, p. 1.

4 Laura Navarrete Maya, “El Universal Ilustrado en el proceso cultural de los años veinte”, Propuestas literarias de fin de siglo, Tercer Congreso Internacional de Literatura, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, pp. 402-403.

5 Guillermo Sheridan, México en 1932: La polémica nacionalista, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.

6 Francisco Monterde, La novela de la Revolución, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1958, p, 221.

7 Mariano Azuela, “Azuela dijo…” , en Gregorio Ortega, El Universal Ilustrado, México, 29 de enero de 1925, pp. 45-47.

8 Mariano Azuela, Los de abajo, México, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 53.

9 Mariano Azuela, “Azuela y sus Estampas del pueblo”, en Gregorio Ortega, Revista de Revistas, México, 3 de julio de 1938, p. 12.

10 Mariano Azuela, Los de abajo, op. cit., p. 41.

11 Ibid., p. 54.

12 Idem.

13 Esther Acevedo, “Las decoraciones que pasaron a ser revolucionarias”, El nacionalismo y el arte mexicano. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986.

14 Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, México, cnca, 1999, p. 32.

15 Azuela, Mariano, Páginas autobiográficas, México, Fondo de Cultura Económica, 1958, p. 198.

16 Azuela, El Universal… 1924, pp. 3-45.

17 Laura Navarrete Maya, op. cit., pp. 402-403.

18 Ibid, p. 705.

19 María Amparo Del Alto Aguilar, Revista de Revistas: El semanario más completo, variado e interesante de la República (1910-1930), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004.

20 Gabriel Zaíd, Daniel Cosío Villegas, imprenta y vida pública, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p.51.

21 María Guadalupe Sánchez Robles,“El conflicto educativo en Los episodios nacionales mexicanos de Victoriano Salado Álvarez”. Sincronía de Verano, Universidad de Guadalajara, 2003, p. 46.

22 Rafael Heliodoro Valle, “Los de abajo”, Reseña Bibliográfica, Letras de México, núm. 3, 15 de febrero de 1937, p. 3.

23 El Universal, México, 1925, p. 24.

24 Mariano Azuela, op. cit., 1958, p. 204.

25 Idem.

26 Mariano Azuela, El Universal…, 1925, p. 45.

27 Mariano Azuela, Los de abajo, op. cit., p. 68.

28 Adalbert Dessau, op. cit., p. 19.

29 Mariano Azuela, “Azuela dijo”, op. cit., p. 45.

Tinta, papel, nitrato y celuloide

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