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Introducción

El «Credo» es un breve compendio de las creencias fundamentales que el cristiano profesa en toda época y lugar. Se trata de un esfuerzo realizado por la Iglesia cristiana en sus primeros tiempos para reunir los artículos de la fe más importantes de la Escritura, de los textos litúrgicos, catequéticos, etc. Una de las finalidades del «Credo» era unificar criterios, debido a la preocupación, sobre todo durante el siglo III, que causaban algunas afirmaciones sobre la fe que desvirtuaban esencialmente la revelación transmitida por Jesús y continuada por la comunidad apostólica.

Por consiguiente, el «Credo» es un compendio de la fe que difunde los contenidos creyentes que deben afirmar todos los cristianos (cf 1Tim 4,6; 3,9; Ef 4,5); es la señal que distingue a los cristianos de los que profesan otros credos. Además siempre ha tenido la función de ser un punto de referencia para la teología o teologías que han adaptado las verdades evangélicas a cada generación.

El «Credo» no se encuentra escrito de manera literal en la Escritura. Se trata de un sumario fundado en algunas tradiciones de la vida y hechos de Jesús incluidos en los cuatro Evangelios, así como en los demás escritos del Nuevo Testamento –la mayoría de estos de la segunda mitad del siglo I–. Así tenemos las afirmaciones sobre Dios Padre (cf Mt 11,25; He 17,24-31), la concepción y el anuncio del nacimiento de Jesús (cf Mt 1; Lc 1-2); la pasión, muerte y resurrección (cf Mc 14-16par), etc.

Siempre se ha tenido la sensación de que la tradición de la fe apostólica parte de lo que sostiene la Carta a los hebreos: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo» (Heb 1,1-2), afirmación que se ha retenido como algo inamovible: «Queridos, tenía yo mucho empeño en escribiros acerca de nuestra común salvación, y me he visto en la necesidad de hacerlo para exhortaros a combatir por la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Jds 3; cf 1Cor 11,2; 1Tes 2,15; 1Tim 6,20). De esta manera el Credo responde a lo que afirma la Carta a los efesios: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas. Y la piedra angular es Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados para ser morada de Dios mediante el Espíritu» (Ef 2,29-22; cf Mt 23,34; 10,41; He 11,27).

El «Credo» de los Apóstoles proviene de un Símbolo bautismal de la iglesia de Roma (DH 30), que es ampliado por los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), llamado este Niceno-Constantinopolitano (DH 150). Está dividido en doce artículos que la tradición atribuye a los Doce Apóstoles o discípulos que eligió Jesús para tenerlos junto a él en su ministerio en Palestina. Sin embargo, la lógica interna del Símbolo es la profesión de fe en la Trinidad según las últimas palabras que dirige Jesús a sus discípulos antes de ascender a la gloria del Padre: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf Didajé 7,1.3) y que en la Historia de Salvación forman el centro de la creación, redención y salvación. No obstante la clara división del «Credo» según las tres Personas de la Trinidad, nosotros lo enfocaremos de una manera cristológica, ya que la revelación cristiana, y por tanto el «Credo», parte de la historia y doctrina de Jesús. A cada artículo le daremos el contexto escriturístico y dogmático correspondiente, tratando después de su actualidad en la experiencia creyente. Seguimos la forma occidental del Símbolo Apostólico (DH 30) (cf Collantes 281; Kelly 47-58) y reproducimos en varias ocasiones los textos que ya he publicado con anterioridad: Jesús de Nazaret (Espigas, Murcia 20072) y Jesús, hijo y hermano (San Pablo, Madrid 2010).

Credo apostólico (DH 30)

Creo en Dios,

Padre todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo,

su único Hijo, nuestro Señor;

que fue concebido por obra

y gracia del Espíritu Santo,

nació de María Virgen;

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado;

descendió a los infiernos,

de entre los muertos;

subió a los cielos

y está sentado a la derecha

de Dios, Padre todopoderoso.

Desde allí ha de venir

a juzgar a los vivos y a los muertos.

Creo en el Espíritu Santo;

la santa Iglesia católica;

la comunión de los santos;

el perdón de los pecados;

la resurrección de la carne

y la vida eterna.

Amén.

Credo niceno-constantinopolitano (DH 150)

Creo en un solo DIOS,

Padre todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra,

de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo,

Hijo único de Dios,

nacido del Padre

antes de todos los siglos:

Dios de Dios, Luz de Luz.

Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma naturaleza del Padre,

por quien todo fue hecho;

que por nosotros los hombres

y por nuestra salvación, bajó del cielo;

y por obra del Espíritu Santo

se encarnó de María, la Virgen,

y se hizo hombre.

Y por nuestra causa fue crucificado

en tiempos de Poncio Pilato;

padeció y fue sepultado,

y resucitó al tercer día,

según las Escrituras,

y subió al cielo,

y está sentado a la derecha del Padre;

y de nuevo vendrá con gloria

para juzgar a vivos y muertos,

y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo,

Señor y dador de vida,

que procede del Padre y del Hijo,

que con el Padre y el Hijo,

recibe una misma adoración y gloria,

y que habló por los profetas.

Creo en la Iglesia,

que es una, santa, católica y apostólica.

Confieso que hay un solo bautismo

para el perdón de los pecados.

Espero la resurrección de los muertos

y la vida del mundo futuro.

Amén.

El credo apostólico

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