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2. Creo en Dios Padre

1. Religiones vecinas de Israel

Es difícil objetivar la experiencia que las culturas y los pueblos entienden por «dios». En el Medio Oriente los dioses tienen la función de responder a la pregunta sobre el origen de la creación y del pueblo. Existe un dios primigenio, o una relación dios-diosa, o un caos desde donde brota todo lo que existe: los dioses intermedios, el cielo y la tierra, etc. Se considera el principio del que arranca todo el movimiento de la vida que se expande por doquier, tanto en sus distintos niveles: otros dioses inferiores, los hombres, los animales, etc., como en las instituciones que configuran una determinada cultura o sociedad: el templo, el estado, el rey, la familia, etc. El himno a Amón o Amón-Rê, dios solar, venerado en Tebas, escrito hacia el 1400 a.C. dice: «Forma única que crea todo cuanto existe./ Uno que permanece uno, aun creando los seres./ Los hombres han salido de tus ojos,/ los dioses han venido a la existencia de tu boca./ Hace la hierba para que viva el ganado/ y los árboles frutales para los humanos./ Hace aquello de lo que viven los peces del río/ y las aves que pueblan el cielo./ [...] Los dioses se inclinan ante tu majestad/ y exaltan el poder que los ha creado,/ exultando al acercarse aquel que los ha engendrado./ Te dicen: “¡Bienvenido en paz!, padre de los padres de todos los dioses,/ que levantas el cielo y rechazas el suelo, / haciendo lo que existe, formando los seres”» (Oraciones del Antiguo Oriente, 66-67).

Las culturas del Oriente Medio, las más cercanas a Israel, estructuran la vida divina según el ordenamiento de la sociedad: el dios padre y la diosa madre, con su familia, cuyas funciones remedan la de los jefes y potentados de la sociedad. El principio divino, además de sostener y modelar todo el orden cósmico y social, responde al misterio del mal y garantiza el futuro, pues se presenta al final de la vida solucionando el enigma de la muerte. Por eso, el que aparece como inasible e ininteligible para el hombre, se revela, a la vez, como la última instancia que asegura la paz y el orden dentro de la violencia y la inseguridad que entraña la historia humana.

Esta realidad fontal, que en la mayoría de las culturas se designa como padre y se narra con teogonías o cosmogonías u origen de la comunidad humana en el orden temporal, se propone también como la expresión suprema o más alta de la vida. Por eso, avistada en la perspectiva espacial, reside en el cielo o se coloca en la montaña más alta. Por ejemplo, el dios Baal confía un mensaje a la diosa Anat, dioses de Ugarit: [A la diosa Anat): «Aprisa, corre, apresúrate. Que hacia mí corran tus pasos, que hacia mí tus zancadas se alarguen, porque tengo algo que decirte, una palabra que comunicarte, la palabra del árbol y el cuchicheo de la piedra, el murmullo de los cielos a la tierra, de los abismos a las estrellas. Yo conozco el rayo que los cielos ignoran, una palabra que los hombres no conocen, que las multitudes de la tierra no comprenden. Ven y yo me revelaré en mi montaña, el divino Sapón, en mi santuario, en la montaña de mi patrimonio, en el lugar placentero, en la altura majestuosa» (ib, 62).

En cierta manera se relaciona con la figura paterna, ya que, con posición tan elevada, controla la historia, actúa como soberano, providente, legislador, juez, y ejerce el poder, la fuerza, el dominio y la propiedad de y sobre todas las cosas. La proyección de la paternidad humana en su triple significado biológico, sapiente y director de los destinos de la familia y la sociedad, se completa con la visión de la paternidad interna de la divinidad. El dios supremo o más alto, además de las actuaciones externas sobre la creación, concibe y gobierna a los otros dioses: «Y todos los hombres dicen que por eso los dioses se gobiernan monárquicamente, porque también ellos al principio, y algunos aún ahora, así se gobernaban; de la misma manera que los hombres los representan a su imagen, así también asemejan a la suya la vida de los dioses» (Aristóteles, Política, I 1252b 7).

Por consiguiente, las afirmaciones sobre Dios se formulan en un símbolo que es esencial en las experiencias fundamentales de la vida humana, como es la figura paterna. Pero no agota el símbolo toda la realidad que lleva consigo la relación humana con Dios. En las mismas culturas patriarcales se adivina la insuficiencia de esta simbología, pues los «hijos», tanto divinos como humanos, que surgen de los dioses o dios primigenio, muchas veces no reproducen la actividad del padre dentro de la función biológica y social humana. La figura materna, el nacer de órganos del cuerpo distintos de los órganos reproductores, como Dionisos que brota del muslo de Zeus, etc., demuestran que la conducta del hombre con Dios es incapaz de objetivar o describir la amplitud de la experiencia. Así, más allá de este símbolo proyectivo humano de la paternidad aplicada a la divinidad, la presencia divina desborda al hombre, porque su realidad le supera en cualquier ámbito del ser. Dice el Himno a Amón: «El que inauguró la existencia por primera vez,/ Amón que llegó a la existencia al comienzo/ sin que su nacimiento sea conocido./ No hay dios que llegara a la existencia antes que él./ No hubo otro dios con él para expresar sus formas./ No hubo madre que le diera su nombre;/ no hubo padre que lo engendrara/ y que dijera: “Yo soy”. Él es quien ha modelado su propio huevo,/ el poderoso cuyo nacimiento es misterioso,/ que ha creado su perfección;/ el dios divino que ha venido a la existencia por él mismo./ Todos los dioses vinieron a la existencia/ cuando él se dio un comienzo» (Oraciones, 78).

Así se pasa de la descripción o afirmación de los atributos divinos a la invocación y oración a Dios, bien pública, bien privada y de carácter personal: «¡Gloriosísimo entre los inmortales, multinominado, siempre omnipotente,/ oh Zeus, rector de la naturaleza, que con la ley todo lo gobiernas,/ salve! Pues a todos los mortales les es lícito saludarte. [...] Pero tú, Zeus, dispensador de todos los dones, el de las negras nubes, señor del rayo,/ saca a los hombres de la triste inexperiencia/ y, ahuyentándola del alma, padre, otórgales alcanzar/ la razón en que te fundas para regir todas las cosas con justicia,/ de modo que, así honrados, te tributemos a nuestra vez honores,/ cantando perpetuamente himnos a tus obras, como corresponde/ al mortal, pues no hay mayor ofrenda para los hombres/ o los dioses que celebrar siempre, como es justo, la ley universal» (Los Estoicos antiguos. Cleantes. N. 679).

La oración evidencia ante todo la influencia histórica de Dios, lo que motiva y causa la apertura del hombre, y le dispone para alabarle, darle gracias y bendecirle por los dones que ofrece para el mantenimiento y desarrollo de la vida, o pedirle perdón por las faltas cometidas, o simplemente para unirse a Él y contemplarle de una forma fragmentaria. Por otro lado, divisar a Dios en el horizonte histórico conlleva solicitar su ayuda en las circunstancias en las que la persona y la sociedad están en peligro. La relación establecida por la oración, tan específica del hombre de todas las culturas, revela parte de la identidad divina y manifiesta su existencia y presencia diferente de las propiedades de Dios con que se le describe en todas las religiones. Con la oración el hombre reconoce a Dios en el núcleo fundamental de su ser personal, y alcanza, aunque sea parcialmente, momentos y espacios de la trascendencia e infinitud divinas. Cuando Dios se muestra como el totalmente «Otro», la oración lo descubre como un «Tú» y entonces posibilita el diálogo, diálogo en el que los hombres lo viven como su origen, sostén y término de su existencia; en definitiva, encuentran el sentido global de la historia, de la cultura y de la individualidad. La relación mutua entre Dios y el hombre origina que, al dirigirse este a Dios y escucharle, Él se deje entrever por encima y más allá de los distintos nombres y atributos que se le atribuyan: «Dejando todas las observancias ordenadas, abandonando todos mis deseos, incluido el de la salvación, ¡oh Señor! tomé refugio bajo tus pies que miden el universo. Tú solo eres mi madre, mi padre, mis allegados, mi maestro, mi fortuna ¡oh Dios de los dioses! ¡Tú eres mi todo!» (J. Martín Velasco, 39).

No obstante esta trascendencia que se entrevé por medio de la oración, el principio de los dioses y del cosmos o la divinidad misma son proyecciones de las culturas, donde, en su mayoría, al menos las que rodean a Israel, reflejan la relación padre y madre, las relaciones familiares y el principio del poder personal y grupal que fundamenta las instituciones sociales.

2. El Dios de Israel

2.1. El Dios de la Alianza

Israel no es ajeno a las experiencias religiosas de su entorno. De hecho, la figura paterna de Dios, la más socorrida para designar a la divinidad, se usa en los atributos y acciones aplicadas a Dios y se contiene en las oraciones que formulan los sentimientos de la religiosidad judía. Además existen huellas de un politeísmo preexílico, en el que el Señor es el padre de los dioses (cf Dt 32,8-9), o rey de los dioses (cf Sal 103,9), y el que nombra hijo al rey de Israel, aunque se subraye que esta relación paterna entre Dios y el rey es de adopción, como en Ugarit, y no de naturaleza, como en Egipto (cf Sal 89,27-28). Incluso no se excluye la hipótesis de que el Señor tenga una esposa que figure como consorte en las relaciones con Israel y que la piedad de la época monárquica le diera culto, como se comprueba en las religiones vecinas (cf Jer 7,18).

Sin embargo, las tradiciones que aportan los textos bíblicos muestran un desligamiento paulatino de las bases donde se apoyan las experiencias religiosas de las culturas vecinas. Así se observa que Dios es poder, es todo poder, pero su omnipotencia se orienta hacia la vida histórica de Israel. Existe un alejamiento progresivo de la relación intrínseca entre Dios y los dioses, entre Dios y el cosmos, entre Dios y la justificación de la tipología de la familia y del gobierno de las instituciones sociales. Van desapareciendo las teogonías, las antropogonías y las cosmogonías.

Dios es poder pero, en cuanto tal, usa su poder para liberar a Israel del dominio del Faraón. Se pone de parte del pueblo sencillo y humilde, en definitiva esclavo, para devolverle su capacidad de ser por el disfrute de la libertad. Pero es una libertad que conlleva situarse en el espacio del servicio a Dios. No es una libertad para ser autónomos y elegir, sino una libertad para servir: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Éx 4,22-23). Esta convicción que Moisés transmite al grupo semita que le acompaña en la huida de Egipto, va escoltada por la revelación de la alianza que el Señor pacta con el pueblo: la señal más grande de fidelidad que Él va a mostrar a los hombres en medio de sus vicisitudes históricas. La alianza, a la par, constituye la exigencia más radical para el pueblo: no debe adorar a otros dioses, ni se debe encomendar y sujetar a otras instancias, como países, reyes o instituciones, que le desliguen del compromiso de fidelidad a las normativas prescritas en la alianza (cf Lev 26,12). Mas la libertad y la alianza se insertan en un proceso histórico, siempre cambiante en sus contenidos, por la palabra de Dios que comunica una promesa al pueblo y que le hace caminar y vivir de la esperanza de que un día Dios la cumplirá: «Moisés dijo a su suegro, Jobab, hijo de Regüel, el madianita: Vamos a marchar al sitio que el Señor ha prometido darnos. Ven con nosotros, que te trataremos bien, porque el Señor ha prometido bienes a Israel» (Núm 10,29).

Estos tres rasgos, libertad, alianza, promesa, entre otros posibles, sobresalen en la experiencia que tiene Israel de Dios. Apunta un proceso en el que la creencia judía se aleja de las teogonías y cosmogonías al uso en los pueblos vecinos, y percibe la trascendencia de Dios. La trascendencia requiere no inmiscuirle en los procesos biológicos, humanos y sociales que aparecen con claridad como proyecciones de la vida personal y comunitaria de los hombres. Dios, pues, está más allá del espacio y del tiempo y es distinto de los conceptos acostumbrados para manifestar las vivencias fundamentales de la existencia, como padre, madre, familia, etc., y menos se le puede representar: «Vosotros mismos habéis visto que os he hablado desde el cielo; no me coloquéis a mí entre dioses de plata ni os fabriquéis dioses de oro» (Éx 20,22-23). Cualquier imagen significa en cierta medida dominar el objeto o persona de referencia. Aunque la imagen ayuda y motiva la relación, también contribuye a la apropiación por medio de la vista (cf Éx 3,4-6), del habla (cf Dt 18,9-12), del beso (cf 1Re 19,18), además de ser la proyección y adoración de sí mismo: «Su país está lleno de ídolos, y se postran ante las obras de sus manos, hechas con sus dedos» (Is 2,8).

Dios, pues, es el totalmente Otro y está por encima de las transformaciones cosmológicas e históricas. Nada ni nadie se le puede comparar (cf Is 46,5), porque es Santo (cf Is 40,25). Ante el Indecible, el pecador sufre la muerte si osa relacionarse con Él (cf Os 6,5), y el hombre se siente nada y vacío: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él?» (Sal 8,5).

A la trascendencia y santidad de Dios se une la vida. Dios, con ser trascendente, no es lejano. Su diferencia de la creación no se traduce en ausencia e indiferencia ante Israel. Dios está vivo, es vida (cf Jos 3,10), de manera que todo lo que existe distinto a la muerte es un don que procede de Él: «Porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Dios insufla el aliento y crea (cf Gén 2,7); está vivo en la cotidianidad de la existencia y en la preservación y cuidado del habitáculo del hombre para que coma y beba y lo habite y cuide con esmero (cf Job 34,14-15). Él se distingue de las demás divinidades que no se mueven, ni ven, ni oyen: «Los que modelan ídolos son todos nada, y es inútil lo que ellos aman, sus devotos no ven nada ni conocen» (Is 44,9).

Dios, al ser vida y obrar, se entiende como una persona que conoce y ama: «No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11,9). Y prueba su ser personal en la relación, sobre todo en la relación que mantiene con su pueblo revelándose como «Señor, Dios clemente y compasivo, misericordioso, paciente y leal» (Éx 34,6). Lo ha demostrado en la elección, alianza y promesa por las que elige a Israel de entre las naciones, creando un pueblo singular en la historia humana. El Señor vive para Israel. Aunque sean antropomorfismos manifiestos los usados en la Escritura, o símbolos, o afirmaciones creyentes, detrás de todos ellos se esconde una persona que es capaz de establecer relaciones personales.

En estas relaciones, el Señor se revela como quiere que se le conozca, porque ni es un hombre ni actúa como los hombres (cf Is 40,28-29). Así habla y se comunica a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, en definitiva a Israel, para anunciarles un nombre, un proyecto o una tarea a realizar (cf Éx 19,3-6). Dios establece un diálogo en la tierra con el hombre, aunque a veces lo arranca o arrastra de su situación social o lo abandona aparentemente con el silencio (Job). El diálogo introduce a Dios en su creación para cuidarla y preservarla de sus enemigos (cf Is 45,9-12).

Pero, y sobre todo, a la persona se la identifica por un nombre. En este caso es Señor. Él mismo lo revela para que se le dé culto, y en el culto se le alabe, se le dé gracias, y se le solicite ayuda y se le tribute la gloria que le pertenece. Pero decir y proclamar Señor no es para conocerle, y para que conociéndolo se le identifique y domine según la razón, y menos para que se le objetive. Decir su nombre plantea que se haga memoria de un hecho salvador que ha realizado en favor de su pueblo: «Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor. Yo me aparecí a Abrahán, Isaac y Jacob como “Dios todopoderoso”, pero no les di a conocer mi nombre: “el Señor”. Yo hice alianza con ellos prometiéndoles la tierra de Canaán, tierra donde habían residido como emigrantes. Yo también, al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados por los egipcios, me acordé de la alianza» (Éx 6,2-5). Incluso el nombre de el Señor, como todo nombre, se relaciona con la dignidad y naturaleza de la persona. Por eso decir su nombre («el que es») indica afirmar su existencia de una manera permanente y alejada de todo condicionamiento histórico, en cuanto pueda significar devenir e inestabilidad. Nombrar a Dios es atestiguar, a la vez, su persona. Por ejemplo, profanar (cf Lev 18,21) o amar (cf Sal 5,12) el nombre del Señor es profanar o amar al Señor (cf Sal 5,12; Is 25,1).

Por último, el Señor, que ha dado origen a todo y se declara persona, es, además, el Señor de la historia, cuyo sentido lo aclarará al final, cuando se revele plenamente. Esto significa que todo y todos mantienen una orientación hacia Él, y Él dilucidará al término del tiempo los antagonismos que los hombres insertan en su creación, venciendo los que originan destrucción y muerte. La actuación del Señor se centra, en un primer momento, en la crítica severa de los abusos sociales y cultuales y orienta a su pueblo a un nuevo estado de justicia y libertad (cf Am 1,3-2,3). Más tarde, después del exilio de Babilonia, el contenido de la promesa abarca una creación nueva y la apertura personal del Señor a todos los pueblos (cf Is 42,9). La actuación escatológica de Dios mostrará la clausura de la situación actual, creando una nueva era del mundo con la armonía de todos sus elementos dependiente totalmente de Él. Son los nuevos cielos y la nueva tierra, que lleva consigo una trascendencia que va aparejada con la misma trascendencia divina. El «día del Señor» se inserta dentro de un marco apocalíptico: Dios crea a su medida un marco diferente para todo lo existente. Dios se revela desvelándose en una nueva situación más allá del tiempo (cf Is 65,17).

2.2. Dios como Padre de Israel

Israel experimenta a Dios también como Padre. No es un «Padre» y una «Madre» con las características de las religiones que le rodean, es decir, en un sentido teogónico o cosmogónico. Ni engendra dioses, ni tierras y cielos, aunque algo de esto haya tenido en ciertas épocas de las creencias judías. Quizá por esta impronta biológica de las religiones vecinas, Israel ha sido reticente en usar este título para el Señor. Dios es «Padre» porque elige a Israel como pueblo de su propiedad. Comienza así una relación entre Dios y el pueblo en la que es posible que se le nombre como Padre, y más tarde se le invoque como tal, llegando con el tiempo a ser un atributo suyo. Pero esta progresión en la religiosidad judía se manifiesta siempre en un contexto histórico y en medio de una relación permanente, con los altibajos que la historia muestra. No es el Señor quien engendra a Israel, sino el que lo elige y, en cuanto tal, lo sitúa en la historia con una identidad propia como Pueblo de Dios en medio de otros pueblos, y le hace caminar hacia la conquista de una promesa que está en la raíz misma de la elección. Dios está en el origen del pueblo, pero de una forma diferente de como la relación entre un hombre y una mujer está en el origen de una criatura.

En la montaña del Horeb, Dios se revela a Moisés como «Dios de los padres» (Éx 3,13.15-16). Es el Dios de Abrahán, que le guía, protege, encamina a una nueva tierra, promete una descendencia, y al que el patriarca cree, obedece y adora como su Dios universal, creador de todo cuanto existe (cf Gén 14,18-22). Dios se constituye como Padre de Israel, porque lo engendra con la liberación de la esclavitud y con la elección: «Yo soy el Señor [...]. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios; para que sepáis que soy el Señor, vuestro Dios, el que os quita de encima las cargas de los egipcios, os llevaré a la tierra que prometí con juramento a Abrahán...» (Éx 6,6-8). Por eso el Señor dice a Moisés que le comunique al Faraón: «Israel es mi hijo primogénito» (4,22-23). Después les dará la ley de la alianza, por la que se canalizará la paternidad divina y la filiación de Israel (cf Dt 32,6).

Estas relaciones paterno-filiales sufren muchos altibajos. Israel se descuida de sus obligaciones de hijo adorando a otros dioses. Y Dios, en este caso con rasgos maternales, intenta atraerlo de nuevo a su regazo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo [...]. Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas; me inclinaba y les daba de comer» (Os 11,1-4). Al irse el pueblo tras los dioses extraños, brota en Dios la cólera que le tienta a destruirlo, porque se le ha confiado y revelado de una manera especial, porque «vuestra lealtad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (Os 6,4). Más tarde, cuando Israel sufre el exilio en Babilonia, Dios responde a las quejas de la experiencia de abandono con amor de madre: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15; cf Is 54,7-8).

En las situaciones de infidelidad no es extraño tampoco que se empleen las fórmulas paternas de corrección y castigo ante el mal realizado, o de ejercer la autoridad y exigir la obediencia, que se usan en los ámbitos familiares, muy típicas de la tradición sapiencial. Por eso amonesta al pueblo para su propio bien: «Porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Prov 3,12). Y también Dios reclama la obediencia y respeto debido a los padres, tanto más cuanto Él los supera a todos (cf Mal 1,6). La finalidad es invitar a Israel a la conversión (cf Jer 31,18-19) para que reciba el perdón que le conduzca a la restauración de la alianza. Dios se relaciona con bondad, característica de todo buen padre: «Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con sus fieles» (Sal 103,13; cf 31,9.20). O se da a conocer con ternura, como una madre a la que se le destroza el corazón y se le conmueven las entrañas (cf Os 11,8), sentimientos que exteriorizan el hondón de una persona, es decir, la interioridad llena de conocimiento, compasión y amor.

Por consiguiente, Dios es Padre con entrañas de Madre, no sólo de Israel, contemplado como una colectividad humana, sino también de ciertas personas que tienen una situación especial dentro de las instituciones del pueblo, o porque se ubican en el corazón de Dios. Así el rey se concibe con una dimensión sagrada que le entronca de una forma especial con Dios. Si Dios es Padre para todo el pueblo, también lo es del rey. Por eso es el elegido de Dios e hijo predilecto suyo: «Voy a recitar el decreto del Señor. Me ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”» (Sal 2,7). Una de las funciones fundamentales del rey es la defensa de los marginados (cf Sal 72,1-2.4), los predilectos de Dios. Y Dios, como Padre, muchas veces es el que directamente los defiende y protege, obligando a tener esta actitud a los demás hijos: «Padre de huérfanos, protector de viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6).

Estos rasgos antropomórficos de Dios, a los que se pueden unir otros, como Pastor, Rey, etc., transmiten la experiencia originaria de Israel, en la que Él, sin duda trascendente, se revela como Persona porque habla, y habla para hacerse conocer con un nombre, para elegir, para salvar y para dar sentido a un pueblo en la historia, al que espera al final para revelarse del todo y revelarle la verdadera vida. Pero también Dios dialoga, es decir, necesita la respuesta libre de los hombres que le acojan y respondan a su plan de salvación. La experiencia de Israel sobre Dios, que sufre avances y retrocesos, pero siempre dentro del marco de su alianza, es decir, de la fidelidad de Dios y respuesta fiel del pueblo, va progresivamente decantándose hacia un monoteísmo: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6,4; cf 11,13-21). La unicidad de Dios obliga a excluir cualquier referencia politeísta. Se ladean los símbolos, las imágenes, las metáforas o los atributos que pongan en peligro la identidad divina: «Así dice el Señor, Rey de Israel, su redentor, el Señor de los ejércitos: Yo soy el primero y yo soy el último; fuera de mí no hay Dios» (Is 44,6). Israel entonces vive la trascendencia y unicidad de Dios como la de su Señor todopoderoso, ante el cual es preferible el silencio, la adoración y la obediencia por medio de la ley, en la que se especifica con claridad su voluntad. Y en el culto en el templo de Jerusalén se le alaba, se le da gracias, se le pide que remedie las necesidades y se le sacrifican aves y animales.

2.3. El Dios de Israel como centro de la vida y de la fe de Jesús

Jesús no es ajeno a la piedad popular de su pueblo. Enraizado en la tradición judía, Dios es todo para él. Se le nota por doquier en la predicación del Reino. El rígido monoteísmo y la trascendencia de la experiencia divina del judaísmo contemporáneo exigen a Jesús una forma indirecta de nombrar a Dios. El respeto y la distancia hacen que se evite pronunciar su nombre. Jesús participa de esta costumbre popular (poder, Mc 14,62; rey, Mt 5,35; altísimo, Lc 6,35), pero no es el modo habitual de relacionarse con Él. Gusta de dirigirse a Dios de una forma directa. Bastantes veces pronuncia «Dios» (cf Mc 2,26; etc.), «Señor» (cf Mc 5,19; etc.) y «Padre» (cf Mc 14,36; etc).

Jesús habla de Dios como el Otro distinto al hombre. Enseña la rígida separación entre Dios y las criaturas por los atributos de poder, ciencia y bondad que se le otorgan. Dios posee un poder muy superior al hombre. Se demuestra en la controversia que Jesús entabla con los saduceos sobre la resurrección de los muertos. Estos defienden la tradición de que no existe otra vida fuera del tiempo presente en contra de los fariseos que afirman el más allá. Jesús apoya la resurrección invocando el poder y la fidelidad de Dios: «Andáis descaminados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios [...]. Y a propósito de que los muertos resucitarán, ¿no habéis leído en el libro de Moisés el episodio de la zarza? [...]. No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,24-27).

Además del poder o de la majestad (cf Mc 14,62), se separa Dios de los hombres por la ciencia y el conocimiento. Está el testimonio sobre el fin de la historia: «En cuanto al día y a la hora, no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; sólo los conoce el Padre» (Mc 13,32); o Dios sabe todo lo que necesita el hombre antes que este se lo pida (cf Mt 6,7-8). Por consiguiente, se deben olvidar las preocupaciones por el mantenimiento diario de los discípulos que lo han abandonado todo para unirse a Jesús en su ministerio, porque Dios sabe lo que cada uno precisa para vivir (cf Lc 22,22-31). Así es inútil intentar engañar a Dios: «Vosotros [fariseos] pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro» (Lc 14,15; cf Prov 24,12).

Por último, la bondad de Dios. En el diálogo que sostienen Jesús y el joven rico, este lo saluda reconociendo la bondad que respiran sus obras. Sin embargo, Jesús le dice que «bueno» sólo es Dios (cf Mc 10,18par). Y lo ha demostrado por el cuidado que ha tenido con Israel liberándolo de Egipto, dándole una tierra, salvándolo de los enemigos. Israel se lo reconoce y lo alaba: «Alabad al Señor, porque es bueno» (cf 1Crón 16,34). La alteridad respecto al hombre que entraña la bondad divina se ratifica cuando, en otro pasaje, sitúa lo «malo» en el hombre a pesar de las obras buenas que se inscriben en las acciones humanas, sobre todo cuando existe una relación afectiva: «Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos...» (Q/ Lc 11,13; Mt 7,11). La bondad humana es un don que proviene de Dios, que es magnánimo en su concesión (cf Mt 20,15). Entonces hay que reconocer que la raíz y fuente de esta bondad está siempre en Dios: «Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). Jesús introduce en su programa del Reino que el hombre sea imagen de la bondad divina para recrear su dignidad primera regalada al principio del tiempo, y concretada en la relación mutua como ternura y compasión.

Jesús retiene como experiencia básica de Dios las acciones que han configurado a su pueblo entre los demás pueblos de la tierra y que Israel ha mantenido vivas casi siempre. Jesús llama a Dios el «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (Mc 12,26; cf Éx 3,6), que es como se presenta a Moisés cuando cuida las ovejas y las cabras de su suegro en el monte Horeb. Dios se revela a Moisés como el Dios de la alianza y como Aquel que protege, libera y salva. Que cite Dios a los Patriarcas es la garantía de una actitud de fidelidad al pueblo y una garantía de salvación, que es la que llevará a cabo con la liberación de Egipto: «Os tengo presentes y veo cómo os tratan los egipcios. He decidido sacaros de la opresión egipcia y haceros subir [...] a una tierra que mana leche y miel» (Éx 3,16-17).

Todavía más. El Dios de Jesús manifiesta su voluntad al pueblo con el que ha pactado una alianza por medio del Decálogo. El Decálogo no se comprende como un ordenamiento jurídico que obliga a cumplir la autoridad constituida en una sociedad, sino que es la forma de relación que se emplea dentro de una comunidad originada por el mismo Dios. Se parece más a los padres que enseñan a los hijos unos comportamientos para que prosigan en su vida un estilo y unas actitudes heredadas de generaciones anteriores, que a prohibiciones vinculadas a leyes con amenazas de castigos (cf Mc 7,10; Éx 20,12).

Con todo, el mandamiento principal y el fundamento de la vida, de todo, es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12,29-31; cf Dt 6,4-5). La plena y total disposición del hombre para cumplir la voluntad de Dios, la apertura a Dios como realidad envolvente de la vida y en la que se incluye todas las dimensiones del hombre y a todos los hombres, hace que este sea el mandamiento más importante y esté por encima de los 613 preceptos que suma la tradición rabínica. Es el Shema que cada fiel judío recita por la mañana y por la noche para tenerlo presente siempre. Y tenerlo presente como principio que recorre todos los actos de la vida. Jesús, así, se instala en el centro de la fe de su pueblo al concebir a Dios como persona y capaz de tener relaciones personales. Al ser la atmósfera que respira no se ve en la obligación de demostrarlo.

3. Dios Padre en Jesús

3.1. Dios distinto de la Creación

La omnipresencia de Dios en la vida de Jesús hace que se refiera a Él con los tres atributos que expresan la relación que ha mantenido Dios con su pueblo: Creador, Providente y Salvador.

1) Creador

La obra por antonomasia de Dios es la creación, percibida por Israel en la elección y alianza. Jesús recurre a Dios Creador cuando sale en defensa de la mujer, a la que iguala al hombre en el compromiso conyugal: «Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha juntado que el hombre no lo separe» (Mc 10,6-9; cf Gén 1,27). Apela al acto primero de Dios cuando ataca a los fariseos y letrados como prototipos de la hipocresía humana que se preocupan de un mundo externo ordenado y limpio descuidando la actitud interior de amor, pues todo el hombre ha salido de las manos de Dios (cf Lc 11,40). Denuncia el fratricidio practicado con los profetas, que es un suma y sigue del primero cometido por Caín y que quebró las relaciones entre los humanos (cf Q/Lc 11,50; Mt 23,35). Invita a la vigilancia ante la incertidumbre que dominará la parusía y que superará a todos los desastres habidos en la historia (cf Mc 13,19). Anuncia el juicio final, cuando convoque a los elegidos para disfrutar del Reino ya previsto por Dios en el mismo momento de la creación (cf Mt 25,34).

Las apelaciones a un Dios creador traslucen, en definitiva, la experiencia de Jesús de que Dios está pendiente de sus criaturas. Si es Creador por un acto de amor, este acto no significa una acción aislada al principio de la historia humana, sino que revela una actitud de Dios por la que se inserta en el espacio y en el tiempo para recrear de una forma continua las personas y las cosas, que son su reflejo. Dios no se desentiende de sus criaturas, antes bien, salvaguardando la libertad humana para que sea posible la respuesta de amor a su amor creador, sigue ofreciéndose como la fuente desde donde mana la vida. Entonces Jesús integra a su experiencia de Dios como Creador a Dios como providente. Y en este espacio camina.

2) Providente

Cuando Jesús viaja a Jerusalén, según la propuesta evangélica de Lucas, y presiente los sufrimientos que va a padecer, enseña a los discípulos, a sus amigos, que el camino de la cruz también tendrán que recorrerlo ellos. En estos momentos tensos, Jesús se remite a Dios, que, como Creador, es el dueño de la vida (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 16,25-33). De aquí nace la confianza en Él y el coraje del anuncio del Reino. No se debe temer a quien arruina o destruye la vida en esta tierra, sino a Aquel que la puede aniquilar para siempre. «¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados todos. No tengáis miedo, que valéis más que muchos gorriones» (Q/12,6-7; Mt 10,29-31). Los gorriones y los pelos, de valor insignificante, y la vida humana, la mejor imagen divina en la tierra, están bajo la mirada de Dios. Todo lo existente es objeto de su preocupación y protección. Dios es providente.

Junto al peligro de perder la vida está el de no poder mantenerla. Jesús se ampara en Dios para su defensa. La ocasión le viene cuando enseña que la existencia no puede asentarse en las riquezas, sobre todo si equivalen para el hombre a un apetito desordenado que le conduce a su perdición. Porque la codicia de las cosas encierra desligarse de Aquel que es el propietario de todo: «Por eso os digo que no andéis angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo. La vida vale más que el sustento y el cuerpo más que el vestido» (Q/Lc 12,22-23; Mt 6,25; EvT 36). La alternativa que ofrece a la seguridad que dan los bienes es Dios, porque Él no exige las preocupaciones que proporcionan conseguir y mantener la riqueza, sino, al contrario, basta con abandonarse en sus manos y dejarse llevar por la conciencia de que su corazón está pendiente del sustento diario: «Observad a los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen silos ni despensas, y Dios los sustenta. Cuánto más valéis vosotros que las aves [...]. Observad cómo crecen los lirios, sin trabajar ni hilar; pero os digo que ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos» (Q/Lc 12,24-27; Mt 6,26-29; cf EvT 36).

3) Salvador

Jesús da un paso más en su fe en el Dios de los Padres y cierra el arco de la vida humana. En efecto, si la vida procede y se mantiene por Dios (Creador y Providente), Dios tampoco abandona al hombre al poder de la muerte (Salvador). Jesús invoca al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Mc 12,26), que es como se revela a Moisés como signo de salvación y fidelidad al pueblo y que va a demostrarlo con la liberación de Egipto. Jesús recoge esta actitud de Dios para con Israel y la aplica a la superación de la muerte, el mayor enemigo del hombre, en la controversia que sostiene con los saduceos, fieles al Pentateuco y, por tanto, enemigos de toda prolongación de la vida (cf Mc 12,19-23). Argumentan con la ley del levirato, por la que el hermano menor debe dar descendencia al mayor si falleciera sin tener hijos (cf Gén 38,8; Dt 25,5-10). Aunque las posiciones en tiempos de Jesús sobre las modalidades de la resurrección son diferentes, lo cierto es que esta se introduce en la fe judía para superar la crisis de la retribución del justo, que desaparece como el impío tras la muerte. La solución se encuentra no con la respuesta divina a los anhelos de inmortalidad inscritos en el corazón humano, sino remitiéndose al poder, soberanía y fidelidad de Dios a sus criaturas. El amor de Dios es más poderoso que la muerte. La maldad de la muerte conduce a separar al justo de Dios; rompe la comunión de Dios con su pueblo; impide que Dios sea el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob», ya que si los Padres no existieran después de morir no tendría sentido el Dios de la Alianza y la promesa, el Dios vivo y presente en el pueblo. Por consiguiente, termina Jesús: Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27par).

3.2. El Padre de Jesús

1) Dador de bienes, y obediencia

Dios Padre se preocupa de sus hijos y, por tanto, les da «cosas buenas». «¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O, si le pide pescado, le dará en vez de pescado una serpiente? ¿O, si pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo (cosas buenas [Mt]) a quienes lo pidan!» (Q/Lc 11,11-13; Mt 7,9-11).

La solicitud de Dios Padre se compara con la de los padres de familia, cuya tendencia natural es la protección y cuidado de sus hijos. Jesús verifica en el orden de la creación cómo es la relación familiar, realidades buenas y generosas y que están inscritas en la naturaleza humana. El contraste que hace Jesús es claro y sencillo, pasando de lo absurdo a lo que es lógico en una relación paterna con los hijos. Así, alimentos básicos para el mantenimiento humano en Galilea como son el pan, el pescado y el huevo no se pueden cambiar por otra cosa semejante, pero nociva, como es la piedra, y dañina y cruel, como son la serpiente, parecida al pez, y el escorpión que, encogido, aparenta un huevo. Pues bien, si todo padre de la tierra, cuando distribuye la comida a sus hijos, les pasa estas cosas buenas, cuánto más el Padre de los cielos, que es plenamente bondad. Es el convencimiento de Jesús de que Dios es bueno: en la parábola del padre que acoge al hijo pródigo (cf Lc 15,11-32) y en la respuesta que da al rico (cf Mc 10,18).

Lucas cambia las «cosas buenas» de Mateo por el «Espíritu Santo». La relación de amor que Dios inicia con Jesús en el momento de su concepción (cf Lc 1,35) y cuando comienza la predicación del Reino (cf Lc 3,22), por las que declara su Paternidad, el Evangelista la traslada a los discípulos de Jesús, cuya filiación les capacita para dirigirse a Dios como al buen Padre que, con dicha relación de amor, les dará todo lo necesario para vivir.

Experimentar al Padre como dador de los bienes lleva consigo la ausencia de preocupaciones por las necesidades de cada día. No es lo que antes ha descartado Jesús para sus discípulos sobre las riquezas que tienen los demás, es decir, la codicia de acumular, cuando se es consciente de que la vida depende de Dios. Ahora Jesús se refiere a los bienes esenciales para vivir: comer, beber, vestir (cf Gén 28,20): «Todo eso son cosas que busca la gente del mundo. En cuanto a vosotros, vuestro Padre sabe lo que os hace falta» (Q/Lc 12,30; Mt 6,32). Por tanto, «no andéis buscando qué comer o qué beber; no estéis pendientes de ello» (Q/Lc 12,29; Mt 6,25). Esto lo conoce la gente pobre que se llena de afanes y fatigas para satisfacer lo indispensable para vivir. Es la condición de su existencia (cf Gén 3,17-19). Sin embargo, en una sociedad teocrática como la de entonces se aconseja: «Encomienda al Señor tus tareas, y te saldrán bien tus planes [...], dichoso el que confía en el Señor» (Prov 16,3.20). Se ha comprobado al hablar del Dios providente. Ahora se toma a Dios por Padre, y los discípulos, en cuanto hijos, saben que pasa a Él el desvelo por procurarse alimento y bebida. De hecho, por más que se impacienten por alcanzar cualquier objetivo, están incapacitados para adelantar o prolongar el tiempo: «¿Quién de vosotros puede, a fuerza de cavilar, prolongar un tanto la vida? Pues si no podéis lo mínimo, ¿por qué os preocupáis de lo demás?» (Q/Lc 12,25-26; Mt 6,27).

La razón es que se cambia el objetivo y, con él, el afán que supone su búsqueda. No es mantener la vida y la preocupación para sobrevivir en la Galilea gobernada por Herodes Antipas. La tarea fundamental que ahora ocupa a los discípulos es colaborar con Jesús para proclamar el Reino. Y no sólo proclamarlo, sino, siguiéndole con la forma y el sentido que está imprimiendo a su anuncio, testimoniar su presencia en la historia con el mismo estilo de vida: «No temas, pequeño rebaño, que vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Dios da por supuesto que ha creado la tierra con los bienes suficientes para vivir; y Dios sabe de su conservación, aunque los hombres duden de que haya bienes para todos y sospechen del cuidado divino ante las catástrofes. Jesús devuelve a sus discípulos al sentir de Dios: Él se responsabiliza del mantenimiento de sus servidores. Pues lo que está en juego en este momento es otra realidad mucho más importante para la existencia humana: mostrar el rostro bondadoso y misericordioso del Padre. Por consiguiente, ni preocupaciones ni miedos por la subsistencia. Es suficiente la confianza en el Padre, que, aunque sean pocos y formen un «pequeño rebaño» (Is 41,14; cf Sal 22,7), poseen el don más grande: el Reino (cf Q/Lc 22,29-30; Mt 19,28).

Pero el Padre muy solícito para cuidar a sus hijos y cubrir sus necesidades fundamentales, exige obediencia a su autoridad y reconocimiento de su dignidad. Fundado en la crítica que Marcos hace de los letrados o escribas (cf Mc 12,38-40par), Mateo elabora un párrafo (cf Mt 23,1-12), compuesto de forma antitética, en el que los reproches se amplían a los fariseos y se convierten en exigencias para la comunidad cristiana. Los versos 8-10, que constituyen una pequeña regla para la comunidad o una catequesis a los discípulos, provienen de la tradición especial del Evangelista. El verso 8: «Vosotros no os hagáis llamar maestros, pues uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos» está unido al 10: «Ni os llaméis instructores, pues vuestro instructor es uno solo, el Mesías». Mateo sitúa en su lugar a los «maestros» e «instructores o dirigentes» de las comunidades, ciertamente judías, y que es muy fácil que continúen la función que desempeñaban los escribas o letrados en las sinagogas como guías revestidos de autoridad (cf Mt 13,52; 23,34). Función que fustiga Jesús por la preeminencia que gozan en un mundo teocrático como es el de Israel. El pueblo les admite la competencia en la enseñanza (letrados) y la observancia religiosa (fariseos); por eso son proclives a la ostentación, exhibición, autocomplacencia y poder.

Mateo avisa que una comunidad cristiana no soporta estas grandezas que rompen la relación entre iguales, y enlaza la igualdad fraterna que debe imperar en la vida cristiana con el dicho de Jesús (cf Mt 23,9), fundando su verdadero origen: «En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo», de manera que, como a nadie se le debe decir «maestro» o «instructor», porque permanece la prioridad de Jesús en dicha función en la comunidad, así nadie debe llamar «padre» a cualquier «hermano», por más digno que sea o por mucho respeto que se merezca. En Israel se ha denominado «padre» a patriarcas, a profetas, etc. (cf 2Re 2,12). La afirmación de Jesús, aislada del contexto donde se ha insertado, puede remitirse al grupo de discípulos, que, unidos a Jesús en la proclamación del Reino y dentro de un clima escatológico, están plenamente dedicados a dicha tarea. Esta les supone una infravaloración de la función paterna, tanto activa como pasiva, para reconocérsela sólo a Dios. Los discípulos deben ser conscientes de que el Padre Dios es su única procedencia y referencia vital.

La confesión de la autoridad y dignidad de Dios Padre la revela Jesús en la segunda petición del Padrenuestro: «Padre, sea respetada la santidad de tu nombre» (Q/Lc 11,2; Mt 6,9: «¡Padre nuestro del cielo!»). El nombre es la persona, como se ha visto. El nombre de Dios, el Señor, manifestado a Moisés (cf Éx 3,14-15; 6,3-2), se cubre pronto de un extremado respeto que lleva consigo el poder y la perfección inherente a la persona divina (cf Is 29,23). La santidad del nombre de Dios significa, a la vez, distinguirlo y separarlo, para que se le estime, se le dé el honor debido y, en cuanto tal, se afirme su trascendencia. Por eso el israelita evita decirlo: «No te acostumbres a pronunciar juramentos ni pronuncies a la ligera el nombre santo» (Si 23,9).

La actitud ante la santidad de Dios proviene de Dios, porque se declara contrario al pecado o a las actitudes blasfemas de los hombres. De ahí la aclamación de los serafines en el templo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!» (Is 6,3), a los que también imitan los creyentes con la adoración y la alabanza. Este contenido se incluye en la Tefillá, en la tercera bendición a Dios (Dieciocho bendiciones=Shemoneh Eshreh): «Tú eres santo, y tu nombre es santo; fuera de ti no hay otro Dios. Bendito eres, Señor, Dios Santo». Al Padre Dios hay que darle también estas prerrogativas judías.

2) Oración de Júbilo y tentación en Getsemaní

Jesús sufre una experiencia negativa de sus conciudadanos, teóricamente más capacitados que los gentiles para comprender el Reino. Escribas y fariseos le acusan de compartir la comida y la bebida con los pecadores, y siente el rechazo de las tres ciudades en las que ha puesto más tiempo y énfasis en su ofrecimiento de salvación (cf Q/Lc 10,13-15; Mt 11,21-24). A continuación, y aún perplejo por esta incomprensión, siente una de las experiencias más hermosas de su ministerio y que la tradición transmite como su realidad vital fundante, como es Dios, y su auténtica pertenencia social, como son los pequeños y humildes. «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque, ocultando estas cosas a los entendidos, se las has revelado a los ignorantes. Sí, Padre, esa ha sido tu elección» (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26).

Jesús eleva la mirada al cielo y «bendice» al Padre, le reconoce públicamente con una acción de gracias, alabanza y confesión (cf Sal 7,18; 9,2); y, en este caso, no lo hace por su experiencia personal, sino por la de los pequeños e ignorantes. Apela al Padre como Señor y Soberano amoroso de todo lo existente. Dios es Creador y Providente, y en cuanto tal, es Señor de todo lo creado. Se le glorifica por todo lo que ha salido de sus manos para el bien de los hombres (cf Tob 7,17).

Se une el señorío de Dios a su inigualable sabiduría, y enseña a la vez que bendice. Veamos. Dios concede su sabiduría a los maestros, a los sabios de los ambientes apocalípticos, a los entendidos de los grupos sectarios, en fin, a los letrados. Ellos componen un grupo de elegidos de Israel. Se separan del pueblo como beneficiarios de la sabiduría divina y formulan su saber sobre Dios en cuanto participación del saber de Dios (cf Dan 2,27-30). Estos entendidos constituyen los círculos privilegiados de ámbito divino, del que quedan excluidos los potentados de la tierra, los paganos o las personas no elegidas (cf Sab 9,13-18). Pero saber de las cosas divinas depende de la revelación de Dios; más en concreto, del contenido de la revelación que Él ha tenido a bien transmitir. En la proclamación del Reino, y aquí viene la contraposición que hace Jesús, Dios esconde a los sabios su revelación, a los que iguala a los poderosos, y se la descubre a los ignorantes, o incultos, o simples, o pequeños.

Ignorantes no se equipara a aquellos que no han tenido la oportunidad de frecuentar a un maestro para aprender, o todavía no se han iniciado en una determinada escuela. Ignorantes y simples son los que se abren a la sabiduría que disfruta Israel, como propiedad del Señor, y que los hace sabios, porque se colocan en el ámbito de la influencia divina (cf Sal 19,8; 116,6). Jesús, en esta línea, se refiere a la gente humilde y fiel a Dios en contra de letrados y fariseos o de los habitantes de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún que no han sabido descifrar sus signos. El motivo por el que da gracias es que la voluntad soberana de Dios, su voluntad salvadora, recae sobre estos pequeños elegidos para el Reino. Ahora forman un grupo favorecido por Dios en contra de los poderosos adinerados y poderosos entendidos, comprendido el conocimiento como un poder social. Jesús se entronca con cierta tradición profética en la que Dios se traslada al lugar de los pequeños invirtiendo la prepotencia del dinero y de la ciencia (cf Jer 9,22-23). Dios abandona el poder del saber y el poder de la santidad, representada por los escribas y fariseos que han rechazado el ministerio de Jesús, para encontrarse y entregarse a los pequeños abiertos a su mensaje.

El contenido de la revelación son los misterios del Reino (cf Mt 13,11), es decir, el plan de salvación que Dios ha planeado para recuperar a sus hijos perdidos y que origina la misión de Jesús. Y lo hace acompañado y ayudado por sus discípulos. La oración descubre con claridad quién revela (el Padre) y a quiénes se revela (los pequeños), y deja el contenido de la revelación de una forma imprecisa (estas cosas). Pues bien, Jesús termina la invocación al Padre fuera del ámbito objetivo del conocimiento, y se adentra en su intencionalidad, donde ya sólo es posible intuir, experimentar y dejarse alumbrar: «Sí, Padre, esa ha sido tu complacencia». Afirma una conducta libre de Dios, que no es en manera alguna pasajera. Comprueba que existe un deseo en el Padre de que no se pierda ninguno de los pequeños o sencillos (cf Mt 18,14). El Padre anhela el máximo bien para los marginados de la historia, y su simpatía y buena voluntad hacia los sencillos hace que sienta contento, placer, satisfacción de revelárselo. Jesús alaba a Dios por esto. Y su alegría no consiste en que Dios haya elaborado una ley que defienda los derechos de los pobres en Israel, sino que el querer del Padre, su bondad, que se explicita en la salvación de los pequeños, es para el mismo Padre una complacencia, una satisfacción, una elección.

Y no es para menos. Mateo alinea a Jesús en el espacio vital de los humildes, de los que pueden y están capacitados para sentir cómo late el corazón de Dios, que, de alguna manera, le hace connatural a ellos: «Acudid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy tolerante y humilde, y os sentiréis aliviados. Pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Jesús se alegra con los pequeños de que el Padre se complazca de haberles elegido y ofrecido la salvación. Así se apartan de los pesados fardos que escribas y fariseos imponen al pueblo sencillo, como garantes del orden religioso establecido, pero con el corazón endurecido e incapaces de abrirse a la bondad. Por consiguiente, Dios es el Padre que revela sólo un segmento suyo a una porción de la sociedad. Mas esta parcialidad de Dios es suficiente, porque señala el camino por donde va su voluntad, y que Jesús se encarga de enseñar y compartir, dada su cercanía a Dios y su pertenencia a los sencillos.

El Padre bondadoso que revela el plan de salvación, también es el Padre que exige el respeto debido a su dignidad. El sentido de obediencia y acatamiento a su autoridad se advierte en la segunda sección de la Oración en el huerto de Marcos (Mc 14,36) con la dinámica del justo que ora: invocación, súplica, aceptación y abandono a la voluntad divina: «Decía: Abba (Padre), tú lo puedes todo, aparta de mí esa copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús, con el rostro en tierra (cf Mc 14,35), como signo de sumisión y disponibilidad, invoca a Dios como Abba, que es el uso que se tiene en las relaciones familiares con el padre. Con ello formula su relación inmediata y cercana a Dios. Mas se dirige a Dios como omnipotente, como aquel que es capaz de crear la vida, cuidarla y salvarla de la muerte (cf Mc 12,18-27par). Jesús se aferra a la confesión que su pueblo tiene del Señor: «Tú lo puedes todo». Y lo hace en estos momentos en que es consciente de su muerte inmediata, de la forma de morir y de la pérdida de la causa por la que ha vivido. Además, junto a este poder, implora también la fidelidad del Padre que hace impensable que abandone a sus hijos. El porqué de la petición, ya lo había preparado el Evangelista en el diálogo que compone entre Jesús y los hijos de Zebedeo: «¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber?» (Mc 10,38; Mt 20,22). La copa es una imagen que evidencia su trágico destino (cf Mc 8,34). Es la copa del sufrimiento que encierra la pasión que se le avecina (cf Is 51,17). Lo cierto es que la posición de Jesús ante el Padre nada tiene que ver con la potencia y vigor que exhiben los mártires de su pueblo, y encierra su propia enseñanza (cf Q/Lc 12,4; Mt 10,28).

Sea cual sea el dictamen de Dios, Jesús se adhiere de antemano a su decisión, obedece a su voluntad suprema, voluntad que reconoce como el soporte de su propia vida (cf Sal 40,9). La obediencia a la autoridad divina muestra un contraste sobre el Padre bondadoso, que concede lo que se le pide y perdona las culpas de los pecadores (cf Mc 11,25-26), y un recuerdo de lo que ha enseñado a los discípulos en la tercera petición del Padrenuestro según la redacción de Mateo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).

3) Dios Padre es Abba

Jesús contextualiza la predicación del reino de Dios y la forma como entiende la comunicación con Dios en las tradiciones religiosas de su pueblo. A pesar de los acentos propios y la novedad de la experiencia paterna de Dios, Jesús no sale del marco del judaísmo, aunque se sitúe en su entorno y tense al máximo el hilo de la tradición en ciertos aspectos de sus esquemas creyentes. Esto se observa en la invocación más original que emplea para dirigirse a Dios: Abba.

Abba tiene no sólo una fuerte carga teológica de Israel, sino también antropológica. Por esto hay que contar con la cultura de aquel tiempo, que tipifica de una forma peculiar las relaciones entre padres e hijos apoyadas en la familia y en las instituciones sociales. Porque, conforme entendamos la función de cada uno de los miembros de la familia y las relaciones entre padre e hijo, la atribución, invocación y experiencia de Dios como Padre adquiere ciertos matices que iluminan su descripción expuesta hasta ahora en los dichos, en las oraciones y en la conducta de Jesús.

Los esquemas culturales que canalizan las relaciones familiares y, sobre todo, entre padre e hijo, ofrecen un diseño inconfundible de una sociedad eminentemente patriarcal. La familia se entiende como elemento básico de la configuración social, en la que la autoridad paterna es la depositaria de los elementos que constituyen la identidad del grupo humano, con el trabajo y los bienes, las creencias y la religiosidad, la dignidad y posición social. Esto resulta gracias a que los papeles entre padres e hijos están muy perfilados en el entramado de las relaciones familiares y sociales, en las que, por ejemplo, la muerte del padre no crea desestabilidad alguna, al asumir de inmediato el hijo mayor las funciones previstas en las leyes de herencia.

Los derechos y las obligaciones que abarca la relación entre el padre y el hijo se concretan en los siguientes. El hijo debe honrar al padre: «Honra a tu padre y a tu madre; así prolongarás tu vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Éx 20,12; cf Dt 5,16). El mandato, elevado a rango divino, entraña dos convicciones fundamentales: la perpetuación de la especie es una cuestión de Dios (cf Gén 1,28) y los padres tienen la primacía sobre todos los demás miembros de la familia (cf Si 3,11). La reverencia a los padres se especifica en el respeto. Con él se evita toda vejación o humillación de quien precede en la vida en un orden genético e histórico: «¡Maldito quien desprecie a su padre y a su madre!» (Dt 27,16), por eso «el que maldice a su padre y a su madre, es reo de muerte» (Éx 21,17); en el aprendizaje: «Hijo mío, escucha los avisos de tu padre, no rechaces las instrucciones de tu madre, pues serán hermosa diadema en tu cabeza y collar en tu garganta» (Prov 1,8-9); en el temor: «Temed a vuestros padres y guardad mis sábados» (Lev 19,3); y el respeto y temor se convierten muchas veces en sinónimos del amor y conducen a la obediencia, que es la que asegura el vínculo con los padres a todos los efectos al cumplir los mandamientos. Los padres son la imagen de Dios en este ámbito: «Los que respetan al Señor no desobedecen sus palabras, los que lo aman siguen sus caminos» (Si 2,15). La desobediencia que aleja de la familia lleva a la perdición y a la muerte (cf Dt 21,18-21).

Por otro lado, el padre, además de alimentar y proteger a su hijo, se obliga a educarlo e instruirlo: «Escuchad, hijos, la corrección paterna; atended, para aprender prudencia; os enseño una buena doctrina, no abandonéis mis instrucciones» (Prov 4,1-2). El contenido de la enseñanza se diversifica en el aspecto religioso, social y laboral (cf Éx 12,26-27). Todo esto lo ejerce el padre con un sentido de autoridad al que responde el hijo con la obediencia.

Estos valores de la sociedad patriarcal en las relaciones de la familia ejercen su influencia en la experiencia de Jesús sobre Dios. Se observa, sobre todo, cuando se trata de describir su relación específica con Dios. Abba es la palabra aramea que con toda probabilidad emplea para dirigirse a Dios. Así se ha visto más arriba con ocasión de la oración en Getsemaní (cf Mc 14,36), y se conserva en las comunidades cristianas de lengua griega, cuyo uso no tiene otra justificación sino de haberlo recibido de Jesús (cf Gál 4,6).

Abba procede de ab, padre, y se utiliza a la vez que ímma, proveniente de ím, madre. Indistintamente abba se expresa de manera enfática: ¡padre mío! ¡Padre!, de manera nominal: el padre, o de manera posesiva: mi padre. Abba se usa en la familia y, sin duda, en casi todas las circunstancias que conforman sus relaciones personales. Es una palabra que emplean los niños junto con ímma para comunicarse con sus progenitores. Por consiguiente, goza del sentido de confianza, abandono, obediencia o sumisión como características antropológicas que sostienen las relaciones entre los padres y sus hijos pequeños.

Abba se emplea, además, en las relaciones entre los rabinos y sus alumnos, o cuando alguien se dirige a una persona anciana o venerable. En estas ocasiones abba incluye el respeto y estima, tanto por la distancia que ponen los saberes y los años entre maestros y alumnos, como por lo que entraña dicha distancia en cuanto superioridad humana y ética. Sin embargo, la consideración y deferencia hacia esta clase de personas no lleva consigo ni el miedo ni el temor, por lo que ni uno ni otro forman parte de la relación respetuosa.

El empleo de Abba por Jesús para dirigirse a Dios supone que tiene una relación natural con Él, como cualquier hijo con su padre. Naturalidad que le hace poner ante el Padre todos los acontecimientos de su vida. Esto conduce a que experimente la máxima protección de Dios y le profese extrema obediencia, sobre todo cuando se trata de defender los intereses paternos, intereses que son los de todos los hombres. Ahora bien, el respeto y honor que profesa a la autoridad paterna, como indica también el empleo de abba, no es para Jesús lejanía o distancia. Dios es cercano y accesible para él, como lo prueba su experiencia divina y el contenido fundamental de su mensaje del Reino.

3.3. El Padre es bondad y amor

1) Bondad y misericordia

Los evangelios son prolijos en la nominación de Dios como Padre que ama. Demuestran que es la forma habitual con la que Jesús se dirige a Dios. Más tarde será el nombre de Dios para las comunidades cristianas.

Dios es un Padre para Israel porque lo elige. La elección es lo que origina la existencia del pueblo, y parte de un acto previo de amor por el que Dios se relaciona con Israel. Dios ama a su pueblo a pesar de todas las infidelidades y lo ama con lealtad eterna (cf Is 54,8; Os 3,1). Jesús, hijo de Israel, destaca también el amor en Dios y el amor como bondad. Bondad que entraña la inclinación natural para hacer el bien, hacer el bien a los demás, y el bien entendido como el núcleo básico de identidad y el fin propio que tiene cada cosa. Se ha evidenciado en el diálogo con el joven rico (cf Mc 10,18par). También en la parábola de los obreros de la viña se lo hace decir a Dios en la persona del propietario, cuando responde a los jornaleros sorprendidos porque les ha pagado igual que a los que han trabajado sólo una hora: «Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿O es que no puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20,1-15). Entonces la bondad de Dios confunde a los trabajadores, porque lo eleva en un nivel superior al de la ley, cuyo cumplimiento conlleva un mérito que Dios recompensa por justicia.

La bondad da lugar a acciones buenas, propias de Dios, que definen además su corazón, su intimidad (cf Lc 8,15). Es la natural inclinación del padre hacia sus hijos. No es extraño, pues, que Jesús ahonde en la paternidad de Dios respecto a su pueblo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1), y experimente a Dios como Padre lleno de bondad, una bondad amable y, en consecuencia, digna de ser amada, correspondida.

La bondad paterna de Dios entraña la misericordia, hace brotar la misericordia, y le inclina a compadecerse de los sufrimientos humanos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Q/Lc 6,36; Mt 5,48). Porque el lugar de la misericordia divina, el corazón del Padre, a la vez que bondadoso, es compasivo. Por eso irrumpe con fuerza en los ámbitos de la miseria y el dolor humano en el ministerio de Jesús. La expresión de los que sufren: «¡Ten compasión de mí!» (Mc 10,47-48par), o la recomendación de Jesús al endemoniado de Gerasa: «Vete a tu casa y a los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor, por su misericordia, ha hecho contigo» (Mc 5,19) declaran una actitud de Dios como Padre que es definitiva en la relación que ha decidido establecer con sus criaturas. Es la disposición de Jesús con ocasión de la resurrección del hijo de la viuda de Naín (cf Lc 7,13), en el leproso de Marcos (cf Mc 1,40-45), en el relato del buen samaritano (cf Lc 10,33). Todo esto representa para Jesús un reflejo personal de Dios figurado en el comportamiento del buen padre cuando sale al encuentro del hijo perdido (cf Lc 15,20).

El anhelo entrañable y cordial o las entrañas de misericordia llevan a Dios Padre a perdonar los pecados: «Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, y vuestro Padre del cielo os perdonará vuestras culpas» (Mc 11,25), dicho que se coloca en la órbita de la solicitud del perdón del Padrenuestro y de la parábola sobre el deudor que no tiene misericordia. De hecho la comunidad cristiana resume la actividad de Jesús de la siguiente manera: «Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17par). Por eso se le reprocha que ande con publicanos y pecadores, incluso que se comporte como un «amigo» (cf Mc 2,15-16; Q/Lc 7,34; Mt 11,19).

El pecado para Jesús se comprende dentro del ámbito de la tradición judía. Puede ser un traspié inadvertido, o los hechos injustos que rompen la convivencia entre los hombres, e, incluso, se configura visiblemente, como en la parábola del administrador infiel (injusto dinero, Lc 16,1-2) o del juez injusto (cf Lc 18,1-8). El pecado como transgresión del orden establecido por Dios y que equivale a la desobediencia y a la infidelidad, con evidentes repercusiones en la convivencia social, hace que el hombre se aleje de Dios, rompa la comunión con Él, transforme su vida en una vida sin Dios e intente ocupar su puesto, lo que simboliza la perversión general del corazón humano (cf Gén 8,21). El «corazón», entendido como la sede del entendimiento y la voluntad, de la conciencia moral y del propio yo personal (cf Mt 9,3; 16,7), se erige, por consiguiente, en el lugar del encuentro con Dios, o, por el contrario, puede endurecerse e impedir la relación con Él (Mc 3,5). Por el corazón misericordioso del Padre, Jesús habla al corazón humano (cf Lc 8,15) que desea cambiar. Con el anhelo y amor a su transformación motiva que Dios Padre salga de sí para buscar a la oveja perdida, acoja al hijo arrepentido y experimente un gozo indescriptible al encontrar la moneda (cf Lc 15).

El Dios de la bondad y la misericordia es el Padre de todos. Que Dios actúe con misericordia con los enfermos, con los pecadores, da a entender una actitud que obliga a Jesús a inutilizar la ley del talión. Jesús la cita como una norma de la ética del judaísmo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43; cf Q/Lc 6,27). Al mal se le responde con la misma lógica violenta y sigue el principio de proporcionalidad (cf Éx 21,23-25). Con esto se le señalan unos límites a la venganza, pues en otros tiempos la revancha era mayor que el daño ocasionado y de consecuencias imprevisibles (cf Gén 4,23-24), si bien es verdad que para los miembros de Israel se apuntan otras normas (cf Lev 19,17-18). Con el pensamiento sapiencial, aparece la idea de no entristecerse del mal ajeno, pues no complace a Dios y se puede caer en desgracia (cf Job 31,29); es más, se aconseja que se haga el bien como otra forma de respuesta al mal: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Prov 25,21). Aunque existen otros textos en este sentido, no inducen a pensar que sea una actitud generalizada en la piedad y en los comportamientos del pueblo. La razón de fondo es teológica. Israel es el pueblo elegido, el pueblo de Dios. El rechazo que reciba como pueblo también es un rechazo a Dios. Y el que detesta a Dios, detesta al Pueblo. De ahí que odiar a los enemigos es un signo de fidelidad a Dios, que también odia a los pecadores (cf Sal 139,21-22).

Jesús piensa que tampoco es suficiente la proporcionalidad y reciprocidad en el bien, es decir, la forma de ser solidario entre los miembros de una familia o cultura, que responde a los principios del corporativismo y a los normales intereses humanos que siguen la ley de la retribución, observada en la parábola de los obreros de la viña. Esto también lo hacen personas nada recomendables y despreciadas por todos los judíos: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si prestáis cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan para cobrar otro tanto» (Q/Lc 6,32.34; Mt 5,46-47). Hay, pues, un más, un exceso que hay que desarrollar, aunque exista para la reciprocidad en el bien una razón teológica como en la regla anterior: a la vez que Dios aleja de sí al pecador, también atrae, ama y premia a los que le aman, a los que le son fieles, a los justos (cf Sal 125,4).

El exceso (cf Mt 5,20), que también supera a la regla de oro: «Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos» (Q/Lc 6,31; Mt 7,12; EvT 6,3), es el «amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian» (Q/Lc 6,27-28; Mt 5,44), donde el amor se amplía a todos los hombres y más allá de los sentimientos personales, no teniendo en cuenta las compensaciones inmediatas y los resultados de dicho amor: se ama aunque el enemigo permanezca en su odio. Este amor no tiene fronteras ni marca límites, sino que cubre todo el universo creado. La oración por los que hostigan a los demás, como la de Jesús en la cruz (cf Lc 23,34), señala la razón de fondo y observa con exactitud la causa por la que emite la sentencia y la raíz última de este comportamiento, al margen de cualquier orden universal que iguale a todos los hombres. Para Jesús el origen está en el Padre Dios: «Así seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). No existe apoyo ideológico ni tradición antropológica que invoque Jesús para enseñar el amor a los que desprecian a los demás. La única razón es porque es la conducta del Padre. Conducta que modifica todas las relaciones anteriores que ha mantenido con sus criaturas y que hace a estas percibirse de una forma nueva: ¡Hijos!, nacidos de su bondad paterna universal. Y los hijos deben comportarse de esta manera con los enemigos, no sólo porque el Padre se conduce de esa forma con todo el mundo, sino porque han sido amados antes por Él, y gracias a este amor los hombres se convierten en sus hijos. Todo esto manifiesta la incondicionalidad del amor del Padre iniciado en la creación. La filiación divina propia de Israel (cf Dt 12,1-2), puesta en peligro tantas veces, la aplica Jesús a sus seguidores, que además deben practicar este amor universal para que sea posible la paz, la otra condición de la filiación divina: «Dichosos los que procuran la paz, porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).

Jesús crea la esperanza de romper el muro que levanta el odio entre los hombres, por el que se hace imposible e impracticable amar al que desea la destrucción del otro. Son los casos que se dan en muchas relaciones individuales o colectivas sin referencia a Dios. La actitud de cordero induce a que el odio del vecino lo convierta más en lobo. Mas, si el cordero se mantiene como tal porque Dios Padre lo ha hecho así, hijo de Él, entonces, en Él y por Él puede referirse al que odia como a un hermano, porque también es hijo en Dios y por Dios. Es la relación del discípulo de Jesús la que cambia, aunque no tenga reconocimiento y respuesta en el enemigo.

2) La relación de amor

La causa por la que Dios crea todo cuanto existe es el amor: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no lo habrías creado» (Sab 11,24). El amor previo a la realidad que ha salido de Él abarca no sólo a la naturaleza creada, sino a todos los vivientes (cf Dt 10,18). Cuando el hombre se aleja del amor de Dios por una decisión de su libertad, Dios se ratifica en el cariño por su criatura y decide salvarla. Elige a un pueblo, Israel, con el que tiene una relación permanente de amor, y de amor misericordioso, cuando le traiciona (cf Os 2,21). La fidelidad de Dios a la Alianza que pacta con su pueblo mantiene vivo el cariño y la benevolencia que siente por él (cf Dt 7,9.12), porque «con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jer 31,3).

El Padre elige a Israel para introducirse en la historia con una actitud salvadora, pero, además, se responsabiliza en salvarlo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; cf Rom 5,8). El amor divino salva a su criatura y le da el estatuto filial que expresa la voluntad última de su venida a la existencia, del porqué le ha creado: «Ved qué grande amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos» (1Jn 3,1). La comunidad formada por los hijos de Dios, guiada por su Hijo natural, Jesucristo, se mantiene en el amor gracias a la relación del Padre con el Hijo, que es una relación de amor, que llamamos el Espíritu. La relación de amor, el Espíritu, es el que se nos ha dado como un tesoro al que no podemos renunciar nunca: «Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5). El amor de Dios, el Espíritu, es acogido en la experiencia de la fe, la fe que hace posible que el creyente mantenga una relación contingente de amor con Dios, que es la imagen y semejanza de la relación eterna que mantienen el Padre y el Hijo.

La relación que establece el amor de Dios con sus hijos, el Espíritu, es más fuerte que cualquier enemigo que pueda tener el hombre, incluso que la muerte: «Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39). Y es más fuerte el amor de Dios, porque no sólo se origina en Él, sino que Él mismo es el amor: «Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor [...]. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1Jn 4,8.16).

3) El amor es universal

El Dios de Israel tiene una proporción universal, aunque fuera más una expresión de las plegarias que una realidad histórica (cf Sal 22,29; 11,4). Lo cierto es que, en algunos ámbitos proféticos, la vocación de Israel es hacer valer a Dios como el Señor de todos: «El Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único» (Zac 14,9; cf Sal 98). La dimensión escatológica de la universalidad divina deja de ser un postulado cuando, por la paternidad atribuida al Señor y derivada de la elección de Israel, la filiación de los justos se abre a todo el pueblo en el ministerio de Jesús (cf Dt 32,6; Jer 3,4.19). Es el Padre lleno de misericordia y bondad que abarca a la creación. La revelación de esta condición de ser de Dios exige el amor al prójimo, al enemigo (cf Q/Lc 6,35; Mt 5,45), que va más allá de la regla de oro (cf Q/Lc 6,31; Mt 7,12) y simboliza la autopercepción filial de los cristianos (cf Rom 8,15-17).

Las trayectorias del amor universal de Dios las ha señalado Jesús en su ministerio. El Reino incluye la presencia entre los pobres, que son a los que se les anuncia la Buena Nueva y a los que se les destina el Reino (cf Q/Lc 6,20; Mt 5,1-4.6); entre los pequeños o los sencillos y humildes (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26); entre los pecadores (cf Mc 2,6par). La proclama de Jesús, que se une a su convivencia cotidiana, rompe las férreas costumbres que separan y dividen a Israel. Todavía más. La apertura de la salvación a todos los pueblos, que constituye otra exigencia de la misión, es esencial para avalar la nueva condición y conducta de Dios. Que vengan de Oriente y Occidente a compartir la mesa del Reino de los cielos como la posible distancia crítica hacia el templo, induce a pensar que Jesús tiene en cuenta la misión entre los gentiles (cf Q/Lc 13,29; Mt 8,11-12), misión que también deben llevar a cabo sus discípulos.

El paso de una paternidad dirigida a los justos a otra más abierta, que incluye a todo Israel y a toda la creación, es ayudada, sin duda, por otro gran paso que da Jesús: de la lejanía del Señor a la cercanía del Padre. Dirigirse a Dios como Padre en la plegaria trasluce una experiencia y convicción: la confianza que muestra Dios al hombre y viceversa, es una respuesta lógica al Padre solícito y bondadoso (cf Q/Lc 11,2-4; Mt 6,9-13), misericordioso (cf Lc 15), cuyo perdón alcanza a todos, porque todos necesitan de él (cf Lc 13,3.5).

4. Todopoderoso

4.1. Atributo de Dios

Muchas veces hemos visto en las iglesias bizantinas y románicas la imagen de las personas del Padre y del Hijo que representa al «Pantocrátor», al «Todopoderoso», el Dios que tiene todo el poder para crear y salvar. La figura presenta al Padre o al Hijo con la mano derecha levantada, dando la bendición, y sosteniendo los evangelios con la mano izquierda. Hay figuras que sólo muestran el rostro; otras ofrecen al Padre con su Hijo sentado en sus rodillas. Las figuras del Pantocrátor están en los tímpanos de las portadas, esculpidas en piedra; o, en el interior, pintadas en las bóvedas de horno de los ábsides. Se enmarcan en un cerco oval llamado «mandorla», almendra.

Ciertamente la Sagrada Escritura describe muchos atributos del Señor, atributos que se le asignan pensando en su identidad, o según la actuación salvadora que realiza en la historia. Dios es trascendente (cf Gén 32,30; Éx 33,20) y, a la vez, está presente en la historia y se muestra cercano al hombre (cf Gén 2,16-17; He 17,19), cercanía buscada por su amor misericordioso (cf Éx 34,6-7; Lc 6,35-36). También se le atribuyen cualidades como las que tenemos los hombres, pero se elevan a una dimensión infinita por la capacidad que entraña su ser divino. La Escritura afirma que Dios está en todas partes y puede observarlo todo, en contraposición al hombre limitado a un espacio concreto (cf Is 66,1; Mt 5,34-35); Dios lo sabe todo comparado con los hombres, cuyo conocimiento es limitado (cf Sab 1,7); o Dios lo puede todo (cf Éx 27,2; Mt 8,3) con relación al hombre que tantas veces sucumbe a las fuerzas poderosas que hay en la creación.

Pero la omnipotencia se puede pensar como un predicado de la voluntad, más que como un atributo. Y se entronca en la voluntad porque refiere la potencia del amor que se da en Dios: 1º creador al principio de la existencia; 2º fiel y crucificado en la historia humana; 3º manifiesto al final de los días. En primer lugar, cuando se habla de la creación se piensa en las maravillas que ha hecho. Dios es un Padre que, como Creador, tiene el derecho de ser el Señor del cielo y de la tierra (cf Gén 1,1-31; Sal 33,6; Mt 11,25), de todo cuanto existe, sea de las potencias espirituales o de las naturales (cf Sal 8,4; Is 40,26), del espacio y del tiempo (cf Gén 8,22; 1Tim 1,17), en definitiva, de la vida tomada en conjunto (Sal 104,29-30; He 17,25-26). Y el poder divino se utiliza para generar vida, como para que Abrahán y Sara sean padres y generadores de un gran pueblo perteneciente a Dios (cf Gén 18,14; Rom 4,17.21); o para abrir el mar para que los israelitas encuentren, con la vida, la liberación de Egipto (cf Éx 6,6; Dt 4,36); o con Zacarías e Isabel y con María (cf Lc 1,5-38) para engendrar a Juan Bautista y a Jesús y realizar con ellos el plan de salvación de la creación y de la humanidad, seriamente dañada y abocada al fracaso y a la destrucción (cf Gén 6,5; Mt 24,37). Y María lo reconoce expresamente: «el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas» (Lc 1,49; cf Gén 30,13). Jesús también invoca al Señor para conseguir la salvación de los hombres: «...porque todo es posible para Dios» (Mc 10,27par) y de su persona cuando comprende que le van a arrebatar su vida: «Abbá, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí esta copa» (Mc 14,36par).

Por consiguiente, la creación se origina en la bondad de su corazón y mantiene su presencia en ella por medio de su cuidado, providencia y gobierno. La comprensión de esta experiencia en Israel y en el Cristianismo es como si la creación le perteneciera a Dios por derecho propio, y da lo mismo que aquella se coloque en posición de obediencia o en actitud de rebeldía.

4.2. Dios soberano

«Pero la fe en Dios Padre todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento» (CCE 272). Esto se observa, en segundo lugar, cuando se piensa en su Hijo y en todos los inocentes perseguidos en la historia humana. En efecto, Jesús pide al Padre que lo libre de la cruz (cf Mc 14,36par). Dios guarda silencio, y ante el silencio de Dios, Jesús acepta cumplir su voluntad. Esta voluntad entraña, entre otras cosas, no cambiar el rostro amoroso de Dios que Jesús ha mostrado durante su ministerio. Por la identidad amorosa, Dios está imposibilitado para forzar las determinaciones criminales humanas cuando estas se asumen desde la libertad, aunque sean actos diabólicos. El amor no fuerza la voluntad libre del otro, pues de lo contrario no es amor. Por consiguiente, la ausencia de Dios en la pasión de Jesús no se comprende cuando se entiende a Dios como una omnipotencia entendida sólo físicamente y que es capaz de liberar a su Hijo de toda adversidad.

Los hechos relatan la ausencia de Dios desde la perspectiva del judaísmo ortodoxo y de todas las religiones; ellas adoran a un Dios todopoderoso. Sin embargo, en la experiencia y proclamación de Jesús que poco a poco se va imponiendo entre sus seguidores después de la Resurrección, Dios es Soberano de todo, dimensión muy distinta a la anterior. Ahora la creación entera está bajo su mirada y providencia (Lc 12,22-32; cf Mt 6,25-34), aunque su pleno Reinado se dará al final del tiempo, cuando Él «sea todo en todos» (1Cor 15,28). Dios no es la fuerza total; por eso no contesta a Jesús desde una supuesta y creída omnipotencia. Y es que Dios, como Jesús ha anunciado, no es poder, sino amor, y el amor sin la libertad no puede darse; por tanto, el amor es débil, y pierde cuando es rechazado. Dios respeta las decisiones injustas de las autoridades judías y no las castiga: «Todos juzgaron que era reo de muerte» (Mc 14,64). Y poco más tarde hace lo mismo con su pueblo: «La gente volvió a gritar: ¡Crucíficale!» (Mc 15,13-14). Ante esto, no cabe el milagro que rompa la decidida manipulación y maldad humana y salve al inocente. Dios no puede cambiar estas decisiones cuando la libertad de los que las toman se cierra ante Él, pues, de lo contrario, reduciría al hombre a un esclavo y le incapacitaría para amar, y sólo desde la relación de amor es como Dios se puede manifestar, hacer comprender y potenciar la vida del hombre.

Por esta concepción y actitud básica de Dios, Él no influye para cambiar los acuerdos de los intereses políticos y religiosos de los judíos sobre Jesús, porque la historia está en manos de los hombres desde su principio. Ha sido precisamente Dios quien ha dotado a la criatura humana de la libertad para que sea responsable de la construcción de su propia historia, y no va a intervenir para mejorar las consecuencias de las decisiones de la libertad del hombre. Dios no soluciona problemas, sino que ama, y, por tanto, acompaña al hombre para que alcance su plena autonomía y plenitud de ser del que ha sido dotado. La presencia de Dios en la historia humana nace de su amor, y, por tanto, no se puede imponer por la fuerza.

Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza y diciendo: –El que derriba el templo y lo reconstruye en tres días, que se salve, bajando de la cruz. A su vez los sumos sacerdotes, burlándose, comentaban con los letrados: –Ha salvado a otros y él no se puede salvar. El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15,29-31). La petición revela una concepción de Dios, no sólo como todopoderoso, sino también fiel (cf Dan 1,1-15; 6,17-29), que protege y recompensa a sus elegidos (cf Job 38-41). La fidelidad que Jesús demuestra a la vocación y misión que Dios le encarga al inicio de su ministerio público debería ser correspondida bajándolo de la cruz y salvando su vida. Pero Jesús no desciende de la cruz, precisamente por ser Hijo de Dios, ya que lo que se revela en este patíbulo es la nueva dimensión de Dios: el Dios del amor, y no el Dios omnipotente del judaísmo tradicional, capaz en otros tiempos de hacer justicia y clavar en la cruz a los asesinos y bajar a su Hijo del madero. Sin embargo, el siervo Jesús sufre hasta el extremo para testimoniar el rostro amoroso de Dios, y, por tanto, débil; por eso es víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está incapacitado para salvar a su Hijo desde su omnipotencia. Así es Dios quien sufre la muerte de su Hijo por ser todo y sólo amor.

Contemplando la escena de la crucifixión, ya se sabe que Dios padece la cruz de su Hijo como sufre el dolor de todos los crucificados de la historia. La comunidad cristiana primitiva lo comprende muy bien cuando, después del último grito y la muerte del crucificado, pone en boca del centurión –en boca de una persona alejada del Dios y del templo judíos– esta confesión de fe libre de la exigencia de los signos de poder de las autoridades judías: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Es la condición de ser de Jesús (cf Mc 1,1; Mt 4,3), que se proclama en su resurrección, y que se hace a partir de la muerte por amor de la inocencia y debilidad del justo, del siervo.

La cruz de Jesús prueba la forma como Dios se relaciona con sus criaturas. Dios no se impone a la libertad del hombre, ni sustituye sus responsabilidades, sino que se acerca y se hace presente con bondad y libertad al mundo. La identidad y contenido de este amor, que configura las relaciones de Dios con los hombres, los cristianos de las primeras generaciones los comprenden a través de una seria reflexión de la vida de Jesús celebrada en el culto. La expresión «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14) lleva consigo que Dios es un amor solidario con la historia humana, y que al vivir en las condiciones de cualquier ser puede descubrir quién es quién en la historia desde la riqueza ontológica de amor que le caracteriza y que es indestructible; es decir, este amor sabe quién derriba y quién edifica la humanidad por esa palabra o gesto de amor que es toda la historia de Jesús. Por eso, Dios rehízo desde su propio amor eterno la vida de Jesús, aprobando todo lo que este realizó; y dejó pudrirse en el olvido las actitudes y acciones que lo ajusticiaron.

Esta solidaridad del amor de Dios, que es misericordia entrañable (cf Flp 2,1), proviene de una libre decisión de su voluntad. Es gratuita; por tanto no es compensación a su entrega y menos supone un dominio real sobre la persona amada o la criatura. Ello hace que se potencie y florezca la riqueza de cada cual y en sí mismo. Dios ama, no por la posible respuesta humana, sino por la propia dinámica de su ser, y tantas veces y todas las veces que sea necesario, a pesar de que no espere contestación alguna. Por consiguiente, esta forma de amar de Dios se concibe como un don que se incrusta en las experiencias de amor y libertad humanas y que configura el sentido de vida cristiano: «...porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5; cf 8,15; Gál 4,6).

4.3. El poder del amor

En tercer lugar, hay que afirmar que la historia humana no es sólo cruz. En ella se da también el poder del amor de Dios. La potencia y fuerza del amor de Dios se hacen presentes por la fe en el Evangelio: «No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16); por la fe en Él: «[Abrahán] no cedió a la duda con incredulidad, más bien, fortalecido en su fe, alabó a Dios, totalmente convencido de que Él es poderoso para cumplir lo prometido» (Rom 4,21).

La influencia poderosa del amor de Dios hace que el creyente pase de la muerte a la vida, al menos como inicio de una existencia nueva que alumbra como será al final de los días y que remite al «hágase» del principio de los tiempos: «Es decir, lo hizo padre nuestro [a Abrahán] el Dios en quien creyó, el Dios que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rom 4,21).

La vida nueva alumbrada en la historia humana descubre la potencia amorosa de Dios en la resurrección de su Hijo, y en ella la de todo ser cuando llegue el final de la historia humana y el inicio de la vida eterna transformada por la venida en poder y gloria de Jesucristo: «Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder» (1Cor 6,14). Entonces «cuando todo le quede sometido, también el Hijo se someterá al que le sometió todo, y así Dios será todo para todos» (1Cor 15,28).

5. Creador del cielo y de la tierra

Si Dios es todopoderoso lo es en razón de ser el Creador de todo cuanto existe, que en el lenguaje bíblico se expresa con «el cielo y la tierra» (cf Gén 1,1; DH 30), o en el símbolo Niceno-Constantinopolitano con la frase de «todo lo visible y lo invisible» (DH 150; cf CCE 279). Veamos qué es lo que ha creado el Señor según alcanza la ciencia actual del hombre.

5.1. Datos actuales de la ciencia

La ciencia enseña que el Universo tiene 13.700 millones de años aproximadamente. Si se imagina que es un círculo y la Tierra su centro, observado desde ella en todas las trayectorias posibles, abarca un espacio de 93.000 millones de años luz. El Universo se expande en la actualidad y comporta un espacio-tiempo geométricamente plano en apariencia, o con la forma de una cabalgadura. Sus constituyentes primarios son un 73% de energía oscura, 23% de materia oscura fría y un 4% de átomos.

El Universo se compone de galaxias y aglomeraciones de galaxias. La Vía Láctea es una de ellas, que comprende 200.000 millones de estrellas. El Sol, que dista del centro de la Vía Láctea 27.700 años luz, es la estrella que alumbra la Tierra. La Vía Láctea se ve como una estela blanquecina de forma elíptica, que posee brazos espirales. En el brazo de Orión está el sistema solar y en él la Tierra. Si la Vía Láctea tuviera forma de círculo, su diámetro mediría 100.000 años luz y giraría sobre su eje a una velocidad lineal superior a los 216 km. Las estrellas se agrupan en constelaciones cuando se pueden identificar. Se han descubierto 88 constelaciones, entre las cuales están la Osa Mayor, Flecha, etc. La Tierra dista del Sol 150 millones de km. aproximadamente y se formó hace unos 4.540 millones de años. Hasta hoy es el único planeta del Universo en que existe la vida tal y como la conocemos.

El hombre tiene una antigüedad de casi 200.000 años y procede de Etiopía. Es el hombre entendido como animal inteligente, y que, con el tiempo, desarrolla la capacidad de introspección, o de especulación, o de elaborar conceptos y sistemas lingüísticos e ideológicos, y con tal vigor que crea culturas, ideologías y creencias, que dan sentido a toda su existencia y a la existencia del Universo.

El hombre, pues, forma parte del Universo y depende de sus procesos evolutivos, procesos que lo configuran como tal. Los datos que aporta la ciencia sobre las dimensiones del Universo producen la sensación de que el hombre es una minucia sin importancia. No es el centro ni la cumbre de la realidad, y se toma cada vez más conciencia de la evidencia de que es una criatura, contingente y finita, falible y mortal, dependiente y necesitada, partícula de un todo, que está objetivamente bien lejos de su pretensión secular de erigirse en el ser absoluto de cuanto existe. Si esto es cierto según el espacio y el tiempo, no lo es según la complejidad y la conciencia: «El mayor grado de complejidad no se ha alcanzado en las dimensiones atómicas o galácticas, sino en la franja de tamaño intermedio. El cerebro humano tiene cien billones de sinapsis, o contactos de las células nerviosas; el número de posibles conexiones entre ellas es mayor que el número de átomos que hay en el Universo. Un solo ser humano posee un grado de organización –¡y una riqueza de experiencia!– superior al de mil galaxias sin vida» (Barbour 98).

La potencia intelectual del hombre es equivalente a la actual, pero para desarrollarla necesitó miles de años. Por más que haya avanzado la ciencia, todavía no se puede explicar con seguridad la cadena que une el nacimiento y las diferentes etapas de la vida. Lo cierto es que la evolución muestra que los seres vivos formamos parte de un orden que se inscribe en la historia de la Tierra.

Establecido el género «homo», este se constituye por medio de diversos niveles que comprenden la dimensión somática y psíquica. La última etapa del género «homo» presenta dos especies humanas inteligentes que coexistieron por un tiempo. La primera, «hombre de Neandertal», proviene del «homo heidelbergensis» en el que evoluciona el «hombre erectus/ergaster». El «hombre de Neandertal» no es el antepasado del «homo sapiens», sino una especie paralela a esta. Vive en Europa y Oriente Medio hace unos 230.000 años. La segunda es el nombrado «homo sapiens» y se encuentra con la anterior hace unos 90.000 años en el Próximo Oriente. Con el tiempo desaparece el «hombre de Neanderthal», quizá hace unos 28.000 años.

El «homo sapiens», nuestro antecesor, se expande desde Etiopía hacia Europa en torno a 45.000 años. Se ha encontrado una muestra de arte de hace unos 75.000 años, los primeros grafismos se dan entre 40.000 y 35.000 años y las primeras escrituras entre 5.500 y 5.000 años. Esto quiere decir que hay una evolución de una inteligencia que actúa en contacto con la realidad, de aprehender las cosas como realidades, a otra con capacidad de abstracción. No se necesita el contexto vital para el desarrollo de la naturaleza intelectiva racional humana. La potencia del pensamiento abstracto que prueba el arte, la lengua y la escritura demuestra que el hombre supera la etapa de la inteligencia que procede sólo de estímulos exteriores y se expresa por signos. El desarrollo de la inteligencia alcanza una dimensión en la que es posible la conciencia de sí mismo y de su existencia en comunidad, busca medios para mantenerla, defenderla y hacerla progresar. La imaginación le hace poblar e interpretar lo desconocido y lejano con otra clase de seres superiores, a los que venera para que le ayuden en la conservación de la vida, o le defiendan de las acometidas de la naturaleza, tenidas como castigo de ellos. Así, pues, cree en seres superiores y, por medio de ritos concretos, se pone en comunicación con ellos. Quizá ciertas manifestaciones artísticas van en este sentido.

A la lenta evolución física se contrapone la rápida evolución cultural. Hace unos 20.000 años se dan grupos humanos que encuentran parajes fértiles que se regeneran antes de ser consumidos. Hay muestras en el noreste de África y en el actual Egipto. Entonces permanecen en estos territorios para cultivarlos, fundamentalmente cereales, con lo que se crean poblados: el hombre se hace sedentario. Se conservan restos de cabañas de madera, adobe y piedra entre los años 15.000 y 10.000 en Palestina. A continuación el hombre es capaz de domesticar animales y asegurarse la alimentación. Para mantenerlos debe ir en busca de pastos, con lo que se alterna la vida sedentaria que exige la agricultura con la nómada. Junto a la ganadería y la agricultura se trabaja la cerámica en Palestina y Siria.

El agrupamiento humano no se formaliza por medio de una suma de individuos, sino que vive y se relaciona en unas instituciones que lo moldean con el tiempo: la familia, el trabajo, la economía, las relaciones sociales, la religión, etc.; ellas determinan la identidad a las personas dentro del grupo en el que viene a la existencia. Estas instituciones entrañan tanto elementos físicos: los alimentos, los vestidos, las construcciones, las herramientas para el trabajo, etc.; como elementos simbólicos: las creencias, los valores, la comunicación, el arte, las normas de convivencia, etc. Pero, a la vez, la cultura capacita al hombre para reflexionar y ampliar el campo de su conciencia y libertad; aprender y encarnar un conjunto de valores que dan consistencia al grupo, haciendo posible actuaciones individuales y grupales que sobrepasan la vida personal y colectiva de una o varias generaciones. Conforme se avanza en el tiempo, y según sea el contexto espacial, o medio ambiental en el que se desarrollan los grupos humanos, se acentúan unos u otros elementos que constituyen los sentidos de vida de los pueblos. En definitiva, la cultura la crea el hombre, y la crea de una forma consciente y libre, a diferencia de los procesos de la naturaleza y de los animales, que obedecen a sus códigos genéticos de conservación y reproducción dentro del marco evolutivo del mundo. Y la cultura, a su vez, formaliza la identidad humana.

Los acontecimientos que realizan los hombres que responden a los sentidos de vida que establecen las culturas, cuando se ordenan, se relacionan entre sí y se les proporciona un significado a partir de su propio contexto, se deduce que el hombre no sólo es cultura, sino también historia. El hombre es un ser inconcluso, se forma poco a poco y se hace en comunidad, perteneciendo a un pueblo con sus estructuras culturales. El devenir humano narrado con los hechos del pasado se mantiene en el tiempo cuando se reconstruyen, porque su interpretación se hace siempre en un presente; pero no se queda aquí. La comprensión de los acontecimientos remite a una tradición que se proyecta al futuro si se abre a un horizonte universal en el que se contempla a toda la humanidad caminando. Los escasos datos aportados de cómo evoluciona el hombre es una muestra de ello; los mitos que las culturas elaboran para narrar el origen de los pueblos, su fin y cómo debe transcurrir la existencia son un símbolo de la conciencia de la vida humana, y el relato escrito de los acontecimientos más importantes de las culturas es la prueba de que el ser humano se realiza en el espacio y en el tiempo.

La naturaleza con su devenir y ritmos permanentes que remiten a unas leyes constantes y universales, por una parte, y la razón y la libertad humanas, por otra, determinan el discurrir histórico del hombre y rompen el círculo cerrado que traza la genética. Entonces la historia humana se puede entender como una sucesión ininterrumpida de cosmovisiones parciales de los pueblos, absoluta en sí misma cuando se experimenta, y relativa cuando se observa y narra desde otra cosmovisión posterior. En la elaboración de estas cosmovisiones pueden intervenir las creencias religiosas, o la libertad y la razón humanas, o simplemente la historia humana se une a la naturaleza y a su evolución a partir de estructuras surgidas del azar, cuyo término puede ser la autoaniquilación. El cristianismo, por el contrario, tiene una comprensión de la historia humana enraizada en la libertad de Israel, en la racionalidad de Grecia y en la experiencia de Dios de Jesús de Nazaret, y habida cuenta de una idea global de la evolución que tiende hacia la complejidad y a la conciencia, pues los organismos han mostrado una capacidad impresionante para acumular y procesar información sin cesar.

5.2. Dios creador

1) El origen del universo

Los científicos no suelen preguntarse ni sobre la eternidad del mundo (ni tiene origen ni tiene fin, tiempo), ni sobre su infinitud (espacio sin límites). Porque la realidad analizada es tan compleja, –que una bola de un centímetro de diámetro contenga más materia que todo el sistema solar y cómo se ha originado esto–, que hace imposible por ahora cualquier explicación lógica, venga de Dios, venga del azar. Sin embargo, cuando los científicos se preguntan sobre el origen de la realidad, se dividen en creyentes (Dios es el que lo ha creado), o no creyentes. Como esta última teoría es más difícil de demostrar –nadie acierta a explicar el paso de la nada al algo; no se pregunta por el modo de la evolución, sino por el hecho de la evolución–, pongámonos en el supuesto de Dios; de otro Ser que ha originado la realidad creada. Entonces podemos preguntarnos que el origen y el proceso de la evolución comporta un sentido fundamental.

Hay pensadores que defienden que el mundo fue creado in nuce, es decir, la primera partícula existente contiene en sí todos los elementos que irán apareciendo con el tiempo. Los seres emergen de la primera realidad, fuere cual fuere, dentro de un marco evolutivo de la existencia. Por otro lado, se sostiene que la vida humana es la razón de ser del origen del Universo. Este no se contempla en sí mismo, sino en razón del hombre. Así, pues, la evolución tiene un objetivo: la vida inteligente. Aún más: todo lo existente tiene sentido porque lo envuelve o unifica el Espíritu, lo que entendemos como Dios en relación. Con esta perspectiva, todo el cosmos es como un cerebro en acción creadora permanente, y, además, está interconectado. Es decir, la vida es energía y energía intercambiable de una forma perdurable. En todos estos casos se postula la existencia de un Creador, sobre todo por el paso de la nada a algo. Aunque el primer principio, o el relojero, etc., siempre refiere un Dios omnipotente, que está muy lejos del Dios de Israel: Creador, Providente, Salvador, y del Padre de Jesucristo.

Con todo, las teorías sobre el origen y evolución del Universo están en una revisión continua. La teoría más aceptada del Big Bang se ha puesto en entredicho al probar unos científicos que el Universo se expande y se contrae en una sucesión de ciclos donde la primera explosión que dio lugar a las galaxias sería un simple eslabón intermedio dentro de una cadena de procesos. Y sobre el origen de la materia aún se espera la experiencia del laboratorio europea que prepara la fusión de partículas. Además sigue sin explicarse de una manera satisfactoria el paso de la vida inanimada a la animada en las tres etapas más visibles: moléculas, macromoléculas y células vivas. Y sigue sin saberse, ya dentro de la evolución humana, el paso que se da del cerebro a lo que comprendemos como entendimiento; sólo podemos comprobar sus acciones externas que han dejado huella en la historia. Lo cierto es que la evolución es una evidencia.

2) La creación del cielo y de la tierra

Los datos que poseemos sobre el Universo originan la admiración de todos y, a la vez que se admiran, se elaboran interpretaciones para darle un sentido. Porque el Universo, que parece que no tiene límites, cobija al hombre con capacidad de pensar y vivir toda su inmensidad en su mínima dimensión. Así como se han alcanzado los datos anteriores con nuevas técnicas de observación y se puede saber su constitución, aún ciertamente provisional y a espera de utilizar otros medios más potentes que los actuales, la tradición griega incluye en la palabra «cosmos» todas las cosas que existen y el vínculo que las une: su orden, su medida, comprendido el hombre como una cosa más, y, por cierto, no la de máximo valor: las estrellas del cielo le superan.

La tradición de Israel observa el Universo a simple vista, y escribe que está formado por «cielo y tierra» (Gén 1,1). Y enseña e interpreta que Dios es Creador. Y Creador se entiende como Aquel que ha colocado el principio de lo que va a constituir «su mundo», es decir, el principio de su relación con las criaturas. Esto es algo muy diferente al comienzo espacio temporal del universo. En los relatos bíblicos de la creación no se trata de establecer el origen de todo cuanto existe: no existía nada y se inicia algo. Los relatos del Génesis revelan la iniciativa de Dios de relacionarse con la realidad. Dicha relación hace que se transforme el caos existente en un orden (cf Gén 1-2,4), que se convierta la muerte, que simboliza el desierto, en la vida que entraña el vergel del paraíso (cf Gén 2,4-3,24). Dios crea («bãrâ») en el caos y en el desierto algo vivo con un sentido nuevo y continúa adelante porque lo capacita su participación en la vida divina. La creación es una obra de Dios que construye una casa para relacionarse con el hombre. Este es varón y hembra (cf Gén 1,26-28), insertado en una familia y en un clan (cf Gén 2,4-4,26), que pertenecen, a su vez, a la familia universal que forma la humanidad (cf Gén 5,1-9,29), humanidad creada a «imagen y semejanza divina» (cf Gén 1,26).

Dios crea al Universo «bueno» y crea al hombre y a la mujer «muy buenos» (Gén 1,31). Esta certeza permanece a lo largo de la historia de Israel (cf Si 39,32-33; Sab 1,14). La bondad divina inscrita en la creación se comprende, tanto por la autorrevelación amorosa de la identidad divina (cf Sal 136,5-9), como por la forma como la ha creado. Dios no es un técnico que hace bien una máquina para después venderla y separarse de ella. Dios ordena la realidad para disfrutar de ella y para bien de ella: coloca cada cosa en su sitio, le da un nombre y con el nombre su sentido y función dentro de toda la realidad. Tan es así, que la armonía que existe en todas las cosas creadas, no es sólo una cuestión del buen hacer divino, sino del amor por ellas, amor que es signo de su poder, sabiduría e inteligencia (cf Jer 10,12). Por eso las bendice, para que, benditas, prosigan su andadura en la creación procreándose, expliciten la identidad inscrita en su ser y se plenifiquen unidas unas a otras (cf Gén 1,22).

La armonía, belleza y orden del Universo son frutos del Hacedor, pero un Hacedor que no lo deja ni lo abandona. Las cosas son bellas y todas constituyen un todo armónico, porque Dios las ha hecho y reside en ellas. Y hay que saber captar a Dios en las criaturas, como creador y como providente (cf Sab 13,1-8), en el silencio de la noche, en la luz de la mañana: todo tiene y encuentra su sentido en Él (cf Sal 19,2-5). Hay momentos en la vida en que no se intenta narrar y comprender el Universo, sino simplemente contemplarlo y cantarlo, por lo que es y significa, por quien lo ha hecho y engrandece con su presencia: «Las nubes te sirven de carroza y te paseas en las alas del viento. Los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante, de ministro. Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás. La cubriste con el vestido del océano; y las aguas asaltaron las montañas [...]. De los manantiales sacas torrentes que fluyen entre los montes; en ellos abrevan los animales salvajes [...]. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. Los riscos son para las cabras, y las peñas, madrigueras de tejones. Hiciste la luna con sus fases y el sol que conoce su ocaso [...], ¡cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría» (Sal 104).

Sin embargo, porque Dios resida en el Universo y lo inunde con su gloria (cf Is 6,3; 1Re 8,27), no es el Universo; no forma parte de Él. Dios es distinto de sus criaturas y las trasciende. De ahí que nada de lo que existe pueda ser divinizado y, como tal, adorado por el hombre. Se supera la relación habida en bastantes culturas en las que el hombre se integra plenamente en el Universo formando una unidad que la religión refuerza dándole el estatuto de la divinidad. Esta «ley» del Universo, vehiculada por la creencia, impide al hombre trascenderlo en la medida que lo trasciende su Autor. Y, por otra parte, se supera la emanación, que piensa que un ser hace uno nuevo distinto de sí a partir de lo que él es, con lo que se tiende a identificar a Dios y al mundo, por tener una misma sustancia.

3) La creación del hombre

La tradición de Israel sitúa al hombre en la cumbre de la creación. Es tan importante su existencia en el proceso creativo, que Dios se para a deliberar, lo crea a su «imagen y semejanza», le da la misión de dominarlo todo (cf Gén 1,26.28: «rãdhâ» del acádico «redû» que significa guiar, dirigir, mandar) y le encomienda que su presencia cubra todo lo creado (cf Gén 1,28). Dios le entrega el Universo al hombre (cf Gén 2,19-20). Este cometido se inserta en su misma constitución creada, debe administrarlo según la finalidad que comporta cada cosa contemplada en sí misma y con relación a las demás, pues la armonía y la belleza del Universo la establece el conjunto que resulta de su comunicación mutua. El hombre se incorpora al mundo creado, no como un «dios» capaz de crear otro ser nuevo u otro mundo nuevo, sino como «administrador»: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y cultivara» (Gén 2,15). Y se integra porque forma parte esencial del Universo, pues es contingente como él. Su desarrollo y capacidad de ser hombre se vincula a las relaciones que mantenga con él, y la naturaleza dependerá, a su vez, de que el hombre capte el sentido que Dios le ha dado a cada ser. Creación e historia humana se entrelazan.

Las catástrofes naturales ocurren tantas veces (cf diluvio, Gén 6,1-22), porque el hombre no se comporta con la naturaleza y con los demás humanos según el proyecto divino que los hizo salir a la luz. La corrupción humana deteriora la creación y oscurece su belleza (cf Gén 3,1-4,16; 6,11; etc). Hay, pues, una correspondencia entre el orden teológico y antropológico con el cósmico, pues Israel lee el Universo con una perspectiva divina y humana, muy distinta a los datos objetivos que ofrece la ciencia actual: el cosmos es creado por Dios para el hombre, y su equilibrio y razón de ser dependen del proceder que el hombre tenga con su Creador (cf Is 40,44; Jer 14,3-7; etc.), con los demás hombres (cf Sal 72,1-7) y con las cosas, que también se vengan (cf Sab 5,20; 16,24). La conducta humana se examina según la Alianza del Sinaí (cf Éx 19,24). El desquiciamiento del hombre, no sólo provoca el castigo divino y de la naturaleza, sino también hace verla de forma caótica.

El mal humano origina el mal cósmico y ambos necesitan la salvación de Dios. Y esta va a ser la razón última de la creación, porque los relatos se elaboran, se leen y se creen a partir de la experiencia de Dios salvador que tiene un grupo de semitas liberados de los egipcios y, por consiguiente, creados como pueblo elegido entre todos los pueblos de la tierra. El cosmos y el hombre que lo cultiva son entonces objeto de la salvación de Dios. La historia del Universo según Israel no es una historia que empieza desde el principio del tiempo; es una historia que se elabora gracias a la experiencia de salvación como expresión de una relación de amor entre Dios y su pueblo. Ahora se comprende la afirmación de los israelitas de que la creación está bien hecha, porque ella es fruto del amor divino: porque ellos han sido llamados a la vida por el amor misericordioso de Dios y situados en un puesto privilegiado en el concierto de los pueblos de la tierra.

5.3. La creación en Cristo Jesús

1) Creación y salvación

Después de la Resurrección, las comunidades cristianas profundizan la línea de reflexión de Israel sobre el sentido antropocéntrico de la creación y la consiguiente acción salvadora de Dios (cf Rom 8,18-23). También piensan la creación como fruto del amor de Dios y como la personificación de la sabiduría por la que se hace todo; más tarde trasladan la obra creativa a un final pleno y perfecto.

Con la Resurrección cambian las cosas. La salvación se enmarca sobre el trasfondo de la creación, y la Resurrección se une y relaciona con el acto primero divino con el que se llama a la existencia toda la realidad y se pone en movimiento la historia humana. Se da un paso atrás y se coloca a Cristo en el origen de todas las cosas. Ahora, todo lo que existe pasa y se centra en Jesucristo. Él abarca todo: el universo y la historia; se cree como el único mediador entre Dios y las criaturas, porque contiene en sí la plenitud de la humanidad y es la última palabra de Dios dirigida a los hombres (cf Col 1,15; Heb 1,2); en fin, porque vehicula la salvación de Dios.

2) Todo fue creado por Cristo

Esto se afirma en el himno de la Carta a los colosenses. La primera parte del himno dice: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, pues por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible, lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo tiene en él su consistencia. Él es cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,17-18).

Se aplica a Jesús la sabiduría personificada del Antiguo Testamento (cf Prov 8,22-26; Job 28; etc.) y las reflexiones del judeohelenismo (Filón de Alejandría, La creación 110-111) relacionadas con la cosmología griega y estoica. La sabiduría del Señor se vincula con la creación, porque esta manifiesta un orden que solo Dios puede realizar (cf Gén 1,31; Platón, Timeo 29s). Dios crea el universo por la sabiduría; ella conoce el proyecto que, desde el principio, Dios ha diseñado para salir de sí. La comunidad cristiana acomoda la mediación creadora de la sabiduría a su experiencia de Jesús resucitado, cuando ya cree que su vida es la última y definitiva manifestación de Dios a los hombres (cf Heb 1,1-2). Entonces, con referencia a la creación, se deduce que ha estado como mediador en la obra de Dios y, por consiguiente, está su «imagen» en todas las criaturas y en él encuentran su principio originario, que no es otro que su filiación divina. Jesucristo es, en definitiva, su representante y su manifestación en la creación (cf la función del logos en Filón, La creación 112; o del pneuma en el estoicismo; Jn 1,3-4).

Jesucristo se coloca entre Dios y las criaturas, siendo el medio necesario para la relación salvadora de Dios con el mundo y para que este pueda percibir una «imagen» real y verdadera de Dios. Recuerda la función de Adán en la creación, «hecho a imagen y semejanza de Dios», y a quien se le entrega el «dominio» sobre todo lo creado (cf Gén 1,26.28). En estos últimos tiempos, Jesús sustituye aquella «imagen» por otra mucho más acorde con la divinidad. Y por dos razones: porque le es inherente a su ser e identidad filial –le pertenece como Hijo– y porque actúa con Dios en la creación. La Resurrección, acción de Dios que le arranca de la muerte, se amplía a toda la realidad creada, hombres y cosas (cf Rom 8,19-23). Si la recreación de lo que existe –acto segundo– es gracias a la vida de Jesús, cuánto más lo será la creación –acto primero–, toda vez que ya se confiesa a Jesús situado en la gloria divina. Por eso se afirma con toda naturalidad en el Nuevo Testamento que el universo se ideó y se hizo por medio de él –«por él fue creado todo»–, está orientado hacia él y todas las cosas encuentran su «consistencia» en él.

Jesucristo, entonces, es el «primogénito de toda la creación», una prioridad, que siendo temporal con relación a todo lo real, también lo es en su dignidad, que es filial, cuyo estado con relación a Dios se lo traslada y sirve a la creación entera: «...la creación se emanciparía de la esclavitud de la corrupción para obtener la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). La creación se puede percibir como hija de Dios a todos los efectos: marginando su origen eterno, excluyendo cualquier desarrollo casual y descartando la posibilidad de un final trágico. La importancia de la primogenitura de Jesucristo está en la participación de su filiación en la creación, y es partícipe en ella porque es una criatura como todas. Por eso es también «primogénito», porque lo es en su ser y existencia como una realidad distinta del Padre con existencia propia en la historia humana, y situada en un universo que le es afín al encontrarse presente en todas sus criaturas.

Y todas las criaturas encuentran su estructura filial y, por tanto, sentido en el cosmos cuando son conscientes y desarrollan su existencia en la vida de Jesucristo. Tal dependencia no tiene otra finalidad sino la de obtener su plenitud por medio de su relación filial con Dios, alcanzada gracias a su relación fraterna con Jesús. Por eso se justifica que sea el primer hermano, porque por él los hombres representan a Dios Padre en un universo ideado, realizado, querido y mantenido con amor de hijo (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 6,25-33).

La primogenitura de Jesucristo lo es para el hombre, en su historia y en su individualidad. Pero también lo es para los seres superiores, las «potencias espirituales», colocadas entre el cielo, sede la gloria divina, y la tierra, sede de las criaturas. Pablo alude a seres celestes, bien naturales, bien personales (cf Gál 4,3.9), que influyen sobre el curso de los acontecimientos cósmicos e históricos. La cultura judía admite una serie de ángeles que gobiernan el mundo, reservándose Dios la guía de Israel directamente (cf Si 17,17). También aparece en el Nuevo Testamento una cosmología que incluye potencias espirituales, a las que se da culto en las religiones paganas (cf Col 2,18), además de ciertos seres hostiles al hombre, que intentan dominarlo (cf Rom 8,39). Estos seres se sitúan en lo más alto de la creación, dirigen los astros y tratan de gobernar el universo de una forma distinta al orden divino (cf Ap 7,1). Los espíritus, o elementos del mundo, un día fueron infieles al Creador (cf Ef 2,2; Gál 4,3), y a partir de ese momento pretenden dominar al cosmos y al hombre contra Dios (cf Ef 6,11,12).

Este pulular de seres espirituales, más perfectos y poderosos que los humanos, a los que da cabida el esoterismo judío y cierto dualismo cósmico, forman un marco peculiar en el que Cristo se impone. Y según el lenguaje paulino, manda sobre los principados, dominaciones y potestades, es decir, sobre todos los poderes que van contra el Reino (cf 1Cor 15,24-27); predomina sobre ángeles y potestades, entendidas como fuerzas ocultas del cosmos que dañan la vida humana (cf Rom 8,38-39), o, según la tradición, supera a los guardianes de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí (cf Col 2,13-15; Gál 3,10; Éx 3,2; 14,19). Jesucristo, sentado a la derecha de Dios en su gloria, está «por encima de todo principado, potestad y virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre» (Ef 1,20-21). Es soberano y señor de todos ellos (cf Rom 8,19-20).

3) Todo fue salvado por Cristo

Continúa el himno a los Colosenses: «Es el principio, primogénito de los muertos, para ser primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud; que por medio de él todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de su cruz entre las criaturas del cielo y de la tierra» (1,18-20). Jesucristo, como primogénito de la creación, es cabeza de estas potencias y, por consiguiente, su principio vital (cf Col 1,15; 1Cor 11,3). Y no sólo es primogénito en el orden de la creación, sino también en el de la salvación. La salvación obrada por Dios por medio de él –gratuita–, es humana y también cósmica. Los seres superiores los ha reconciliado con Dios (cf Col 1,20; Ef 1,10) y en la misma medida que lo ha hecho con los hombres (cf 2Cor 5,18-20; Rom 5,10-11). En fin, la salvación lleva consigo, además, la reconciliación de todo lo creado en Jesucristo. Este es el beneplácito de Dios.

El primado de Jesucristo sobre todo lo creado (cf Col 1,16.18; Jn 1,1), primado que se inscribe en su participación en la creación y en la salvación de Dios –«muerte en la cruz» y «resurrección»–, lo es también porque reside en él toda la «plenitud». Jesucristo está lleno de los bienes de Dios, bienes que constituyen «los tesoros del saber y del conocimiento», en contra de los conocimientos humanos que llevan al error y a la perdición (cf Col 2,3-4.9). Los beneficios que ha recibido de Dios son tales que, observando su resurrección, ha recibido más que cualquier otro ser que existe en la creación, incluidos los espirituales. La resurrección «ha hecho a Jesús absolutamente perfecto, glorificándolo, haciéndolo Señor y partícipe de su gloria y poder» (T. Otero Lázaro, 116).

El primer gran bien es Dios, de forma que Jesús se convierte en el templo de la divinidad en la historia humana, como afirma Juan del Verbo encarnado (2,18-21): Dios ha elegido a Jesús para habitar en su creación (cf Is 8,8; 49,20; Sal 68,17), lo que entraña el poder divino para hacer posible la creación y la recreación de todos los seres. Esta recreación hace que Jesucristo sea el Logos que contiene toda gracia; así se comprende la afirmación de que de «su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia» (Jn 1,16).

Siguiendo la estela veterotestamentaria de la presencia divina que inunda la creación, Jesús también comprende todos los bienes que existen. La creación está llena de bienes que Dios ha derramado fuera de sí (cf Is 6,3; Jer 23,24; Sal 24,1; etc). Pero la resurrección supone un nuevo orden para la creación, porque coloca a Jesús como su «principio». A partir de ahora todos los seres mantienen una relación fraterna con él y filial con el Padre. Jesucristo asume todos estos seres; por consiguiente, todo el bien posible, todo ser de amor que funda la existencia de cuanto existe: a Dios y al ser creado, y en este al hombre y al cosmos, y en el cosmos todo lo que habita en «el cielo y en la tierra».

Y porque los incluye, los reconcilia, una reconciliación universal, colectiva, que devuelve al mundo la disposición querida por Dios desde el principio del tiempo y del espacio (cf Col 2,9-10; Ef 4,9-10). Pablo asegura la salvación obrada por Dios para Jesucristo como promesa para el universo (cf Rom 8,19-22); pero este futuro salvador se adelanta cuando se expresa en términos espaciales, lo que incluye al universo y todos los seres que pululan en él: consiguen la reconciliación; el mundo ha encontrado la paz en Cristo. Esta es la convicción cristiana que, en el fondo, viene a decir lo mismo en uno y otro caso: en Cristo se han cumplido las expectativas de salvación que anida todo ser creado (id, 119): «Ningún otro puede proporcionar la salvación; no hay otro nombre bajo el cielo concedido a los hombres que pueda salvarnos» (He 4,12); todos los medios de salvación que emplean los hombres quedan anulados y el contenido de la fe cristiana se reduce a lo siguiente: «Aunque existiesen en el cielo o en la tierra los llamados dioses y señores de esos, para nosotros existe un solo Dios, el Padre, que es principio de todo y fin nuestro, y existe un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe y también nosotros» (1Cor 8,5-6).

Si esto es así, el hombre ya no necesita ganarse las potencias espirituales para acceder a la divinidad, o buscar otras mediaciones para evitar su acción dañina sobre la historia. Ellas están sometidas a Jesús y, en cuanto sometidas, constituyen la armonía con los hombres y entre ellas mismas. Brilla la paz en un mundo que Dios reconcilia en Cristo y se recupera la perspectiva positiva del universo cuando nació de las manos bondadosas del Creador (cf 1Cor 8,4-13; Rom 14,14).

 Para leer

Catecismo de la Iglesia católica, 198-231, 268-421.

El credo apostólico

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