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Prólogo

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Juan José Vergara es experto en innovación educativa y metodologías activas,

profesor titular de Intervención Sociocomunitaria, maestro y pedagogo.


La pedagogía de la escucha

Para mí ha sido un gran placer leer el texto de este libro coral. Sin duda, hacen falta argumentos que inviten a pisar el freno del hacer por hacer y propongan dibujar miradas como la que encontrarás en los capítulos que siguen a este humilde prólogo.

Hace bastantes años dibujaba una metáfora que me recuerda el discurso que atraviesa este libro. En ella hablaba de la “pedagogía del espejo” como provocación. Esta no era otra que invitar a reflexionar sobre la actitud del docente: ¿a quién mira el docente cuando diseña sus clases? En definitiva, trataba de construir una pedagogía de la escucha como la herramienta capaz de transformar las prácticas educativas en herramientas para el cambio.

Enrique Sánchez introduce un capítulo de esta obra con una preciosa cita de Proust que resume el latido del libro: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Sin duda se trata de construir una pedagogía de la escucha. También, de la necesidad de no conformarse con las miradas marcadas por la inercia y ser capaz de cambiar, borrar, reconstruir y valorar nuevamente lo útil en el mundo que construimos. No es de extrañar que Salvador Rodríguez cite a Zygmunt Bauman en el inicio de su capítulo cuando dice que “olvidar […] las costumbres añejas puede ser más importante para el éxito futuro que memorizar jugadas pasadas”.

Escuchar es una tarea difícil, mucho más si nos referimos a la labor docente. Y cuando me refiero a ella no lo hago exclusivamente desde el plano teórico. Quienes me conocen saben que cada día entro en mis clases para compartir con decenas de aprendices una aventura: aprender. Hacerlo cada día me llena de satisfacción y me empodera. Sin duda me equivoco decenas de veces. Son estas de las que más aprendo.

Si algo he aprendido en estas décadas de docencia —y de equivocaciones—, es que el gran desafío al que me he tenido que enfrentar es ser capaz de escuchar todo aquello que se mostraba delante de mis ojos. La escucha es la asignatura pendiente de la innovación. Solo ella puede convertir el cambio en algo transformador para nuestros alumnos, nuestras prácticas profesionales, nuestros centros educativos y también para nuestra comunidad. En definitiva: es la escucha la habilidad que necesitamos entrenar para ejercer la innovación como una herramienta valiosa para transformar la educación. De ello trata el libro que tienes delante.

Permíteme que te hable de las cuatro dianas que exigen la escucha como herramienta transformadora de la escuela para el siglo XXI.

Los aprendices

Aprender hoy no es acumular contenidos. Esta afirmación no es novedosa y eso es una buena noticia. Hoy día todo el mundo tiene claro que es así y todos saben que hacerla realidad exige una batería de herramientas metodológicas novedosas a las que se están dedicando con ahínco decenas de docentes comprometidos con la innovación. Sin embargo, estas solo serán eficaces si son capaces de cambiar la mirada de aprendices y de docentes. Es este cambio de mirada a lo que debemos dedicar los esfuerzos en la acción educativa.

La innovación no puede centrarse exclusivamente en los métodos, las herramientas o los discursos imperantes en educación; y mucho menos en la tecnología de forma exclusiva. Debemos volver la mirada a los alumnos, sus necesidades de aprendizaje y las que protagoniza el mundo herido al que pertenecen. Son estas las que pueden dibujar una pedagogía ética. Es la única mirada aceptable en este mundo en colapso. Es la que responde a las necesidades personales, sociales y comunitarias de nuestros aprendices. Un estudiante hoy necesita saber que tu trabajo como docente se compromete con sus necesidades de aprender, y no únicamente con un currículo oficial: estático, inamovible y lejano en términos de necesidades de aprendizaje contextualizado con la vida de tus alumnos.

Los docentes

Ser docente hoy es un acto de reflexión. Desposeídos de la toga que ahogaba el cuello de quienes sabían que no albergaban la totalidad del conocimiento posible, hoy ser docente es un compromiso con la provocación.

Dibujar el perfil nuevo del docente invita a cuestionar decenas de tópicos que han protagonizado la imagen del profesor a lo largo de las décadas. Sin embargo, si algo puede definir el nuevo perfil del docente es su capacidad de provocar.

El docente es un provocador. Este es uno de los actos más interesantes que puedes ejercer día a día en tu trabajo como educador. ¿Recuerdas a aquel docente que conseguía atrapar tu atención de estudiante en la lejana adolescencia? Estoy seguro de que lo conseguía gracias a su capacidad para provocarte. La habilidad de llevar a la primera persona de tu vida aquellos contenidos que —a primera vista—pensabas lejanos a ti y a tus intereses cotidianos.

Hoy, cuando preparas tus clases, es seguro que piensas ¿por qué deben mis alumnos aprender aquello que voy a tratar en el aula? Sin duda es una pregunta necesaria. Pero no es suficiente. Es preciso que la acompañes de una segunda: ¿qué les dice a tus alumnos el contenido que quieres tratar en clase? O, dicho de otra forma, ¿dónde pueden verlo en su contexto cercano? ¿para qué les sirve?, ¿qué dice esto que quieres tratar en clase de las vidas cotidianas de tus alumnos? Cuando te haces esta pregunta, el diseño didáctico cambia radicalmente.

Provocar es un perfil nuevo en la labor docente. Sin duda exige una nueva actitud en el diseño didáctico. Requiere desarrollar la capacidad de escuchar al alumno, al contexto, al centro y también de interrogarse sobre los fines que orientan la propia actividad de enseñar: educar es un acto de compromiso con el crecimiento personal de los individuos a los que dedicamos el esfuerzo de nuestro trabajo, pero también el sueño de una sociedad más justa.

Las escuelas

Las organizaciones encargadas de la educación llevan —al menos— un siglo de retraso. Esto es algo fácil de comprobar si comparamos una vieja fotografía escolar con cualquiera actual de las que están disponibles en internet. Decenas de alumnos se alinean en pupitres mirando —en solitario— la figura del docente que regala sus conocimientos en pie, apoyado por un encerado, pantalla de proyección, etc., a su espalda.

Cuando miro la organización de un centro educativo, suelo reparar en las puertas. Normalmente están cerradas. Es cierto que cada vez es más común que los muros de las aulas sean transparentes. Los cristales se han convertido en el material de moda en las escuelas, de tal suerte que es habitual pasear por los pasillos de las mismas y poder ver qué está sucediendo dentro de cada aula. Sin embargo, estas están absolutamente cerradas. Lo que allí sucede puede ser observado, pero no transgredido —como una pecera—. El espacio de aprendizaje sigue siendo una célula privada de la que —como mucho— estamos dispuestos a demostrar que nada de lo que allí sucede altera especialmente lo decoroso. Sin embargo, las puertas siguen cerradas.

Los intercambios entre aulas, docentes y alumnos, y la incorporación de los agentes comunitarios, familias, redes virtuales, etc., a las experiencias de aprendizaje sigue siendo una asignatura pendiente en decenas de centros educativos de todo el mundo. Tanto es así que podemos seguir hablando de espacios de primera y de segunda categoría del aprendizaje.

El desafío es crear espacios para permitir una educación del ser y no del poseer; del defender, o bien del reproducir irreflexivamente en un habitar alienado que no nos compromete éticamente como docentes.

La comunidad

Cuando hablo de comunidad, lo hago de todo lo que no es escuela. Y esto dibuja un espacio físico que no debiera existir: los muros que separan el centro educativo del barrio, las familias, los agentes sociales o los espacios de ocio, consumo, creatividad o dominación que habitan nuestros aprendices en el resto de las horas que no habitan nuestras aulas.

Sería precioso poder decir que no hay escuelas que educan, sino comunidades educativas, pero esto no es así. Ojalá llegue el momento de que las pedagogías que escuchan se erijan en la capacidad de enseñar para ser.

Seguro que has escuchado mil veces la idea de que nuestros alumnos aprenden para incorporarse al mundo, para ser exitosos en su habitar la realidad cambiante del siglo que les ha tocado vivir. Esto es cierto, pero no lo es menos que también deben ser capaces de construirse como protagonistas del mundo que habitan hoy y del que crearán mañana.

Educar hoy es un compromiso con la asimilación o con el pensamiento crítico. Mi idea de educación no pretende desarrollar habilidades útiles para que nuestros alumnos se sitúen —únicamente— triunfantes en una sociedad que reproduce la desigualdad, la competitividad y el negacionismo sobre el colapso social, medioambiental o ideológico. Más bien creo que debemos educar para el desarrollo del pensamiento crítico.

Es necesario educar en la capacidad de escuchar la realidad que habitamos como un crisol en el que compartimos nuestra identidad con la del otro. En definitiva, educar para el ser y desarrollar la capacidad de la escucha. Una pedagogía basada en la pregunta y no en las respuestas.

Vivir la historia de ser

Hay una frase de Rousseau que me seduce especialmente: “La mejor escuela, la sombra de un árbol”. Cuando la lees es muy posible que pienses en el árbol; sin embargo, este no es lo importante. El espacio educativo no lo hace el árbol; es su sombra la que lo construye.

El concepto de árbol habla de seguridad, de fortaleza, de dominio e incluso de historia. La sombra es solo un espacio efímero que ofrece una posibilidad remota de encuentro. Esto es la educación, un espacio de encuentro en el que la tarea fundamental del que aprende es sentirse en relación con sus necesidades y su habitar con los otros. La tarea del docente es asimismo la capacidad de escuchar todo lo que sucede en este espacio de aprendizaje —la sombra del árbol— para dibujar un escenario que permita interrogar a los aprendices en torno a lo que los rodea y también provocarlos, invitarlos a actuar.

Cuando aprendemos lo hacemos gracias a nuestra capacidad de escuchar lo que tenemos delante y de interrogarnos sobre la capacidad que tiene para contar nuestra propia vida. Mucho de lo que leerás a continuación explica este fenómeno.

Aprender es un acto de compromiso con cada aprendiz. La idea que más me seduce —y que se argumenta desde las inteligentes visiones de los autores del texto que estás a punto de leer— es que aprendemos para construirnos como personas críticas y comprometidas con nuestro habitar el mundo que nos ha tocado vivir. La enseñanza es la herramienta para acompañar y facilitar este proceso —y para provocarlo, si se me permite la licencia.

En los últimos años he reflexionado en busca de las claves que hacen que un aprendizaje se convierta en algo relevante para el que aprende. La capacidad de predecir fenómenos, de construir el conocimiento o de asegurar una vida futura no han tenido demasiado éxito como razones para conseguir que nuestros alumnos incorporaran lo que aprendían a su forma de ver el mundo, su capacidad de obrar en él o su itinerario vital en cuanto a decisiones personales, profesionales o comunitarias.

Aprendemos cuando los contenidos que tratamos permiten conectar con nuestras vidas, nuestras necesidades y nos obligan a decidir actuar. Estas son las acciones que orientan el aprendizaje auténtico: en definitiva, escuchar y actuar en consecuencia.

¿Cómo se logra esto en el día a día de nuestras aulas?

Las reflexiones que construyen este trabajo coral que tienes delante tienen algo que debe ser puesto en valor: educar no es solo una respuesta técnica a una intención concreta; educar en el mundo en que vivimos es un juego doble que primero exige escuchar qué tienes delante y luego decidir emprender el camino con los otros.

Educar es una acción intencional. Es fruto de la escucha. Es la respuesta a mirar a quienes tenemos delante, y también cómo nos situamos frente a la realidad que habitamos. Después, es hacer consciente que este viaje solo es posible con los otros.

Esta reflexión preside el día a día de tu trabajo como docente. Tu trabajo no se reduce a la transmisión de contenidos o al esfuerzo técnico por conseguir que tus alumnos puntúen correctamente en las pruebas correspondientes. El desafío es que sean capaces de escuchar la realidad que los envuelve y decidan habitarla y transformarla de manera que se adapte a un mundo más justo. Hacerlo solo es posible con los otros y formando parte de una singular aventura: la aventura de aprender.

En otro lugar defendía que la definición más acertada —como seres sociales que somos— es la de depredadores de historias1. Sigo manteniéndola. Aprendemos gracias a las historias. Son ellas las que nos aprovisionan para la vida y son las que nos permiten emprender la aventura de aprender, comprometiéndonos con los retos que se nos presentan, y decidiendo críticamente cuál es el camino que queremos emprender y por qué.

A diario entras en tu aula y te enfrentas a una realidad que conoces bien. El alumnado es distinto cada año —y cada semana del año—; sin embargo, el currículo oficial pesa como una losa en tu día a día. Quizá la clave —como he señalado antes— es ser capaces de invitar al alumno a escuchar el contenido del aprendizaje en relación con su cotidianidad y su habitar en el mundo.

¿Qué dice el contenido de mi alumno?, ¿dónde puede ver el contenido que trato en su vida, en su cotidianidad, en su realidad inmediata? Y, sobre todo, ¿qué decide hacer con ello?

Formularnos estas preguntas nos puede orientar en el diseño didáctico y conectar el currículo con cada uno de los aprendices: aprender para comprendernos mejor a cada uno de nosotros, el mundo que nos rodea, y también ayudarnos a tomar las decisiones necesarias para habitarlo de forma activa y no alienada. En definitiva, aprender para aprender a escuchar y hacer, o lo que es lo mismo, educar para ser. A ello dedico mis esfuerzos desde el marco del aprendizaje basado en proyectos y sobre ello he tenido ocasión de escribir en esta misma colección2.

Aprender a ser

El libro que tienes delante es una obra coral de un grupo de autores que reúnen dos características que me enorgullecen de la profesión que he elegido. Son docentes en ejercicio que piensan y sienten la educación como una acción transformadora en el plano social, comunitario y también personal.

A cada uno de ellos y ellas podrás encontrarlos, día a día, en las redes sociales, congresos y encuentros en los que se debaten temas de actualidad en innovación educativa: son parte de la vanguardia que empuja al cambio en educación. Es una gran noticia que decidan hacer conjuntamente del eje del libro algo que se centra en la escucha y en las preguntas, y no en los “cacharros” y la tecnología —tan de moda en la innovación—. Una innovación que, desgraciadamente, se entiende en otros lugares como espacio de comercio, riqueza y nicho económico emergente. No es el caso del libro que tienes delante.

Educar es un compromiso con los que aprenden y, sobre todo, un compromiso con construir miradas que sepan escuchar la realidad y actuar sobre ella. El texto que protagoniza este libro es una invitación a entender la educación como ese esfuerzo por escuchar y actuar.

Educar para ser es un libro que leo como una invitación. Ser aprendiendo tiene dos compromisos que los autores nos lanzan:

• Aprender es un acto de escucha. La realidad es el contenido fundamental del aprendizaje.

• Enseñar es un compromiso con el aprendizaje. La tarea del docente nos permite rencontrarnos con una realidad en la que nos reconocemos: aprendemos incesantemente y lo hacemos desde la reflexión y el pensamiento crítico.

Los autores de Educar para ser son docentes emocionados y emocionantes, expertos en la tarea de enseñar día a día. Pero también personas que saben escuchar todo lo que las rodea como fuente de aprendizaje. No es casual que hayan titulado su libro Educar para ser. Para ellos, y para cualquier docente cabal, educar es una tarea que exige una actitud de escucha, reflexión, compromiso y acción que aporta tanto a los que aprenden como a los que enseñan. Sin duda este es un texto coral y profundamente coherente en su forma y su fondo del que todos podemos aprender a ser en el aprendizaje.

Educar para ser

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