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Introducción

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La presente traducción de las Instituciones de Gayo tiene su origen en la revisión que hace algunos años emprendí sobre la que en 1943 publicara mi maestro Alvaro d’Ors. Este trabajo, encargado por el propio profesor d’Ors, derivó paulatinamente hacia un resultado que excedía con mucho el propósito original, y terminó por conformar una nueva traducción, cuyo nexo con la anterior resulta bastante tenue. En el tiempo intermedio se han publicado dos versiones más al español de la obra gayana: la bonaerense de Alfredo di Pietro, en 1967, y la preparada por un grupo de jóvenes profesores complutenses bajo la dirección del recordado Arias Bonet, en 1985. No obstante la calidad de dichos trabajos, considero que esta traducción que ahora presento contiene elementos nuevos, resultado de decisiones difíciles dirigidas siempre a ceñirse más fielmente al universo de las ideas jurídicas de Gayo. El lector, en todo caso, podrá confrontar con el texto latino de esta edición bilingüe, cuánto he alcanzado mis objetivos y dónde mi esfuerzo ha quedado insuficiente.

LOS MANUSCRITOS DE LA OBRA

Nuestro conocimiento de las Instituciones de Gayo proviene de tres fuentes directas: en primero y principalísimo lugar, el palimsesto de Verona, descubierto por Niebuhr el año 1816 en la Biblioteca Capitular de Verona, bajo las letras correspondientes a unas “Cartas” y “Polémicas” de San Jerónimo. Tras laborioso período de desciframiento y lectura, Studemund publica los resultados entre los años 1874 y 1884, pero aun a pesar de este esfuerzo, quedaba ilegible o perdida aproximadamente una décima parte de la obra. Las otras dos fuentes directas son de dimensiones más modestas: el papiro Oxyrhinchos XVII, 2103 (=0), que corresponde al Comentario IV entre los párrafos 68 y 72a, y al parecer proviene de una copia escrita hacia el siglo III, fue publicado por primera vez el año 1927, y el pergamino de Alejandría, o para ser más exacto, de Antinoe (=A), descubierto en 1933 y dado a conocer por V. Arangio-Ruiz, que contiene dos fragmentos, correspondientes el primero a 3, 153.154.154a.154b, y el segundo a 4,16-18.

Otros fragmentos y obras han servido para completar el texto de las Instituciones: ante todo, 14 pasajes recogidos del Digesto de Justiniano, los que unidos a los complementos que nos proporcionan gramáticos y filólogos, dejan reducida la ilegibilidad o inaccesibilidad a sólo una treintava parte del total. Es interesante anotar que los Fragmenta Augustodunensia, el llamado Gayo de Autún, no ha aportado prácticamente nada a la lectura del texto.

Desde la edición príncipe de Goeschen, en 1820, y las ya citadas de Studemund, han sido publicadas numerosas ediciones críticas de la obra, pero nosotros hemos tomado como base la aparecida en Leiden el año 1964, a cargo de M. David, cuyo texto es reproducido en la nuestra, salvo algunas correcciones ortográficas necesarias. A este texto hemos agregado las “Emendationes Gaianae” debidas a R.G. Böhm, y algunas más provenientes de otros autores, todas las cuales aparecerán debidamente consignadas al pie del texto latino. También acceden a la versión original las notas críticas, concordancias internas y con otras fuentes, más las valiosas reconstrucciones de los pasajes lagunosos, debidas particularmente a Goeschen, Studemund, Mommsen, Huschke, Seckel, Kuebler, Krueger y Lachman, de modo que la versión española se presenta libre de notas.

LA ÉPOCA Y EL AMBIENTE DE GAYO

Con bastante probabilidad de acertar, podemos fijar el nacimiento de Gayo en los tiempos de Adriano, tal como se deduce de un pasaje del Digesto (34,5,7 pr.) donde él mismo se sitúa como contemporáneo (nostra aetate) de un acontecimiento en que interviene el susodicho emperador. Por cuanto es autor de un comentario al senadoconsulto Orficiano, que fuera promulgado el año 178, hubo de sobrevivir a esa fecha, y resulta verosímil pensar que murió durante el principado de Cómodo, con lo que la época de su vida se ha de acotar aproximadamente entre los años 120 y 185 d.C. Las numerosas citas a emperadores contenidas en sus Instituciones, nos permiten todavía determinar con más precisión la fecha de este libro, por cuanto Trajano y Adriano, salvo en tres pasajes esporádicos, son constantemente denominados “diui”, como era costumbre designar a los príncipes ya muertos; pero Antonino Pío, llamado “imperator Antoninus” en todo el Comentario I y gran parte del Comentario II, es tratado como “diuus Pius Antoninus” en la última cita de este comentario: en cuanto a Marco Aurelio, ya no es citado ningún rescripto o constitución a él pertenecientes, y se ignoran las importantes reformas de este príncipe en lo relativo a la cretio, la adquisición de los legados y otras materias. Todo esto nos lleva a establecer que la composición de las Instituciones tuvo lugar en torno al año 161, año de la muerte de Antonino Pío y de la llegada de Marco al trono imperial.

Mucho menos segura es cualquier conclusión relativa a la patria de nuestro autor: aunque sin duda se trata de un ciudadado romano, que al aludir al Derecho Civil lo denomina constantemente “ius nostrum”, y que escribe en un latín generalmente correcto y fluido, es más dudoso que haya nacido, vivido o enseñado en la propia urbe romana, y no nos terminan de convencer los argumentos en favor de que las Instituciones se hayan escrito en la capital del Imperio. Es bien conocida las hipótesis de Mommsen sobre la localización oriental de Gayo y su obra, y creemos conveniente recordar uno de los argumentos centrales del gran romanista: Gayo es el único autor, por lo que sabemos, que escribe unos comentarios al Edicto Provincial, y Mommsen supone que dicho Edicto comentado por nuestro autor debía ser dirigido a una provincia concreta, precisamente aquella donde Gayo vivía y enseñaba. Ahora bien, como el Comentario gayano da ordinariamente la calidad de procónsul al gobernador provincial, y como la única provincia oriental proconsular en tiempos de Gayo es Asia, la deducción necesaria lleva a considerar a Gayo como natural de esa provincia, donde además, habría desarrollado su actividad de profesor, acaso en la ciudad de Troya.

Pero en verdad, es poco probable que el Edicto Provincial comentado por Gayo haya sido dirigido a una provincia particular o a todas ellas en general, y según muy razonablemente opinan d’Ors y Valiño, el Edicto Provincial no pasa de ser una adaptación, para uso extraitálico, del propio Edicto de Salvio.

Así todo y con estas reservas, nos sigue pareciendo que la teoría de Mommsen permanece válida en lo sustancial: de entrada, aquel solitario praenomenGaius” con que tan simplísimamente designamos y distiguimos a nuestro autor, refleja tanto en él como en quienes lo trataron una adaptación de los usos familiares romanos a las costumbres ambientales griegas. También el conocimiento que demuestra tener de escritores como Homero, Solón o Jenofonte, a quienes cita con frecuencia, o las referencias bastante exactas al derecho de los bitinios, y cuando trata de recordar casos de ciudades agraciadas con el ius italicum únicamente acierta a mencionar ejemplos griegos, tales como Troya, Bérito y Durazzo.

Sin embargo, más que Asia, parecen algunos giros de su lenguaje insinuar cierto estilo relacionado con la provincia de Siria, y hasta no es inverosímil que su magisterio se haya desarrollado precisamente en la ciudad de Bérito, cuya Academia de Derecho data ni más ni menos que de la época en que Gayo alcanza su madurez: hasta podemos dar como probable que la muy conocida alteración textual de D. 45,3,39 de Pomponio, donde se le denomina “Gaius noster”, sea debida a la mano de algún maestro de esa Academia que haya glosado el pasaje antes de su definitiva recepción bizantina.

LA PERSONALIDAD DE GAYO

Siguen sumidos en el misterio el carácter y la personalidad de Gayo, su vida, su fama, los honores que pudo haber alcanzado a pesar de un meritísimo intento reciente por reconstruir su biografía. Como ya hemos advertido, de él sólo se conoce su praenomen, y jamás es citado por sus contemporáneos: esta circunstancia nos permite afirmar, con una seguridad muy razonable, que no pertenecía al selecto círculo intelectual y social de los jurisconsultos romanos; no formaba parte del consilium principis ni de la Cancillería a libellis, ni tampoco, obviamente, gozaba del ius publice respondendi, por lo que no nos ha llegado ningún responsum debido a su talento. Su constante y hasta obsesiva ostentación de pertenecer a la escuela sabiniana, en una época en que ya la inmensa personalidad de Salvio y las reformas administrativas de Adriano habían superado los moldes de las escuelas, confirman la impresión de que sólo de oídas conocía el ambiente jurisprudencial de la metrópoli. Parece, pues, certera la afirmación de Schulz de que Gayo es un caso aislado y singular dentro del panorama de la literatura jurídica romana del siglo II, un jurista puramente académico, dedicado exclusivamente a la enseñanza, frente a los conocidos grandes jurisconsultos que todavía desarrollan su actividad en torno al agere, cauere y respondere.

Pero si desconocido por sus contemporáneos, Gayo irá ganando paulatinamente una difundida fama póstuma, hasta llegar a ser el autor que más influencia ha ejercido en el derecho moderno: hacia el año 300, todavía no es conocido más allá de un pequeño círculo de profesores, pues cuando para entonces se publican unos tituli como paráfrasis para uso forense a su libro de enseñanza, la autoría no se atribuye a él, sino a Ulpiano. Pero un siglo más tarde, ya había sido incluido un fragmento suyo en la segunda elaboración de Collatio Legum Mosaicarum et Romanarum, y el 426 las Instituciones reciben un definitivo espaldarazo al ser incluidas, junto con otros libros atribuidos a cuatro acreditados jurisconsultos, en la celebérrima Ley de Citas del emperador occidental Valentiniano III; el Gayo de Autún y el Epítome Visigótico de las Instituciones, elaborados durante el siglo V, parecen estar en estrecha relación con esta constitución valentiniana. Un siglo más tarde, Justiniano toma el libro de Gayo como base y fundamento para sus propias Instituciones, conservando el orden de materias y, en lo esencial, la división de los libros, y este mismo orden pasa a los códigos civiles más modernos, incluyendo el de Napoleón y el de Bello.

EL TEXTO DE LAS INSTITUCIONES

Aunque Gayo escribió sus Instituciones hacia el año 161 d.C., es evidente que el palimsesto veronés no es redactado sino unos 300 años más tarde, esto es, constituye una edición bastante posterior, y por eso mismo no está libre de sospechas relativas a posibles glosemas u omisiones, obras de algún anónimo lector o copista. Es más: la comparación del breve fragmento A con el palimsesto de Verona muestra una omisión de éste en 3,154 a.b., y ya Albertario había hecho notar esta y otras alteraciones el año 1937. Nosotros podemos presentar como muestra o señal el fragmento 3,121a, donde dice que “...cum lex Furia tantum in Italia locum habeat, euenit ut in ceteris prouinciis...”, es evidente que Gayo no podría haberse referido a Italia como una provincia, y que la palabra “ceteris” es un glosema agregado después de la reforma de Diocleciano. Pero todas estas alteraciones pueden considerarse normales dentro del proceso de la tradición de textos, y no comprometen gravemente el sentido general de la obra; como dice Zulueta, hay una razonable certeza de que el texto conocido corresponde sustancialmente al mismo libro que salió de las manos de Gayo, por lo que se mantiene incólume su valor de ser el único libro jurídico completo y no manipulado que nos ha llegado de la época clásica.

Mas si la crítica al texto propiamente tal se debe mantener y se ha mantenido dentro de estos límites prudentes y modestos, a partir de la segunda mitad de este siglo se ha comenzado a poner en entredicho al propio autor, de manera que, al menos en aspectos singulares, hemos llegado a dudar de la clasicidad del pensamiento gayano, pese a que haya vivido Gayo en plena época clásica, siendo contemporáneo de juristas ilustres como Salvio, Marcelo o Pomponio: estas mismas dudas son las que, en más de una ocasión, han llevado a la romanística contemporánea a clasificar a Gayo como “prepostclásico”.

Consideramos ante todo el esquema mismo de la obra, la lista de materias incluidas, la distribución y proporción de ellas: aparte de que esa división en “Personas”, “Cosas” y “Acciones” no tiene antecedentes conocidos en la literatura jurisprudencial, el tratamiento de los diversos problemas no guarda relación con su importancia, y así por ejemplo, frente a un minucioso examen de las leyes Elia Sentia, Fufia Caninia o Minicia, referentes a problemas de filiación o ciudadanía, y que en conjunto consumen gran parte del Comentario I, dedica a la compraventa sólo los párrafos 139, 140 y 141 del Comentario III. Tal vez la minuciosidad en el tratamiento de aquellas leyes que determinaban la condición y nacionalidad de las personas según hubieran sido concebidas dentro o fuera de matrimonio, según si nacieran de ciudadana, latina o peregrina, etc., se explicara por la probabilísima condición de provincial que tenía el autor, pero la correspondiente parquedad sobre un contrato tan importante, extendido y cotidiano como la compraventa, tiene difícil justificación. Todavía más difíciles de explicar son las omisiones absolutas, que advertimos tanto respecto de instituciones civiles como honorarias; así, se menciona la fiducia cum creditore, tal vez ya totalmente en desuso para los tiempos de Gayo, pero falta toda referencia a la prenda, sea en su versión “posesoria” sea en la “no posesoria” o “hipotecaria” (pignus conuentum), negocio ya plenamente consolidado en Roma a partir de las innovaciones que Salvio introduce en el Edicto el año 133. Tampoco nos habla de la dote, institución civil que desempeñaba fundamental papel en el sistema de las relaciones patrimoniales entre marido y mujer, ni del senadoconsulto Velleiano, relativo a los actos de intercesión asumidos por las mujeres; se echa asimismo de menos una sede para la presentación del comodato, préstamo pretorio incluido en el Edicto junto a los negocios crediticios, por su afinidad con el mutuo, o el depósito, delito contractualizado durante la época imperial.

Pero nuestra admiración no se detiene en el esquema, el orden o las omisiones de las Instituciones: también advertimos que las soluciones gayanas no siempre coinciden con las que encontramos en las obras de los grandes juristas a él contemporáneos, y que hasta a veces contrastan radicalmente con ellas, y valga entre otros, el ejemplo que se nos ofrece en el párrafo 82 del Comentario II, donde Gayo dice que si un pupilo presta dinero sin autorización del tutor, las monedas “no pasan a ser de quien las recibe”, y el prestatario “no contrae ninguna obligación”; pues considera que el pupilo “puede reivindicar sus propias monedas”. Esta construcción absurda, que parte del supuesto de la identificabilidad de las monedas –ya que sólo así se podrían reivindicar– está contradicha por Juliano, según consta en D. 12,1,12 y 12,1,19,1; donde se reconoce la obligación del prestatario, exigible a través de la condictio, debido a que la confusión o consumición de las monedas, que tiene lugar por el solo hecho de tomarse como prestadas, hace imposible una hipotética reivindicatoria. Y como este ejemplo, podríamos anotar otros, que no entramos a considerar por cuanto requieren un estudio atento del pensamiento jurisprudencial, excesivo para los límites de esta introducción; pero algunos son bien conocidos: así el concepto de capitidisminución como “disminución individual de rango”, que aparece en 1,159 a 163, no coincide con el significado jurisprudencial de “disminución del número de individuos en la familia”; la exigencia de la recta conciencia o “buena fe” en la usucapión, según se lee en 2.43, contradice la doctrina que nos transmiten conocidos textos de Juliano; Pomponio o Paulo; la confusión entre cretio y spatium deliberandi, tal como se presenta en 2,164, será moneda común en el Derecho postclásico, pero de ninguna manera en la doctrina jurisprudencial anterior a Marco Aurelio. Contrastan también con los escritos de los juristas el concepto de “sucesión entre vivos” de 3,82-83 o hasta la célebre cuadripartición de los contratos de 3,90, construida posiblemente a partir de la extensión indebida de un típico problema bancario relativo al dinero que se debe simultáneamente por razón de mutuo (re) y de estipulación (uerbis).

LA PRESENTE VERSIÓN

Lo dicho sobre el texto de las Instituciones nos permite deducir sin esfuerzo que la traducción fiel del pensamiento de este “prepostclásico” que es Gayo, lleva en sí el inconveniente de la propia ambigüedad intelectual del autor, quien pretende enseñar a esco-lares el derecho jurisprudencial de la época, a pesar de hallarse inmerso en un mundo que prefigura los que serán conceptos comunes en el período postclásico. Las frases o palabras de contenido técnico obligan una y otra vez a decidirse por traducciones más o menos comprometidas, y mi actitud se ha inclinado, en general, por el compromiso mayor, movido por el deseo de evitar al lector moderno verse compelido a dar a la palabras de Gayo un sentido concorde más con las nociones actuales que con los conceptos romanos: así por ejemplo, se prefieren las formas verbales “contraer” y “delinquir” en vez de los sustantivos “contrato” y “delito”, cuando se traduce “ex contractu” o “ex delicto”, o se prefiere “lealtad recíproca” a “buena fe” cuando se traduce la expresión “bona fides” referida a acciones o negocios. Creo que el mérito de esta nueva traducción a Gayo –si alguno tiene– es precisamente su alto grado de compromiso.

Y para terminar, vaya mi sincera y cumplida gratitud a todos quienes con su ayuda, estímulo y comprensión, contribuyeron a aliviar mi trabajo, y ante todo debo recordar a la catedrática española doctora Bárbara Pastor Artigues, filóloga y latinista eximia, con cuya estrecha colaboración compuse el texto caste-llano básico, tantas veces después revisado, criticado, sometido a prueba, alterado y depurado. No puedo olvidar tampoco la larga lista de personas que tuvieron la paciencia de soportar una y otra vez el tedioso trance de corregir las pruebas, tanto en la versión latina como en la romanceada. Y por último, mi gratitud a la Pontificia Universidad Católica de Chile, personificada para estos fines en su Editorial. A todos ellos, agradecido, vaya mi reconocimiento.

Las instituciones de Gayo

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