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Una vuelta inesperada

Entregado a sombríos pensamientos regreso al hogar de Buenos Aires, aislado del mundo en el habitáculo de mi coche, envuelto por el ruido del motor y la penumbra de la tarde gris. Removiendo algún recuerdo feliz, extraigo del pavimento y carteles en la ruta la necesidad de desviarme del camino. He viajado muchas veces de la Gran Capital hacia San Salvador de Jujuy, pero siento esta vez que será la última, y exijo obsequiarme un poco de afecto, aunque tenga que arrancarlo del pasado. Correspondía en aquel momento intemporal averiguar de mi casa en San Ignacio.

Treinta y siete años pasaron desde aquel día de Pascua, cuando por insalvables decisiones, fuimos obligados por el destino adverso a abandonar nuestro hogar en el pequeño pueblo de San Ignacio. Regresar al pasado feliz es un estímulo precioso de sangre nueva, fue el tiempo donde construí la escenificación de las presencias de las figuras paternas, ahora confiscada a los alegres recuerdos personales. Imposible de responder interrogantes sobrevenidos, o establecer una mejor opción posible, mis padres sometidos a los vaivenes económicos comprendieron lo preferible de marchar a la capital provinciana.

Algunos años después del proceso de mantener el lazo familiar, y buscar la experiencia individual, continué alejándome aún más al exilio. Quedé circunscripto a cumplir un sueño, narrado maravillosamente por aquellos que describieron a Buenos Aires con sus luces y excentricidades, enmarcado en mí mismo volé como golondrina sin destino probando suerte en tierras lejanas. Tentado por el desarrollo esplendoroso de la gran ciudad, me decidí por ese hábitat masificado por la constante transición social. Me incliné a competir concienzudamente en las relaciones sociales y laborales, dejando de lado las remembranzas que reprimían mi carácter rebelde. Solo el tiempo inexpresivo permite arrebatar sentidos olvidados del pasado, y convencerse de que un lugar para vivir es tan bueno o tan malo como cualquier otro. Se puede perder el afectuoso aire de las montañas, se puede borrar la imagen vacilante del rostro humilde, pero las profundas trasformaciones no afectarán la necesidad de enfrentar, en algún momento, el pasado provinciano con el presente exaltado de ciudadano.

Recuperando el hilo narrativo del regreso a San Ignacio, me quedé en el enfoque riguroso del acercamiento, buscando valorizar la primera visión original. Grotescamente tomé en cuenta que muchas cosas estaban fuera de lugar o fuera de foco. La sensación de ser evadido por el reencuentro abatía la pequeña ilusión de recibir un atisbo de cariño por mi supuesto pueblo anfitrión. El eterno reloj peregrino pisotea las huellas desvaneciendo imágenes inertes, sin culpas son el viento, el sol y la lluvia. Tantas viviendas perdieron sus colores y tantos moradores sus calores, testimonios disimulados en la larga ausencia de conflictos urbanos. El contraste de casas viejas y edificaciones nuevas perfila extrañas siluetas de sombras, dilatadas en el pavimento marcan el paso del día. Las calles nuevas se abrieron paso por medio de las grandes quintas, donde vistosos letreros de las inmobiliarias pretenden ser banderas del progreso, anunciando el final del recuerdo juvenil y añadiendo más amargura a mi tristeza. La avenida principal, antes de ripio ahora de negro asfalto, se ensanchó con un bulevar de palmeras dándole un aspecto tropical, aunque no sea nada más que por tres cuadras, terminando en la ruta que corre paralela a las vías del ferrocarril. En un sentido apocador, hace un tiempo largo que el tren abandonó estos rieles, era tan chico el pueblo que no tenía estación, ni garita refugio, ni un pobre andén, los pasajeros debían subir o bajar con cierto esfuerzo. La escuelita, que alzaba orgullosa la bandera en un descampado, quedó con entrada y salida a dos calles, custodiada rigurosamente por inexpugnables muros de ladrillos. En aquel tiempo la mayoría de las manzanas del pueblo estaban partidas, lotes baldíos proporcionaban pasajes a otras calles, acercando la comunicación. El pueblo no creció, solo se llenaron los espacios vacíos, construcciones nuevas con paredes de concreto o ligustros ocultan vistosos chalés con piscinas de aguas azules, el pueblito de trabajo devino en uno de vacaciones privadas. Más progreso, menos comunicación.

Aún se distingue de pie la chimenea de la fragua en la vieja fábrica de muebles, de la compañía maderera inglesa de los hermanos Walker & Walker, representando un componente distintivo contrario en la moderna urbanización reciente, en las llamas del carbón se forjaban rejas coloniales y herrajes artísticos de las unidades de madera. La fábrica junto al aserradero permitió la extensión del empleo rural en uno fabril, y fue luego de gran importancia para los pobladores. Una nueva política impositiva sobre la madera hizo inútil ajustar los costos, acabando por cerrar la compañía. El uso de la madera natural fue reemplazado por aglomerados y plásticos, silenciando lentamente el sonido vivaz e inquietante de las sierras sinfín, y con ello la chimenea dejó de respirar el humo gris perla de la antigüedad clásica. Otro ícono del pueblo parecía resistir el embate climático, el almacén de Adalberto Pérez Blasco conocido como el gallego Beto, una antigua construcción de fachada colonial con dos enormes puertas de madera maciza de doble hoja en el frente, y ventanas protegidas con rejas de hierro forjado; en la parte superior sobresalían un enorme balcón y dos balcones pequeños a ambos lados, excesivamente predominante entre las casas bajas. Su rubro no tenía limites, un supermercado moderno enclavado en el pasado, ahora sus paredes blancas chorreadas de olvido ocre y marcadas por el moho verde del abandono predominan su frente. El emblema mayúsculo del poblado era sin dudas “la iglesia”, que en otras épocas estructuraba la inmemorial abadía de San Ignacio, está extrañamente exacta como la recuerdo. Poseía varias hectáreas de tierra donde se cultivaba hortalizas, y era otra fuente de trabajo para la gente. Destacaba en su predio el edificio del convento de religiosas que generaban modelos de sociabilidad, se cerró cuando la última monjita murió. El cementerio, tierra necesaria no bien ponderada, perteneciente al mismo complejo templario, sigue recibiendo a los fallecidos del lugar. Las fincas cercanas productoras de tabaco, frutilla, vacas y leche cayeron una a una, víctimas de la mentada globalización y modernización, fue la razón técnica del estancamiento del pueblo.

Nostálgicos recuerdos idealizados por una niñez feliz vuelven a arrancar una sonrisa picaresca a mi rostro, mis ojos brillan al evocar de nuevo a los amigos entrañables, jugando a la pelota en la canchita que ya no existe, o buscando lombrices en el costado húmedo de las acequias, luego empleadas de carnadas para pescar mojarras y bagrecitos en el caudaloso río, confiado al aventurarme por una valentía juvenil me hacía una persona segura. Los huecos excavados por las torrentosas aguas impulsaban un entusiasmo de darnos refrescantes chapuzones. También imposible de olvidar aquel profundo entusiasmo del comienzo de un romance idílico vivido y sufrido, con el primer beso dado a aquella noviecita, que se marchó con su familia cuando terminaron las cosechas. No pude por un tiempo admitir el conformismo ni la resignación, al final hube de aceptarlo como algo natural.

La gente mayor, por aquel entonces, afectada a los propósitos encomendados no parecían prestar mayor atención a algún interlocutor ocasional durante los días laborables de la semana. Las charlas eran como dinero en el bolsillo, siempre se estaba dispuesta a gastarla todos los sábados, en la tarde se permitían captar los chismes más estúpidos, o las noticias más secretas sin importar el tiempo, se reunían en el gran patio del gallego, donde había juegos de pool y sapos, también bancas y mesones que permitían disfrutar de gaseosas o cervezas de las que ya no recuerdo sus nombres. Protegidos por las sombras de una barrera de pinos y eucaliptus, las reuniones necesarias buscaban relaciones humanas y no advertían prudencia a la hora de intercambiar opiniones. También con igual motivo compartían en la cancha familiares y amigos alentando a los equipos representantes de las distintas fincas. Todos teníamos algo en común: la conversación, la esencial palabra siempre está disponible a vincularnos, anima y domina el momento, sobre todo si es responsable de felicidad. Por supuesto la comunicación era un instrumento válido a la hora de conocer racionalmente a las otras personas, sin duda la finalidad era simplemente hablar y ser escuchado, partiendo de un supuesto intelecto superior. Pero no todos hablaban, algunos solo escuchaban con gran atención, formando siempre los mismos corrillos.

Los domingos se celebraban dos misas: a las ocho y diez de la mañana. A la primera acudían mayores y viudas, a la segunda el resto y los niños que no concurrieron con sus padres. Allí también, luego de la misa, los asistentes en el atrio se ponían al día sobre los últimos acontecimientos inquietantes a propios y extraños. Los niños impetuosos sacaban provecho exigiendo golosinas para no interrumpirlos, duras garrapiñadas, suaves algodones de azúcar rosada o gomosos pochoclos, vendidos en un carrito fuera de la iglesia. El treinta y uno de julio se celebraba el día del santo patrono del pueblo, llegaba gente de lugares distantes provocando un movimiento inusual, el pueblo se llenaba de forasteros. Sacaban en andas al santo en procesión por todas las calles, que por supuesto no eran muchas. Se instalaba una feria con ventas de todas clases de bebidas y comidas, donde afluía la muchedumbre luego de la misa; en los puestos de juegos de habilidad competíamos con nuestros amigos exponiendo la poca destreza y buscando algún premio. Aquellas añoranzas adentran en el terreno de un paisaje casi olvidado. Las voces con acentos de otros lares aún resuenan en mi oído: “Otro que tire y pegue”; “Conozca su futuro”. También el ruego limosnero del desgraciado mutilado: “Dios se lo pagará”. Todo dentro de un mundo de bullicio y música de todos los géneros configuraban una perfecta conjunción de voluntades festivas.

Aquellos recuerdos de amigos de la niñez y la adolescencia provocaron la inquietud de una gran energía moral de averiguar qué fue de sus vidas. Decidido puse esfuerzo en sus búsquedas, tratando de recordar sus verdaderos nombres y no sus apodos. No podía presentarme groseramente en una dirección y preguntar: “¿Aquí vive el Huevo Negro?” Por alguna razón a los amigos de la niñez solo los recuerdas más por el sobrenombre, pero desesperadamente hacía memoria de uno que fue compañero de la escuela: Fermín Luis Rivadeneira, alias “Lucho”. Identificar su casa no fue dificultoso, la antigua intuición campesina me permitió ubicarla entre las viejas y las nuevas. Cuando nos miramos en aquel inesperado reencuentro, él tardó en recordarme, el temor inmediato provocado por una equivocación o por desconfianza alerta ligeramente el razonamiento. El flaco Lucho, como nunca pensó en volver a verme, su mente estaba ocupada en sus afectos cercanos, en cambio yo, ansioso de encontrar un rostro amigo, lo reconocí de inmediato. Cuando logró registrarme en el pasado se precipitó a darme un apretado abrazo, y vi sus ojos humedecerse de alegría. Hice un gran esfuerzo por no llorar, necesitaba de ese abrazo amigable, que me lanzaba fraternalmente a mi niñez y juventud, y al pueblo que deseaba que fuese mío otra vez. Sentí estar otra vez en casa, con mis padres, amigos, y aquellas calles polvorientas con gente trabajadora yendo y viniendo. Otra vez las vi y escuché por un instante.

Entregado a los recuerdos cómicos vulgares y criticas superficiales pasamos los primeros momentos, mientras tomábamos unos mates reivindicando el criollismo. Domingo a la tarde, el hombre descansa, consecuente con el desempeño admite el privilegio de la tregua, la actividad tiene un sentido distintivo plasmado en la razón de ser. Sentados en unos viejos sillones de jardín hechos de hierro forjado, a los que reconozco de visitas de antaño, sentimos la necesidad nostálgica de hablar un poco de nuestras familias en la niñez.

Mi padre era secretario del contador de la fábrica, sus labores lo ocupaban todo el día, aun de noche cuando llegaban a solicitar adelantos o permiso por enfermedad. El contador vivía en la ciudad y aparecía una vez a la semana o cuando debía efectivizar los sueldos, debido a esto mi familia residió por muchos años en el pueblo; mi madre para ayudar a la economía de la casa cocinaba los fines de semana empanadas y vendía bollos los domingos a la tarde. Mi hermana mayor ayudaba cuando no tenía que estudiar, mi hermano menor estaba librado de tareas por su edad, y yo debía estar dispuesto a cumplir velozmente con los encargos, pero siempre había tiempo para los juegos y la holgazanería. Los padres de Lucho trabajaban en la escuela, ella era maestra y él, portero, por lo que nunca pudo faltar y menos hacerse la rata. Dos hermanas mayores y una menor completaban su familia.

Cuando nos embargan nuevas emociones de difícil expresión, mostramos gran interés por asuntos triviales, disimulando gestos y voz sin descubrir la verdad de nuestros pensamientos. Los días felices lejanos son como un salvavidas cuando la tristeza ahoga el alma, la razón de volver al pueblo fue la muerte reciente de mis padres en un terrible accidente. Inmerso en la congoja recordé otra vida mejor. No tenía ansias ni interés en hablar, pero sí de escuchar, imaginar aquel período de ordinaria monotonía estimularía sentimientos serenos. Sentado cómodo en el sillón, mientras le dábamos a la bombilla, lo influí a relatar una historia por la que solamente por despuntar el vicio de la conversación, fingí al principio curiosidad. El resultado de aquel ejercicio rememorativo logró descubrir una gran historia, que atrapó mi atención reconectándome con el pasado.

No recuerdo bien si sucedió uno o dos años después que nos marchamos del pueblo, en la capital salió una información publicada en un diario de carácter sensacionalista, cuyo título decía algo así: “Fantasma asusta al pueblo de San Ignacio”; y completaba en la volanta con “Los vecinos lo llaman el Condenado”. Si bien la noticia me dejó intrigado por aquella época, nunca tuve la ocasión de consultar a algunos de sus protagonistas. Mi amigo Luis estaba bien dispuesto al relato y yo de alguna manera también a escuchar. Según su versión, los hechos sucedieron cuando la relación socioafectiva estaba en un bajo nivel.

Los condenados de San Ignacio

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