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La Mulánima

Según la leyenda trasladada desde allende el mar, la mulánima es un ser extremadamente peligroso. En un resumen apretado diremos que esta fantástica figura cobra vida después de copular dos personas, una que está infectada, a la que llamaremos “emisor”, y la otra, “receptora”. El emisor es una persona a la que aparentemente no le interesa el sexo, excepto con una mujer prohibida por la sociedad. Consumado el coito, en las noches totalmente estrelladas y de luna, la receptora se transfigura en una mula. Por solo mirarla la bestia persigue y mata a golpes, de noche como mula y de día como persona, por eso las mulánimas, presintiendo su transformación, se ocultaban en los bosques periféricos para no dañar a sus familiares. No podían tener hijos, sin embargo, para no terminar con la sucesión de una raza, ella escogía una segunda mujer por lazos de igualdad emocional, o sea la futura madre de un hijo varón, proponía o facilitaba al emisor el encuentro con la otra. La tercera persona ya contaminada, no importaba con quién tuviese amoríos, un hijo estaba destinado a convertirse en nuevo emisor, así se completaba el ciclo.

Todo comenzó una tarde serena con la llegada del primo Zacarías, era chofer de un camión jaula de la policía caminera, llegó con una enorme mula negra de tiro para vender a mi padre. Conociendo las mañas del primo, su procedencia era dudosa, sus métodos excedían asombrosamente y nadie podía afirmar que en algún momento provocaría un disgusto, por lo que no hubo ningún trato. Zacarías, por lo avanzado de la tarde, pidió permiso para descansar esa noche en la casa, él y su mula. Las pobres bestias habían pasado todo el día en el camión sin tomar agua ni alimentos. A la mula la ataron de un árbol al lado del canal de riego donde hay mucho pasto tierno, a nadie se le pasó por la cabeza imaginar que más tarde el descomunal animal rompería la cadena.

Pero antes, debemos tomar en cuenta que muchas casas por aquel tiempo estaban construidas en parcelas de más o menos media hectárea, permitiéndoles sembrar hortalizas y tener plantas frutales, como medio de labranza. Algunos contaban con caballos de tiro, el carnicero don Santos Burgos, dueño de ganado vacuno y caballar y una porción de tierra en la banda del río Negro, era un gaucho hecho y derecho, ostentaba una poderosa yunta de bueyes que facilitaba a sus vecinos, la que era guiada por Jacinto Torres, más conocido como el “Pichi”. Además de ser peón de los pequeños quinteros, realizaba tareas de diversas clases, su versatilidad beneficiosa era valorada por todos, le daba la posibilidad de ganarse el sustento con el cuidado a las plantas frutales y los sembradíos, parecía realmente amar las plantas y la tierra, para él no era un trabajo. Pero también estábamos los necesitados de aumentar la adrenalina cosechando en tierra ajena. Los hijos de los dueños de las propiedades pequeñas, nos relamíamos al contemplar las jugosas frutas maduras, de vez en cuando tomábamos “fiadas” algunas frutas de estación cuando los dueños no estaban o dormían.

Aquella noche fatídica no estaba exenta de intrusos en la propiedad de doña Tomasa, vecina y dueña de una quinta, se despertó por los ladridos bochincheros de los perros caschi, sigilosa se dirigió al sembradío en plena oscuridad con una linterna apagada para sorprender al intruso, se acercó muy despacio hacia el origen del ruido y encendió la linterna de golpe, alumbrando los ojos rojos de la cara de la enorme mula, la que al asustarse emitió un horrendo rebuzno dando saltos enredada en la cadena y aumentando la confusión por el ruido metálico. Los gritos y el alboroto llamaron la atención de los vecinos, la gente sin conocer los hechos acudió presurosa en auxilio de la alucinada víctima, quien horrorizada salió con un disparate.

“¡Una mulánima! Una mulánima”, jadeante respiraba profundo buscando aire para describir la aparición fantasmagórica. “Tiraba fuego por sus ojos, gritaba como una mujer loca, arrastraba pesadas cadenas, que al alzarse en dos patas volaron por el aire. Si hasta los perros más bravos huyeron espantados”. Sus palabras entrecortadas parecieron convencer a los presentes.

El padre de Luis, enterado por la mañana, quiso echar luz sobre aquel absurdo, fundamentando racionalmente la justificación empírica comprobable, pero increíblemente fue rechazado por falta de pruebas concluyentes. El primo Zacarías, al ver tremendo batifondo causado por su mula, se fue con ella, huyendo antes del amanecer. El infeliz temía que le cobrasen el daño y perjuicio causado por el animal.

Distinguir la verdad de lo que se ve, o presuntamente vio, depende del razonamiento individual y la influencia recibida, la experiencia actúa como un reforzamiento de la afirmación y fortalece la convicción más aún cuando la masa apoya la veracidad del hecho entendiendo su relación con la realidad. Sin caer en el fanatismo, se puede creer en la buena o mala suerte, a veces llevando un amuleto, pero de allí a creer en almas materializadas en mulas dista una gran distancia. Sin embargo, los incrédulos evitan referirse al tema prefiriendo negar la existencia de la creencia antes de negar el hecho en sí, eso los lleva a garantizar erróneamente que nada existió. Pero inexplicablemente, contrariando lo dicho, cuando los incrédulos se enfrentan a lo desconocido, sus temores son mayúsculos respecto de los creyentes.

Este acontecimiento fue el preludio de una historia mayor. La gente, siempre dispuesta a hacer volar la imaginación, buscó la explicación en los viejos tratados de hechicería y relatos tradicionales cargados de maldiciones, influjos de supuestas religiones paganas, practicadas clandestinamente por alguien de la zona, presumiblemente conocido de todos, quien creaba un ambiente de desconfianza entre los vecinos. De modo que para llevar tranquilidad se debía buscar a un culpable o, mejor dicho, a una víctima, y nada mejor que acusar a alguien que no se puede defender o que no tiene relación con ellos.

En el pueblo desde su fundación vivían un parroquiano llamado Toribio Santos Aguirre junto a su hermana doña Juliana. Los hermanos se habían hecho viejos sin casarse, de modo que nunca formaron familia. Las malas lenguas insinuaban una relación incestuosa. El juzgamiento horrible provenía del poco o ningún trato de los hermanos con la comunidad. Toribio y Juliana al principio eran miembros respetables como lo eran todos. Pero, cuando se decidió irrigar los pequeños terrenos del pueblo, el canal proveedor de agua debía atravesar sus tierras por el medio, esta obra dificultaba el cultivo en tierra de los hermanos. Estos por supuesto se opusieron prácticamente a todos los vecinos, llegando hasta la violencia. La justicia falló a favor de los demandantes: uno no puede detener el progreso de la mayoría. La resolución del juez derivó en el distanciamiento de los hermanos con la comunidad, hasta tal punto que comenzaron a usar ropa negra en señal de luto, proclamando que para ellos todos estaban muertos, aquel tétrico mensaje irreconciliable los alejó cada vez más. El resentimiento embargó sus almas, la frustración dada por la sentencia adversa proyectó un desprecio negro igual de oscuro como el luto.

Toribio era carpintero en la fábrica, lo conocí una noche cuando fue a pedir parte de enfermedad a mi padre. Si no fuera por la ropa era un hombre común, contextura y altura normales, la diferencia se acentuaba en la vestimenta y su sonrisa que dejaba ver grandes dientes blancos, que resaltaban en la oscuridad bajo el sombrero negro. Saco y pantalones negros con la camisa blanca abotonada hasta el cuello, zapatos extremadamente lustrados, llevaba un enorme anillo de oro y un reloj pulsera que también parecía de oro. Su origen gaucho lo habilitaba a desafiar el peligro calzando un cuchillo en la cintura donde termina la espalda, quizás de allí provenía su carácter rebelde, dispuesto a luchar contra la injusticia y defender su dignidad. El atuendo no solo expresaba su nueva identidad orgullosa, sino también un sentimiento contrario, lo diferenciaba de los demás empleados de la fábrica, que utilizaban ese desteñido conjunto de color té en pantalones y camisas, calzando botines negros despintados por el uso y la polvareda. Toribio también usaba el uniforme dentro del complejo, pero afuera deseaba mostrar su desprecio a compañeros y parroquianos del pueblo, aunque no sea más que por su vestimenta.

Había desarrollado una personalidad opositora, denotando un temperamento colérico, se manifestaba abiertamente sin recurrir a la clandestinidad a la hora de manifestar su desacuerdo. En la empresa siempre apoyó al sector minoritario, o sea la patronal, sus ideas contrarias enfurecían a sus pares, y no esquivaba el debate por más acalorado que fuera. Obsesionado con su infelicidad buscaba profundizar ese sentimiento con amargo rencor, manteniéndolo vivo por una constante disputa sin importar si era contra una multitud. Peleaba por ocupar un espacio muy grande en la vida de los demás, exageraba al extremo todo lo que hacía y sentía; esa conducta protagonista obligaba a todos a girar la cabeza para atender sus hechos. Era plenamente consciente de que sus actos acosaban el equilibrio mental de sus vecinos, con el objetivo claro de hacer también infelices a los otros. Si hacía algo, pretendía que todos se enteraran, como ese enorme horno de barro con puertas de hierro al que calentaba con gran cantidad de leña y cuando lo encendía vomitaba tanto humo como la fábrica, por lo que todo el pueblo se enteraba cuando hacía pan. Nunca se defendió de las insinuaciones que le hacían, no necesitaba purificar su obra, si con ello los críticos hipócritas acumulaban más hiel. Nadie tomaba en cuenta que su verdadera obra no eran sus excentricidades, sino las consecuencias inconscientes de provocar aciago entre sus detractores. Por años fue visto por la gente como un monstruo, debido a la creencia remota de manifestaciones misteriosas de los sentidos humanos, y la obsesión involuntaria de presentar preocupación injustificada por aquel ser. Resaltado por ellos mismos, la obsesión les fue haciendo víctimas de sus propios comentarios causados por una patología murmuradora. Nunca cayó mejor la frase “Pueblo chico, infierno grande”.

Los condenados de San Ignacio

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