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Doce estrofas para Giselle

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Para encontrarte tuve que enjaular a la bestia,

mudarme a una ciudad del norte,

verter sal sobre la nieve de la escalera,

alimentar un gato, temer a la noche.

Visité Nueva York y miré abajo

desde el Empire State y no estabas.

No eras la que corrías en la estación

de tren como en las películas románticas.

No eras la que se tragó la niebla en el

downtown. Ni la que flotaba en el Ozama.

Ni siquiera la que soplaba los dados

en un casino de las Vegas Nevada.

No fuiste la que me dejó esperando

en un parque ni la que amenazó con matarme

empuñando una tijera. No eras Marina Tsvietáieva

colgando de una cuerda.

Te esperé en un apartamento donde las ardillas

entraban y secuestraban mi poesía.

La nieve caía tras las ventanas.

La luna en el firmamento tosía.

¿Dónde está?, le preguntaba a las meseras

que pasaban sin hacerme caso. ¿Dónde estás?,

preguntaba cortándome las manos

y dejándolas caer desde un puente en Chicago.

¿Dónde está?, preguntaba como aquel

hombre en el veinteavo piso de un edificio

que se quema, como Baudelaire sentado

en un banco de París al amanecer.

No estabas en la playa mientras

las olas le susurraban tu nombre a la arena.

(El sol brillaba y una gaviota pescaba

con torpeza el zapato de alguna suicida).

Pregunté por ti con un cigarrillo entre los labios,

barajando el dominó y temblando,

como un árbol depresivo que ha dejado

caer todas sus hojas y le da frío.

Te busqué en museos y en bibliotecas

en las cuales me dormía y melancólico traducía:

sueño con ella amada o muerta

porque la ciudad es demasiado pequeña.

Te busqué en un sueño, en un bolero,

entre los extras de una película

de bajo presupuesto, te busqué

con los ojos cerrados y con los ojos abiertos.

Te busqué, mi amor,

de esa manera en que Aristófanes

comenta que se buscan las dos mitades

en uno de los diálogos de Platón.

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