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Capítulo II
ОглавлениеEl tío
Bien pronto se acostumbró Karl, en casa del tío, a las nuevas condiciones. Mas era cierto también que el tío, aun en las cosas más insignificantes, acudía siempre amablemente en su ayuda, y jamás tuvo Karl que pasar por el escarmiento de las malas experiencias, cosa que amarga tanto, en la mayor parte de los casos, el comienzo de la vida en el extranjero.
El cuarto de Karl estaba situado en el piso sexto de una casa cuyos cinco pisos inferiores, a los cuales aún se añadían en la profundidad tres pisos subterráneos, ocupaba la empresa comercial del tío. La luz que penetraba en su cuarto por dos ventanas y una puerta de balcón, no dejaba nunca de asombrar a Karl cuando, por la mañana, entraba él allí desde su pequeño cuarto dormitorio. ¿Dónde, sí, dónde viviría él ahora si hubiese pisado esta tierra como inmigrante pobre e insignificante? Hasta era posible —y el tío de acuerdo con su reconocimiento de las leyes de inmigración lo creía muy probable— que acaso ni siquiera le hubieran permitido entrar en los Estados Unidos; lo habrían mandado de vuelta a su casa, sin preocuparse ni mucho ni poco de que él ya no tuviera patria. Pues allí no podía esperarse compasión alguna, y era absolutamente cierto lo que Karl había leído sobre América en tal sentido; allí, entre los rostros indiferentes de quienes los rodeaban, sólo los venturosos parecían disfrutar realmente de su dicha.
Un balcón estrecho extendíase a todo lo largo del cuarto. Pero aquello que en la ciudad natal de Karl hubiese sido el más alto de los miradores, aquí permitía tan sólo una visión que abarcaba apenas una calle —una calle que corría rectilínea y por eso como en una especie de fuga, entre dos hileras de casas verdaderamente cortadas a plomo— perdiéndose en la lejanía, donde entre espesa bruma se elevaban gigantescas las formas de una catedral. Y por la mañana y por la noche y en los sueños nocturnos se agitaba esta calle con un tráfago siempre apresurado que, visto desde arriba, aparecía como una confusa mezcla en la que se hubieran esparcido comienzos siempre nuevos de figuras humanas desdibujadas y de techos de vehículos de toda clase; y desde allí elevábase otra capa más de la confusa mezcla, nueva, multiplicada, más salvaje, formada de ruido, polvo y olores, y todo esto era recogido y penetrado por una luz poderosa dispersada continuamente por la cantidad de los objetos, llevada lejos por ellos y otra vez celosamente aportada, y que para el ojo embelesado cobraba una corporeidad intensa, como si a cada instante, en repeticiones sin fin, estrellase alguien con toda fuerza, sobre esta calle, una plancha de vidrio que cubriera las cosas todas.
El tío, como era cauteloso en todo, aconsejó a Karl que no se preocupara seriamente y por el momento ni por lo más insignificante. Ciertamente debía él examinarlo y mirarlo todo, mas sin dejarse apresar. Que los primeros días de un europeo en América bien podían compararse a un nacimiento, y aunque uno se acostumbraba —Karl no tenía por qué abrigar temores inútiles— más pronto que cuando del más allá se entra en el mundo humano, era necesario, no obstante, tener presente que los primeros juicios que uno se forma se sostienen siempre sobre pies demasiado débiles, y no debía uno permitir que quizá todos los juicios venideros, con cuya ayuda quería uno continuar viviendo allí de todas maneras, se le desordenasen por causa semejante. Que él mismo había conocido a recién llegados que, por ejemplo, en lugar de proceder de acuerdo con tales principios, habían permanecido días enteros en sus balcones, mirando la calle como si fuesen corderos extraviados. ¡Tal actitud no podía menos que confundir indefectiblemente! Semejante inactividad solitaria, que se quedaba allí fascinada por un laborioso día neoyorquino, bien podía permitírsele a alguien que se hallara viajando por placer, y quizá, aunque no sin reservas, hasta era recomendable en tal caso; mas para el que iba a quedarse era la perdición; esta palabra convenía para el caso y podía empleársela con toda tranquilidad, aunque fuese una exageración. Y en efecto, el tío torcía la boca en una mueca de disgusto cuando en alguna de sus visitas, que hacía siempre una sola vez por día, aunque a las horas más diversas, encontraba a Karl en el balcón. Pero éste lo notó bien pronto y renunció por consiguiente, en lo posible, al placer de asomarse al balcón.
Es que esto no era, ni remotamente, el único placer que tenía. En su cuarto había una mesa escritorio americana de la mejor clase, tal como su padre la había deseado desde hacía años, tratando de comprarla en las más diversas subastas por un precio que le resultara accesible, y sin que, con sus exiguos recursos, lo consiguiera jamás. Naturalmente no era posible comparar esta mesa con aquellos escritorios supuestamente americanos que se ofrecían en las subastas europeas. Éste, por ejemplo, tenía en su construcción superior cien divisiones del más diverso tamaño, y el mismo Presidente de la Unión hubiera encontrado un sitio adecuado para cada uno de sus expedientes; pero además había, al costado, un regulador, y haciendo girar un manubrio podían conseguirse los más diversos cambios y disposiciones de las divisiones y gavetas, según lo desease o necesitara uno. Pequeños y delgados tabiques laterales descendían lentamente formando el piso de divisiones que acababan de levantarse, o las cubiertas de otras divisiones nuevas; ya con una sola vuelta toda la construcción superior cobraba un aspecto totalmente distinto, y todo esto sucedía lentamente o a una velocidad absurda, según como se diera vuelta al manubrio. Era un invento novísimo, pero le recordaba a Karl muy vivamente aquellos retablos que en su tierra se muestran, en la feria de Navidad, a los niños asombrados; muchas veces también Karl, empaquetado en su vestimenta invernal, se había parado ante ellos, y había cotejado incesantemente las vueltas de manubrio que allí ejecutaba un viejo con los efectos que tenían lugar dentro del retablo: cómo avanzaban a empellones los tres Reyes Magos y relucía la estrella y se desarrollaba esa vida cohibida en el establo sagrado. Y le había parecido siempre que la madre, de pie tras él, no seguía los acontecimientos con suficiente atención; la traía a sí hasta sentirla a sus espaldas, y tanto le hacía notar, con ruidosas exclamaciones, algunas apariciones más ocultas —por ejemplo un conejito que allí adelante, entre la hierba, se alzaba en dos patitas, alternando luego ese movimiento con otro como si se dispusiera a echar a correr— que la madre, por último, le tapaba la boca y recaía, probablemente, en su anterior desatención.
Claro que el escritorio no estaba sólo hecho a propósito para recordar tales cosas, pero de seguro existía en la historia de los inventos alguna conexión tan poco clara como la que aparecía en los recuerdos de Karl. A diferencia de Karl, el tío no aprobaba en manera alguna esa mesa escritorio; sólo que él había querido comprar a Karl un escritorio en regla, y tales escritorios estaban provistos todos, en ese momento, de esta innovación, cuya excelencia residía también en que podía ser aplicada, sin grandes gastos, a escritorios más antiguos. De todas maneras el tío no dejó de aconsejar a Karl que no usara el regulador, en lo posible; y a fin de dar a su consejo mayor fuerza afirmaba que el mecanismo era muy delicado, fácil de estropear y muy costosa su reparación. No resultaba difícil comprender que tales observaciones no eran sino pretextos; aunque, por otra parte, había que admitir que el regulador podía fijarse muy fácilmente, cosa que el tío, sin embargo, no hizo.
En los primeros días cuando, como era natural, se efectuaron entrevistas más frecuentes entre Karl y el tío, contó Karl entre otras cosas que en su casa le gustaba tocar el piano, aunque por cierto no era mucho lo que sabía, pues sólo pudo entonces valerse de los conocimientos elementales que le había enseñado su madre. Karl tenía plena conciencia de que semejante relato implicaba la petición de un piano, pero ya se había orientado lo bastante como para saber que el tío no tenía necesidad de hacer economías en absoluto. Con todo, el tío no accedió en seguida a ese ruego; pero unos ocho días después, casi en el tono de una confesión contraria a su voluntad, dijo que el piano acababa de llegar y que Karl, si así lo deseaba, podía vigilar el transporte. Esto era, por cierto, una tarea fácil, y con todo ni siquiera más fácil que el propio transporte, pues en la casa había un ascensor especial para los muebles en el cual podía encontrar sitio, holgadamente, todo un carro de mudanza, y de ese ascensor, efectivamente, asomó el piano hacia el cuarto de Karl. Karl mismo bien hubiera podido subir en ese ascensor, junto con el piano y los obreros del transporte; pero como al lado mismo había un ascensor común, libre para el uso, subió en este último, manteniéndose constantemente, mediante una palanca, a una misma altura con el otro ascensor y contemplando fijamente, a través de las paredes de vidrio, aquel hermoso instrumento que en adelante sería de su propiedad.
Cuando ya lo tenía en su cuarto e hizo sonar las primeras notas, apoderóse de él una alegría tan loca que en lugar de seguir tocando se levantó de un salto, pues prefería admirar el piano desde cierta distancia, asombrado, con los brazos en jarras. Además era excelente la acústica del cuarto, y esto contribuyó a que el pequeño malestar primitivo que él sentía por tener que morar en una casa de hierro se desvaneciera por completo. De hecho, dentro del cuarto no se notaba la menor cosa de las partes férreas de la construcción, por más ferrugiento que el edificio se presentase visto desde afuera, y nadie hubiera podido señalar la menor cosa, en el mobiliario o las instalaciones, que de alguna manera perturbase el más completo bienestar. Mucho esperaba Karl de sus ejercicios de piano en la primera época y no se avergonzaba de imaginar, por lo menos antes de dormir, la posibilidad de una influencia inmediata que sobre las condiciones americanas podría ejercer esa práctica, ese su tocar el piano. Era ciertamente extraño cómo sonaba esta música cuando ante las ventanas, abiertas al aire alborotado por tantos ruidos, tocaba él una vieja canción militar de su tierra —una canción que los soldados suelen entonar allá, dirigiéndosela mutuamente, de ventana a ventana, cuando por la noche, mirando hacia la plaza en tinieblas se recuestan en las ventanas del cuartel—; pero si luego miraba Karl a la calle, la notaba inalterada y no era más que una pequeña parte de una gran rotación, una parte a la que no se podía detener en sí misma, aisladamente, sin conocer a fondo todas esas fuerzas que obraban en derredor.
El tío toleraba esa práctica del piano, no tenía nada que objetar; más aún porque Karl sólo rara vez se permitía el placer de tocar y esto aun después de su expresa exhortación. Hizo más, hasta le llevó a Karl cuadernos de música con marchas norteamericanas y, naturalmente, también con el Himno Nacional; pero de seguro no podría explicarse por el solo placer que le causaba la música el hecho de que un día, lejos de toda broma, le preguntara a Karl si no deseaba aprender a tocar también el violín o la corneta.
Lógicamente el aprendizaje del inglés constituía la tarea primordial y más importante de Karl. Un profesor joven, de una escuela de altos estudios mercantiles, se presentaba cada mañana a las siete en el cuarto de Karl y ya lo encontraba sentado a su escritorio, frente a los cuadernos, o paseándose por el cuarto y repasando sus lecciones. Karl comprendía perfectamente que ninguna prisa podía ser excesiva si le ayudaba a llegar a dominar más pronto el idioma inglés y que con ello, si hacía rápidos progresos, se le ofrecía además la mejor oportunidad de causarle a su tío una alegría extraordinaria; y, en efecto, mientras que al comienzo el inglés de las conversaciones con el tío se había limitado sólo a saludos y algunas palabras de despedida, bien pronto fue posible pasar al inglés, como en un juego, partes cada vez mayores de las conversaciones, con lo cual al mismo tiempo comenzaban a presentarse temas un tanto más íntimos.
A propósito del primer poema norteamericano —la representación de un gran incendio— que Karl pudo recitar cierta noche ante su tío, el semblante de éste cobró una expresión de profunda seriedad, por lo contento que estaba. En aquella oportunidad hallábanse ambos de pie junto a una ventana en el cuarto de Karl; el tío miraba hacia afuera, donde la última claridad del cielo había pasado ya, y, acompañando los versos en su sentimiento, golpeaba las manos, lenta y rítmicamente, mientras Karl permanecía allí erguido, junto a él, arrancando de su entraña el difícil poema, inmóvil la mirada.
A la par que iba mejorando el inglés de Karl, aumentaba también el deseo que demostraba el tío de ponerlo en contacto con sus relaciones, ordenando para cada caso, eso sí, que por lo pronto estuviera siempre presente en tales reuniones, bien cerca de Karl, el profesor de inglés. El primero de todos los conocidos a quien se le presentó cierta mañana fue un hombre delgado, joven, increíblemente flexible, conducido entre atenciones y cumplidos especiales por el tío hasta el cuarto de Karl. Era sin duda uno de los tantos hijos de millonarios —malogrados desde el punto de vista de los padres— cuyas vidas transcurren de tal manera que un hombre común no podría contemplar sin dolor ni un solo día, un día cualquiera de ellas. Y como si él lo supiera o lo presintiera y, por cuanto estaba en su poder, tratara de evitarlo, flotaba en torno a sus labios y a sus ojos una incesante sonrisa de dicha, como destinada a sí mismo, a quien tenía enfrente, al mundo entero.
Con ese joven, un tal señor Mack, se convino, previa aprobación absoluta del tío, salir juntos a caballo, a las cinco y media de la mañana, ya para cabalgar dentro de la escuela de equitación, ya afuera. Karl, en el primer momento, vacilaba antes de dar su consentimiento, puesto que jamás hasta entonces había montado a caballo, y prefería aprender primero un poco de equitación; pero como el tío y Mack se esforzaban tanto por persuadirlo y presentaban la equitación como mero placer y sano ejercicio, y no como un difícil arte, dijo finalmente que sí. Ahora bien, ciertamente debía levantarse ya a las cuatro y media desde ese día, y esto a menudo le pesaba mucho; pues sufría, seguramente a raíz de esa atención constante que durante el día desarrollaba, de una franca soñera; pero una vez en su cuarto de baño tales lamentos concluían pronto. Sobre la bañera entera, a lo largo y a lo ancho, sobre toda su superficie, se extendía el tamiz de la ducha —¿qué condiscípulo allá en su tierra, por más rico que fuese, poseía una cosa semejante y hasta para su uso exclusivo?— y ahora yacía Karl allí estirado; en esa bañera podía extender los brazos cómodamente, y dejando que descendieran sobre él las corrientes de agua tibia, caliente, de nuevo tibia y finalmente helada, la distribuía a su voluntad por regiones o sobre la superficie entera. Yacía allí como sumido en el gozo del sueño que aún persistía un poco. Especialmente le gustaba recoger con los párpados cerrados las últimas gotas, que caían aisladas y luego se abrían desparramándose sobre la cara.
En la escuela de equitación, donde lo dejaba el automóvil del tío cuya carrocería se elevaba altísima, ya lo esperaba el profesor de inglés, mientras que Mack, sin excepción, llegaba más tarde. Mas por otra parte bien podía llegar más tarde sin preocuparse, pues la equitación verdadera, viva, sólo comenzaba cuando él llegaba. ¿Acaso, al entrar él, no se encabritaban los caballos saliendo por fin de esa somnolencia en que hasta aquel momento habían estado amodorrados?; ¿acaso no sonaba más fuerte por el ámbito el chasquido del látigo y no aparecían, de pronto, en la galería circundante, personas aisladas, espectadores, cuidadores de caballos, alumnos de equitación o lo que fuesen?
Karl a su vez aprovechaba el tiempo anterior a la llegada de Mack para practicar un poco, pese a todo, algunos ejercicios preparatorios de equitación, aunque fuesen los más incipientes. Había allí un hombre largo que alcanzaba el lomo del caballo más alto levantando apenas el brazo y éste impartía a Karl esa enseñanza, que solía durar apenas un cuarto de hora. Los éxitos que Karl obtenía con ello no eran extraordinarios, y tenía oportunidad de hacer suyas para siempre muchas exclamaciones de queja que durante ese aprendizaje lanzaba en inglés y sin tomar aliento hacia su profesor; éste estaba siempre presente, apoyado contra una jamba de la puerta, las más veces muy necesitado de sueño. Pero casi todo el descontento debido a la equitación cesaba al llegar Mack. Aquel hombre largo era despedido, y en el recinto, que aún seguía bañado en la media luz, bien pronto no se oía otra cosa que los cascos de los caballos que galopaban y apenas se veía algo más que el brazo erguido de Mack, con el cual éste hacía a Karl alguna señal de mando. Después de media hora de un placer semejante, que pasaba como si estuviera uno dormido, se detenían; Mack llevaba muchísima prisa, se despedía de Karl, le golpeaba a veces la mejilla cuando su equitación le había dejado extraordinariamente satisfecho, y desaparecía sin siquiera atravesar simultáneamente con Karl la puerta: tanta prisa tenía.
Luego Karl se llevaba al profesor al automóvil y volvían para la lección de inglés, dando casi siempre unos rodeos; pues por el camino a través de la aglomeración de la gran urbe, que en realidad conducía directamente desde la casa del tío hasta la escuela de equitación, se hubiera perdido demasiado tiempo. Por otra parte, la compañía del profesor de inglés cesó al menos pronto, pues Karl se hacía reproches de incomodar inútilmente a ese hombre cansado, obligándolo a acudir a la escuela de equitación —más aún cuando el trato en inglés con Mack era sencillísimo— y rogó al tío librase a su profesor de ese deber. Después de algunas reflexiones, el tío, por su parte, accedió a sus ruegos.
Mucho tiempo tardó relativamente el tío antes de decidirse a permitirle a Karl siquiera una pequeña ojeada al interior de su comercio, a pesar de que Karl se lo había solicitado muchas veces. Era éste una especie de establecimiento dedicado a comisiones, a expediciones, de un tipo que, por lo que Karl podía acordarse, ni siquiera existía en Europa. Porque ese comercio consistía en negocios de mediación y, no obstante, no gestionaba el envío de las mercaderías del productor al consumidor o acaso a los comerciantes, sino que se ocupaba de la mediación en el abastecimiento de todas las mercaderías y materias primas destinadas a las grandes plantas industriales y del intercambio entre ellas. Era por lo tanto un comercio que abarcaba al mismo tiempo compras, depósitos, transportes y ventas en gigantescas proporciones y que debía mantener con sus clientes comunicaciones telefónicas y telegráficas incesantes y sumamente precisas. La sala de los telégrafos no era más pequeña, sino más bien mayor que la oficina telegráfica de la ciudad natal, que Karl había atravesado una vez conducido de la mano por un condiscípulo que tenía ciertas relaciones allí. En la sala de los teléfonos, dondequiera que uno mirase, se abrían y se cerraban las casillas telefónicas y el constante campanilleo confundía los sentidos. El tío abrió la más próxima de esas puertas y allí se vio bajo la centelleante luz indiferente a un empleado indiferente a cualquier ruido de la puerta, ceñida la cabeza por una ancha cinta de acero que oprimía los auriculares contra sus oídos. Su brazo derecho yacía sobre una mesita como si fuera particularmente pesado y sólo los dedos que sostenían un lápiz se movían con convulsiones inhumanas, regulares y rápidas. Era muy parco en las palabras que decía ante el cono acústico y a veces hasta se notaba que quizá tenía que objetar algo frente a su interlocutor o que deseaba preguntarle algo con mayor exactitud; pero ciertas palabras que escuchaba lo obligaban a bajar los ojos y a escribir antes de poder ejecutar tal intención. Además, según el tío le explicaba en voz baja a Karl, no tenía por qué hablar, pues los mismos informes que registraba ese hombre eran registrados por dos empleados más, simultáneamente, y comparados luego, de manera que las equivocaciones se hacían casi imposibles.
En el mismo instante en que el tío y Karl pasaban por la puerta se deslizó un ayudante hacia adentro y volvió a salir con un papel que en el ínterin había sido cubierto con anotaciones. En medio de la sala había un tránsito constante de gentes que, como si fueran perseguidas, corrían de un lado para otro. Ninguno saludaba, el saludo había sido eliminado, cada uno de los que pasaban acomodaba sus pasos a los del que le precedía y miraba al suelo, sobre el cual deseaba avanzar lo más rápidamente posible; o bien parecía recoger con las miradas, al vuelo, palabras o números sueltos, de papeles que llevaba en la mano y que con su paso acelerado tremolaban por el aire.
—Has llegado lejos realmente —dijo Karl una vez durante una de esas andanzas a través de la empresa, cuya inspección hubiera exigido muchos días, aunque sólo se hubiese querido ver apenas cada una de las acciones.
—Y todo, has de saberlo, lo he instalado yo mismo hace treinta años. Tenía yo entonces un pequeño comercio en el barrio del puerto, y si allí se descargaban cinco cajones durante el día, ya era mucho y yo me iba a casa engreído. Hoy mis depósitos ocupan el tercer lugar en el puerto y aquel comercio es ahora el comedor y la trastera del grupo número sesenta y cinco de mis peones.
—Pero esto ya raya en lo milagroso —dijo Karl.
—Todo se desarrolla aquí con igual rapidez —dijo el tío, dando fin a la conversación.
Cierto día llegó el tío minutos antes de la hora de comer —Karl había pensado comer solo, como de costumbre— y le pidió que se vistiese inmediatamente de negro y fuese a comer con él, en compañía de dos amigos comerciales. Mientras Karl se mudaba en el cuarto contiguo, sentóse el tío al escritorio y revisó el ejercicio de inglés recién concluido; dio con la mano en la mesa y en voz alta exclamó:
—¡En verdad, excelente!
Sin duda el vestirse salía mejor al escuchar Karl este elogio, pero de sus conocimientos de inglés él ya estaba realmente seguro.
En el comedor del tío, del que aún conservaba recuerdo de la primera noche de su llegada, se levantaron para saludarlos dos señores grandes, corpulentos, un tan Green el uno, un tal Pollunder el otro, según pudo saber luego durante la conversación de sobremesa. Porque generalmente el tío apenas solía pronunciar alguna palabra fugaz acerca de una u otra de sus relaciones y en cada caso dejaba que Karl encontrara lo necesario o lo interesante guiándose por su propia observación. Después de tratarse durante la comida sólo asuntos comerciales íntimos, cosa que implicaba para Karl una buena lección en cuanto a las expresiones comerciales —a Karl lo habían dejado ocuparse tranquilamente de su comida como si fuese un niño que ante todo necesitaba hartarse como es debido—, luego, pues, inclinóse el señor Green hacia Karl y con el deseo inconfundible de expresarse en un inglés sumamente claro, preguntó en términos generales por las primeras impresiones de Karl sobre América. Karl respondió, en medio del silencio mortal que reinaba en torno y entre algunas miradas de soslayo hacia el tío, en forma bastante circunstanciada, y en señal de agradecimiento trató de serles grato usando un lenguaje un tanto teñido por términos neoyorquinos. Cierto giro hasta provocó una carcajada general de los tres señores y ya temía Karl haber cometido un grave error; mas no fue así, y según dijo el señor Pollunder hasta era excelente lo que había dicho. En general a este señor Pollunder, Karl parecía haberle caído en gracia y mientras el tío y el señor Green reanudaban las conversaciones comerciales, el señor Pollunder indujo a Karl a arrimar su silla junto a la suya. Primero le preguntó muchas cosas acerca de su nombre, su origen y su viaje, hasta que finalmente y para que Karl pudiera descansar, se puso a contar él mismo, apresurado, riendo y tosiendo, cosas de sí y de su hija, con la cual vivía en una pequeña finca rural en las afueras de Nueva York y donde él, por supuesto, sólo podía pasar las noches, puesto que era banquero y sus negocios lo retenían en Nueva York durante el día entero. Y luego invitó cordialmente a Karl a visitar esa finca, ya que un americano tan flamante como Karl sentiría sin duda la necesidad de reponerse de Nueva York de cuando en cuando. Karl solicitó en seguida el permiso del tío para aceptar esa invitación y el tío, al parecer, le dio ese permiso de buen grado; mas sin fijar o siquiera considerar ninguna fecha determinada, tal como Karl y el señor Pollunder lo habían esperado.
Pero al día siguiente fue llamado Karl a una oficina del tío —el tío poseía, en esa casa solamente, diez oficinas distintas— y allí encontró al tío y al señor Pollunder, apoltronados en sendos sillones, taciturnos:
—El señor Pollunder —dijo el tío, y apenas era posible reconocerle en el crepúsculo del cuarto—, el señor Pollunder ha venido para llevarte hasta su finca, tal como ayer habíamos convenido.
—No sabía que ya sería hoy —respondió Karl—; de otro modo me habría preparado.
—Si es que no estás preparado, tal vez sea mejor postergar la visita para otro día —repuso el tío.
—¡Pero qué preparativos! —exclamó el señor Pollunder—. Un hombre joven siempre está preparado.
—No es por él —dijo el tío dirigiéndose a su visitante—, pues de todas maneras tendría que subir todavía hasta su cuarto y a usted se le haría tarde.
—Aun en este caso hay tiempo de sobra —dijo el señor Pollunder—; he contado con un atraso y he cerrado mi comercio antes de la hora.
—Ya lo ves —dijo el tío—, cuántas molestias está causando ya tu visita.
—Lo siento mucho —dijo Karl—; pero estaré de vuelta inmediatamente. —Y ya quiso alejarse de un salto.
—No se precipite usted —dijo el señor Pollunder—, no me causa la menor molestia y en cambio su visita me produce una alegría muy grande.
—Perderás mañana tu lección de equitación, ¿ya has avisado que no irás?
—No —dijo Karl; esta visita que con tanto placer había esperado, comenzaba a ser una carga para él—, pues yo no sabía...
—¿Y sin embargo quieres marcharte? —siguió preguntando el tío.
El señor Pollunder, hombre amable, acudió en su ayuda.
—Durante el viaje pasaremos por la escuela de equitación y arreglaremos el asunto.
—Eso ya es otra cosa —dijo el tío—. Pero también Mack te estará esperando.
—No creo que me espere —dijo Karl—; pero, por supuesto, él irá como todos los días.
—¿Pues entonces? —dijo el tío como si la respuesta de Karl no implicara la menor justificación.
Nuevamente pronunció el señor Pollunder la palabra decisiva:
—Pero Klara —era la hija del señor Pollunder— también lo espera y ya esta noche, ¡y sin duda se le dará preferencia a ella, y no a Mack!
—Ciertamente —dijo el tío—. Pues corre a tu cuarto, anda. —Y como sin quererlo golpeó varias veces contra el brazo de su sillón. Ya se hallaba Karl cerca de la puerta cuando el tío lo retuvo una vez más con esta pregunta—: Sin duda, estarás de vuelta mañana a primera hora, para tu lección de inglés.
—¡Pero! —exclamó el señor Pollunder y, en cuanto se lo permitía su corpulencia, giró dentro de su sillón, de puro asombro—. ¿No tendrá permiso para quedarse afuera siquiera el día de mañana? ¿No podría yo traerlo de vuelta pasado mañana a primera hora?
—De ningún modo —respondió el tío—. No permitiré que sus estudios se desordenen tanto. Más tarde, cuando haya logrado, por su esfuerzo, un lugar destacado en la vida profesional, le permitiré con el mayor placer que acepte una invitación tan amable y que tanto le honra, y por más tiempo aún.
«¡Cuántas contradicciones!», pensó Karl.
El señor Pollunder se puso triste.
—En verdad, para una sola velada, y una noche nada más, casi no vale la pena.
—Precisamente es lo que pienso —dijo el tío.
—Debemos aceptar lo que se dé —repuso el señor Pollunder, ya de nuevo sonriente—. ¡Entonces, espero! —exclamó dirigiéndose a Karl; y éste, ya que el tío no decía nada más, salió de prisa.
Al volver pocos momentos después, pronto para el viaje, ya sólo encontró en la oficina al señor Pollunder; el tío se había ido. El señor Pollunder, muy feliz, estrechó a Karl ambas manos, como si quisiera cerciorarse en la forma más convincente posible de que Karl, pese a todo, iría con él. Karl estaba muy acalorado todavía de tanta prisa, y también él por su parte estrechó las manos del señor Pollunder, pues se alegraba de poder hacer la excursión.
—¿No se habrá disgustado mi tío porque voy?
—¡Qué va! Él no decía todo esto muy en serio. Lo que sucede es que se toma muy a pecho su educación.
—¿Se lo dijo él mismo? ¿Le dijo él mismo que no había dicho tan en serio lo de antes?
—Pero claro —dijo el señor Pollunder estirando las palabras y demostrando con ello que no sabía mentir.
—Es curioso de qué mala gana me dio el permiso de hacerle esta visita, a pesar de ser usted su amigo.
Tampoco el señor Pollunder, aunque no lo confesara abiertamente, podía encontrar la explicación que viniera al caso; y tanto el uno como el otro, mientras iban atravesando el cálido atardecer en el automóvil del señor Pollunder, siguieron reflexionando largo rato todavía acerca de ello, aunque se habían puesto a hablar de otras cosas en seguida.
Iban sentados muy juntos; y el señor Pollunder, mientras contaba, mantenía la mano de Karl en la suya. Muchas cosas quería saber Karl sobre la señorita Klara, como si se impacientara con el largo viaje, como si los relatos pudieran ayudarle a llegar antes de lo que en realidad llegaría.
A pesar de que nunca hasta entonces había viajado por la noche a través de las calles de Nueva York y de que el alboroto que inundaba aceras y calzada venía precipitándose como un torbellino y cambiando de dirección a cada instante como si no fuese originado por los hombres, como si fuese más bien un extraño elemento, Karl, mientras trataba de comprender exactamente las palabras de su acompañante, no se preocupaba de otra cosa que del chaleco oscuro del señor Pollunder, sobre el cual colgaba, tranquilamente, una cadena de oro. Desde las calles por las cuales el público se precipitaba —con evidente temor de retrasarse, dando alas a su paso y en vehículos lanzados a toda velocidad— hacia los teatros, llegaron ellos a través de barrios intermedios a los suburbios, donde su automóvil fue desviado repetidas veces hacia calles laterales por agentes de policía montada, puesto que las grandes arterias estaban ocupadas por una manifestación de los obreros metalúrgicos en huelga, y sólo se podía permitir el tránsito indispensable de coches en los puntos de cruce. Si luego, saliendo de calles más oscuras donde el eco resonaba sordamente, atravesaba el automóvil una de esas grandes arterias que parecen verdaderas plazas, aparecían —hacia ambos costados y en perspectivas que nadie podía abarcar con la mirada hasta su fin— repletas las aceras de una muchedumbre que avanzaba a pasos minúsculos y cuyo canto era más uniforme que el de una sola voz humana. En cambio, sobre la calzada que se mantenía libre, veíase de vez en cuando a algún agente de policía sobre una cabalgadura inmóvil, o a portadores de banderas o de carteles con leyendas, tendidos a través de la calle, o a algún caudillo de los obreros rodeado de colaboradores y ordenanzas, o algún coche de los tranvías eléctricos que no se había refugiado con la rapidez suficiente y que ahora se hallaba ahí detenido, vacío y oscuro con el conductor y el cobrador sentados en la plataforma. Pequeños grupos de curiosos se detenían lejos de los verdaderos manifestantes y no abandonaban sus sitios, pese a que seguían sin darse cuenta cabalmente de lo que en realidad acontecía. Y Karl descansaba, contento, en el brazo con que el señor Pollunder lo había rodeado; la convicción de que pronto sería huésped bienvenido en una quinta iluminada, rodeada de muros, vigilada por perros, lo satisfacía sobremanera y aunque ya no entendiese sin fallas o al menos ininterrumpidamente todo lo que decía el señor Pollunder, debido a la somnolencia que iba apoderándose de él, reaccionaba, sin embargo, de tiempo en tiempo, restregándose los ojos, para volver a cerciorarse, por otro rato, de si el señor Pollunder notaba o no que tenía sueño, pues esto quería él evitarlo a toda costa.
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