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Capítulo IV
ОглавлениеCamino a Ramsés
En la pequeña fonda a la cual llegó Karl después de una breve caminata, y que en verdad no era más que una pequeña estación terminal de carruajes de Nueva York y por lo tanto apenas solía usarse como hospedaje, solicitó Karl el camastro más barato que pudiera obtenerse; pues creía que era su deber comenzar a economizar inmediatamente. En virtud de su pedido, fue despachado por el fondista escaleras arriba mediante un gesto como destinado a un dependiente suyo, y allá arriba lo recibió una mujer vieja, desgreñada, disgustada por aquella interrupción de su sueño, y casi sin escucharlo lo condujo, exhortándolo ininterrumpidamente a que anduviera sin hacer ruido, a un cuarto cuya puerta cerró luego, no sin haberle lanzado antes su aliento a la cara con un «¡sst!».
Karl, al pronto, no se daba bien cuenta de si sólo estaban bajadas las cortinas de la ventana o si aquel cuarto carecía de ventanas, tanta era allí la oscuridad; finalmente notó una claraboya pequeña, cubierta con un paño; lo quitó e hizo entrar así un poco de luz. El cuarto tenía dos camas; pero las dos estaban ocupadas ya. Karl vio allí a dos hombres jóvenes sumidos en pesado sueño y que no parecían muy dignos de confianza, ante todo porque, sin causa comprensible, dormían vestidos; uno de ellos hasta tenía los zapatos puestos.
En el mismo instante en que Karl descubría la claraboya uno de los durmientes alzó un poco sus brazos y piernas, y esto ofreció un aspecto tal que Karl, a pesar de sus preocupaciones, no pudo menos que reírse para sus adentros.
Pronto cayó en la cuenta de que él ya se quedaría sin dormir esa noche, no sólo porque allí no existía ningún lecho más, ni diván ni sofá alguno, sino también porque no podía exponer a ningún peligro ese baúl que acababa de recuperar ni el dinero que llevaba. Mas tampoco deseaba marcharse, pues no se atrevía a pasar frente a la criada y al fondista, cosa necesaria para dejar esa casa en ese momento. Al fin y al cabo quién sabía si la inseguridad era mayor allí que en la carretera.
Llamaba la atención por cierto que en todo el cuarto no pudiera descubrirse ni una sola pieza de equipaje, por cuanto se podía comprobar a la media luz que reinaba. Pero tal vez, esto era muy probable, esos dos jóvenes serían los criados, obligados a levantarse muy temprano para servir a los huéspedes, y por eso dormían vestidos. En este caso no era muy honroso, ciertamente, dormir con ellos; pero ya no ofrecía, en cambio, ningún peligro. Sólo que, en tanto que esto no quedara plenamente aclarado y fuera de toda duda, no podía él, de ninguna manera, acostarse a dormir.
Debajo de la cama había una vela y fósforos y Karl fue a buscar esas cosas con paso sigiloso. No tenía reparos en encender luz, pues el cuarto, según orden del fondista, tanto le pertenecía a él como a los otros dos, quienes por otra parte ya habían disfrutado del sueño durante la mitad de la noche y cuya ventaja frente a él era incomparable, ya que se hallaban en su poder las camas. Por lo demás procedió, naturalmente, con mucha cautela, y al andar y manejar las cosas se esforzaba muchísimo por no despertarlos.
Antes que nada deseaba examinar su baúl para tener una idea general acerca de sus cosas, que ya sólo recordaba de un modo vago y de las que seguramente ya se habría perdido lo más valioso. Pues si aquel Schubal ponía su mano sobre algo, quedaba poca esperanza de recuperarlo intacto. Ciertamente era posible que esperara del tío una buena propina; mas por otra parte, en el caso de faltar algunos objetos aislados, bien podía él echar la culpa al verdadero cuidador del baúl, el señor Butterbaum.
Al abrir el baúl quedó Karl verdaderamente horrorizado por esa primera visión que se le ofrecía. Interminables horas había dedicado él durante la travesía a ordenar y volver a ordenar el baúl, y ahora estaba todo allí encerrado de un modo tan salvaje que la tapa saltó por sí sola al abrirse la cerradura.
Mas pronto advirtió Karl, alegrándose por ello, que ese desorden sólo se debía a la circunstancia de que, posteriormente, habían metido allí aquel traje que había usado durante el viaje y para el cual el baúl, naturalmente, ya no tenía capacidad. No faltaba absolutamente nada. En el bolsillo secreto de la chaqueta no sólo se hallaba el pasaporte, sino también el dinero traído de su casa; de manera que Karl, si le agregaba el que llevaba consigo, disponía de dinero suficiente por el momento. Allí se encontraba también la ropa blanca que él llevaba puesta al llegar, bien lavada y planchada. Sin demora, depositó reloj y dinero en el acreditado bolsillo secreto. Lamentable era únicamente que aquel salchichón veronés, que tampoco faltaba, hubiera comunicado su olor a todas las cosas. De no encontrarse algún medio para subsanar eso, vería Karl ante sí la perspectiva de andar durante meses envuelto en tal olor.
Al exhumar algunos objetos que yacían en el fondo del baúl —tratábase de una Biblia de bolsillo, papel para cartas y las fotografías de los padres— se le cayó de la cabeza la gorra, que fue a dar en el baúl. En medio de todas esas cosas antiguas y familiares que lo rodeaban, la reconoció en seguida: era su gorra, aquella gorra que la madre le había dado para que la usara como gorra de viaje. Pero él había tenido la precaución de no usarla a bordo, pues sabía que en América la gente llevaba, en general, gorra en lugar de sombrero, por lo cual él no quería gastar la suya antes de llegar. Ahora bien, ciertamente aquel señor Green se había servido de ella para divertirse a expensas de Karl. ¿Acaso le había encargado también eso su tío? Y en un movimiento involuntario, furioso, cogió la tapa del baúl y éste se cerró con estrépito.
Ahora ya no había remedio: había despertado a los dos durmientes. Primero se desperezó y bostezó uno de ellos y acto seguido le imitó el otro. Y había que considerar que casi todo el contenido del baúl se hallaba volcado sobre la mesa; si eran ladrones, no necesitaban más que acercarse y escoger. No sólo para adelantarse a tal posibilidad, sino también para poner todas las cosas en claro desde el primer momento, acercóse Karl a las camas, vela en mano, y explicó acto seguido con qué derecho se hallaba él allí. Mas ellos, al parecer, ni habían esperado tal explicación; demasiado soñolientos todavía para poder hablar, no hacían sino mirarlo sin el menor asombro. Eran los dos muy jóvenes, pero el trabajo pesado o la necesidad les había destacado los huesos de la cara antes de tiempo; barbas desordenadas colgaban en torno a sus mentones; el pelo, sin cortar desde hacía mucho tiempo, rodeaba desgreñado las cabezas; y ahora, para colmo, se frotaban y se apretaban con los nudillos sus ojos muy hundidos, de tanto sueño que tenían.
Karl, queriendo aprovechar ese momentáneo estado de debilidad, dijo:
—Me llamo Karl Rossmann y soy alemán. Ya que tenemos un cuarto en común, les ruego que también cada uno de ustedes me diga su nombre y su nacionalidad. Quiero declarar ahora mismo que no pretendo ninguna cama, puesto que he venido tan tarde y que, además, no tengo intención de dormir. Por otra parte, no reparen ustedes en mi hermoso traje; soy completamente pobre y no tengo perspectivas de ninguna clase.
El más bajo de los dos —aquel que tenía los zapatos puestos— indicó con brazos, piernas y gestos que todo eso no le interesaba nada y que aquélla no era hora para tales discursos; se echó de nuevo y se durmió inmediatamente. El otro, hombre de tez oscura, volvió a acostarse también; pero antes de dormirse, con la mano negligentemente extendida, dijo todavía:
—Éste se llama Robinsón y es irlandés; yo me llamo Delamarche, soy francés; y ahora ¡silencio!, ¡se lo ruego!
Apenas hubo terminado de decir esas palabras apagó la vela de Karl soplándola con un gran despliegue de su aliento y luego se dejó caer nuevamente sobre la almohada.
«Bien, este peligro queda eliminado por el momento», díjose Karl volviendo a la mesa.
Si ese sueño que tenían no era sólo un pretexto, todo marchaba bien. Lo único desagradable era que uno de ellos fuera irlandés. Karl ya no sabía con exactitud cuál era el libro en que una vez, en su casa, había leído que en América del Norte era menester cuidarse de los irlandeses. Claro que, durante su permanencia en casa de su tío, hubiera tenido la oportunidad de investigar a fondo en qué estribaba lo que de peligroso tenían los irlandeses; pero él había dejado de hacerlo, había perdido por completo aquella oportunidad, porque ya se creía allí, para siempre, en puerto seguro. Ahora, al menos, contemplaría bien de cerca a ese irlandés a la luz de la vela que volvió a encender; así lo hizo y le parecía más tolerable el aspecto de éste que el del francés. El irlandés hasta conservaba todavía un rastro de mejillas redondeadas y se sonreía afablemente durante el sueño, por cuanto Karl pudo comprobar desde cierta distancia y de puntillas.
Firmemente decidido a no dormir, pese a todo, sentóse Karl en la única silla del cuarto, postergó por el momento la tarea de ordenar el baúl, puesto que para ello disponía de la noche entera todavía, y hojeó ligeramente la Biblia sin leer nada. Luego cogió la fotografía de sus padres, en la cual el padre, que era pequeño, aparecía muy erguido; mientras que la madre, sentada en un sillón, delante de él, se presentaba levemente encogida. Mantenía el padre una de sus manos sobre el respaldo del sillón; la otra, cerrada en puño, sobre un libro ilustrado que yacía abierto a su lado, en una frágil mesita de adorno. Existía además otra fotografía, en la cual se veía a Karl retratado con sus padres. En ella, el padre y la madre lo miraban fijamente, mientras que él mismo, de acuerdo con la orden del fotógrafo, había tenido que clavar la mirada en la máquina. Pero no le habían dado esa fotografía para el viaje.
Con tanto mayor detenimiento quedóse mirando esta que tenía delante y desde distintos ángulos intentó recoger la mirada del padre. Mas éste, por más que Karl modificara la visión mediante diversas posiciones de la vela, no quiso cobrar vida; además, su bigote horizontal y fuerte no se parecía nada a la realidad; éste no era un buen retrato. La madre, en cambio, había quedado mucho mejor retratada; en su boca se insinuaba una mueca como si se le hubiera hecho algún mal y ella se esforzase por sonreír. Parecíale a Karl que esto debía de llamar la atención tan poderosamente a quienquiera que mirase ese retrato que, pasado el primer momento, la nitidez de esa impresión había de resultar demasiado fuerte, casi absurda. ¡Cómo era posible que se obtuviera de un retrato, hasta tal punto, la convicción inconmovible acerca de un sentimiento oculto del retratado! Y luego, durante unos instantes, apartó la vista del retrato.
Cuando sus miradas volvieron a él le llamó la atención aquella mano de la madre, que allí, muy adelante colgaba del brazo del sillón, tan cerca que él sintió ganas de besarla. Quizá fuera bueno, a pesar de todo —pensó—, escribir a sus padres, tal como los dos —y por último su padre, muy severamente, en Hamburgo— se lo habían pedido. Cierto que entonces, aquella terrible noche en que la madre junto a la ventana le había anunciado el viaje a América, él había hecho el juramento irrevocable de no escribir jamás; pero, ¡qué valor tenía aquí y en medio de circunstancias tan nuevas semejante juramento de un muchacho sin experiencia! Lo mismo hubiera podido jurar entonces que a los dos meses de su permanencia en América sería general de la milicia norteamericana, mientras que en realidad se veía allí junto a dos vagabundos en un desván de una fonda de los alrededores de Nueva York, debiendo admitir, además, que en verdad éste era el sitio que le correspondía. Y, sonriendo, examinó los rostros de sus padres, como si en ellos pudiera leerse si aún seguían abrigando el deseo de recibir noticias de su hijo.
Durante esa contemplación cayó pronto en la cuenta de que, a pesar de todo, estaba muy cansado y que difícilmente podría pasar esa noche en vela. El retrato se le cayó de las manos; luego asentó la cara sobre ese retrato cuyo frescor placía a su mejilla y con una sensación agradable se quedó dormido.
Lo despertaron temprano unas cosquillas en el sobaco. Era el francés quien se permitía semejante impertinencia. Pero también el irlandés ya estaba apostado ante la mesa de Karl. Los dos lo miraban con un interés no menor que el que Karl demostró frente a ellos durante la noche. No le sorprendió a Karl el hecho de no haberse despertado al levantarse aquéllos; no había sido necesario que ellos, con mala intención, anduvieran con especial sigilo, pues él había estado profundamente dormido y además a ellos no les había dado mucho trabajo vestirse y, evidentemente, tampoco el lavarse.
En aquel momento se saludaron mutuamente como era debido, no sin ciertos cumplimientos, y Karl se enteró de que ambos eran mecánicos, que desde hacía mucho tiempo no habían podido obtener trabajo en Nueva York y que, en consecuencia, habían llegado a un estado considerablemente miserable. Para demostrarlo abrió Robinsón su chaqueta, y bien pudo verse que no había debajo ninguna camisa, lo que ciertamente ya podía conocerse por aquel cuello suelto que llevaba cosido, por detrás, a la chaqueta.
Abrigaban ellos la intención de marchar hasta la pequeña ciudad de Butterford que distaba de Nueva York unos dos días de viaje y donde, según se decía, había vacantes. No tenían ningún inconveniente en que Karl los acompañara y le prometían, primero, que a ratos llevarían su baúl y, segundo, que en el caso de obtener trabajo ellos mismos le conseguirían un empleo de aprendiz, lo cual sería facilísimo si había trabajo. Karl no había dado su consentimiento, sino apenas, cuando ellos ya le daban el consejo amistoso de quitarse aquel traje tan flamante, puesto que sólo sería un obstáculo dondequiera que se presentase solicitando empleo. Que en esa casa precisamente había una oportunidad excelente para deshacerse de ese traje, pues la criada se dedicaba también a un comercio de ropa. Le ayudaron a Karl, quien tampoco estaba decidido del todo en cuanto al traje, a quitárselo, y se lo llevaron. Cuando Karl, que quedó solo, un poco soñoliento todavía, estaba poniéndose sus viejas prendas de viaje, se recriminó ya el haber vendido aquel traje que, acaso, podía perjudicarlo si solicitaba un empleo de aprendiz, pero que en cambio sólo podía serle útil si se trataba de una ocupación mejor. Abrió, pues, la puerta para gritarles que volvieran; pero apenas lo hizo chocó con ellos que ya regresaban: dejaron sobre la mesa medio dólar como producto de la venta, con el semblante tan alegre que resultaba imposible persuadirse de que en aquella venta no habían obtenido su ganancia ellos también, y una ganancia escandalosamente grande.
Por otra parte no había tiempo de discutir nada: entró la criada tan soñolienta como la noche anterior y echó a los tres al pasillo declarando que debía preparar la habitación para nuevos huéspedes. Naturalmente eso no era cierto en absoluto y obraba así sólo por malicia. Karl, quien precisamente había querido ordenar su baúl, tuvo que quedarse mirando cómo aquella mujer agarraba sus cosas, con las dos manos, y las echaba dentro del baúl con una violencia que sólo se hubiera justificado si se tratase de alguna clase de bichos que hubiera que acallar. Los dos mecánicos, ciertamente, trataron de entretenerla; la zarandeaban por las faldas, la palmoteaban en la espalda, pero si tenían intención de ayudar con ello a Karl, su proceder era completamente equivocado.
Cuando la mujer hubo cerrado el baúl, le puso a Karl el asa en la mano, se deshizo de los mecánicos de una sacudida y arrojó a los tres del cuarto con la amenaza de que, si no obedecían, se quedarían sin café. Aquella mujer, evidentemente, parecía haber olvidado por completo que desde un principio Karl no había tenido la menor relación con los mecánicos, pues los trataba como a una pandilla única. Ciertamente los mecánicos le habían vendido el traje de Karl, demostrando con ello cierta comunidad.
En el pasillo tuvieron que pasearse durante mucho tiempo, de un lado para otro, y el francés, que se había colgado del brazo de Karl, blasfemaba ininterrumpidamente y amenazaba con derribar al fondista boxeando, si es que se atrevía a mostrarse allí; y parecía apercibirse a ello frotándose furiosamente uno contra otro los puños cerrados. Finalmente llegó un muchachito pequeño, de aire inocente, que tuvo que estirarse para darle la cafetera al francés. Desgraciadamente había una sola cafetera y no se le podía hacer comprender al chico que también hacían falta vasos. Así, podía beber uno solo por vez y los otros dos se quedaban plantados ante él, esperando. Karl no tenía ganas de beber el café, pero no queriendo ofender a los otros, se quedaba sin sorber nada, con la cafetera en los labios, cuando le tocaba el turno.
En señal de despedida arrojó el irlandés la cafetera contra el piso de baldosa. Abandonaron la casa sin que nadie los viera y entraron en la densa y amarillenta neblina matinal. La mayor parte del tiempo marcharon silenciosamente el uno junto al otro por el borde del camino; Karl tenía que llevar su baúl; los otros seguramente lo relevarían sólo cuando él se lo pidiera. De vez en cuando algún automóvil salía rápidamente de la neblina y los tres volvían la cabeza hacia aquellos coches casi siempre gigantescos, tan llamativos en su construcción y cuya aparición era tan breve que uno no tenía tiempo de notar siquiera la presencia de sus ocupantes.
Más tarde comenzaban las caravanas de carruajes que llevaban víveres a Nueva York; avanzaban en forma tan ininterrumpida, en cinco hileras que ocupaban todo el ancho del camino, que nadie hubiera podido atravesarlo. De tiempo en tiempo ensanchábase el camino hasta formar una plaza en cuyo centro se paseaba un agente de policía sobre una construcción elevada en forma de torre que le permitía dominar todo y regular el tránsito con un bastoncito: tanto el de la vía principal como también el de los caminos laterales que desembocaban allí; ese tránsito que luego quedaba sin vigilancia hasta la plaza siguiente y el agente próximo, pero que los cocheros y conductores, callados y atentos, mantenían sin embargo dentro de un orden suficiente por su propia voluntad.
Lo que más le asombraba a Karl era aquella tranquilidad general. Si no hubiera sido por el griterío de las reses que iban al matadero posiblemente sólo se habría percibido el golpeteo de los cascos de los caballos y el sibilante zumbido de los antideslizantes de los automóviles. Y había que considerar que la velocidad, naturalmente, no era siempre la misma. Si en alguna de las plazas, debido a una aglomeración excesiva procedente de los caminos laterales, se hacía necesario ejecutar grandes cambios y traslaciones, deteníanse las hileras enteras o adelantaban sólo paso a paso; pero luego sucedía también que durante un rato corrieran todos a una velocidad relámpago, hasta que nuevamente se aplacaban como regidos por un freno único. Y a pesar de todo ni el menor polvillo se levantaba del camino: todo esto se movía en una atmósfera transparentísima. No había peatones allí, no se encaminaban hacia la ciudad las vendedoras de feria, las verduleras, como allá, en la tierra de Karl; mas, no obstante, aparecían de cuando en cuando grandes automóviles chatos que llevaban a una veintena de mujeres, de pie, con canastos a la espalda, acaso verduleras con todo, y éstas estiraban los cuellos para ver bien el tránsito y encontrar así alguna esperanza de hacer el viaje más rápidamente. Y luego se veían otros automóviles similares sobre los cuales se paseaban aisladamente unos hombres con las manos en los bolsillos del pantalón.
Sobre uno de aquellos vehículos, que llevaba diversas inscripciones, leyó Karl, no sin que se le escapara un leve grito: «Se admiten obreros portuarios para la Compañía de Transportes Jakob». El carruaje iba muy despacio, precisamente, y un hombrecillo encogido y vivaz, apostado en la escalerilla del coche, invitó a los tres caminantes a subir. Karl se refugió tras los mecánicos, como si en aquel vehículo pudiera encontrarse el tío en persona y pudiera verlo. Estaba contento de que también los otros dos rechazaran esa invitación, aunque le doliera en cierto modo el gesto soberbio con que lo hicieron. Ellos no tenían motivo de estimarse tanto como para no ingresar en los servicios de su tío. Y aunque no expresamente, él les dio a entender en seguida lo que pensaba. En respuesta le rogó Delamarche que hiciera el favor de no inmiscuirse en asuntos que no entendía; que esa manera de contratar a la gente era una miserable estafa y que la Casa Jakob tenía pésima fama en ese sentido en todo el territorio de los Estados Unidos.
Karl no respondió, pero desde ese momento comenzó a confiar más en el irlandés, y a éste rogó finalmente que le llevara un poco el baúl y, después de repetir Karl su pedido varias veces, el hombre no dejó de hacerlo. Sólo que se quejaba incesantemente de lo pesado que era; hasta que quedó manifiesto que su intención era únicamente aliviar el peso del baúl sacando el salchichón veronés que ya en el hotel había llamado gratamente su atención. Karl tuvo que sacarlo y desenvolverlo; el francés se apoderó de él, tratándolo con un cuchillo en forma de puñal y comiéndoselo casi él solo: Robinsón recibía una rodaja de vez en cuando, y en cambio Karl, obligado a llevar nuevamente su baúl si no quería dejarlo sobre la carretera, no recibió nada, como si él ya por anticipado hubiese tomado la parte que le correspondía. Le parecía demasiado mezquino obtener un pedacito mendigándolo, pero en su interior se le revolvía la bilis.
La neblina había desaparecido por completo; a lo lejos resplandecía una alta cordillera cuya cresta ondulada llevaba la mirada hacia una nube, más distante aún, atravesada por los rayos del sol. A la vera del camino había tierras mal labradas que rodeaban grandes fábricas levantadas en medio del campo libre, oscurecidas por el humo. En las grandes casas de vecindad, aisladas y diseminadas sin orden ni concierto, titilaban las muchas ventanas con variadísimo movimiento e iluminación, y en todos aquellos balcones pequeños y endebles atendían a muchísimos quehaceres mujeres y niños; mientras que alrededor de ellos, ya descubriéndolos a la vista, ya ocultándolos, ondeaban y se hinchaban poderosamente con el viento matinal paños y prendas de vestir colgados o tendidos. Si las miradas, deslizándose sobre las casas, se alejaban de ellas veía uno volar las alondras en lo alto del cielo y más bajo, en cambio, las golondrinas revoloteaban a no mucha altura sobre las cabezas de quienes iban en los vehículos.
Muchas cosas había que le recordaban a Karl su patria y él no sabía si hacía bien abandonando Nueva York y yéndose al interior del país. Nueva York estaba sobre el mar y ello significaba la posibilidad del regreso en cualquier momento a la patria. Y por eso se detuvo, y dijo a sus dos acompañantes que había cambiado de parecer y que tenía deseos de quedarse en Nueva York. Y cuando Delamarche sencillamente pretendió empujarlo, él no lo consintió diciendo que, según creía, le asistía todavía el derecho de decidir acerca de sí mismo. Tuvo que intervenir el irlandés declarando que Butterford era mucho más hermoso que Nueva York, y fue necesario que los dos se lo rogaran mucho antes de que se decidiera a proseguir la marcha. Y aun entonces no lo hubiera hecho todavía si no se hubiera dicho que así sería mejor para él, que tal vez sería mejor llegar a un sitio desde el cual la posibilidad del regreso a la patria no fuese tan fácil. Sin duda trabajaría mejor y adelantaría más allí donde no lo estorbaran pensamientos inútiles.
Y ahora era él quien impulsaba a los otros dos, y tanto se alegraron ellos del celo de Karl que, sin esperar a que éste se lo pidiese, llevaban el baúl turnándose; y Karl no comprendía claramente por qué les causaba él, en realidad, semejante alegría.
Llegaron a un paraje que iba ascendiendo, y si de cuando en cuando se detenían podían ver, al mirar hacia atrás, cómo se desarrollaba ampliándose cada vez más el panorama de Nueva York con su puerto. El puente que une a Nueva York con Brooklyn colgaba frágil sobre el East River y se le veía estremecerse cuando se entornaban los ojos. Parecía completamente libre de tránsito y debajo tendíase la cinta de agua lisa, inanimada. Todas las cosas, en las dos ciudades gigantescas, parecían estar absurdamente colocadas, sin responder a ningún sentido de utilidad. Apenas se notaba una diferencia entre las casas grandes y las pequeñas. En las honduras invisibles de las calles continuaba seguramente la vida a su manera; pero por encima de ellas no se podía ver sino una leve bruma que, aunque inmóvil, parecía muy fácil de disipar. Aun sobre el puerto, el más grande del mundo, había descendido la paz; y sólo de cuando en cuando, y seguramente bajo el influjo del recuerdo de haberlo visto antes de cerca, creíase ver desplazarse algún barco un breve trecho. Pero tampoco era posible observarlo durante mucho tiempo: se escapaba a las miradas y luego ya no se le volvía a encontrar.
Pero evidentemente Delamarche y Robinsón veían mucho más; ellos señalaban hacia derecha e izquierda y con las manos extendidas trazaban arcos sobre plazas y jardines que llamaban por sus nombres. Les parecía inconcebible que Karl hubiese estado más de dos meses en Nueva York sin haber visto de la ciudad apenas otra cosa que una calle. Y le prometieron que, una vez que ganaran lo suficiente en Butterford, irían con él a Nueva York y le mostrarían todas las curiosidades y claro que muy especialmente aquellos lugares donde uno se divertía hasta la dicha suprema. Y acto seguido entonó Robinsón a voz en cuello una canción que Delamarche acompañó golpeando las manos y en la cual Karl reconoció un aire de opereta de su patria que allí, y con letra inglesa, le gustaba muchísimo más de lo que le había gustado en su tierra. Y así se efectuó una pequeña función al aire libre de la cual todos participaban, y sólo la ciudad, allá abajo, que según decían se divertía tanto con esa melodía, parecía ignorarla.
Una vez preguntó Karl dónde estaba la Compañía de Transportes Jakob e inmediatamente vio los dedos de Delamarche y de Robinsón extendidos, señalando tal vez el mismo punto y tal vez puntos distintos entre los cuales había kilómetros de distancia. Al proseguir luego la marcha preguntó Karl cuándo podrían regresar a Nueva York con ganancias suficientes. Delamarche dijo que bien podría suceder dentro de un mes, pues en Butterford hacían falta obreros y los salarios eran elevados. Naturalmente depositarían ellos su dinero en una caja común, a fin de que las diferencias casuales de ganancia fuesen compensadas como entre buenos camaradas. Esa caja común no le agradaba a Karl, a pesar de que él, como aprendiz, ganaría menos, por supuesto, que un obrero calificado. Por lo demás, dijo Robinsón que, naturalmente, si no hubiera trabajo en Butterford tendrían que seguir camino para colocarse en alguna parte como peones en el campo, o bien llegar a los lavaderos de oro de California; y esto, según se deducía de los circunstanciados relatos de Robinsón, constituía su proyecto favorito.
—¿Por qué se hizo usted mecánico si ahora quiere ir a los lavaderos de oro? —preguntó Karl, a quien no le alegraba precisamente que hablasen de semejante necesidad de emprender viajes largos e inciertos.
—¿Que para qué me hice mecánico? —dijo Robinsón—. Pues seguramente no ha de ser para que el hijo de mi madre se muera de hambre. En los lavaderos de oro las ganancias son buenas.
—Antes lo eran —dijo Delamarche.
—Y lo son todavía —dijo Robinsón, y refirió historias de muchos conocidos suyos que allí se habían enriquecido, que aún vivían en el lugar y que, como era natural, ya no movían ni un dedo; pero que debido a su vieja amistad le ayudarían a llegar a la riqueza a él, y se sobreentendía que también a sus amigos.
—Por fuerza obtendremos empleos en Butterford —dijo Delamarche expresando con ello el pensamiento más íntimo de Karl; sin embargo, ésa no era una manera muy optimista de expresarse.
Durante el día hicieron una sola parada en una fonda; comieron delante de la misma al aire libre, en una mesa que a Karl le pareció de hierro, una carne casi cruda que no era posible cortar con cuchillo y tenedor, sino que era necesario arrancar a pedazos. El pan tenía forma de cilindro y de cada uno de los panes surgía un largo cuchillo. Con esa comida se servía un líquido negro que quemaba la garganta; pero a Delamarche y a Robinsón les gustaba; levantaban a menudo sus vasos, los chocaban y hacían votos por el cumplimiento de diversos deseos, y al hacerlo sostenían durante unos instantes los vasos en alto, uno contra otro.
En la mesa de al lado estaban sentados unos obreros que llevaban blusas salpicadas de cal, y todos bebían el mismo líquido. Los numerosos automóviles que pasaban arrojaban nubes de polvo sobre las mesas. Se hacían circular grandes hojas de periódicos, se hablaba con excitación de la huelga de los obreros de la construcción y se oía a menudo el nombre de Mack. Karl hizo averiguaciones al respecto y supo que se trataba del padre de aquel Mack que él conocía y que era el empresario de construcciones más importante de Nueva York, que la huelga le costaba millones y que acaso amenazara su posición comercial. Karl no creyó ni una palabra de aquellas habladurías de gente mal informada y malintencionada.
Además amargábale a Karl aquella comida la circunstancia muy problemática de cómo se pagaría la consumición. Lo natural hubiese sido que cada uno pagase su parte, pero tanto Delamarche como Robinsón habían declarado oportunamente que el último resto de su dinero se había agotado con el pago del albergue de la noche anterior. No se podía descubrir en poder de ninguno de ellos reloj, anillo o cualquier otro objeto que se pudiera vender. Y Karl no podía echarles en cara, claro está, que hubieran ganado algo sobre la venta de sus ropas, pues esto habría sido una ofensa que los hubiera separado para siempre. Pero lo más asombroso era que ni Delamarche ni Robinsón demostraran preocupación alguna en cuanto al pago; por el contrario, ostentaban el suficiente buen humor como para intentar, con la mayor frecuencia posible, trabar relaciones con la camarera, que se paseaba entre las mesas, ufana y con paso firme y pesado. Llevaba el cabello un poco suelto, de manera que desde los lados le caía sobre la frente y las mejillas; se lo alisaba hacia atrás introduciendo las manos por debajo. Finalmente cuando podía esperarse de ella la primera palabra amable, se aproximó a la mesa y, apoyando en ella ambas manos, preguntó:
—¿Quién paga?
Jamás hubo manos que se alzaran con mayor prontitud que en aquel momento las de Delamarche y Robinsón señalando a Karl. Éste no se asustó por ello, ya que lo había previsto, y no veía nada malo en que los camaradas, de los cuales él también esperaba sus ventajas, se hicieran pagar algunas insignificancias; aunque por cierto, más decente hubiera sido convenir ese asunto en forma expresa antes del momento decisivo. Lo único molesto era que se hacía necesario extraer en ese momento el dinero del bolsillo secreto. Al principio había sido su intención reservar su dinero para el último caso de necesidad y colocarse por el momento, en cierto modo, en un mismo plano con sus camaradas. La ventaja que él obtenía al poseer aquel dinero y, ante todo, del hecho de no hablar a sus camaradas de su propiedad, quedaba más que sobradamente compensada, para ellos, por las circunstancias de que ya desde su niñez se hallaban en América, de que tenían experiencia y conocimientos suficientes para ganar dinero y de que, al fin y al cabo, no estaban acostumbrados a otras condiciones de vida mejores que las actuales.
Las intenciones que hasta entonces abrigó Karl con respecto a su dinero no tenían por qué quedar perturbadas con motivo de ese pago, pues de un cuarto de dólar podía él prescindir y por lo tanto podía ponerlo sobre la mesa, declarando que era todo lo que poseía y que estaba dispuesto a sacrificarlo por su viaje en común a Butterford. Además, esa suma bastaría perfectamente para ese viaje a pie. Pero no sabía en aquel momento si tenía suficiente dinero suelto, y además ese dinero, junto con los billetes doblados, se hallaba hundido en quién sabe qué profundidades del bolsillo secreto, donde la mejor manera de encontrar algo era precisamente volcando todo el contenido sobre la mesa. Por otra parte, era absolutamente innecesario que los camaradas se enterasen de la existencia de aquel bolsillo secreto. Ahora bien, afortunadamente, a sus compañeros aún seguía interesándoles mucho más la camarera que cómo lograba Karl el dinero para el pago. Pidiéndole que hiciera la cuenta detallada, atrajo Delamarche a la camarera, obligándola a colocarse entre él y Robinsón, y ella sólo pudo repeler las insolencias de ambos poniendo ya a uno, ya a otro, toda la mano sobre la cara, a fin de apartarlos de esta manera.
Entretanto Karl, acalorado por el esfuerzo que tuvo que hacer, juntaba debajo de la tabla de la mesa, en una de sus manos, el dinero que pieza por pieza iba cazando y pescando con la otra en el bolsillo secreto. Finalmente, a pesar de que todavía no conocía bien el dinero norteamericano, creyó haber reunido una suma suficiente a juzgar, al menos, por la cantidad de monedas, y las puso sobre la mesa. El sonido del dinero interrumpió inmediatamente las bromas. Para disgusto de Karl, y con el consiguiente asombro general, resultó que había allí casi un dólar entero. Si bien ninguno de ellos preguntó por qué no había dicho antes Karl nada de ese dinero, suficiente para un cómodo viaje en tren hasta Butterford, Karl se sentía, sin embargo, muy cohibido.
Lentamente, después de quedar pagada la comida, volvió a guardar el dinero; Delamarche alcanzó a quitarle todavía, de la mano, una moneda que necesitaba para propina de la camarera, a la cual abrazó estrechamente contra sí, para entregarle luego, desde el otro lado, la moneda.
Karl sintió gratitud hacia ellos, ya que al proseguir la marcha no hicieron alusión alguna al dinero y, durante un rato, hasta pensó confesarles a cuánto ascendía toda su fortuna, pero, con todo, no lo hizo, ya que no se presentaba ninguna ocasión propicia. Hacia el atardecer llegaron a un paraje más rural, más fértil. Alrededor aparecían campos que no estaban subdivididos y se extendían con su tierno verdor sobre suaves collados; ricas residencias rurales bordeaban el camino, y durante horas y horas anduvieron entre las rejas doradas de los jardines, cruzaron varias veces el mismo río de lenta corriente y muchas veces, por encima de sus cabezas, escucharon el tronar de los trenes que pasaban por los viaductos construidos sobre altas arcadas.
Precisamente estaba poniéndose el sol sobre el borde recto de lejanos bosques cuando se dejaron caer en la hierba, en medio de una pequeña arboleda situada sobre una altura, para descansar de las fatigas del día. Allí se tendieron Delamarche y Robinsón, estirándose y desperezándose cuanto podían. Karl permaneció sentado, la cabeza erguida, mirando hacia el camino que corría unos metros más abajo y sobre el cual pasaban continuamente, veloces, los automóviles uno junto a otro, rozándose casi, como ya durante todo el día habían pasado, y como si los despacharan en número exacto allá en la lejanía, una y otra vez, y los esperaran, en igual número, en la otra lejanía. Durante todo el día, desde tempranas horas de la mañana, Karl no había visto detenerse ni un solo automóvil ni apearse a un solo pasajero.
Robinsón propuso que se quedaran allí a pasar la noche, puesto que todos ellos estaban bastante cansados, y que desde aquel lugar podrían volver a emprender la marcha mucho más, temprano y ya que, finalmente, sería difícil que hallasen un albergue más barato y mejor situado antes de cerrar la noche por completo. Delamarche estaba de acuerdo y sólo Karl se creyó en la obligación de observar que él disponía de dinero suficiente para pagar a todos las camas, aunque fuese en un hotel. Delamarche dijo que ya necesitarían ese dinero y que lo tuviese bien guardado. Delamarche no ocultó de ningún modo el hecho de que ellos ya estaban contando, desde luego, con el dinero de Karl. Ya que su primera propuesta estaba aceptada, declaró Robinsón en seguida que, antes de dormir y a fin de acumular fuerzas para el día siguiente, era necesario que comiesen algo bien sólido, y que uno de ellos fuera a buscar la comida para todos a aquel hotel que muy cerca de allí, luciendo el letrero luminoso de Hotel Occidental, se veía sobre la carretera. Siendo el más joven de todos y ya que, por otra parte, ninguno se mostraba dispuesto, no vaciló Karl en ofrecerse para esa diligencia, y después de haber recibido el encargo de traer tocino, pan y cerveza se fue hasta el hotel.
Había seguramente, no muy lejos, una gran ciudad, pues ya el primer salón del hotel donde Karl había entrado hallábase atestado de una ruidosa multitud. Delante del mostrador, que se extendía a lo largo de uno de los muros principales y de dos paredes laterales, corrían incesantemente muchos mozos con delantales blancos que cubrían su pecho, y no podían, con todo, satisfacer a los impacientes huéspedes, ya que, partiendo de los más diversos lugares, se oían y volvían a oírse continuamente maldiciones y ruido de puños que golpeaban en las mesas. Nadie reparaba en Karl.
No había, evidentemente, servicio alguno en el salón mismo, y los clientes, sentados alrededor de diminutas mesas que desaparecían fácilmente entre tres comensales, se dirigían al mostrador y retiraban de allí todo lo que deseaban. En cada mesita había un frasco grande con aceite, vinagre o cosa semejante, y antes de comer vertían el líquido de esos frascos sobre los platos traídos del mostrador. Para llegar de algún modo hasta él, donde probablemente sólo entonces comenzarían las dificultades, debió Karl abrirse paso, necesariamente, entre muchas mesas; lo que, claro está, no podía llevarse a cabo, aunque lo hiciera con el mayor cuidado, sin molestar groseramente a los huéspedes, quienes, sin embargo, soportaban todo como si fuesen insensibles e incluso toleraron, sin dar muestras de fastidio, el que Karl fuera empujado contra una de las mesitas, si bien por uno de los mismos huéspedes, y casi estuviera a punto de tumbarla. Disculpóse, pero evidentemente no le comprendían; ni tampoco comprendió él nada de las voces que le dirigían.
Le costó encontrar un pequeñísimo lugar libre en el mostrador, cuya visión le impidieron durante buen rato los codos de sus vecinos. Parecía costumbre allí acodarse y apretar el puño contra la sien. Hubo de recordar Karl cómo su profesor de latín, el doctor Krumpal, odiaba precisamente esa postura, y cómo se acercaba siempre sigilosa e imprevistamente barriendo los codos de las mesas con burlesco empujón, mediante una regla que surgía de pronto.
Estaba Karl muy apretado contra el mostrador, pues apenas hubo ocupado su puesto habían colocado una mesa detrás de él y uno de los huéspedes que en ella tomaron asiento rozaba pesadamente con su gran sombrero la espalda de Karl por poco que, al hablar, se inclinase hacia atrás. Y era, además, ínfima la esperanza de obtener algo del mozo, aun después de haberse ido satisfechos los dos toscos vecinos... Varias veces, por encima de la mesa, había asido Karl del delantal a uno de los mozos, pero éste se había zafado siempre con una mueca. No se podía retener a ninguno; lo único que hacían era correr y correr. Si al menos hubiera habido cerca de Karl algo para comer o beber, él lo habría tomado, habría preguntado el precio y, dejado el dinero sobre el mostrador, se habría ido contento. Pero precisamente delante de él no había sino fuentes con pescado —una especie de arenque cuyas escamas negras brillaban doradas en los bordes— que podía ser carísimo y seguramente no saciaría a nadie. Además podían alcanzarse unos barrilitos con ron, pero no era ron lo que él quería llevar a sus camaradas. Éstos, ya de suyo, parecían interesarse vivamente en cualquier ocasión por el alcohol concentrado y él, por su parte, no quería favorecer aquella inclinación natural de ellos.
Lo único, pues, que podía hacer Karl era buscar otro sitio y volver a comenzar sus tentativas. Pero la hora ya era muy avanzada. En el otro extremo del salón el reloj, cuyas agujas casi no podían distinguirse a través del humo ni aunque se lo mirara muy fijamente, señalaba las nueve pasadas. Y en cualquier otra parte del mostrador el gentío era mayor aún que en el sitio que había abandonado, que estaba un tanto apartado. Por otra parte, cuanto más tarde se hacía, más se llenaba el salón. Por el portal entraban continuamente nuevos huéspedes, en medio de una gran algazara. En distintos lugares los parroquianos, con ademán soberano, sacaban las cosas de encima del mostrador, se sentaban en él y brindaban entre sí; eran éstos los mejores asientos y desde ellos se tenía una visión del salón entero.
Si bien seguía Karl abriéndose paso, ya no abrigaba ninguna esperanza real de obtener nada. Se reprochaba que, desconociendo las condiciones del lugar, se hubiese ofrecido para este recado. Sus camaradas le regañarían con toda razón y aun pensarían que no había llevado nada sólo por economizar el dinero. Y de pronto se hallaba en una región donde, en las mesitas que lo rodeaban, la gente comía platos de carne caliente con hermosas patatas amarillas. Le resultaba incomprensible cómo habían podido obtener eso.
Vio entonces, unos pasos más adelante, a una señora de cierta edad que evidentemente formaba parte del personal del hotel, quien, riéndose, hablaba con uno de los huéspedes. Al mismo tiempo hurgaba continuamente su peinado con una horquilla. En seguida Karl se sintió decidido a comunicar su pedido a esa señora, ya porque ella, siendo la única mujer del salón, significaba una excepción en medio del barullo general; ya, por otra parte, por la sencilla razón de que era la única empleada del hotel a la que podía llegarse, suponiendo, eso sí, que no se alejara corriendo, ocupada en sus negocios, al dirigírsele la primera palabra. Pero ocurrió todo lo contrario. Karl ni siquiera le había hablado todavía, y sólo estaba en acecho cuando ella, así como a veces suele ocurrir que se desvíe ligeramente la mirada en medio de la conversación, dirigió la vista hacia Karl e interrumpiendo su discurso le preguntó amablemente y en un inglés claro como el de la gramática si buscaba algo.
—Ciertamente —dijo Karl—; no puedo obtener nada aquí.
—Venga entonces conmigo, chico —dijo ella.
Se despidió de su conocido, el cual se descubrió —lo que allí parecía una cortesía increíble—, tomó a Karl de la mano, se dirigió al mostrador, apartó a un huésped, abrió una puerta que allí había, atravesó el pasillo que estaba detrás del mostrador, donde había que tener cuidado con los mozos que corrían incansablemente, abrió una puerta doble, disimulada en la pared empapelada, y se encontraron en una despensa grande y fresca.
«Hay que conocer el mecanismo», se dijo Karl.
—Bien, ¿qué desea usted? —le preguntó la señora inclinándose solícita.
Era muy gruesa, su cuerpo se balanceaba; pero su rostro era de líneas casi delicadas, claro está que relativamente. De pronto, por poco se sintió tentado Karl, a la vista de tantos comestibles ordenados cuidadosamente en estantes y mesas, de pedir alguna cena más fina, sobre todo porque bien podía esperar que esa señora influyente le vendiera más barato; pero finalmente, ya que nada adecuado se le ocurría, no pidió sino tocino, pan y cerveza.
—¿Nada más? —preguntó la señora.
—No, gracias —dijo Karl—; pero que sea para tres personas.
Respondiendo a una pregunta de la señora acerca de los otros dos, hizo Karl en breves palabras un relato de lo referente a sus amigos; le causaba alegría que lo interrogaran un poco.
—Pero si es una comida para presidiarios —dijo la señora, y esperaba, evidentemente, que Karl manifestara otros deseos.
Éste temía ahora que ella le obsequiara con aquello, que no quisiera aceptar su dinero, y por eso callaba.
—Ya lo tendremos en seguida —dijo la señora. Se dirigió hacia una de las mesas, con agilidad admirable si se consideraba su gordura, cortó con un cuchillo largo, delgado, con la hoja en forma de sierra, un pedazo grande de tocino veteado con mucha carne, sacó de un estante un pan, levantó tres botellas de cerveza del suelo, puso todo esto dentro de un liviano cesto de paja y se lo entregó a Karl. Entre una y otra cosa le explicó a Karl que lo había llevado allí porque en el mostrador los comestibles dejaban, por lo general, muy pronto de ser frescos, a pesar del rápido consumo, debido al humo y a las muchas emanaciones. Pero para aquella gente todo eso era suficientemente bueno.
Karl ya no decía nada, pues no acertaba a entender cómo merecía él tratamiento tan distinguido. Pensó en sus camaradas que, por buenos conocedores del país que fueran, acaso no hubiesen llegado, con todo, hasta esa despensa y habrían tenido que contentarse con los comestibles echados a perder que se hallaban encima del mostrador. Ninguno de los ruidos del salón llegaba hasta allí; los muros debían de ser muy gruesos para conservar suficientemente frescas aquellas bóvedas.
Durante un buen rato tuvo Karl el cesto de paja en las manos; pero no pensaba en pagar, ni siquiera se movía. Sólo cuando la señora quiso poner aún en el cesto una botella parecida a aquellas que se hallaban afuera, en las mesas, él se lo agradeció estremeciéndose.
—¿Tiene usted todavía que hacer mucho camino? —preguntó la señora.
—Hasta Butterford —respondió Karl.
—Eso queda aún muy lejos —dijo la señora.
—Un día más de viaje —dijo Karl.
—¿Nada más? —preguntó la señora.
—¡Oh, no! —dijo Karl.
La señora ordenó algunas cosas encima de las mesas; entró un mozo, miró en derredor como si buscara algo; luego la señora le señaló una gran fuente en la que había un ancho montón de sardinas aderezadas con un poco de perejil y él se la llevó al salón en sus manos levantadas.
—Pero, ¿por qué quiere usted pasar la noche a la intemperie? —preguntó la señora—. Tenemos aquí bastante lugar. Duerma en nuestro hotel.
Era esto muy tentador para Karl, sobre todo porque había pasado tan mal la noche anterior.
—Tengo afuera mi equipaje —dijo vacilante y no sin un dejo de vanidad.
—Tráigalo, pues —dijo la señora—; eso no será un obstáculo.
—¡Pero mis compañeros! —dijo Karl y advirtió en seguida que éstos sí constituían un obstáculo.
—Naturalmente, también ellos pueden pernoctar aquí —dijo la señora—. ¡Que vengan! No se haga usted rogar así.
—Por otra parte, mis compañeros son buena gente —dijo Karl—, pero no son muy aseados...
—¿No ha visto usted la mugre del salón? —preguntó la señora, e hizo una mueca—. En nuestra casa puede entrar realmente el peor. Entonces, haré preparar en seguida tres camas. Eso sí, tendrá que ser en el desván porque el hotel está repleto; yo también me mudé al desván. En todo caso es mejor que a la intemperie.
—No puedo traer a mis compañeros —dijo Karl.
Se imaginaba cómo alborotarían en los pasillos de ese fino hotel; Robinsón lo ensuciaría todo y Delamarche, indefectiblemente, molestaría incluso a aquella señora.
—No sé por qué ha de ser imposible —dijo la señora—, pero si usted así lo desea, deje a sus camaradas afuera y venga solo a nuestra casa.
—Eso no puede ser; eso no puede ser —dijo Karl—; son mis compañeros y debo quedarme con ellos.
—Es usted terco —dijo la señora apartando la mirada—, se tienen con usted las mejores intenciones, gustosamente se querría ayudarle y usted se opone con todas sus fuerzas.
Karl lo reconocía, pero no sabía cómo remediarlo; por eso lo único que aún dijo fue:
—Muchísimas gracias por su gentileza.
Luego se acordó de que no había pagado todavía y preguntó por el importe de lo que llevaba.
—Pague usted cuando me devuelva el cesto —dijo la señora—; a más tardar mañana por la mañana lo necesito.
—¡Desde luego! —dijo Karl.
La señora abrió una puerta que conducía directamente al aire libre y, mientras él salía haciendo una reverencia, siguió ella hablando:
—Buenas noches, pero usted no obra bien.
Ya se había alejado unos pasos cuando una vez más gritó detrás de él:
—¡Hasta mañana!
Apenas hubo salido volvió a oír en seguida el ruido, en nada disminuido, de la sala, al que se mezclaban ahora los sones de una banda de instrumentos de viento. Sintió alegría por no haber tenido que salir atravesando la sala.
El hotel estaba iluminado ahora en todos sus cinco pisos y alumbraba la carretera que pasaba delante. Afuera seguían corriendo los automóviles, aunque ya se interrumpía su continuidad. Venían de la lejanía, creciendo mucho más rápidamente que de día; tanteaban el suelo de la carretera con los blancos rayos de sus faros. Con luces que palidecían, cruzaban la zona luminosa del hotel y se internaban velozmente en la oscuridad más distante con nuevos destellos.
Karl encontró a sus camaradas ya profundamente dormidos; Pero lo cierto es que había tardado demasiado. Precisamente pensaba extender sobre papeles que halló en el cesto, dándole así un aspecto apetitoso, lo que había traído, y despertar a los camaradas sólo cuando todo estuviera listo, cuando vio, espantado, que su baúl, que él había dejado cerrado y cuya llave llevaba en el bolsillo, estaba completamente abierto y la mitad de su contenido desparramada en derredor, sobre la hierba.
—¡Levántense! —exclamó—. Mientras ustedes dormían han venido ladrones.
—¿Acaso falta algo?—preguntó Delamarche.
Robinsón aún no estaba del todo despierto y ya extendía la mano para coger la cerveza.
—No lo sé —exclamó Karl—. Pero el baúl está abierto y es de todos modos un descuido echarse a dormir y dejar el baúl sin vigilancia.
Delamarche y Robinsón se rieron y el primero dijo:
—La próxima vez no se ausentará usted tanto tiempo. El hotel está a diez pasos de aquí y usted necesita tres horas para ir y volver. Teníamos hambre, pensábamos que usted quizá tuviera en su baúl cualquier cosa para comer y le hicimos cosquillas a la cerradura hasta que se abrió. Por otra parte, no había nada, y usted puede volver a guardárselo tranquilamente todo.
—¡Ah, sí! —dijo Karl mirando fijamente al interior del cesto que se vaciaba con rapidez y prestando atención al ruido curioso que producía Robinsón al beber pues primero el líquido le penetraba muy hondo en la garganta, para volver a ser lanzado luego hacia arriba con una especie de silbido y rodar hacia abajo sólo después en poderoso torrente.
—¿Han terminado ustedes de comer?—preguntó apenas vio que los dos tomaban un poco de aliento durante un instante.
—Pero, ¿no ha comido usted ya en el hotel? —preguntó Delamarche creyendo que Karl reclamaba su parte.
—Si quiere usted comer todavía, apresúrese —dijo Karl dirigiéndose hacia su baúl.
—Éste parece que tiene sus caprichos —dijo Delamarche a Robinsón.
—No tengo caprichos —dijo Karl—. Pero, ¿acaso está bien forzar mi baúl durante mi ausencia y arrojar mis cosas afuera? Sé que entre camaradas hay que tolerar muchas cosas y sin duda me he preparado para ello, pero esto ya es demasiado. Voy a pernoctar en el hotel y no iré a Butterford. Terminen ustedes pronto de comer. Tengo que devolver el cesto.
—Lo ves, Robinsón, así se habla —dijo Delamarche—. Ésta es la manera educada de expresarse. Es alemán y basta. Tú bien me lo habías advertido y me habías puesto en guardia contra él ya al comienzo; pero yo he sido un necio perfecto y lo he llevado con nosotros a pesar de todo. Hemos depositado en él nuestra confianza, hemos perdido así medio día por lo menos, y ahora, porque allí en el hotel alguien le ha echado el anzuelo, ahora se despide, es muy sencillo: se despide. Pero como es alemán, y por lo tanto falso, no lo hace abiertamente, sino que se busca el pretexto del baúl; y como es alemán, y por lo tanto bruto, no puede marcharse sin ofendernos en nuestro honor y nos llama ladrones, sólo por haber gastado una bromita con su baúl.
Karl, ordenando sus cosas, dijo sin volverse:
—Siga usted hablando de esa manera y así me resultará más fácil marcharme. Yo sé perfectamente lo que es la camaradería. En Europa también tuve amigos y ninguno de ellos podría reprocharme ninguna falsía, ninguna vileza. Claro que ahora hemos interrumpido nuestras relaciones; pero si alguna vez regresara yo a Europa, todos ellos me acogerían bien y me reconocerían inmediatamente como amigo. Y siendo así, ¿cómo podría yo traicionarlo a usted, Delamarche, y a usted, Robinsón; a ustedes que han sido tan amables conmigo, dispuestos a socorrerme y a procurarme un empleo de aprendiz en Butterford, cosa que jamás negaré? Pero se trata de algo muy distinto. Ustedes no tienen nada y a mis ojos eso no los rebaja en absoluto, pero ustedes me envidian mis pequeños bienes y tratan de humillarme por eso; y verdaderamente no puedo soportarlo. Y ahora, después de haber descerrajado mi baúl, no pronuncian ustedes siquiera una sola palabra de disculpa, sino que además me injurian e injurian también a mi pueblo... y con ello, claro es, ya me quitan toda posibilidad de quedarme junto a ustedes. Por lo demás, todo esto no lo digo precisamente contra usted, Robinsón; el único reparo que tengo contra su carácter es que depende usted demasiado de Delamarche.
—Ya lo vemos —dijo Delamarche acercándose a Karl y propinándole un ligero empujón como para llamar su atención—. Ya vemos cómo va usted destapándose. El día entero ha marchado usted detrás de mí, prendido a mis faldones, imitando cada uno de mis movimientos y quedándose quieto como un ratoncito. Pero ahora que se siente usted respaldado por alguna cosa en ese hotel ya comienza a pronunciar grandes discursos. Es usted un pequeño pillo y todavía no sé si vamos a admitir todo esto tranquilamente y sin más; si no vamos a exigirle que nos pague lo que durante el día ha aprendido de nosotros. Oye, Robinsón, dice que le envidiamos sus bienes. Un día de trabajo en Butterford, y ni que hablar de California, y tendremos diez veces más que lo que usted nos ha mostrado y de lo que todavía puede tener escondido en ese forro de su chaqueta. Y por eso, ¡mucho cuidado con lo que dice esa boca!
Karl se había incorporado ya y vio que entonces también se aproximaba Robinsón, medio dormido pero un tanto animado por la cerveza.
—Si me quedara mucho tiempo todavía —dijo—, debería prepararme, tal vez, para otras sorpresas más. Parece que ustedes quieren zurrarme.
—Toda paciencia se acaba —dijo Robinsón.
—Mejor será que usted se calle, Robinsón —dijo Karl sin quitarle a Delamarche los ojos de encima—; para sus adentros no deja usted de reconocer que yo tengo razón; pero, abiertamente, ¡tiene usted que tomar el partido de Delamarche!
—¿Intenta usted sobornarlo? —preguntó Delamarche.
—Ni se me ocurre —dijo Karl—. Estoy contento de irme y ya no quiero tener la menor relación con ninguno de ustedes. Una sola cosa quiero decirles todavía: usted me ha reprochado que poseo dinero y que lo he ocultado ante ustedes. En el supuesto caso de que esto fuera cierto, ¿no debía yo obrar así tratándose de gente que sólo conocía desde hacía pocas horas?, ¿no confirman ustedes, además, con su conducta presente lo acertado de semejante manera de obrar?
—Quédate tranquilo —le dijo Delamarche a Robinsón, aunque éste no se moviera. Luego preguntó a Karl—: Puesto que es usted tan desvergonzadamente sincero, lleve más lejos aún esa sinceridad, ya que estamos aquí tan amistosamente el uno frente al otro, y confiese por qué, en realidad, quiere usted ir al hotel.
Karl tuvo que retroceder un paso por encima del baúl tanto se le había aproximado Delamarche. Pero éste no abandonó por ello su propósito, apartó el baúl, dio otro paso hacia adelante, poniendo el pie sobre una pechera blanca que había quedado en la hierba, y repitió su pregunta.
Como a guisa de respuesta subió desde el camino un hombre, con una linterna de bolsillo de foco potente que se dirigió al grupo. Era un mozo del hotel. No bien vio a Karl, dijo:
—Lo estoy buscando a usted hace ya media hora. He recorrido ya todos los taludes a ambos lados del camino. La señora cocinera mayor le manda decir que necesita con urgencia el cesto de paja que le ha prestado a usted.
—Aquí está —dijo Karl, y su voz casi temblaba de excitación.
Con aparente modestia Delamarche y Robinsón se habían apartado tal como hacían siempre ante gente extraña que gozaba de un buen puesto. El mozo recogió el cesto y dijo:
—Además, la señora cocinera mayor le manda preguntar si no ha cambiado usted de parecer, si no quiere usted pernoctar en el hotel a pesar de todo. Y que también los otros dos señores serán bienvenidos, si quiere usted llevarlos. Las camas ya están preparadas. Es cierto que la noche es más bien templada, pero el dormir en esta ladera no está libre de peligros; se encuentran aquí, a menudo, víboras.
—Puesto que la señora cocinera mayor es tan amable, aceptaré su invitación a pesar de todo —dijo Karl, y esperó alguna manifestación por parte de sus camaradas. Pero Robinsón seguía allí plantado, apático, y Delamarche tenía las manos en los bolsillos del pantalón y miraba hacia las estrellas. Evidentemente los dos estaban muy confiados en que Karl los llevaría sin más.
—En este caso —dijo el mozo— tengo orden de conducirle al hotel y de llevar su equipaje.
—Si es así, espere usted un momento todavía, se lo ruego —dijo Karl y se agachó para meter dentro del baúl las pocas cosas que aún estaban dispersas por el suelo.
De pronto se irguió. Faltaba la fotografía. Antes estaba encima de los demás efectos que contenía el baúl, pero ya no aparecía por ninguna parte. Nada faltaba si no era aquella fotografía.
—No puedo encontrar la fotografía —dijo suplicante dirigiéndose a Delamarche.
—¿Qué fotografía? —preguntó éste.
—La fotografía de mis padres —dijo Karl.
—No hemos visto ninguna fotografía —dijo Delamarche.
—Ahí dentro no había ninguna fotografía, señor Rossmann —certificó también Robinsón por su parte.
—Pero si esto es imposible —dijo Karl, y sus miradas en procura de ayuda atrajeron al mozo—. Estaba encima de las demás cosas y ahora ha desaparecido. Ojalá no hubieran gastado ustedes esa broma con el baúl.
—No debe quedar la menor duda —dijo Delamarche—; en el baúl no había ninguna fotografía.
—Era para mí más importante que todo lo demás que tengo en el baúl —dijo Karl dirigiéndose al mozo que andaba de un lado para otro, revisando el césped—, puesto que es irreemplazable: ya no me enviarán otra. —Y cuando el mozo desistió de su búsqueda inútil agregó todavía—: Era el único retrato que tenía de mis padres.
A lo cual el mozo, en voz alta y sin ninguna clase de miramientos ni disimulo, dijo:
—Tal vez podríamos registrar todavía los bolsillos de los señores.
—Sí —dijo Karl en seguida—, es necesario que yo encuentre esa fotografía. Pero antes de revisar los bolsillos quiero declarar que daré el baúl con todo su contenido a quien me devuelva espontáneamente la fotografía.
Después de un momento de silencio general le dijo Karl al mozo:
—Por lo visto mis camaradas prefieren que les revisemos los bolsillos. Pero aun así le prometo a aquel en cuyo bolsillo se encuentre la fotografía el baúl entero. No puedo hacer más.
El mozo se dispuso acto seguido a registrar a Delamarche, pues le pareció un caso más difícil que Robinsón, a quien dejó por cuenta de Karl. Le advirtió a Karl que era necesario registrar a ambos simultáneamente ya que de otra manera uno de los dos podría hacer desaparecer la fotografía sin que nadie lo notare. Apenas introdujo la mano en el bolsillo de Robinsón encontró Karl una corbata que le pertenecía, mas no se apoderó de ella, y dirigiéndose al mozo exclamó:
—Déjele usted a Delamarche todo lo que le encuentre, sea lo que fuere, se lo ruego. Yo no quiero sino la fotografía, sólo la fotografía.
Al registrar los bolsillos interiores de la chaqueta tocó Karl con la mano el pecho caliente, grasiento, de Robinsón, y su conciencia le dijo, de pronto, que acaso estaba cometiendo con sus camaradas una gran injusticia. Procedió luego con la mayor prisa posible. Por otra parte todo resultó en vano; la fotografía no se encontró: ni apareció en poder de Robinsón ni la tenía Delamarche.
—No se puede hacer nada más —dijo el mozo.
—Probablemente rompieron la fotografía y tiraron los trozos —dijo Karl—. Creía yo que eran amigos, pero en secreto ellos sólo querían perjudicarme. No tanto Robinsón, a ése ni se le hubiera ocurrido que la fotografía podía tener para mí un valor semejante, sino Delamarche.
Karl vio delante de sí sólo al mozo, cuya linterna iluminaba un pequeño círculo; mientras que todo lo demás, incluso Delamarche y Robinsón, permanecía hundido en tinieblas.
Naturalmente ya nadie pensaba siquiera en la posibilidad de llevar a esos dos al hotel. El mozo alzó el baúl sobre el hombro, Karl recogió el cesto de paja y se marcharon.
Ya estaba Karl en el camino cuando, interrumpiendo sus reflexiones, se detuvo y dirigiendo su voz hacia arriba, hacia la oscuridad, exclamó:
—Oigan, si, a pesar de todo, alguno de ustedes tiene esa fotografía y quiere traérmela al hotel, la oferta del baúl sigue en pie y juro que no lo delataré.
Lo que bajó no fue en realidad una respuesta; no era sino una palabra brusca, lo que pudo oírse, el comienzo de una exclamación de Robinsón, al que seguramente Delamarche tapó súbitamente la boca. Karl se quedó esperando un largo rato todavía, para ver si los de arriba cambiaban, con todo, de decisión. Dos veces, a intervalos, exclamó:
—¡Aún sigo aquí!
Mas no le respondió sonido alguno; sólo una vez una piedra vino rodando cuesta abajo, acaso por casualidad, acaso como consecuencia de un tiro errado.
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