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Capítulo III

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Una quinta en las afueras de Nueva York

—Hemos llegado —dijo el señor Pollunder precisamente en uno de esos momentos en que Karl era vencido por el sueño.

El automóvil hallábase detenido delante de una quinta que, a la manera de las quintas de la gente rica de los alrededores de Nueva York, era más amplia y más alta de lo que generalmente exige una quinta destinada a una sola familia. Puesto que únicamente la parte inferior de la casa estaba iluminada, ni siquiera se podía apreciar hasta dónde llegaba su altura. Delante susurraban unos castaños, por entre los cuales —el enrejado ya estaba abierto— un camino breve conducía hasta la escalinata de la casa. A juzgar por el cansancio que sentía al apearse, Karl creyó comprobar que, a pesar de todo, el viaje había llevado bastante tiempo. En la oscuridad de la avenida de castaños oyó una voz de muchacha que decía junto a él:

—Pues aquí está por fin el señor Jakob.

—Me llamo Rossmann —dijo Karl tomando la mano que se le tendía, mano de una muchacha cuyos contornos distinguía ahora.

—Sólo es sobrino de Jakob —dijo el señor Pollunder a guisa de explicación—, y se llama Karl Rossmann.

—Esto no quita nada a nuestra alegría de verlo aquí —dijo la muchacha, que no daba mucha importancia a los nombres.

Sin embargo, Karl, mientras se encaminaba hacia la casa entre el señor Pollunder y la muchacha, no dejó de preguntar:

—¿Es usted la señorita Klara?

—Sí —dijo ella, y ya un poco de luz que venía de la casa y ayudaba a distinguir mejor las cosas, caía sobre su rostro, que se mantenía inclinado hacia él—, es que no quería presentarme en esta oscuridad.

«¿Pero nos habrá esperado junto a la reja?», pensó Karl despertando Poco a poco mientras andaba.

—Además tenemos otro huésped esta noche —dijo Klara.

—¡No es Posible! —exclamó Pollunder, disgustado.

—El señor Green —dijo Klara.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó Karl como embargado por un presentimiento.

—Hace un instante. ¿No habéis oído su automóvil que venía delante del vuestro?

Karl levantó los ojos hacia Pollunder para cerciorarse de cómo juzgaba éste el asunto, pero él sólo conservaba las manos en los bolsillos de sus pantalones y se limitaba a dar mayor ímpetu a sus pasos, mientras andaba.

—De nada sirve que uno viva apenas en las afueras de Nueva York. Así no le ahorran a uno las molestias. Tendremos que trasladar nuestra residencia más lejos aún, sin falta; aunque yo tenga que viajar durante la mitad de la noche para llegar a casa.

Junto a la escalinata se detuvieron.

—Pero el señor Green no ha estado aquí desde hace muchísimo tiempo —dijo Klara, que evidentemente estaba en todo de acuerdo con su padre, pero que deseaba tranquilizar a éste dominándose a sí misma.

—¿Y por qué viene precisamente esta noche? —preguntó Pollunder; y ya sus palabras rodaban furiosas por encima de su abultado labio inferior que fácilmente cobraba gran movimiento, por ser carne fláccida y pesada.

—¡Verás...! —dijo Klara.

—Quizá se vaya pronto —observó Karl, y le asombraba a él mismo su acuerdo con aquella gente, que aún ayer había sido totalmente extraña para él.

—¡Oh, no! —dijo Klara—, tiene algún gran negocio para papá y seguramente llevarán tiempo las conversaciones al respecto, pues ya me ha amenazado, en broma, que tendré que quedarme escuchando hasta la mañana si es que quiero ser una ama de casa cortés.

—Pues esto faltaba todavía. ¡Se quedará entonces a pasar la noche! —exclamó Pollunder como si con ello se hubiese alcanzado, por fin, el colmo del mal—. Yo realmente tendría ganas —dijo, y esa idea nueva volvíalo más amable—, yo realmente tendría ganas de meterlo a usted, señor Rossmann, nuevamente en el automóvil, para llevárselo de vuelta a su tío. Nuestra velada de hoy ya está echada a perder de antemano, y quién sabe cuándo su señor tío nos lo dejará otra vez. En cambio, si ya hoy mismo lo llevo a usted de vuelta, él no podrá negarnos el placer de que usted nos visite uno de los próximos días.

Y ya cogía a Karl de la mano a fin de ejecutar su proyecto. Pero Karl no se movió y Klara rogó que lo dejara quedarse, ya que al menos ella y Karl no serían molestados en nada por el señor Green; finalmente el mismo Pollunder se dio cuenta de que su decisión no era de las más firmes. Por otra parte —y esto quizá haya sido lo decisivo—, oyóse de pronto la voz del señor Green que llamaba en dirección del jardín desde el descanso superior de la escalera:

—Pero, ¿dónde se han quedado ustedes?

—Vamos —dijo Pollunder doblando hacia la escalinata. Tras él marchaban Karl y Klara, que ahora, bajo la luz, se pusieron a estudiarse mutuamente.

«¡Qué labios tan rojos tiene!», díjose Karl, y pensó en los labios del señor Pollunder y cuán bellamente éstos se habían transformado en la hija.

—Después de la cena —así decía ella— iremos inmediatamente, si está usted de acuerdo, a mis habitaciones, para que por lo menos nos libremos nosotros de ese señor Green, ya que papá necesariamente debe ocuparse de él. Y usted tendrá entonces la gentileza de tocar para mí algo en el piano, pues papá ya me ha contado qué bien lo hace usted; mientras que yo, por desgracia, soy absolutamente incapaz de ejecutar una pieza de música y no me acerco a mi piano, por más que en realidad me guste mucho la música.

Karl estaba plenamente de acuerdo con la propuesta de Klara, si bien le hubiera gustado que también el señor Pollunder participara de su compañía. Mas ciertamente, ante la gigantesca figura de Green —a la talla de Pollunder ya se había acostumbrado Karl por lo visto—, que entonces surgía ante ellos lentamente a medida que subían los escalones, abandonaba a Karl toda esperanza de encontrar alguna manera para arrancar al señor Pollunder, esa noche, de manos de tal hombre.

El señor Green los recibió apresurado, como si hubiese mucho que recuperar, cogió rápidamente el brazo del señor Pollunder y empujó a Karl y a Klara al comedor; éste ofrecía un aspecto muy de fiesta, especialmente por las flores que había sobre la mesa y que se alzaban a medias entre grupos de fresco follaje, y esta circunstancia hizo doblemente lamentable la presencia del molesto señor Green. Karl, esperando junto a la mesa a que se sentaran los demás, se alegraba precisamente de que la gran puerta de vidriera que daba al jardín quedara abierta, pues por ella entraba en grandes oleadas una fuerte fragancia como si estuviesen en un cenador del jardín, cuando precisamente el señor Green, resoplando, decidió cerrar aquella puerta de vidrio, y agachándose hasta los pasadores inferiores y estirándose para alcanzar los superiores, realizó la operación con una rapidez tan juvenil que el sirviente, a pesar de haber acudido sin demora, ya nada pudo hacer.

Las primeras palabras del señor Green, sentado ya a la mesa, fueron manifestaciones de asombro de que Karl hubiese obtenido el permiso del tío para esta visita. Una tras otra levantó hasta su boca las cucharadas llenas de sopa, declarando a diestra dirigiéndose a Klara, y a siniestra dirigiéndose al señor Pollunder, el porqué de su asombro y cómo vigilaba el tío a Karl y cómo era excesivo el amor del tío para con Karl, hasta tal punto excesivo que ya no podía llamársele amor de tío.

«Éste no se contenta con entrometerse innecesariamente aquí, aun viene a entrometerse entre el tío y yo», pensó Karl y no pudo tragar ni un sorbo de aquella sopa de color de oro. Pero por otra parte no quería que se le notase qué molesto se sentía; y mudo, púsose luego a verter la sopa dentro de su cuerpo.

Esa comida transcurría lenta como una plaga. Únicamente el señor Green y a lo sumo también Klara mostraban cierta vivacidad y hasta de cuando en cuando hallaban motivo para una breve risa. Sólo algunas veces cuando el señor Green comenzaba a hablar de negocios intervenía el señor Pollunder en la conversación. Mas también de tales conversaciones retirábase pronto, y el señor Green, pasado un rato, debía sorprenderlo de nuevo, inopinadamente, con el tema. Por lo demás recalcaba —y fue entonces cuando Karl, prestando de pronto atención como si allí se cerniese alguna amenaza, tuvo que ser advertido por Klara de que el asado se hallaba delante de él, y de que él estaba en una cena— que él, en un principio, no había tenido intención de hacer aquella visita inesperada. Pues si bien el negocio del que aún había que hablar era de particular urgencia, hubiera podido tratarse durante el día en la ciudad, en sus aspectos más importantes al menos, y las cosas secundarias hubieran podido aplazarse para el día siguiente o para más tarde. Y así, en efecto, había ido a ver al señor Pollunder mucho antes de la hora del cierre de los comercios; mas no habiéndolo encontrado, hablase visto obligado a avisar por teléfono a su casa que esa noche no iría y a emprender ese pequeño viaje.

—Entonces debo pedirle disculpas yo —dijo Karl en alta voz y antes de que nadie tuviera tiempo de responder—, pues es culpa mía el que el señor Pollunder haya abandonado hoy su comercio más temprano; lo siento mucho.

El señor Pollunder cubrió gran parte de su rostro con la servilleta y Klara ciertamente sonrió a Karl, pero ésta no era una sonrisa de consentimiento, sino más bien parecía destinada a influir de alguna manera sobre él.

—No hace falta ninguna excusa —dijo el señor Green partiendo en ese preciso momento una paloma, con agudas incisiones—, todo lo contrario; estoy muy contento de pasar la noche en tan agradable compañía, en lugar de cenar solo, en mi casa, servido por mi vieja ama de llaves, tan vieja que hasta el camino desde la puerta hasta mi mesa le cuesta un gran esfuerzo; yo puedo arrellanarme en mi sillón tranquilamente durante un buen rato si quiero observarla mientras recorre ese trecho. Sólo hace poco he conseguido que el sirviente lleve las comidas hasta la puerta del comedor; pero ese trecho desde la puerta hasta la mesa le corresponde a ella, por lo que alcanzo a entender.

—¡Dios mío! —exclamó Klara—, ¡qué lealtad!

—Sí, todavía hay lealtad en este mundo —dijo el señor Green llevándose un bocado a la boca, donde su lengua, según observó casualmente Karl, recogía el manjar con elástico movimiento. El verlo casi le produjo náuseas, y se levantó. Y con un movimiento casi simultáneo el señor Pollunder y Klara cogieron sus manos.

—Quédese usted sentado todavía —dijo Klara. Y cuando de nuevo se hubo sentado, ella le susurró—: Pronto desapareceremos juntos. Tenga usted paciencia.

Entretanto el señor Green se entregaba tranquilamente a su comida, como si fuese el deber natural del señor Pollunder y de Klara tranquilizar a Karl si él le provocaba náuseas.

La comida se prolongaba, sobre todo por el esmero con que el señor Green trataba cada plato, si bien se le veía dispuesto siempre y sin descanso a aceptar cada nuevo plato; parecía realmente que pretendiera resarcirse a fondo de su vieja ama de llaves. De vez en cuando elogiaba el arte con que la señorita Klara dirigía la casa, lo cual a ella le causaba un agrado evidente, mientras que Karl sentía tentaciones de repelerlo como si la atacase. Pero el señor Green no se contentaba sólo con ocuparse de ella, sino que lamentaba a menudo y sin levantar la vista de su plato la notable falta de apetito de Karl. El señor Pollunder se puso a defender el apetito de Karl, a pesar de que, en su carácter de huésped, también él hubiera tenido que alentar a Karl, instándolo a que comiera. Y en efecto, Karl, sufriendo durante toda la cena semejante opresión, se sintió tan susceptible que, contra todo lo que su propio entendimiento le decía, interpretó esa manifestación del señor Pollunder como una descortesía. Y sólo debido a ese estado peculiar comía de pronto más de la cuenta y a una velocidad inconveniente, pero abandonaba luego nuevamente tenedor y cuchillo durante un largo rato, cansado, el más inmóvil de la reunión, con lo cual el sirviente que traía los platos a menudo no sabía qué hacer.

—Mañana mismo le contaré al señor senador cómo ha ofendido usted a la señorita Klara no queriendo comer —dijo el señor Green y se limitó a expresar la intención burlona de esas palabras por cierta manera de manejar los cubiertos—. Mire usted a esta chica, qué triste está —continuó tocando a Klara debajo del mentón. Ella le dejó hacer cerrando los ojos.

—¡Qué graciosilla eres! —exclamó arrellanándose, y con la fuerza del saciado y la cara arrebatada, se echó a reír. En vano intentó Karl explicarse la conducta del señor Pollunder. Éste permanecía sentado con la vista fija en su plato, contemplándolo como si fuese allí donde sucedía lo que en verdad importaba. No atrajo hacia sí la silla de Karl; y si alguna vez hablaba, lo hacía con todos y a Karl no tenía nada especial que decirle. En cambio toleraba que Green, ese viejo y escaldado solterón neoyorquino, tocase con intención bien evidente a Klara, que ofendiese a Karl, invitado de Pollunder; o que, cuando menos, lo tratase como a un niño y que cobrase ánimo para emprender luego quién sabe qué hazañas.

Después de levantarse la mesa —al percatarse Green de la disposición de ánimo general, fue el primero en incorporarse y en hacer levantar a todos junto con él, por así decirlo— se encaminó Karl, solo, apartándose, hasta una de las grandes ventanas, divididas por angostos listones blancos, que daban a la terraza y que en realidad, según pudo advertirlo al acercarse, eran verdaderas puertas. ¿Qué había quedado de aquella antipatía que el señor Pollunder y su hija habían mostrado al comienzo para con Green y que entonces le había parecido a Karl un tanto incomprensible? Ahora se quedaban allí junto a Green y asentían a todo lo que éste decía. El humo del cigarro del señor Green —un obsequio de Pollunder que ostentaba aquel grosor que solía aparecer de cuando en cuando en los cuentos de su padre, como un hecho que probablemente él mismo no había visto jamás con sus propios ojos— se propagaba por la sala y llevaba la influencia de Green también a rincones y nichos en que, personalmente, no pondría jamás el pie. Por más alejado que Karl permaneciera, sentía continuamente el cosquilleo que aquel humo le producía en la nariz; y la conducta del señor Green, al cual dirigió una sola vez una fugaz mirada desde el sitio donde estaba, le pareció infame. Ahora ya no creía nada imposible que el tío le hubiese negado tan obstinadamente el permiso para esta visita tan sólo porque conocía la debilidad de carácter del señor Pollunder y que, por lo tanto, aunque no lo previese con exactitud, consideraba, sin embargo, dentro de las cosas posibles el que Karl pudiese sufrir alguna ofensa durante la visita. Tampoco le gustaba aquella muchacha norteamericana, aunque de ninguna manera se la había imaginado mucho más bonita. Al contrario, desde que el señor Green se ocupaba de ella, hasta le sorprendía la belleza que su rostro era capaz de expresar y especialmente el brillo de sus ojos indomablemente vivaces. Jamás hasta entonces había visto una falda que como la de ella ciñese un cuerpo con tanta firmeza: pequeños pliegues que se formaban en la tela amarillenta, delicada y firme, mostraban vigorosamente la tensión. Y no obstante nada le importaba ella a Karl y de buen grado habría renunciado a que le condujera a sus habitaciones si en cambio hubiese podido abrir esa puerta sobre cuyo picaporte había puesto las manos y subir al automóvil; o bien, si ya dormía el chófer, irse caminando solo hasta Nueva York. La noche clara, con aquella luna llena que se inclinaba hacia él, quedaba abierta para todos y a Karl le pareció absurdo que afuera, a la intemperie, quizá pudiera tenerse miedo. Se imaginaba —y por primera vez se sentía realmente bien en aquella sala— cómo, por la mañana —antes seguramente no sería probable que llegase a su casa a pie—, sorprendería al tío. Por cierto, nunca hasta entonces había estado en el dormitorio de su tío, ni siquiera sabía dónde estaba, mas ya lo averiguaría. Y entonces llamaría a la puerta, y al oír un convencional «¡pase!», entraría corriendo y sorprendería al querido tío —a quien hasta la fecha sólo conocía vestido y abotonado totalmente— en camisa de dormir incorporado en la cama, dirigiendo hacia la puerta los ojos asombrados. Quizás esto aun no fuese mucho por sí solo, pero había que imaginar qué consecuencias tendría. Quizá se desayunaría junto con su tío por primera vez, el tío en la cama, él sentado en una silla, el desayuno sobre una mesita entre los dos, y quizás ese desayuno en común se convirtiera en costumbre permanente. Quizá por causa de ese desayuno —cosa que apenas podía evitarse— se reunirían ellos más a menudo que una sola vez por día como hasta ahora, y entonces, naturalmente, podrían hablarse con mayor franqueza también. Porque en el fondo sólo se debía a la ausencia de semejante cambio de opiniones, que se inspira en la franqueza mutua, el que ese día se hubiese mostrado un tanto desobediente o, más bien, testarudo con el tío. Y aunque esa noche tuviese que pasarla allí —lamentablemente todo parecía indicarlo, a pesar de que le dejaban estar allí, junto a la ventana, divirtiéndose por su cuenta—, tal vez esta desdichada visita podría convertirse en el punto crítico a partir del cual mejoraría todo lo concerniente a sus relaciones con su tío; quizás éste, ahora en su dormitorio, abrigaba pensamientos parecidos esta noche.

Algo consolado, se volvió. Delante de él estaba Klara, que dijo:

—¿Pues no le gusta a usted nada estar aquí entre nosotros? ¿No quiere usted sentirse como en su casa? Venga, haré un último esfuerzo.

Lo condujo, atravesando la sala, a la puerta. Junto a una mesa lateral estaban sentados los dos señores, ante bebidas ligeramente espumeantes que llenaban unos vasos altos; bebidas desconocidas para Karl y que le hubiera gustado probar. El señor Green apoyaba uno de sus codos sobre la mesa, toda su cara se arrimaba lo más posible al señor Pollunder; si uno no hubiese conocido al señor Pollunder, muy bien hubiera podido suponer que allí se estaba negociando algo criminal Y no comercial. Mientras que el señor Pollunder acompañó a Karl con una mirada amable hasta la puerta, Green a pesar de que cualquiera, aunque sea involuntariamente, suele seguir la dirección de las miradas de su interlocutor, no hizo el menor gesto como para volverse hacia Karl, a cuyos ojos esa conducta parecía expresar una especie de convicción de Green de que cada uno de ellos, Karl y Green, por sí mismo, debía intentar bastarse allí con sus propias facultades Y que el necesario enlace social entre ellos ya se establecería con el tiempo, Por la victoria o el aniquilamiento de cualquiera de los dos.

«Si es que se propone esto —decía Karl—, es un necio. Realmente no quiero nada de él y que él a su vez me deje en paz a mí.»

Cuando apenas pisaba el pasillo ocurriósele que probablemente se había conducido con descortesía, pues casi había dejado que Klara lo arrastrara fuera de la sala, mientras que él tenía fijos los ojos en Green; por ello, tanto más solícito andaba ahora a su lado. Atravesando aquellos pasillos no quiso dar fe a sus ojos, primero, a ver a cada veinte pasos un sirviente de lujosa librea con un candelabro cuyo grueso mango rodeaban ambas manos.

—La nueva instalación eléctrica está colocada hasta ahora sólo en el comedor —explicó Klara—. Compramos esta casa no hace mucho y la hicimos reconstruir totalmente, en la medida en que, en general, admite reconstrucciones una casa vieja de estructura tan rígida.

—Entonces, también en América hay casas viejas —dijo Karl.

—Naturalmente —dijo Klara y, riendo, siguió arrastrándolo—. Tiene usted una idea muy curiosa de América.

—No debe usted reírse de mí —dijo él con enfado. Al fin y al cabo, él ya conocía Europa y América y ella sólo América.

Al pasar, Klara abrió una puerta extendiendo ligeramente la mano y dijo sin detenerse:

—Aquí dormirá usted.

Karl, claro está, deseaba ver el cuarto en seguida; pero Klara declaró impaciente, casi a voz en grito, que ya tendría tiempo para ello y que la siguiese. Anduvieron un rato de aquí para allá, por el pasillo; finalmente se le antojó a Karl que no tenía por qué obedecer a Klara en todo, se desasió, pues, con cierta violencia y entró en el cuarto. La sorprendente oscuridad que había delante de la ventana encontró su explicación en la copa de un árbol que allí se mecía en todo su grandor. Oyóse un canto de pájaro. En el cuarto mismo, a cuyo interior no llegaba todavía la luz de la luna, no podía distinguirse casi nada, por cierto. Karl lamentó no haber llevado la linterna eléctrica que su tío le había regalado. En aquella casa una linterna de bolsillo era realmente indispensable; con unas cuantas de esas linternas se hubiera podido permitir a los sirvientes que se fueran a dormir. Sentóse en el alféizar y miró y escuchó hacia afuera. Un pájaro incomodado parecía abrirse paso a través del follaje del viejo árbol. El silbato de un tren suburbano neoyorquino sonó en alguna parte, allá en la campiña. Todo lo demás permanecía en silencio.

Mas no por mucho tiempo, pues Klara entró apresurada. Con manifiesto enojo y golpeándose la falda exclamó:

—Pero, ¿qué significa esto?

Karl se propuso contestarle sólo cuando se mostrase más cortés. Pero ella se le acercó a grandes pasos y exclamó:

—Decídase. ¿Quiere usted venir conmigo o no? —Y ya sea intencionadamente, o ya sólo debido a su excitación, le dio un empujón tan fuerte contra el pecho que él se habría precipitado de la ventana afuera si no hubiese alcanzado el piso con los pies, deslizándose, en el último momento, del alféizar.

—Por poco me caigo afuera —dijo en un tono lleno de reproche.

—Lástima que no haya sucedido. ¡Se conduce usted muy mal! Le voy a empujar de nuevo.

Y realmente lo abrazó y lo llevó, con sus músculos acerados por el deporte, casi hasta la ventana; pues él, en la consternación del primer momento, había olvidado oponerse con todo su peso. Pero allí reflexionó, se libró con un movimiento de caderas y la abrazó.

—¡Ay, me hace usted daño! —dijo ella al instante.

Pero entonces creyó Karl que ya no debía volver a soltarla. Si bien la dejaba en libertad de moverse cuanto quería, seguía sus pasos sin soltarla. ¡Era tan fácil, por otra parte, estrecharla así, con aquel vestido tan ajustado que llevaba!

—Déjeme usted —susurró, y su cara encendida permanecía muy cerca de la suya; debía él esforzarse si quería verla, tan cerca la tenía—. Déjeme usted, le daré algo muy bonito.

«¿Por qué suspira tanto? —pensó Karl—; esto no puede dolerle ya que no la aprieto», y seguía sin soltarla. Pero de repente, después de un instante de permanecer callado y sin prestar atención, sintió de pronto que las fuerzas de la muchacha crecían nuevamente contra su propio cuerpo; ya se le había escurrido y ella cogiéndolo con un hábil movimiento desde arriba, se defendió de sus piernas con posiciones de los pies, empleando una extraña técnica de lucha; mientras respiraba con gran regularidad, fue empujándolo delante de sí hacia la pared. Allí había un diván; en aquel diván recostó a Karl y sin inclinarse demasiado sobre él, dijo:

—Ahora muévete si puedes.

—Gata, gata rabiosa —fueron las únicas palabras que Karl acertó a exclamar en aquel torbellino de rabia y vergüenza en que se encontraba—. ¡Si estarás loca, gata rabiosa!

—Ten cuidado con lo que dices —dijo ella, y deslizando una de sus manos por el cuello de él, comenzó a estrangularlo con tanta fuerza que Karl se sintió totalmente incapaz de hacer otra cosa que jadear. Con la otra mano acometía contra su mejilla, palpándola como a manera de ensayo, retirando esa mano nuevamente al aire una y otra vez y cada vez más lejos, pudiendo dejarla caer en cualquier instante con una bofetada.

—¿Qué pasaría —preguntaba al mismo tiempo— si, como castigo por tu conducta frente a una dama, te mandara yo a tu casa con una bonita paliza? Puede que eso te sirviera para tu vida futura, aunque no fuese un motivo de bellos recuerdos. Pero me das lástima; y eres un muchacho soportablemente hermoso y, si hubieras aprendido el jiu—jitsu, probablemente me habrías zurrado tú. Y, sin embargo, sin embargo..., me tienta terriblemente eso de darte una bofetada, tal como estás ahora acostado. Es probable que luego lo lamente; pero si lo hiciese, bueno será que lo sepas desde ahora, lo haré casi contra mi propia voluntad. Y en tal caso, naturalmente, no me contentaré con una sola bofetada, sino que te las daré a derecha e izquierda, hasta que se te hinchen las mejillas. Tal vez seas un hombre de honor —casi estoy por creerlo— y no querrás seguir viviendo con las bofetadas, y te eliminarás del mundo. ¿Pero por qué, por qué has estado contra mí de tal manera? ¿Acaso no te gusto? ¿No vale la pena venir a mi cuarto? ¡Atención! Ahora casi te hubiera dado una bofetada sin querer. Pues si hoy todavía te escapas sin más, la próxima vez pórtate con mejor educación. Yo no soy tu tío, con el cual puedes ser obstinado. Por otra parte quiero advertirte, eso sí, que no debes creer, en el caso de que te suelte sin abofetearte, que tu situación presente y el ser abofeteado de veras sean cosas equivalentes, desde el punto de vista del honor. Si tal quisieras creer, preferiría yo con todo abofetearte realmente. ¿Qué dirá Mack cuando le cuente todo esto?

Al recordar a Mack soltó a Karl, y en los pensamientos poco claros de éste Mack surgió como un libertador. Sintió todavía durante unos momentos más la mano de Klara en su cuello, siguió retorciéndose un poco por lo tanto y luego se quedó quieto.

Ella lo invitó a que se levantara, mas él no respondió, ni se movió. Encendió ella una vela en alguna parte, la habitación quedó alumbrada y en el cielo raso apareció un dibujo de fantasía, azul, zigzagueante; pero Karl, con la cabeza apoyada en el almohadón del sofá, yacía tal como Klara lo había dejado y permanecía completamente inmóvil. Klara anduvo por el cuarto, su falda crujía en torno a sus piernas, y luego se detuvo un largo rato, seguramente junto a la ventana.

Al rato se la oyó preguntar:

—¿Se te pasó ya el enfado?

Resultábale muy penoso a Karl no poder encontrar tranquilidad alguna en aquella habitación que el señor Pollunder le había destinado para pasar la noche. Por ella ambulaba esa muchacha, se paraba y hablaba, ¡y él ya estaba tan harto, tan indeciblemente harto de ella! Dormir pronto y luego irse de allí era su único deseo. Ya ni quería acostarse en la cama; le bastaba con aquel diván. Sólo acechaba que ella se fuese, para saltar a la puerta y echarle el cerrojo y arrojarse luego, de nuevo, sobre el diván. ¡Tenía tal necesidad de estirarse y de bostezar!, pero delante de Klara no quería hacerlo. Y se quedaba, pues, así acostado, miraba fijamente hacia arriba, sentía cómo su rostro se tornaba cada vez más inmóvil, y una mosca que volaba en su derredor centelleaba ante sus ojos, sin que él supiera a ciencia cierta qué era.

Klara se le acercó de nuevo, se inclinó buscando la dirección de sus miradas y si él no se hubiese dormido habría tenido que mirarla.

—Me voy ahora —dijo ella—. Quizá más tarde tengas ganas de ir a verme. La puerta que conduce a mis habitaciones es la cuarta a contar de ésta y queda de este mismo lado del pasillo. Pasas, pues, por tres puertas más y la que luego encuentres será la mía. Ya no bajaré a la sala, me quedaré ahora en mi cuarto. Me has fatigado. No pienso precisamente quedarme esperándote; pero si quieres ir puedes hacerlo. Acuérdate de que has prometido tocar algo en el piano para mí. Pero quizá yo te haya enervado y extenuado del todo y ya no puedas moverte. Si es así quédate y duerme a tu gusto. A mi padre por el momento, no le diré ni una palabra de nuestra riña; dejo constancia de ello por si esto te preocupa.

Luego, frente a su aparente fatiga, abandonó el cuarto de prisa, en dos saltos.

Inmediatamente se incorporó Karl y se quedó sentado; ese decúbito ya se le había hecho insoportable. A fin de moverse un poco fue hasta la puerta y echó una mirada al pasillo. ¡Qué tinieblas había allí! Bien contento se sentía cuando después de haber cerrado la puerta echándole la llave, se hallaba de nuevo ante su mesa, a la luz de la bujía. Resolvió no quedarse por más tiempo en esa casa; bajaría para ver al señor Pollunder y le diría francamente de qué manera lo había tratado Klara —nada le importaba confesar su derrota— y con tal motivo, seguramente suficiente, pediría permiso para marcharse a su casa, en un vehículo o a pie.

Si el señor Pollunder tuviese que oponer algún reparo a ese regreso inmediato, Karl al menos le rogaría que le hiciese acompañar por un sirviente hasta el próximo hotel. De ese modo, tal como Karl lo proyectaba, no se procedía generalmente con los amables huéspedes, por cierto; pero era más raro aún que se procediese tal como Klara lo había hecho con un visitante. Ella hasta había llegado a considerar que era gentileza el prometer no decirle nada al señor Pollunder acerca de la riña, pero esto ya era cosa de poner el grito en el cielo. ¿Acaso él había sido invitado a una demostración de lucha romana, de manera que podía resultar vergonzoso para él el haber sido echado por una muchacha que seguramente se había pasado la mayor parte de su vida aprendiendo tretas de lucha romana? Para colmo, quizá fuera Mack quien le había enseñado. Que se lo contara todo, pues; ése seguramente sería comprensivo, esto Karl lo sabía, aunque jamás había tenido oportunidad de comprobarlo prácticamente. Mas Karl sabía también que si Mack le enseñase a él, sus progresos serían mucho mayores aún que los de Klara; entonces algún día volvería allí, muy probablemente sin ser invitado, examinaría primero el lugar, claro está, el lugar cuyo conocimiento exacto había sido una gran ventaja para Klara, tomaría luego a esa misma Klara y batiendo con ella ese diván, sobre el cual ella lo había arrojado hoy, sacudiría el polvo.

Entonces sólo se trataba de encontrar el camino de regreso a la sala, donde por otra parte, seguramente por causa de su primera distracción, había dejado su sombrero en algún sitio inconveniente. Por cierto que llevaría con él la vela, pero ni aún así, con luz, sería fácil orientarse. Por ejemplo, ni siquiera sabía si su cuarto estaba situado en la misma planta que la sala. Mientras venían, Klara lo había arrastrado constantemente, tanto que ni había podido volverse. El señor Green y los sirvientes portadores de candelabros también le habían dado que pensar; en pocas palabras, ahora, efectivamente, ni siquiera sabía si habían pasado por una o por dos o por ninguna escalera. A juzgar por la vista que ofrecía, su aposento estaba situado bastante alto y Karl, por lo tanto, trataba de imaginar que habían recorrido escaleras, mas ya para llegar a la puerta principal de la casa había sido necesario subir escaleras y además, ¿por qué no había de ser más elevado este frente de la casa? ¡Pero si al menos, en alguna parte del pasillo, se hubiera podido vislumbrar la menor claridad que saliese de alguna puerta, o si se hubiera oído, por apagada que fuese, una voz lejana!

Su reloj de bolsillo, un regalo de su tío, señalaba las once; cogió la vela y salió al pasillo. Dejó abierta la puerta para poder al menos volver a encontrar su cuarto en el caso de resultar vana su búsqueda y luego, en caso de extrema necesidad, la puerta del cuarto de Klara. Para mayor seguridad apoyó una silla contra la puerta, a fin de que no se cerrase por sí sola.

En el pasillo surgió el inconveniente de que en dirección a Karl —naturalmente se dirigió hacia la izquierda alejándose de la puerta de Klara— soplaba una corriente de aire que, aunque muy débil, hubiera podido apagar la vela fácilmente, de manera que Karl tuvo que proteger la llama con la mano deteniéndose además a menudo para que se recobrara la llama sofocada. Avanzaba lentamente, por lo que el camino le pareció doblemente largo. Karl había pasado ya por largos trechos de paredes que carecían totalmente de puertas; no podía uno imaginarse qué había tras ellas. Luego, sucedíanse las puertas unas tras otras; trató de abrir varias, pero estaban cerradas y por lo visto deshabitados los cuartos. Aquello era un despilfarro sin par del espacio, y Karl pensó en los alojamientos del este neoyorquino que el tío prometió mostrarle, y donde en una pequeña habitación, según se decía, moraban varias familias y donde el rincón de un cuarto constituía el hogar de una familia, rincón en el cual los niños se agrupaban en torno de sus padres. Y aquí había, en cambio, tantos cuartos que permanecían desocupados y sólo servían para sonar a hueco cuando se golpeaban sus puertas.

El señor Pollunder le pareció a Karl un hombre desviado, descaminado por falsos amigos, loco por su hija y echado a perder por ello. Sin duda el tío lo juzgaba como correspondía, y sólo su principio de no influir sobre el criterio que Karl se formaba de la gente era culpable de aquella visita, de aquellas andanzas por los pasillos. Esto Karl se lo diría al día siguiente a su tío, sin más, pues de acuerdo con sus principios el tío escucharía también el juicio del sobrino sobre él mismo, gustosa y tranquilamente. Por otra parte, ese principio era quizá lo único que a Karl le disgustaba en su tío, y ni aun ese desagrado era absoluto.

Súbitamente terminó una de las paredes del pasillo y vino a ocupar su lugar una balaustrada de mármol, fría como el hielo. Colocó Karl la vela a su lado y se asomó cautelosamente. Una ráfaga de oscura vacuidad sopló a su encuentro. Si aquello era el salón principal de la casa —a la luz de la bujía apareció un trozo de abovedado cielo raso—, ¿por qué entonces no habían entrado ellos por este salón o vestíbulo? ¿Para qué, sí, para qué podía servir aquel recinto grande y profundo? Uno se encontraba allí arriba como en la galería de una iglesia. Casi lamentaba Karl no poder quedarse hasta el día siguiente; le hubiera gustado hacerse conducir a todas partes por el señor Pollunder y que le ilustraran acerca de todas las cosas.

Por lo demás, no era muy larga la balaustrada y pronto fue acogido Karl de nuevo por el pasillo cerrado. En un recodo repentino del pasillo dio Karl con todo su cuerpo contra el muro y sólo el cuidado ininterrumpido con que la sostenía salvó la vela, felizmente, de caer o de apagarse. Puesto que el pasillo no acababa nunca, que en ninguna parte se veía una ventana que permitiese una mirada al exterior, que nada se movía ni en lo alto ni en lo bajo, llegó a pensar Karl que se hallaba girando continuamente en un mismo pasillo circular y esperó encontrar, acaso, la puerta abierta de su cuarto; pero no volvió a encontrar ni ésta ni la balaustrada. Hasta entonces Karl se había abstenido de llamar en voz alta, pues no quería provocar un alboroto en casa ajena y a hora tan avanzada. Pero finalmente comprendió que no sería del todo injustificado hacerlo, en aquella casa exenta de alumbrado, y precisamente se disponía a gritar hacia ambos lados del pasillo un retumbante «¡hola!» cuando al mirar hacia atrás, divisó una lucecilla que se aproximaba. Sólo entonces pudo estimar la longitud de aquel pasillo rectilíneo; la mansión era una fortaleza, no una quinta. Tan grande fue la alegría de Karl con motivo de aquella luz salvadora que, olvidando toda precaución corrió hacia ella; al dar los primeros saltos ya se apagó su vela. Pero él no le dio importancia: venía a su encuentro un viejo sirviente con un farol y éste ya le indicaría el buen camino.

—¿Quién es usted? —preguntó el sirviente acercando el farol a la cara de Karl e iluminando así al mismo tiempo la suya propia. Su rostro apareció un poco rígido por estar encuadrado en una barba cerrada, grande y blanca, que le llegaba en sedosos rizos hasta el pecho.

«Leal sirviente ha de ser éste ya que se le permite gastar semejante barba», pensó Karl contemplándola fijamente en toda su extensión y sin sentirse molesto por el hecho de que él mismo fuese observado. Por lo demás respondió en seguida que él era huésped del señor Pollunder, que deseaba ir de su cuarto al comedor y que no podía encontrarlo.

—¡Ah, sí! —dijo el sirviente—, todavía no hemos instalado la luz eléctrica.

—Lo sé —dijo Karl.

—¿No quiere usted encender su vela en mi farol? —preguntó el sirviente.

—Por cierto —dijo Karl haciéndolo.

—Hay tantas corrientes de aire aquí en los pasillos —dijo el sirviente—; la vela se apaga fácilmente, por eso llevo yo un farol.

—Sí, un farol resulta mucho más práctico —dijo Karl.

—Claro, ya está usted completamente salpicado por el sebo de la vela —dijo el sirviente recorriendo con la luz de la bujía el traje de Karl.

—¡Pues no lo había notado! —exclamó Karl, y lo lamentó mucho, ya que se trataba de un traje negro del que su tío había dicho que le quedaba mejor que ninguno. Tampoco —acordóse entonces— le habría aprovechado al traje aquella riña con Klara.

El sirviente fue bastante amable y se puso a limpiar el traje en cuanto esto era posible, es decir, a la ligera; Karl giraba delante de él, una y otra y otra vez, mostrándole, aquí o allá, alguna mancha más que el sirviente quitaba obedientemente.

—¿Por qué, en realidad, hay aquí tantas corrientes de aire? —preguntó Karl una vez que siguieron andando.

—Porque todavía queda aquí mucho por edificar —dijo el sirviente—; por cierto se ha comenzado ya con los trabajos de reconstrucción, pero esto marcha muy lentamente. Ahora para colmo están en huelga los obreros de la construcción, como usted tal vez sepa. Muchos disgustos causa una obra semejante. Ahora se han abierto por ahí algunas brechas grandes que nadie cierra y la corriente de aire atraviesa toda la casa. Si yo no tuviera los oídos tapados con algodón, no podría subsistir.

—¿Entonces, seguramente, debo hablar más alto? —preguntó Karl.

—No, tiene usted voz clara —dijo el sirviente—. Pero volviendo a esta obra de construcción: especialmente aquí, en las proximidades de la capilla, que más tarde deberá ser separada sin falta del resto de la casa, la corriente de aire es insoportable.

—La balaustrada por la que se llega a este pasillo da, por lo tanto, a una capilla.

—Sí.

—Ya me lo imaginaba yo —dijo Karl.

—Es una verdadera singularidad —dijo el sirviente—; si no hubiese sido por ella, el señor Mack seguramente no habría comprado la casa.

—¿El señor Mack? —preguntó Karl—. Yo creía que la casa pertenecía al señor Pollunder.

—Ciertamente —dijo el sirviente—, pero el señor Mack ha dicho la palabra decisiva en esta compra. ¿No conoce usted al señor Mack?

—¡Oh, sí! —dijo Karl—, ¿pero en qué relación está él con el señor Pollunder?

—Es el novio de la señorita —dijo el sirviente.

—Esto por cierto no lo sabía —dijo Karl, y se detuvo.

—¿Y le asombra tanto? —preguntó el sirviente.

—No; sólo quiero enterarme. Si ignora uno tales relaciones, puede cometer las mayores faltas —respondió Karl.

—Pues me extraña que no le hayan dicho a usted nada de esto —dijo el sirviente.

—Sí, realmente —dijo Karl; avergonzado.

—Habrán creído sin duda que usted ya lo sabía —dijo el sirviente—, puesto que no es ninguna novedad. Por lo demás, ya hemos llegado. —Diciendo esto abrió una puerta tras la cual apareció una escalera que conducía verticalmente hacia la puerta trasera del comedor, tan espléndidamente iluminado como en el momento de su llegada.

Antes de que Karl entrara en el comedor, desde el cual se oían las voces de los señores Pollunder y Green exactamente como hacía ya dos horas, dijo el sirviente:

—Si quiere usted, le esperaré aquí y le llevaré luego hasta su habitación. De todas maneras no es nada fácil orientarse en esta casa en la primera noche.

—No he de volver a mi cuarto —dijo Karl; sin saber por qué se ponía triste al dar esta información.

—Bueno, no será tan grave —dijo el sirviente sonriendo con leve superioridad y dándole palmadas en el brazo. Seguramente se explicaba él las palabras de Karl creyendo que éste abrigaba la intención de quedarse durante la noche entera en el comedor, conversando con los señores y bebiendo con ellos. Karl no quería hacer confidencias en aquel momento; además pensó que ese sirviente, que le gustaba más que los otros de la casa, podría indicarle luego el camino y el rumbo que debía tomar para Nueva York, y por eso dijo:

—Si quiere usted esperar aquí, será naturalmente muy amable por su parte y lo acepto con gratitud. De todas maneras volveré a salir dentro de breves momentos y luego le diré lo que pienso hacer. Creo que realmente aún me hará falta su ayuda.

—Bien —dijo el sirviente, colocó el farol en el suelo y se sentó sobre un pedestal bajo que nada tenía encima, cosa que probablemente se relacionaba también con la reconstrucción de la casa—. Entonces esperaré aquí. La vela puede usted dejármela, si le parece —agregó todavía el sirviente al ver que Karl se disponía a entrar en la sala con la vela encendida.

—Qué distraído soy —dijo Karl alcanzándole la vela al sirviente; éste no hizo más que asentir con un movimiento de cabeza, sin que se supiera a las claras si lo hacía intencionadamente o si sólo causaba ese efecto porque estaba acariciándose la barba con la mano.

Karl abrió la puerta, que chirrió fuertemente, mas no por su culpa, pues estaba formada de una sola pieza de vidrio que casi se doblaba si alguien abría la puerta con rapidez sosteniéndola sólo por el picaporte. Karl soltó la puerta asustado, pues él había querido entrar, precisamente, en medio del mayor silencio. Ya no quería volverse atrás y aún tuvo tiempo de advertir cómo tras él, el sirviente, que por lo visto había descendido de su pedestal, cerraba la puerta cautelosamente y sin el menor ruido.

—Perdonen ustedes que les moleste —dijo dirigiéndose a los dos señores, quienes lo miraron con sus rostros grandes, asombrados. Mas al mismo tiempo abarcó la sala al vuelo de una mirada, para ver si podía encontrar pronto, en alguna parte, su sombrero. Pero éste no estaba visible en parte alguna, la mesa del comedor se veía totalmente desocupada; quién sabe si el sombrero no había sido llevado de alguna manera —cosa bien desagradable— a la cocina.

—¿Pero dónde ha dejado usted a Klara? —preguntó el señor Pollunder, a quien por otra parte no parecía desagradar la interrupción, pues en seguida cambió de posición en su butaca, dando ahora a Karl todo su frente.

El señor Green se hizo el desentendido, extrajo una cartera de bolsillo que era un monstruo de su especie en cuanto a tamaño y grosor y pareció buscar una pieza determinada en sus muchas subdivisiones; pero mientras buscaba leía también otros papeles que, en ese momento, caían en sus manos.

—Deseo pedirle un favor y no quisiera que lo interpretase usted mal —dijo Karl aproximándose presuroso al señor Pollunder y posando la mano, para estar bien cerca de él, sobre el brazo del sillón.

—¿Y cuál es el favor que quiere usted pedirme? —preguntó el señor Pollunder dirigiendo a Karl una mirada franca, exenta de recelo—. Claro que está concedido desde ahora. —Y rodeando a Karl con un brazo lo atrajo hacia sí, colocándolo entre sus piernas.

Karl lo toleró de buen grado, a pesar de que, en general, se consideraba excesivamente adulto para semejante tratamiento. Pero así resultaba naturalmente más difícil pronunciar su ruego.

—Y bien, ¿le gusta a usted estar con nosotros? —preguntó el señor Pollunder—. ¿No le parece a usted también que se siente uno, por así decirlo, libertado, aquí, en el campo, al llegar de la ciudad? Por lo general —y una mirada de reojo imposible de ser interpretada erróneamente, medio ocultada por el cuerpo de Karl, fue lanzada hacia el señor Green—, por lo general vuelvo a tener esta sensación nuevamente cada noche.

«Habla —pensó Karl— como si nada supiera de esta casa grande, de los pasillos interminables, de la capilla, de los aposentos vacíos, de esas tinieblas que hay por todas partes.»

—Y bien —dijo el señor Pollunder—, ¡venga esa petición! —Sacudió a Karl amistosamente; pero éste permanecía mudo.

—Le ruego —dijo Karl y por más que bajara la voz resultaba inevitable que aquel señor Green, sentado al lado, lo escuchase todo (y a Karl le hubiera gustado tanto callar ante él aquella petición que, posiblemente, podía interpretarse como una ofensa a Pollunder)—, le ruego que me permita usted regresar a mi casa ahora mismo, durante la noche.

Y puesto que lo más grave ya estaba dicho, todo lo demás se agolpaba por salir cuanto antes; sin recurrir a la menor mentira, dijo cosas en las cuales realmente ni había pensado antes.

—Me gustaría, por lo que más quiero en el mundo, regresar a mi casa. Volveré aquí gustosamente, pues allí donde está usted, señor Pollunder, estoy a gusto también yo. Sólo que hoy no puedo quedarme. Ya lo sabe usted, mi tío no me dio de buen grado el permiso para esta visita. Sin duda ha tenido para ello sus buenos motivos como para todo lo que él hace y yo me he atrevido, oponiéndome a su mejor entendimiento, a forzarle, de hecho, a que me conceda el permiso. He abusado, ni más ni menos, de su amor hacia mí. No viene al caso ahora qué reparos puede haber tenido contra esta visita; yo sólo sé, con certeza absoluta, que nada había en esos reparos que pudiera ofenderle a usted, señor Pollunder, a usted que es el mejor amigo de mi tío, el mejor de los mejores. Ninguno puede compararse con usted, ni remotamente, en lo relativo a la amistad que le profesa mi tío. Esto es en verdad la única excusa para mi desobediencia, pero no es excusa suficiente. Puede ser que usted no tenga conocimiento exacto de la relación que media entre mi tío y yo; por lo tanto quiero hablar sólo de lo más evidente y comprensible. En tanto que mis estudios de inglés no hayan concluido y que yo no haya adquirido conocimientos suficientes del comercio práctico dependo enteramente de la bondad de mi tío, de la que, por cierto, puedo disfrutar como pariente consanguíneo. No debe usted creer que ya ahora podría yo, de alguna manera, ganarme el pan de un modo decente... y de cualquier otra cosa líbreme Dios. Es lamentable: mi educación ha sido muy poco práctica en ese sentido. He cursado como alumno mediocre cuatro años de un colegio secundario europeo; y esto para ganar dinero, significa mucho menos que nada, pues nuestros colegios secundarios o gymnasium son muy retrógrados en cuanto a su plan de enseñanza. Se reiría usted si yo le contara lo que he estudiado. Si uno sigue estudiando, si termina el gymnasium e ingresa en la Universidad, seguramente se equilibra todo eso de algún modo y al cabo tiene uno su cultura ordenada, que sirve para algo y que confiere el aplomo necesario para ganar dinero. Pero yo he sido lamentablemente arrancado de la integridad de esos estudios; a veces creo que no sé nada, y finalmente, por lo demás, todo lo que yo podría saber sería poco para los norteamericanos. Ahora, desde hace poco, se instala de vez en cuando en mi país algún gymnasium reformado, donde se estudian también lenguas modernas y acaso las ciencias económicas; cuando yo dejé el colegio primario, esto no existía todavía. Cierto es que mi padre deseaba que yo tomara lecciones de inglés; pero, en primer término, yo no podía sospechar entonces ni remotamente la desgracia que caería sobre mí y hasta qué punto necesitaría yo el inglés; y en segundo lugar tenía mucho que estudiar para el gymnasium, de manera que no me quedaba mucho tiempo para otras ocupaciones. Menciono todo esto para demostrarle hasta qué punto dependo de mi tío y cuánta gratitud le debo, por consiguiente. Usted admitirá sin duda que en tales circunstancias no debo yo permitirme hacer absolutamente nada contra su voluntad, aun en el caso en que sólo presintiera yo que algo lo contrariara. Y por eso, para enmendar aunque sólo fuese a medias la falta que he cometido con él, debo marcharme en seguida a mi casa.

Durante ese largo discurso escuchó el señor Pollunder atentamente y a menudo, en especial cuando era mencionado el tío, estrechó a Karl, si bien en forma imperceptible, y algunas veces miró con seriedad y como lleno de expectación hacia Green, el cual seguía ocupándose de su billetera. Y Karl, con la mayor claridad que cobraba durante su discurso la conciencia de su posición frente a su tío, se ponía cada vez más intranquilo e involuntariamente intentaba librarse del brazo de Pollunder. Todo allí lo aprisionaba; el camino hacia su tío, a través de la puerta de cristal, por la escalera, por la avenida de árboles, y por las carreteras a través de los suburbios, hasta la gran arteria que desembocaba en la casa de su tío, aparecía ante él como algo rigurosamente unido que estaba preparado para él, vacío y liso, y lo llamaba con voz potente. Confundíanse vagamente la bondad del señor Pollunder y la asquerosidad del señor Green, y de ese cuarto lleno de humo ya no quería para sí sino el permiso de despedirse. Si bien se sentía acabado frente al señor Pollunder, frente al señor Green estaba dispuesto a luchar. Lo llenaba, sin embargo, en derredor un miedo indefinido, cuyos accesos le enturbiaban los ojos.

Retrocedió un paso y quedó a igual distancia del señor Pollunder y del señor Green.

—¿No quería usted decirle algo? —preguntó el señor Pollunder al señor Green, y tomó la mano de éste como rogándole.

—No sé qué podría yo decirle —dijo el señor Green, que finalmente había extraído de su billetera una carta que colocó delante de sí sobre la mesa.

—Es sumamente loable que quiera volver al lado de su tío y, de acuerdo con toda previsión humana, habría que creer que le causaría con ello una gran alegría. A no ser que su tío ya se hubiera enojado con exceso por su desobediencia, cosa que también es posible. Entonces ciertamente, sería mejor que se quedara. No es, pues, fácil decir nada cierto y definido. Aunque los dos somos amigos de su tío y costaría un gran esfuerzo descubrir diferencias de grado entre la amistad mía y la del señor Pollunder, nada podemos ver de lo que sucede en el corazón de su tío, y mucho menos aún a través de los muchos kilómetros que ahora nos separan de Nueva York.

—Por favor, señor Green —dijo Karl acercándose a él y venciendo así sus impulsos más íntimos—, según me parece, se desprende de sus palabras que también usted considera que lo mejor para mí sería volver inmediatamente.

—No he dicho tal cosa, de ninguna manera —repuso el señor Green abismándose en la contemplación de la carta cuyos márgenes recorría con los dedos, de un lado para otro. Parecía querer insinuar así que él había sido preguntado por el señor Pollunder y que a éste le había contestado, mientras que nada tenía que ver en realidad con Karl.

Entretanto el señor Pollunder se había aproximado a Karl, y alejándolo suavemente del señor Green lo llevó hasta una de las grandes ventanas.

—Querido señor Rossmann —dijo inclinándose al oído de Karl y, como para apercibirse, enjugóse la cara con el pañuelo y, deteniéndose en la nariz, se sonó—, no vaya usted a creer que yo quiero retenerlo aquí contra su voluntad. Ni que pensarlo. Eso sí, no puedo poner a su disposición el automóvil, pues está guardado en un garaje público ya que todavía no he tenido tiempo de instalar uno propio aquí, donde todo está formándose todavía. El chófer por su parte no duerme en esta casa, sino cerca del garaje, realmente ni yo mismo sé dónde. Por otra parte ni siquiera es su deber estar ahora en su casa; su deber es sólo presentarse aquí a tiempo, por la mañana temprano, con el coche; pero todo esto no sería obstáculo para su regreso inmediato, pues si usted se empeña en ello, le acompañaré en seguida hasta la próxima estación del tren suburbano, que por cierto queda tan lejos que usted no ha de llegar a su casa mucho antes que si mañana temprano —puesto que a las siete ya partimos— viene usted conmigo en mi automóvil.

—Sí, señor Pollunder, yo preferiría irme en el tren de cercanías —dijo Karl—. Ni siquiera se me había ocurrido pensar en el tren suburbano. Usted mismo afirma que llegaré antes con él que por la mañana con el automóvil.

—Pero es sólo una diferencia pequeñísima.

—No obstante, no obstante, señor Pollunder —dijo Karl—. En recuerdo de su amabilidad vendré a visitarlo siempre, con mucho gusto, en el supuesto caso, naturalmente, de que usted, a pesar de mi conducta de hoy, aún quiera invitarme; y quizá la próxima vez pueda yo expresarle mejor por qué es hoy tan importante para mí cada minuto en que pueda yo adelantar esa entrevista con mi tío. —Y como si ya hubiera recibido el permiso de partir añadió:— Pero usted no debe acompañarme, de ninguna manera. Es por lo demás absolutamente innecesario. Allá afuera espera un sirviente que con gusto me acompañará hasta la estación. Sólo me falta ahora encontrar mi sombrero. —Y al decir las últimas palabras ya atravesaba el cuarto, apresurado, en una última tentativa de encontrar su sombrero a pesar de todo.

—¿No podría yo facilitarle una gorra? —dijo el señor Green sacando una del bolsillo—. Tal vez casualmente le quede bien.

Karl se detuvo consternado y dijo:

—No voy a quitarle yo su gorra. Además puedo marcharme perfectamente con la cabeza descubierta. No necesito nada.

—Esta gorra no es mía. ¡Tómela usted!

—Bueno, pues, se lo agradezco —dijo Karl para no entretenerse y tomó la gorra.

Se la puso y al pronto se echó a reír, pues era perfectamente de su medida; la tomó de nuevo entre sus manos y la contempló: buscaba en ella alguna cosa especial mas no pudo descubrirla; era una gorra completamente nueva.

—¡Qué bien me va! —dijo.

—Ya lo ve usted, ¡le va bien! —exclamó el señor Green golpeando sobre la mesa.

Karl ya se dirigía a la puerta en busca del sirviente, cuando se levantó el señor Green y, estirándose después de la cena abundante y del largo descanso, se dio unos puñetazos en el pecho y en un tono entre consejo y orden dijo:

—Antes de marcharse, debe usted despedirse de la señorita Klara.

—Sí, tiene usted que hacerlo —dijo también el señor Pollunder que asimismo se había levantado. Pero por el tono de sus palabras se advertía claramente que no le salían del corazón; dejaba caer las manos y éstas golpeaban levemente contra la costura de su pantalón, y abotonaba y desabotonaba una y otra vez su chaqueta que, de acuerdo con la moda del momento, era muy corta y le llegaba apenas hasta las caderas, cosa que no convenía al vestir de personas tan gruesas como el señor Pollunder. Por otra parte, cuando se le veía, como en aquel momento, junto al señor Green, se tenía la clara impresión de que en el caso del señor Pollunder no se trataba de una corpulencia sana; la espalda estaba un poco encorvada en toda su mole, el vientre tenía aspecto blando e inconsistente, era una verdadera carga, y la cara se presentaba pálida y acongojada. En cambio allí estaba el señor Green, quizá un poco más grueso todavía que el señor Pollunder, pero ésta ya era una gordura proporcionada, conexa, que se sostenía en equilibrio; los pies permanecían juntos, en actitud militar, y llevaba la cabeza erguida y oscilante; parecía un gran gimnasta, un instructor de gimnastas.

—Vaya usted, pues, primero —insistió el señor Green— a ver a la señorita Klara. Esto seguramente le causará a usted placer y además encaja perfectamente en mi horario. Pues, en efecto, antes de irse usted de aquí tengo que decirle algo, algo por cierto interesante, algo que probablemente podrá ser decisivo también en cuanto a su regreso se refiere. Sólo que, por desgracia, una orden superior me obliga a no revelarle nada antes de la medianoche. Puede usted imaginarse que yo mismo lo siento, ya que esto perturba mi descanso nocturno, pero cumplo así mi encargo. Ahora son las once y cuarto, por lo tanto podré concluir todavía mis conversaciones comerciales con el señor Pollunder, para lo cual su presencia sólo complicaría, y usted podrá pasar un buen ratito todavía junto a la señorita Klara. Luego, a las doce en punto preséntese usted aquí, y se enterará de lo necesario.

¿Acaso podía Karl rechazar semejante invitación que realmente exigía de él sólo un mínimo de cortesía y gratitud para con el señor Pollunder y que, por otra parte, le formulaba un hombre bastante bruto que no tomaba parte en el asunto, mientras que el señor Pollunder, a quien el asunto tocaba de cerca, se quedaba lo más reservado posible, tanto de palabras como de miradas? ¿Y qué sería aquella cosa interesante de la cual él podía enterarse sólo a medianoche? Si el asunto no iba a apresurar luego su regreso, al menos en esos tres cuartos de hora en que ya lo retrasaba, bien poco podía interesarle. Pero su duda mayor consistía en si podía él ir a ver a Klara, que era en verdad su enemigo. ¡Si al menos llevara consigo aquel puño de hierro que su tío le regaló como pisapapeles! El cuarto de Klara bien podía resultar una cueva bastante peligrosa. Pero ya era imposible del todo en aquel lugar decir la menor cosa contra Klara, puesto que era la hija de Pollunder y para colmo, según acababa de enterarse, la novia de Mack. Si ella sólo se hubiera conducido con él de otro modo, aunque la diferencia hubiera sido pequeñísima, gracias a sus relaciones la habría admirado francamente. Aún estaba reflexionando sobre todo esto cuando se dio cuenta de que no se le pedían reflexiones, pues Green abrió la puerta y, dirigiéndose al sirviente que saltó del pedestal, dijo:

—Conduzca usted a este joven hasta la señorita Klara.

«Esto sí que se llama ejecutar órdenes», pensó Karl al ver cómo lo arrastraba el sirviente a la habitación de Klara por un camino singularmente corto, casi corriendo, jadeante en su debilidad senil.

Al pasar por su cuarto, cuya puerta aún se hallaba abierta, quiso entrar un instante, tal vez para tranquilizarse un poco. Pero el sirviente no lo consintió.

—No —dijo—, usted debe ir a ver a la señorita Klara. Lo ha oído usted mismo.

—Me quedaría sólo un momento ahí dentro —dijo Karl, y pensó echarse un rato en el sofá para lograr mayor variedad de situaciones y a fin de que el tiempo que faltaba para medianoche transcurriese así más rápidamente.

—No dificulte usted la ejecución de mi cometido —dijo el sirviente.

«Éste parece considerar que es un castigo el que yo tenga que ir a ver a la señorita Klara», pensó Karl y dio unos pasos; pero luego se detuvo nuevamente, por pura terquedad.

—Pero venga usted, señorito —dijo el sirviente—, ya que está usted aquí. Yo sé que quería usted marcharse esta misma noche, pero no todo sucede de acuerdo con los deseos de uno; ya decía yo que esto seguramente no sería posible.

—Sí, quiero marcharme y me marcharé —dijo Karl—; y ahora voy a despedirme de la señorita Klara, y nada más.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo el sirviente, y bien podía notar Karl en su semblante que no creía nada de esto—. ¿Por qué, entonces, vacila usted en despedirse? Venga, pues.

—¿Quién anda por el pasillo? —resonó la voz de Klara, y se la vio asomarse por una puerta próxima sosteniendo en la mano una gran lámpara de mesa, de pantalla roja.

El sirviente se le acercó presuroso y presentó su informe. Karl lo siguió lentamente.

—Llega usted tarde —dijo Klara.

Sin contestarle por lo pronto, dijo Karl al sirviente en voz baja pero, ahora que ya conocía su carácter, adoptando el tono de una orden severa:

—¡Usted me esperará pegado a esta puerta!

—Ya estaba para acostarme —dijo Klara colocando la lámpara sobre la mesa.

Exactamente como allá abajo en el comedor, también aquí el sirviente cerró con gran cautela la puerta desde fuera.

—Pues ya son las once y media pasadas.

—¿Las once y media pasadas? —repitió Karl en un tono interrogante, como asustado por esas cifras—. Pero entonces debo despedirme en seguida —dijo Karl—, pues a las doce en punto debo encontrarme abajo, en el salón comedor.

—¡Qué negocios urgentes tiene usted! —dijo Klara arreglándose distraída los pliegues de su bata de noche, que llevaba muy suelta. Le ardía la cara y sonreía sin cesar. Karl creyó reconocer que ya no había peligro alguno de trabarse en lucha nuevamente con Klara—. ¿No podría usted, con todo, tocar todavía algo en el piano, aunque fuese muy poca cosa, tal como ayer me lo prometió papá y hoy usted mismo?

—¿Pero no es demasiado tarde ya?—preguntó Karl.

Mucho le hubiese agradado complacerla, pues era muy distinta en ese momento, como si de alguna manera se hubiese elevado hasta las esferas de Pollunder y, más allá aún, hasta las de Mack.

—Sí, claro, ya es tarde —dijo, y parecía que ya habían desaparecido sus ganas de escuchar música—. Además aquí cada sonido resuena en la casa entera; estoy convencida de que si toca usted se despertará hasta la servidumbre que duerme allá arriba, en el desván.

—Pues entonces no tocaré. Además espero con seguridad volver; y por otra parte, si no es demasiada molestia, visite usted alguna vez a mi tío y en tal oportunidad venga por un momento también a mi habitación. Tengo un piano magnífico. Me lo ha regalado mi tío. Y entonces tocaré, si usted lo desea, todas las piezas que sé; no son muchas por desgracia, ni le cuadran a un instrumento tan grande, en el cual sólo virtuosos deberían de hacerse oír. Pero también este placer podrá usted tenerlo si me comunica con anticipación su visita, pues mi tío quiere contratar próximamente para mí a un maestro famoso —ya se imaginará usted cuánto me alegro por tal motivo—, y la ejecución de éste ciertamente valdrá la pena y usted podrá escucharla si viene a visitarme durante la clase. Si debo ser sincero, estoy realmente contento de que ya sea tarde para tocar, pues todavía no sé nada. Usted se asombraría de cuán poco sé. Y ahora permítame que me despida, al fin y al cabo ya es hora de dormir. —Y ya que Klara lo miraba bondadosamente y no parecía guardarle rencor alguno por la riña, añadió sonriendo mientras le tendía la mano—: En mi patria suele decirse: «Duerme bien y sueña dulcemente».

—Espere usted —dijo ella sin tomar su mano—, quizá debería usted tocar, sin embargo. —Y desapareció a través de una pequeña puerta lateral junto a la cual estaba el piano.

«Pero, ¿qué pasa aquí? —pensó Karl—. No puedo esperar mucho tiempo por más amable que ella sea.»

Llamaron a la puerta del pasillo, y el sirviente, sin atreverse a abrir del todo, susurró a través de una pequeña rendija:

—Perdone usted; acabo de recibir orden de regresar y no puedo seguir esperando.

—Vaya usted, entonces —dijo Karl, quien ahora se animaba a encontrar solo el camino hasta el comedor—. Déjeme usted solamente el farol delante de la puerta. Y, a propósito, ¿qué hora es?

—Faltan pocos minutos para las doce menos cuarto —dijo el sirviente.

—Qué despacio pasa el tiempo —dijo Karl.

El sirviente se disponía ya a cerrar la puerta cuando Karl se acordó de que aún no le había dado la propina; sacó, pues, una moneda de plata del bolsillo de su pantalón —ahora llevaba siempre las monedas, según la costumbre americana, sueltas y sonantes en el bolsillo del pantalón; en cambio guardaba los billetes en el bolsillo del chaleco— y se la dio con estas palabras al sirviente:

—Por sus buenos servicios.

Klara ya había vuelto a entrar, con las manos sobre su peinado bien firme, cuando se le ocurrió a Karl que con todo no debía haber dejado marchar al sirviente; ¿quién lo conduciría a la estación del tren suburbano? Pero en este caso el señor Pollunder ya pondría a su disposición a algún otro sirviente; y quizá, por otra parte, el que lo acompañó sólo había sido llamado al comedor y luego quedaría disponible.

—Bueno, a pesar de todo le ruego que toque un poco. Tan rara vez oímos música aquí que no quiero dejar escapar ninguna oportunidad de escucharla.

—Pues entonces, ahora mismo —dijo Karl, y sin reflexionar más se sentó inmediatamente al piano.

—¿Desea usted algún cuaderno de música? —preguntó Klara.

—Gracias; si ni siquiera sé leer las notas correctamente —respondió Karl; y ya estaba tocando.

Era una cancioncilla que, como bien sabía Karl, debía haberse tocado con cierta lentitud para que resultara con algún sentido, si los que la escuchaban eran extraños; pero él la despachó frangollándola en el peor de los tiempos de marcha. Cuando hubo terminado, el silencio perturbado de la casa volvió a ocupar su sitio, como presa de un gran hacinamiento. Y ellos permanecieron sentados, como cohibidos, sin moverse.

—Muy bonito —dijo Klara, pero no había fórmula de cortesía capaz de halagar a Karl después de semejante ejecución.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las doce menos cuarto.

—Entonces todavía me queda un ratito —dijo, y para sus adentros pensaba: «O una cosa u otra. No es necesario que yo toque las diez canciones, todas las que sé; pero una de ellas puedo tocarla bien, dentro de mis posibilidades.»

Dio comienzo a su amada canción soldadesca con tal lentitud que la ansiedad repentinamente despertada del oyente se estiraba hacia la nota próxima, que Karl retenía y sólo a duras penas soltaba. Porque, en efecto, para cada canción tenía que ir primero buscando las teclas necesarias con los ojos; pero además sentía nacer en sí como una congoja que, más allá del fin de la canción, buscaba aún otro final, sin poder hallarlo.

—Si no sé nada —dijo Karl después de concluir la canción, y miró a Klara con lágrimas en los ojos.

En ese momento se oyó un ruidoso aplauso desde el cuarto contiguo.

—¡Hay alguien más que escucha! —exclamó Karl, del todo agitado.

—Mack —dijo Klara en voz baja.

Entonces se oyó la voz de Mack que llamaba:

—¡Karl Rossmann, Karl Rossmann!

Casi saltó Karl con los dos pies a un tiempo por encima de la banqueta del piano y abrió la puerta. Vio allí a Mack, sentado y medio acostado en una gran cama imperial, la colcha suelta echada sobre las piernas. El baldaquino de seda azul tenía algo de primoroso, algo de muchacha, y era el único lujo de esa cama, por lo demás sencilla, angulosa, hecha de madera pesada. En la mesita de noche ardía sólo una vela, pero la ropa de la cama y la camisa de Mack eran tan blancas que reflejaban la luz de la vela que caía sobre ellas con un resplandor casi fulgurante; también el baldaquino resplandecía, por lo menos en los bordes, con su seda ligeramente ondulada y no muy firmemente tendida. Pero detrás de Mack, sin transición alguna, hundíase la cama y todo lo demás en una oscuridad completa. Klara se apoyó en un barrote de la cama y ya sólo tuvo ojos para Mack.

—Salud —dijo Mack tendiéndole la mano a Karl. Toca usted bastante bien; hasta ahora yo sólo conocía su habilidad en la equitación.

—Hago una cosa tan mal como la otra —dijo Karl—. Si hubiera sabido que estaba escuchando usted, seguramente no habría tocado. Pero su señorita... —Se interrumpió, vaciló en decir «novia», puesto que Mack y Klara evidentemente ya dormían juntos.

—Ya lo presentía yo —dijo Mack—, por eso Klara tuvo que atraerle a usted desde Nueva York hasta aquí, pues de otro modo su música jamás hubiera llegado a mis oídos. Es por cierto una interpretación propia de un novicio, y aun en esas canciones que usted estudió bien y cuya composición es muy primitiva ha cometido usted algunas faltas; pero, de todas maneras, el oírlo fue un gusto para mí; sin considerar, en absoluto, que no desprecio la ejecución de nadie. ¿Pero no quiere usted sentarse y quedarse un rato más con nosotros? Klara, ¿por qué no le acercas una silla?

—Se lo agradezco —dijo Karl atropelladamente—. No puedo quedarme, aunque me gustaría permanecer aquí. Demasiado tarde llego a enterarme de que hay en esta casa cuartos tan agradables y cómodos.

—Estoy reconstruyendo toda la casa de esta manera —dijo Mack.

En ese instante resonaron doce campanadas rápidas, una tras otra, con breves intervalos, cayendo el golpe de una dentro aún de la resonancia de la anterior. El soplo de esa gran agitación de las campanas llegó hasta las mejillas de Karl. ¡Qué aldea era ésta que poseía semejantes campanas!

—Es tardísimo —dijo Karl; tendió a Mack y a Klara sus manos sin coger las de ellos y salió corriendo al pasillo. Allí no encontró el farol y lamentó haber dado al sirviente la propina con tanta precipitación.

Se disponía a marchar a tientas, palpando la pared, hasta la puerta abierta de su cuarto; pero apenas hubo recorrido la mitad de ese camino vio al señor Green acercarse presuroso, tambaleante. En la mano, con la cual además sostenía la vela, llevaba una carta.

—Pero, ¿por qué no viene usted, Rossmann? ¿Por qué me hace usted esperar? ¿Qué anduvo haciendo en el cuarto de la señorita Klara?

«He aquí muchas preguntas —pensó Karl—. Y ahora, para colmo, me está apretando contra la pared»; pues, en efecto, el otro se le puso delante, muy junto a él, y Karl se quedó con la espalda pegada a la pared. El tamaño que cobraba Green en ese pasillo era francamente grotesco y Karl se planteó, aunque en broma, la cuestión de si acaso habría devorado al buen señor Pollunder.

—Verdaderamente no es usted hombre de palabra. Promete bajar a las doce y en vez de hacerlo ronda la puerta de la señorita Klara. Yo en cambio le he prometido una cosa interesante para medianoche y aquí estoy ya, y se la traigo. —Y diciendo esto le entregó a Karl la carta.

En el sobre decía: «A Karl Rossmann, para ser entregado personalmente a medianoche, dondequiera que se le encuentre».

—Al fin y al cabo —dijo el señor Green mientras Karl abría la carta— ya es, creo yo, bastante digno de reconocimiento el que yo haya venido ex profeso desde Nueva York por usted, de manera que no está nada bien que me haga correr detrás de usted por estos pasillos.

—¡De mi tío! —dijo Karl apenas hubo mirado la carta—. Ya me lo esperaba —dijo dirigiéndose al señor Green.

—Que lo haya esperado usted o no, me resulta tremendamente indiferente. Pero lea usted de una vez —dijo arrimándole a Karl la vela.

A su resplandor, Karl leyó:

Querido sobrino: como ya lo habrás advertido durante nuestra convivencia, por desgracia en exceso breve, soy íntegramente un hombre de principios. Esto no sólo es muy desagradable y triste para quienes me rodean, sino también para mí; pero a mis principios debo todo lo que soy y nadie tiene el derecho de exigir que yo niegue mi existencia sobre la tierra tal como soy; nadie, tampoco tú, querido sobrino mío, aunque tú precisamente serías el primero de toda la fila si alguna vez se me ocurriese tolerar semejante ataque general contra mí. Entonces serías precisamente tú a quien más me gustaría recoger y levantar en alto con estas dos manos con las que ahora escribo y sostengo el papel. Pero, puesto que por el momento nada indica que tal cosa pudiera suceder alguna vez, resulta indispensable que, después del suceso de hoy, yo te aparte de mí, y te ruego encarecidamente que ni vengas a verme tú mismo, ni busques mi relación por carta o por mediadores. En contra de mi voluntad te has decidido a alejarte de mi lado esta noche y si es así, conserva esa decisión tuya durante toda tu vida; sólo entonces habrá sido una decisión varonil. He escogido como portador de esta nueva al señor Green, mi mejor amigo, que seguramente encontrará para ti suficientes palabras consoladoras, palabras de que yo, por cierto, no dispongo en este momento. Es hombre de influencia y, aunque no fuera sino por amor hacia mí, te ayudará en tus primeros pasos independientes, moral y materialmente. Para comprender esta separación nuestra que ahora, al concluir esta carta, me parece nuevamente inconcebible, es necesario que yo me repita nuevamente: nada bueno viene de tu familia, Karl. Si el señor Green se olvidara de entregarte tu baúl y tu paraguas, recuérdaselo.

Con los mejores deseos para tu bienestar de ahora en adelante, se despide de ti tu leal tío

Jakob.

—¿Ha terminado ya? —preguntó Green.

—Sí —dijo Karl—. ¿Me trajo usted el baúl y el paraguas? —preguntó.

—Aquí está —dijo Green colocando en el suelo, junto a Karl, el viejo baúl de viaje que hasta aquel momento había mantenido oculto a sus espaldas.

—¿Y el paraguas? —siguió preguntando Karl.

—Aquí lo tiene usted todo —dijo Green y sacó también el paraguas que había colgado de uno de los bolsillos de su pantalón—. Estas cosas las ha traído un tal Schubal, un capataz de maquinistas de la Hamburg—Amerika—Linie; decía haberlas encontrado en el barco; oportunamente puede usted darle las gracias.

—Ahora, por lo menos, vuelvo a tener mis viejas cosas —dijo Karl, y puso el paraguas sobre el baúl.

—Sí, pero en el futuro debería usted cuidarlas un poco más; se lo manda decir el señor senador —observó el señor Green, y luego, aparentemente obedeciendo a su curiosidad particular, preguntó—: ¿Qué clase de baúl tan extraño es éste?

—Es un baúl de los que llevan en mi patria los soldados cuando van a prestar el servicio militar —respondió Karl—, es el antiguo baúl de campaña de mi padre. Es, por otra parte, bastante práctico —agregó sonriendo—, suponiendo que no se le deje abandonado.

—Al fin y al cabo ya está usted bastante escarmentado —dijo el señor Green— y seguramente no tiene usted en América otro tío. Además aquí le doy un billete de tercera clase para San Francisco. He decidido este viaje para usted; porque, en primer término, las posibilidades de ganar dinero son mucho mayores para usted en el Este y porque, en segundo término, aquí, en todas las cosas que podrían convenirle, algo tiene que ver su tío y cualquier encuentro debe ser evitado. En Frisco puede usted trabajar perfectamente sin que nadie lo moleste; comience usted tranquilamente muy abajo y trate de ir levantándose poco a poco.

Karl no podía percibir malicia alguna en esas palabras: la mala noticia que había estado encerrada en Green durante la noche entera ya estaba dada, y a partir de ese momento Green parecía un hombre inofensivo con el cual quizá podría hablarse más abiertamente que con cualquier otro. El mejor de los hombres, elegido sin culpa propia para mensajero de una resolución tan secreta y torturadora, parecerá sospechoso por fuerza mientras la lleve encima.

—En seguida —dijo Karl esperando oír la aprobación de un hombre experto— abandonaré esta casa, pues sólo fui recibido en ella como sobrino de mi tío; siendo un extraño, nada tengo que hacer aquí. ¿Tendría usted la amabilidad de mostrarme la salida y de conducirme luego hasta un camino que me sirva para llegar hasta la próxima fonda?

—Pero volando —dijo el señor Green—. Ya me causa usted no pocas molestias.

Al ver la prisa de esos grandes pasos que Green ya iniciaba acto seguido, Karl se detuvo; ésta sí que era una prisa sospechosa. Cogió a Green por el borde inferior de la chaqueta y, comprendiendo de pronto el verdadero estado de las cosas, dijo:

—Hay algo que deberá usted explicarme todavía: en el sobre de la carta que usted debía entregarme dice solamente que debo recibirla a medianoche, dondequiera que se me encuentre. ¿Por qué entonces me ha retenido usted aquí con motivo de esa carta cuando a las once y cuarto quería yo marcharme? Ahí se propasó usted en el uso de las facultades que se le habían conferido.

Green inició su respuesta con un ademán que expresaba exageradamente la futilidad de la observación de Karl y dijo luego:

—¿Acaso dice en el sobre que yo, por su causa, deba matarme corriendo, y acaso el texto de la carta permite deducir que así deba comprenderse el rótulo? Si no le hubiera retenido, no habría tenido más remedio que entregarle la carta a medianoche en la carretera.

—No —dijo Karl imperturbable—; no es del todo así. En el sobre dice: «para ser entregado después de medianoche». Si estaba usted demasiado cansado, entonces, tal vez, no hubiera podido seguirme de ninguna manera; o bien, cosa que ciertamente también negaba el señor Pollunder, a medianoche ya habría llegado, ya estaría yo junto a mi tío; o finalmente hubiera sido su deber llevarme de vuelta a casa de mi tío en su propio automóvil —el cual de pronto ya ni se mencionaba—, puesto que tanto pedía yo volver. ¿No expresa con máxima claridad el sobre escrito que la medianoche aún había de ser un último plazo para mí? Y es usted quien tiene la culpa de que yo no haya aprovechado ese plazo.

Karl miró a Green con ojos penetrantes y reconoció ciertamente cómo luchaba en él la vergüenza que le provocaba aquel descubrimiento con la alegría que le deparaba el logro de su intención. Finalmente se repuso y en un tono como destinado a cortarle la palabra a Karl, quien hacía rato ya estaba callado, dijo:

—¡Ni una palabra más! —Y así lo empujó afuera (él ya había recogido de nuevo su baúl y su paraguas) a través de una pequeña puerta situada delante de él y que abrió de un golpe.

Karl, lleno de asombro, se vio al aire libre. Frente a él, una escalera sin pasamano agregada a la casa conducía al jardín. Sólo hacía falta que bajara y que luego se dirigiera ligeramente a la derecha, hacia la avenida que llevaba a la carretera. No era posible en absoluto extraviarse con aquel claro de luna tan luminoso. Abajo, en el jardín, oyó los múltiples ladridos de perros que corrían sueltos a la redonda por entre las sombras de los árboles. En el silencio general que reinaba oíase muy exactamente cómo, después de ejecutar grandes saltos, daban con sus cuerpos contra el césped.

Sin que lo molestaran estos perros salió felizmente Karl del jardín. No sabía establecer, a ciencia cierta, en qué dirección estaría Nueva York. Durante el viaje de venida había prestado demasiado poca atención a los pormenores que ahora habrían podido serle útiles. Al fin díjose que no era indispensable que fuese a Nueva York, donde nadie lo esperaba, donde hasta había alguien que, con toda seguridad, no lo esperaba. Eligió, pues, una dirección cualquiera y emprendió la marcha.

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Franz Kafka: Obras completas

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