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En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado

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Durante la semana siguiente K esperó día tras día una notificación: no podía creer que hubieran tomado literalmente su renuncia a ser interrogado y, al llegar el sábado por la noche y no recibir nada, su puso que había sido citado tácitamente en la misma casa y a la misma hora. Así pues, el domingo se puso en camino, pero esta vez fue directamente, sin perderse por las escaleras y pasillos; algunas personas que se acordaban de él le saludaron, pero ya no tuvo que preguntarle a nadie y encontró pronto la puerta correcta. Le abrieron inmediatamente después de llamar y, sin ni siquiera mirar a la mujer de la otra vez, que permaneció al lado de la puerta, quiso entrar en seguida a la habitación contigua.

—Hoy no hay sesión —dijo la mujer.

—¿Por qué no? —preguntó K sin creérselo. Pero la mujer le convenció al abrir la puerta de la sala. Realmente estaba vacía y en ese estado se mostraba aún más deplorable que el último domingo. Sobre la mesa, que seguía situada sobre la tarima, había algunos libros.

—¿Puedo mirar los libros? —preguntó K, no por mera curiosidad, sino sólo para aprovechar su estancia allí.

—No —dijo la mujer, y cerró la puerta—. No está permitido. Los libros pertenecen al juez instructor.

—¡Ah, ya! —dijo K, y asintió—, los libros son códigos y es propio de este tipo de justicia que uno sea condenado no sólo inocente, sino también ignorante.

—Así será—dijo la mujer, que no le había comprendido bien.

—Bueno, entonces me iré—dijo K.

—¿Debo comunicarle algo al juez instructor? —preguntó la mujer.

—¿Le conoce? —preguntó K.

—Naturalmente —dijo la mujer—. Mi marido es ujier del tribunal.

K advirtió que la habitación, en la que la primera vez sólo vio un barreño, ahora estaba amueblada como el salón de una vivienda normal. La mujer notó su asombro y dijo:

—Sí, aquí disponemos de vivienda gratuita, pero tenemos que limpiar la sala de sesiones. La posición de mi marido tiene algunas desventajas.

—No me sorprende tanto la habitación —dijo K, que miró a la mujer con cara de pocos amigos—, como el hecho de que usted esté casada.

—¿Hace referencia al incidente en la última sesión, cuando le molesté durante su discurso? —preguntó la mujer.

—Naturalmente —dijo K—. Hoy ya pertenece al pasado y casi lo he olvidado, pero entonces me puso furioso. Y ahora me dice que es una mujer casada.

—Mi interrupción no le perjudicó mucho. Después se le juzgó de una manera muy desfavorable.

—Puede ser —dijo K, desviando la conversación—, pero eso no la disculpa.

—Los que me conocen sí me disculpan —dijo la mujer—, el que me abrazó me persigue ya desde hace tiempo. Puede que no sea muy atractiva, pero para él sí lo soy. Aquí no tengo protección alguna y mi marido ya se ha hecho a la idea; si quiere mantener su puesto, tiene que tolerar ese comportamiento, pues ese hombre es estudiante y es posible que se vuelva muy poderoso. Siempre está detrás de mí, precisamente poco antes de que usted llegara, salía él.

—Armoniza con todo lo demás —dijo K—, no me sorprende en absoluto.

—¿Usted quiere mejorar algo aquí? —dijo la mujer lentamente y con un tono inquisitivo, como si lo que acababa de decir fuese peligroso tanto para ella como para K—. Lo he deducido de su discurso, que a mí personalmente me gustó mucho. Por desgracia, me perdí el comienzo y al final estaba en el suelo con el estudiante. Esto es tan repugnante —dijo después de una pausa y tomó la mano de K—. ¿Cree usted que podrá lograr alguna mejora?

K sonrió y acarició ligeramente su mano.

—En realidad —dijo—, no pretendo realizar ninguna mejora, como usted se ha expresado, y si usted se lo dijera al juez instructor, se reiría de usted o la castigaría. Jamás me hubiera injerido voluntariamente en este asunto y las necesidades de mejora de esta justicia no me habrían quitado el sueño. Pero me he visto obligado a intervenir al ser detenido —pues ahora estoy realmente detenido—, y sólo en mi defensa. Pero si al mismo tiempo puedo serle útil de alguna manera, estaré encantando, y no sólo por altruismo, sino porque usted también me puede ayudar a mí.

—¿Cómo podría? —preguntó la mujer.

—Por ejemplo, mostrándome los libros que hay sobre la mesa.

—Pues claro —exclamó la mujer, y lo acompañó hasta donde se encontraban.

Se trataba de libros viejos y usados; la cubierta de uno de ellos estaba rota por la mitad, sólo se mantenía gracias a unas tiras de papel celo.

—Qué sucio está todo esto —dijo K moviendo la cabeza, y la mujer limpió el polvo con su delantal antes de que K cogiera los libros.

K abrió el primero y apareció una imagen indecorosa: un hombre y una mujer sentados desnudos en un canapé; la intención obscena del dibujante era clara, no obstante, su falta de habilidad había sido tan notoria que sólo se veía a un hombre y a una mujer, cuyos cuerpos destacaban demasiado, sentados con excesiva rigidez y, debido a una perspectiva errónea, apenas distinguibles en su actitud. K no siguió hojeando, sino que abrió la tapa del segundo volumen: era una novela Con el título: Las vejaciones que Grete tuvo que sufrir de su marido Hans.

—Éstos son los códigos que aquí se estudian —dijo K—. Los hombres que leen estos libros son los que me van a juzgar.

—Le ayudaré —dijo la mujer—. ¿Quiere?

—¿Puede realmente hacerlo sin ponerse en peligro? Usted ha dicho que su esposo depende mucho de sus superiores.

—A pesar de todo quiero ayudarle —dijo ella—. Venga, hablaremos del asunto. Sobre el peligro que podría correr, no diga una palabra más. Sólo temo al peligro donde quiero temerlo. Venga conmigo —y señaló la tarima, haciendo un gesto para que se sentara allí con ella.

—Tiene unos ojos negros muy bonitos —dijo ella después de sentarse y contemplar el rostro de K—. Me han dicho que yo también tengo ojos bonitos, pero los suyos lo son mucho más. Me llamaron la atención la primera vez que le vi. Fueron el motivo por el que entré en la asamblea, lo que no hago nunca, ya que, en cierta medida, me está prohibido.

«Así que es eso —pensó K—, se está ofreciendo, está corrupta como todo a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus ojos».

K se levantó en silencio, como si hubiera pensado en voz alta y le hubiese aclarado así a la mujer su comportamiento.

—No creo que pueda ayudarme —dijo él—. Para poder hacerlo realmente, debería tener relaciones con funcionarios superiores. Pero usted sólo conoce con seguridad a los empleados inferiores que pululan aquí entre la multitud. A éstos los conoce muy bien, y podrían hacer algo por usted, eso no lo dudo, pero lo máximo que podrían conseguir carecería de importancia para el definitivo desenlace del proceso y usted habría perdido el favor de varios amigos. No quiero que ocurra eso. Mantenga la relación con esa gente, me parece, además, que le resulta algo indispensable. No lo digo sin lamentarlo, pues, para corresponder a su cumplido, le diré que usted también me gusta, especialmente cuando me mira con esa tristeza, para la que, por lo demás, no tiene ningún motivo. Usted pertenece a la sociedad que yo combato, pero se siente bien en ella, incluso ama al estudiante o, si no lo ama, al menos lo prefiere a su esposo. Eso se podría deducir fácilmente de sus palabras.

—¡No! —exclamó ella, permaneciendo sentada y cogiendo la mano de K, quien no pudo retirarla a tiempo—. No puede irse ahora, no puede irse con una opinión tan falsa sobre mí. ¿Sería capaz de irse ahora? ¿Soy tan poco valiosa para usted que no me quiere hacer el favor de permanecer aquí un rato?

—No me interprete mal —dijo K, y se volvió a sentar—, si es tan importante para usted que me quede, lo haré encantado, tengo tiempo, pues vine con la esperanza de que hoy se celebrase una reunión. Con lo que le he dicho anteriormente, sólo quería pedirle que no emprendiese nada en mi proceso. Pero eso no la debe enojar, sobre todo si piensa que a mí no me importa nada el desenlace del proceso y que, en caso de que me condenaran, sólo podría reírme. Eso suponiendo que realmente se llegue al final del proceso, lo que dudo mucho. Más bien creo que el procedimiento, ya sea por pura desidia u olvido, o tal vez por miedo de los funcionarios, ya se ha interrumpido o se interrumpirá en poco tiempo. No obstante, también es posible que hagan continuar un proceso aparente con la esperanza de lograr un buen soborno, pero será en vano, como muy bien puedo afirmar hoy, ya que no sobornaré a nadie. Siempre sería una amabilidad de su parte comunicarle al juez instructor, o a cualquier otro que le guste propagar buenas noticias, que nunca lograrán, ni siquiera empleando trucos, en lo que son muy duchos, que los soborne. No tendrán la menor perspectiva de éxito, se lo puede decir abiertamente. Por lo demás, es muy posible que ya lo hayan advertido, pero en el caso contrario, tampoco me importa mucho que se enteren ahora. Así los señores podrían ahorrarse el trabajo, y yo algunas incomodidades, las cuales, sin embargo, soportaré encantado, si al mismo tiempo suponen una molestia para los demás. ¿Conoce usted al juez instructor?

—Claro —dijo la mujer—, en él pensé al principio, cuando ofrecí mi ayuda. No sabía que era un funcionario inferior, pero como usted lo dice, será cierto. Sin embargo, pienso que el informe que él proporciona a los escalafones superiores posee alguna influencia. Y él escribe tantos informes. Usted dice que los funcionarios son vagos, no todos, especialmente este juez instructor no lo es, él escribe mucho. El domingo pasado, por ejemplo, la sesión duró hasta la noche. Todos se fueron, pero el juez instructor permaneció en la sala; tuve que llevarle una lámpara, una pequeña lámpara de cocina, pues no tenía otra, no obstante, se conformó y comenzó a escribir en seguida. Mientras, mi esposo, que precisamente había tenido libre ese domingo, ya había llegado, así que volvimos a traer los muebles, arreglamos nuestra habitación, vinieron algunos vecinos, conversamos a la luz de una vela, en suma, nos olvidamos del juez instructor y nos fuimos a dormir. De repente me desperté, debía de ser muy tarde, al lado de la cama estaba el juez instructor, tapando la lámpara para que no deslumbrase a mi esposo. Era una precaución innecesaria, mi esposo duerme tan profundamente que no le despierta ninguna luz. Casi grité del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una señal para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me había encontrado dormida. Con esto sólo quiero decirle que el juez instructor escribe muchos informes, especialmente sobre usted, pues su declaración fue, con toda seguridad, el asunto principal de la sesión dominical. Esos informes tan largos no pueden carecer completamente de valor. Además, por el incidente que le he contado, puede deducir que el juez instructor se interesa por mí y que, precisamente ahora, cuando se ha fijado en mí, podría tener mucha influencia sobre él. Además, tengo aún más pruebas de que se interesa por mí. Ayer, a través del estudiante, que es su colaborador y con el que tiene mucha confianza, me regaló unas medias de seda, al parecer como motivación para que limpie y arregle la sala de sesiones, pero eso es un pretexto, pues ese trabajo es mi deber y por eso le pagan a mi esposo. Son medias muy bonitas, mire —ella extendió las piernas, se levantó la falda hasta las rodillas y también miró las medias—. Son muy bonitas, pero demasiado finas, no son apropiadas para mí.

De repente paró de hablar, puso su mano sobre la de K, como si quisiera tranquilizarle y musitó:

—¡Silencio, Bertold nos está mirando!

K levantó lentamente la mirada. En la puerta de la sala de sesiones había un hombre joven: era pequeño, tenía las piernas algo arqueadas y llevaba una barba rojiza y rala. K lo observó con curiosidad, era el primer estudiante de esa extraña ciencia del Derecho desconocida con el que se encontraba, un hombre que, probablemente, llegaría a ser un funcionario superior. El estudiante, sin embargo, no se preocupaba en absoluto de K, se limitó a hacer una seña a la mujer llevándose un dedo a la barba y, a continuación, se fue hacia la ventana. La mujer se inclinó hacia K y susurró:

—No se enoje conmigo, se lo suplico, tampoco piense mal de mí, ahora tengo que irme con él, con ese hombre horrible, sólo tiene que mirar esas piernas torcidas. Pero volveré en seguida y, si quiere, entonces me iré con usted, a donde usted quiera. Puede hacer conmigo lo que desee, estaré feliz si puedo abandonar este sitio el mayor tiempo posible, aunque lo mejor sería para siempre.

Acarició la mano de K, se levantó y corrió hacia la ventana. Involuntariamente, K trató de coger su mano en el vacío. La mujer le había seducido y, después de reflexionar un rato, no encontró ningún motivo sólido para no ceder a la seducción. La efímera objeción de que la mujer lo podía estar capturando para el tribunal, la rechazó sin esfuerzo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Acaso no permanecía él tan libre que podía destruir, al menos en lo que a él concernía, todo el tribunal? ¿No podía mostrar algo de confianza? Y su solicitud de ayuda parecía sincera y posiblemente valiosa. Además, no podía haber una venganza mejor contra el juez instructor y su séquito que quitarle esa mujer y hacerla suya. Podría ocurrir que un día el juez instructor, después de haber trabajado con esfuerzo en los informes mendaces sobre K, encontrase por la noche la cama vacía de la mujer. Y vacía porque ella pertenecía a K, porque esa mujer de la ventana, ese cuerpo voluptuoso, flexible y cálido, cubierto con un vestido oscuro de tela basta, sólo le pertenecía a él.

Después de haber ahuyentado de esa manera las dudas contra la mujer, la conversación en voz baja que sostenían en la ventana le pareció demasiado larga, así que golpeó con un nudillo la tarima y, luego, con el puño. El estudiante miró un instante hacia K sobre el hombro de la mujer, pero no se dejó interrumpir, incluso se apretó más contra ella y la rodeó con los brazos. Ella inclinó la cabeza, como si le escuchara atentamente, el estudiante la besó ruidosamente en el cuello, sin detener, aparentemente, la conversación. K vio confirmada la tiranía que el estudiante, según las palabras de la mujer, ejercía sobre ella, se levantó y anduvo de un lado a otro de la habitación. Pensó, sin dejar de lanzar miradas de soslayo al estudiante, cómo podría arrebatársela lo más rápido posible, y por eso no le vino nada mal cuando el estudiante, irritado por los paseos de K, que a ratos derivaban en un pataleo, se dirigió a él:

—Si está tan impaciente, puede irse. Se podría haber ido mucho antes, nadie le hubiera echado de menos. Sí, tal vez debiera haberse ido cuando yo entré y, además, a toda prisa.

En esa advertencia se ponía de manifiesto la cólera que dominaba al estudiante, pero sobre todo salía a la luz la arrogancia del futuro funcionario judicial que hablaba con un acusado por el que no sentía ninguna simpatía. K se detuvo muy cerca de él y dijo sonriendo:

—Estoy impaciente, eso es cierto, pero esa impaciencia desaparecerá en cuanto nos deje en paz. No obstante, si usted ha venido a estudiar—he oído que es estudiante—, estaré encantado de dejarle el espacio suficiente y me iré con la mujer. Por lo demás, tendrá que estudiar mucho para llegar a juez. No conozco muy bien este tipo de justicia, pero creo que con esos malos discursos que usted pronuncia con tanto descaro aún no alcanza el nivel exigido.

—No deberían haber dejado que se moviese con tanta libertad —dijo como si quisiera dar una explicación a la mujer sobre las palabras insultantes de K—. Ha sido un error. Se lo he dicho al juez instructor. Al menos se le debería haber confinado en su habitación durante el interrogatorio. El juez instructor es, a veces, incomprensible.

—Palabras inútiles —dijo K, y extendió su mano hacia la mujer—. Venga usted.

—¡Ah, ya! —dijo el estudiante—, no, no, usted no se la queda —y con una fuerza insospechada levantó a la mujer con un brazo y corrió inclinado, mirándola tiernamente, hacia la puerta.

No se podía ignorar que en esa acción había intervenido cierto miedo hacia K, no obstante osó irritar más a K al acariciar y estrechar con su mano libre el brazo de la mujer. K corrió unos metros a su lado, presto a echarse sobre él y, si fuera necesario, a estrangularlo, pero la mujer dijo:

—Déjelo, no logrará nada, el juez instructor hará que me recojan, no puedo ir con usted, este pequeño espantajo —y pasó la mano por el rostro del estudiante—, este pequeño espantajo no me deja.

—¡Y usted no quiere que la liberen! —gritó K, y puso la mano sobre el hombro del estudiante, que intentó morderla.

—No —gritó la mujer, y rechazó a K con ambas manos—, no, den qué piensa usted? Eso sería mi perdición. ¡Déjele! ¡Por favor, déjele! Lo único que hace es cumplir las órdenes del juez instructor, me lleva con él.

—Entonces que corra todo lo que quiera. A usted no la quiero volver a ver más —dijo K furioso ante la decepción y le dio al estudiante un golpe en la espalda; el estudiante tropezó, pero, contento por no haberse caído, corrió aún más ligero con su carga. K le siguió cada vez con mayor lentitud, era la primera derrota que sufría ante esa gente. Era evidente que no suponía ningún motivo para asustarse, sufrió la derrota simplemente porque él fue quien buscó la lucha. Si permaneciera en casa y llevara su vida habitual, sería mil veces superior a esa gente y podría apartar de su camino con una patada a cualquiera de ellos. Y se imaginó la escena tan ridícula que se produciría, si ese patético estudiante, ese niño engreído, ese barbudo de piernas torcidas, se arrodillara ante la cama de Elsa y le suplicara gracia con las manos entrelazadas. A K le gustó tanto esta idea que decidió, si se presentaba la oportunidad, llevar al estudiante a casa de Elsa.

K llegó hasta la puerta sólo por curiosidad, quería ver adónde se llevaba a la mujer; no creía que el estudiante se la llevara así, en vilo, por la calle. Comprobó que el camino era mucho más corto. Justo frente a la puerta de la vivienda había una estrecha escalera de madera que probablemente conducía al desván, pero como hacía un giro no se podía ver dónde terminaba. El estudiante se llevó a la mujer por esa escalera; ya estaba muy cansado y jadeaba, pues había quedado debilitado por la carrera. La mujer se despidió de K con la mano y alzó los hombros para mostrarle que el secuestro no era culpa suya, pero el gesto no resultaba muy convincente. K la miró inexpresivo, como a una extraña, no quería traicionar ni que estaba decepcionado ni que podía superar fácilmente la decepción.

Los dos habían desaparecido por la escalera; K, sin embargo, aún permaneció en la puerta. Se vio obligado a aceptar que la mujer no sólo le había traicionado, sino que le había mentido al contarle que el estudiante la llevaba con el juez instructor. Éste no podía esperar sentado en el desván. La escalera de madera tampoco aclaraba nada, al menos a primera vista. Entonces K advirtió una pequeña nota al lado de la escalera, fue hacia allí y leyó las siguientes palabras escritas con letra infantil y tosca: «Subida a las oficinas del juzgado». ¿Aquí, en el desván de una casa de alquiler se encontraban las oficinas del juzgado? No era un lugar que infundiera mucho respeto; por lo demás, era tranquilizante para un acusado imaginarse la falta de medios que estaban a disposición de un juzgado que albergaba sus oficinas donde los inquilinos, pertenecientes a las clases más pobres, arrojaban todos sus trastos inútiles. No obstante, tampoco se podía excluir que dispusiera del dinero suficiente, pero que el cuerpo de funcionarios se arrojase sobre él antes de que lo destinasen a los fines judiciales. Eso era, según las últimas experiencias de K, incluso muy probable; para el acusado, sin embargo, semejante robo a la justicia, si bien resultaba algo indigno, era más tranquilizador que la pobreza real del juzgado. También le parecía comprensible que se avergonzaran de citar al encausado en el desván para el primer interrogatorio y que se prefiriera molestarle en su propia vivienda. La posición en la que K se encontraba frente al juez, sentado en el desván, se podía caracterizar del siguiente modo: K disfrutaba en el banco de un gran despacho con su antedespacho y un enorme ventanal que daba a la animada plaza. No obstante, él carecía de ingresos extraordinarios procedentes de sobornos o malversaciones y no podía hacer que el ordenanza le trajera una mujer al despacho sobre el hombro. Pero a eso K podía renunciar, al menos en esta vida.

K aún permanecía frente a la nota, cuando un hombre bajó por la escalera, miró a través de la puerta en el salón de la vivienda, desde donde también se podía ver la sala de sesiones, y finalmente preguntó a K si no había visto hacía poco a una mujer.

—Usted es el ujier del tribunal, ¿verdad? —preguntó K.

—Sí —dijo el hombre—, ah, ya, usted es el acusado K, ahora le reconozco, sea bienvenido —y extendió la mano a K, que no lo había esperado.

—Hoy no hay prevista ninguna sesión —dijo el ujier al ver que K permanecía en silencio.

—Ya sé —dijo K, y contempló la chaqueta del ujier, cuyos únicos distintivos oficiales eran, junto a un botón normal, dos botones dorados que parecían haber sido arrancados de un viejo abrigo de oficial—. Hace un rato he hablado con su esposa, pero ya no está aquí. El estudiante se la ha llevado al juez instructor.

—¿Se da cuenta? —dijo el ujier—, una y otra vez se la llevan de mi lado. Hoy es domingo y no estoy obligado a trabajar, pero sólo para alejarme de aquí me mandan realizar los recados más inútiles. Por añadidura, no me mandan muy lejos, de tal modo que siempre conservo la esperanza de que, si me doy prisa, tal vez pueda regresar a tiempo. Así que corro, tanto como puedo, grito sin aliento mi mensaje a través del resquicio de la puerta en el organismo al que me han mandado, tan rápido que apenas me entienden, y regreso también corriendo, pero el estudiante se ha dado más prisa que yo, además él tiene que recorrer un camino más corto, sólo tiene que bajar las escaleras. Si no fuese tan dependiente hace tiempo que habría estampado al estudiante contra la pared. Aquí, junto a la nota. Sueño con hacerlo algún día. Le veo ahí, aplastado en el suelo, los brazos extendidos, las piernas retorcidas y todo alrededor lleno de sangre. Pero hasta ahora sólo ha sido un sueño.

—¿No hay otra posibilidad? —dijo K sonriendo.

—No la conozco —dijo el ujier—. Y ahora es aún peor, antes se la llevaba a su casa, pero ahora, como yo ya presagiaba, se la lleva al juez instructor.

—¿No tiene su mujer ninguna culpa? —preguntó K. Se vio obligado a realizar esa pregunta, tanto le espoleaban los celos.

—Pues claro —dijo el ujier—, ella es incluso la que tiene más culpa. Ella se lo ha buscado. En lo que a él respecta, corre detrás de todas las mujeres. Sólo en esta casa ya le han echado de cinco viviendas en las que se había deslizado. Por lo demás, mi mujer es la más bella de toda la casa, y yo no puedo defenderme.

—Si todo es como usted lo cuenta, entonces no hay otra posibilidad —dijo K.

—¿Por qué no? —preguntó el ujier—. Cada vez que el estudiante, que, por cierto, es un cobarde, tocase a mi mujer habría que pegarle tal paliza que no se atreviera a hacerlo más. Pero no puedo, y otros tampoco me hacen el favor, pues todos temen su poder. Sólo un hombre como usted podría hacerlo.

—¿Por qué yo? —preguntó K asombrado.

—A usted le han acusado, ¿no?

—Sí —dijo K—, pero entonces debería temer con más razón que una acción así pudiera influir en el desarrollo del proceso o, al menos, en la preinstrucción.

—Sí, es verdad —dijo el ujier, como si la opinión de K fuese tan cierta como la suya—, pero aquí, por regla general, no se conducen procesos sin ninguna perspectiva de éxito.

—No soy de su opinión —dijo K—, pero eso no me impedirá que ajuste las cuentas de vez en cuando al estudiante.

—Le quedaría muy agradecido —dijo el ujier con cierta formalidad, pero no parecía creer mucho en la realización de su mayor deseo.

—Tal vez —prosiguió K— haya otros funcionarios que merezcan lo mismo.

—Sí, sí —dijo el ujier como si fuera algo evidente. Entonces miró a K con confianza, como hasta ese momento, a pesar de la amabilidad, aún no había hecho, y añadió—: Uno se rebela siempre.

Pero la conversación parecía serle ahora un poco desagradable, pues la interrumpió al decir:

—Ahora tengo que presentarme en las oficinas. ¿Quiere venir conmigo?

—No tengo nada que hacer allí —dijo K.

—Podría ver las oficinas del juzgado. Nadie se fijará en usted.

—¿Hay algo que merezca la pena? —preguntó K algo indeciso, aunque tenía ganas de ir.

—Bueno —dijo el ujier—, pensé que podría interesarle.

—Bien —dijo K—, iré —y subió las escaleras más deprisa que el ujier.

Estuvo a punto de caerse nada más entrar, pues había un escalón Detrás de la puerta.

—No tienen mucha consideración con el público —dijo él.

—No tienen consideración alguna—dijo el ujier—, si no mire aquí sala de espera.

Era un largo corredor en el que había puertas toscamente labradas que conducían a los distintos departamentos del desván. Aunque no había ninguna entrada directa de luz, no estaba completamente oscuro, pues algunos departamentos no estaban separados del corredor por una pared, sino por unas rejas de madera que llegaban hasta el techo, a través de las cuales penetraba algo de luz y se podía ver cómo algunos funcionarios escribían o simplemente permanecían en las rejas observando a la gente que esperaba en el corredor. Había poca gente esperando, probablemente porque era domingo. Daban una pobre impresión. Todos vestían con cierto descuido, aunque la mayoría, ya fuese por la expresión de sus rostros, por su actitud, por la barba cuidada o por otros detalles, parecían pertenecer a las clases altas. Como no había perchas, habían colocado los sombreros debajo del banco, probablemente siguiendo uno el ejemplo de otro. Cuando los que estaban sentados más cerca de la puerta vieron a K y al ujier, se levantaron para saludar. Como el resto vio que se levantaban, se creyeron obligados a hacer lo mismo, así que se fueron levantando conforme pasaban los dos. Nunca permanecieron completamente rectos, las espaldas estaban encorvadas, las rodillas ligeramente flexionadas, parecían mendigos. K esperó al ujier, que venía algo retrasado, y le dijo:

—Qué humillados parecen.

—Sí —dijo el ujier—, son acusados, todos los que usted ve aquí son acusados.

—¿Sí? —dijo K—. Entonces son mis colegas.

Se dirigió al más próximo, un hombre alto y delgado, con el pelo canoso.

—¿Qué está esperando aquí? —preguntó K con cortesía.

La inesperada pregunta le dejó confuso, y su actitud se volvió más penosa por el hecho de parecer un hombre de mundo, que en otro lugar, sin duda, hubiera sabido dominarse y al que le costaba renunciar a la superioridad que había adquirido sobre los demás. Allí, sin embargo, no sabía responder a una pregunta tan simple, y se limitaba a mirar a los demás como si estuvieran obligados a ayudarle o como si nadie pudiese reclamar una respuesta sin dicha ayuda. Entonces intervino el ujier para tranquilizar y animar al hombre: —Este señor sólo le pregunta a qué está esperando. Responda.

La voz familiar del ujier tuvo mejor efecto.

—Espero. —comenzó, pero no pudo seguir. Era probable que hubiese elegido ese inicio para responder con toda exactitud a la pregunta, pero ahora no sabía continuar.

Algunos de los que esperaban se habían aproximado y rodeaban al grupo. El ujier se dirigió a ellos:

—Vamos, vamos, dejen el corredor libre.

Retrocedieron un poco, pero no hasta sus sitios. Mientras tanto, el hombre al que le habían preguntado se había serenado y respondió incluso con una sonrisa:

—Hace un mes que presenté unas solicitudes de prueba para mi causa y espero a que se concluya su tramitación.

—Parece tomarse muchas molestias —dijo K.

—Sí —dijo el hombre—, se trata de mi causa.

—No todos piensan como usted —dijo K—. Yo, por ejemplo, también soy un acusado, pero, por más que desee una absolución, no he presentado una solicitud de prueba ni he emprendido nada similar. ¿Cree usted que eso es necesario?

—No lo sé con seguridad—dijo el hombre completamente indeciso. Probablemente creía que K le estaba gastando una broma, por eso le hubiera gustado repetir, por miedo a cometer un nuevo error, su primera respuesta, pero ante la mirada impaciente de K se limitó a decir:

—En lo que a mí concierne, he presentado solicitudes de prueba.

—Usted no se cree que yo sea un acusado —dijo K.

—Oh, por favor, claro que sí —dijo el hombre, y se echó a un lado, pero en la respuesta no había convicción, sino miedo.

—¿Entonces no me cree? —preguntó K, y le cogió del brazo, impulsado inconscientemente por la actitud humillada del hombre, como si quisiera obligarle a que le creyese. Aunque no quería causarle daño alguno, en cuanto le tocó ligeramente, el hombre gritó como si K en vez de con dos dedos le hubiese agarrado con unas tenazas ardiendo. Ese grito ridículo terminó por hartar a K. Si no se creía que era un acusado, mucho mejor. Quizá le tomaba por un juez. Y para despedirse lo cogió con más fuerza, lo empujó hacia el banco y siguió adelante.

—La mayoría de los acusados son muy sensibles —dijo el ujier.

Detrás de ellos, todos los que habían estado esperando se arremolinaron alrededor del hombre, que ya había dejado de gritar, y parecían preguntarle detalladamente sobre el incidente. Al encuentro de K vino ahora un vigilante; al que identificó por el sable, cuya vaina, al menos por el color, parecía hecha de aluminio. K se quedó asombrado y quiso tocarla con la mano. El vigilante, que había venido por el ruido, preguntó acerca de lo ocurrido. El ujier trató de tranquilizarlo con algunas palabras, pero el vigilante declaró que prefería comprobarlo personalmente, así que saludó y siguió adelante con pasos rápidos pero cortos, posiblemente por culpa de la gota.

K ya no se preocupó de él, ni de la gente, sobre todo porque una vez que había llegado a la mitad del corredor, vio la posibilidad de doblar a la derecha, a través de un umbral sin puerta. Habló con el ujier para comprobar si ése era el camino correcto y éste asintió, por lo que torció. Le resultaba molesto tener que ir dos pasos por delante del ujier, podía despertar la impresión de que era conducido como un detenido. Por esta razón, esperaba con frecuencia al ujier, pero éste siempre se quedaba atrás. Finalmente, K, para terminar con esa sensación desagradable, le dijo:

—Bien, ya he visto cómo es esto; ahora quisiera irme.

—Pero aún no lo ha visto todo —dijo el ujier con naturalidad.

—Tampoco lo quiero ver todo —dijo K, que realmente se sentía cansado—. Quiero irme, ¿cómo se llega a la salida?

—¿No se habrá perdido? —dijo el ujier asombrado—. Vaya hasta la esquina, luego tuerza a la derecha, atraviese el corredor y encontrará la puerta.

—Venga conmigo —dijo K—. Muéstreme el camino, si no me perderé, aquí hay tantos pasillos.

—Sólo hay un camino —dijo el ujier ahora lleno de reproches—. No puedo regresar con usted; tengo que llevar un recado y ya he perdido mucho tiempo por su culpa.

—¡Acompáñeme! —repitió K, esta vez con un tono más cortante, como si hubiera descubierto al ujier en una mentira.

—No grite así —susurró el ujier—, todo esto está lleno de despachos. Si no quiere regresar solo, acompáñeme un trecho o espéreme aquí hasta que haya cumplido mi encargo, entonces le acompañaré encantado.

—No, no —dijo K—, no esperaré aquí, y usted vendrá ahora conmigo.

K no había mirado en torno suyo para comprobar dónde se hallaba, sólo ahora, cuando una de las muchas puertas que le rodeaban se abrió, miró a su alrededor. Una muchacha, que había salido al oír el tono elevado de K, le preguntó:

—¿Qué desea el señor?

Detrás, en la lejanía, se podía ver en la semioscuridad a un hombre que se aproximaba. K miró al ujier. Éste había dicho que nadie se fijaría en K y ahora venían dos personas, poco más se necesitaba para que todos los funcionarios se fijasen en él y pidieran una explicación de su presencia. La única explicación comprensible y aceptable era hacer valer su condición de acusado: podía aducir que quería conocer la fecha de su próximo interrogatorio, pero ésa era precisamente la explicación que no quería dar, sobre todo porque no era toda la verdad, pues sólo había venido por pura curiosidad o, lo que era imposible de aducir como explicación, para comprobar que el interior de esa justicia era tan repugnante como el exterior. Y parecía que con esa suposición tenía razón, no quería adentrarse más, ya se había deprimido lo suficientemente con lo que había visto. Ahora no estaba en condiciones de encontrarse con un funcionario superior, como el que podía surgir detrás cada puerta; quería irse y, además, con el ujier, o solo si no había gira manera.

Pero quedarse allí mudo sería llamativo y, en realidad, la muchacha y el ujier ya le miraban cómo si se estuviera produciendo en él una extraña metamorfosis que no querían perderse de ningún modo. Y en la puerta estaba el hombre que K había visto en la lejanía: se mantenía aferrado a la parte de arriba del umbral y se balanceaba ligeramente sobre las puntas de los pies, como un espectador impaciente. La muchacha, sin embargo, fue la primera en reconocer que el comportamiento de K tenía como causa un ligero malestar, así que trajo una silla y le preguntó:

—¿No quiere usted sentarse?

K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para mantener mejor el equilibrio.

—Está un poco mareado, ¿verdad? —le preguntó.

Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.

—No se preocupe—dijo ella—, aquí no es nada extraordinario, casi todos padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted viene por primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo. El sol cae sobre el tejado y la madera caliente provoca este aire tan enrarecido. El lugar no es el más adecuado para instalar despachos, por más ventajas que ofrezca en otros sentidos. Pero en lo que concierne al aire, los días en que hay mucha gente, y eso ocurre prácticamente todos los días, se torna casi irrespirable. Si considera, además, que aquí se cuelga ropa para que se seque —es algo que no se puede prohibir a los inquilinos—, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un ligero mateo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se siente Ya mejor?

K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas personas a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer los motivos de su mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La muchacha lo notó en seguida y, para refrescar a K, asió un gancho que colgaba de la pared y abrió un pequeño tragaluz, situado precisamente encima de K. Pero cayó tanto hollín que la joven tuvo que cerrarlo de inmediato y limpiar la mano de K con un pañuelo, pues K estaba demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo. Le habría gustado permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las fuerzas suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de él. Pero en ese momento añadió la muchacha:

—Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.

K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.

—Le llevaré, si lo desea, al botiquín.

—Ayúdeme, por favor —le dijo ella al hombre de la puerta, que ya se había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín, precisamente eso era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando en las oficinas; cuanto más avanzase, peor.

—Ya puedo irme —dijo por esta razón, y se levantó temblando, acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.

—No, no puedo —dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir fácilmente hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K atisbó entre la joven y el hombre, que permanecían de pie ante él, pero no pudo encontrar al ujier.

—Creo —dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas—, creo que la indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias; sería lo mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le llevase al botiquín, sino fuera de las oficinas.

—Así es —exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre—, me sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco de apoyo, no les causaré muchas molestias, el camino no es largo, condúzcanme hasta la puerta, me sentaré un rato en los escalones y me recuperaré, nunca he padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy sorprendido. También soy funcionario y estoy acostumbrado al aire de las oficinas, pero aquí es muy malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme un trecho? Estoy algo mareado y me pondré peor si me levanto sin ayuda.

Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos. Pero el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo tranquilo, con las manos en los bolsillos y rió en voz alta.

—Ve —le dijo a la muchacha—, he acertado. Al señor no le sienta bien estar aquí.

La muchacha rió también y dio un golpecito con la punta del dedo en el brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.

—Pero, ¿qué piensa? —dijo el hombre entre risas—. Yo mismo conduciré al señor hasta la salida.

—Entonces está bien —dijo la muchacha inclinando un instante su bonita cabeza—. No le dé mucha importancia a la risa—dijo la joven a K, que se había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía necesitar ninguna explicación—; este señor, ¿puedo presentarle? —el hombre dio su permiso con un gesto—, este señor es el informante. Él da a las partes que esperan toda la información que necesitan y, como nuestra justicia no es muy conocida entre la población, se reclama mucha información. Conoce la respuesta a todas las preguntas. Si alguna tiene ganas, puede probar. Pero no sólo posee ese mérito, otra de sus virtudes es su elegante forma de vestir. Nosotros, es decir los funcionarios, opinamos que el informante, como es el primero en tratar con las partes, debe vestir con elegancia para dar una impresión digna. Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos muy mal y pasados de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que estamos casi todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como he dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en este sentido es algo peculiar, hicimos una colecta —en la que también participaron los acusados— y le compramos ese bonito traje y otros. Ahora está preparado para dar una buena impresión, pero lo estropea todo con su risa y asusta a la gente.

—Así es —dijo el hombre con tono burlón—, pero no entiendo, señorita, por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le obliga a oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no cómo permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.

K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía ser buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de recuperarse, pero el medio elegido era inadecuado.

—Quería aclararle el motivo de su risa—dijo la muchacha—, era insultante.

—Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a la salida.

K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como si fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la mano del informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.

Arriba, hombre débil —dijo el informante.

—Se lo agradezco mucho a los dos —dijo alegremente sorprendido, se levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que más necesitaba su apoyo.

—Parece —musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al corredor— como si fuera muy importante para mí hablar bien del informante, pero sólo quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro. No está obligado a conducir hasta la salida a las partes que se ponen enfermas y, sin embargo, lo hace, como puede ver. Ninguno de nosotros es duro de corazón, sólo queremos ayudar, pero como funcionarios judiciales damos la impresión de ser duros de corazón y de no querer ayudar a nadie. Yo sufro por eso.

—¿Quiere sentarse aquí un poco? —preguntó el informante: ya se encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que K había hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había mantenido tan recto en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos personas, con la cabeza descubierta, pues el informante balanceaba su sombrero con los dedos, despeinado y con la frente bañada de sudor. Pero el acusado no pareció notar nada, permanecía humillado ante el informante, que ni siquiera lo miró, como si quisiera pedir perdón por su mera presencia.

—Ya sé —se atrevió a decir el acusado—, que hoy no puedo recibir los resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que podía esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.

—No debe disculparse —dijo el informante—, su esmero es digno de elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré seguir el transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha visto gente que ha descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a tener paciencia con personas como usted. Siéntese.

—Cómo sabe hablar con los acusados —susurró la muchacha a K. Éste asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:

—¿No quiere sentarse aquí?

—No —dijo K—, no quiero descansar.

Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien sentarse. Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena tormenta. Le parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes de madera, como si del fondo del corredor llegase el bramido de una catarata, y luego sintió que el corredor se balanceaba y le dio la impresión de que los acusados subían y bajaban. La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de ellos: si le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas penetrantes a un lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no los podía imitar, pues prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente, notó que le hablaban, pero no entendía lo que decían, sólo escuchaba un ruido que lo abarcaba todo, a través del cual se podía distinguir lo que podría ser el sonido de una sirena.

—Hablen más alto —musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si se hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire fresco y oyó que decían a su lado:

Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la í salida y no se mueve.

K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa de abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una vez. Para sentir un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones y se despidió desde allí de sus acompañantes, que en ese instante se inclinaban sobre él.

—Muchas gracias —repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas, difícilmente soportaban el aire fresco que subía por la escalera. Apenas pudieron responder, y la muchacha tal vez se hubiera caído si K no hubiese cerrado la puerta a toda prisa. K permaneció un momento en silencio, se atusó el pelo con ayuda de un espejo de bolsillo, se puso el sombrero, que habían dejado en el siguiente escalón —el informante lo había arrojado al suelo— y bajó las escaleras tan fresco y con pasos tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que acababa de experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante bueno, jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía su cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que soportaba el otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de ver a un médico, pero lo que sí se afianzó en su mente fue el firme propósito —en esto él mismo se podía aconsejar— de emplear mejor las mañanas de los domingos.

Colección integral de Franz Kafka

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