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El azotador

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Cuando K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que separaba su despacho de las escaleras —esta vez se iba a casa uno de los últimos, sólo en el departamento de expedición quedaban dos empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla—, oyó detrás de una puerta, que siempre había creído que daba a un trastero, aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó detenidamente para comprobar si se había equivocado. Durante un rato todo quedó en silencio, pero los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó en traer a uno de los empleados —tal vez necesitara un testigo—, pero le invadió una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba, como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había tres hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela situada en un estante les iluminaba.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó K, precipitándose por la excitación, pero no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros y que fue el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una suerte de traje oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y todo el brazo. No respondió. Pero los otros dos gritaron:

—¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante el juez instructor.

Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.

—Bueno —dijo K, y los miró fijamente—, no me he quejado, sólo he dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os comportasteis de una manera irreprochable.

—Señor —dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero detrás de él—, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría mejor. Yo tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse; uno intenta ganar dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible, ni siquiera con el más fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por supuesto que está prohibido que los vigilantes actúen así, es injusto, pero es tradición que la ropa blanca pertenezca a los vigilantes, así ha sido siempre, créame. Además, es muy comprensible, pues ¿qué significan esas cosas para una persona tan desgraciada como para ser detenida? No obstante, si el detenido habla de ello públicamente, la consecuencia es el castigo.

—No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.

—Franz —se dirigió Willem al otro vigilante—, ¿no te dije que el señor no había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni siquiera sabía que nos tenían que castigar.

—No te dejes conmover por esos discursos —dijo el tercero a K—, el castigo es tan justo como inevitable.

—No le escuches —dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente la mano, que acababa de recibir un azote, a la boca—, nos castigan sólo porque tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera pasado nada, incluso si se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a esto justicia? Nosotros dos, y sobre todo yo, somos vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú mismo reconocerás que, mirado desde la perspectiva del organismo que representamos, hemos vigilado bien. Habríamos tenido posibilidades de ascender, con toda seguridad en poco tiempo habríamos llegado a ser azotadores, como éste, que tuvo la suerte de no ser denunciado por nadie, pues una denuncia semejante es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido, tendremos que trabajar en puestos aún más subordinados que el del servicio de vigilancia y, además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.

—¿Puede causar ese látigo tanto dolor? —preguntó K, y examinó el látigo que el azotador sostenía ante él.

—Nos tendremos que desnudar—dijo Willem.

—¡Ah, ya! —dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.

—¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes? —le preguntó K.

—No —dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente—. Quitaos la ropa —ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:

—No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado por el miedo a los azotes. Lo que éste —y señaló a Willem— te ha contado sobre su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo gordo que está, los primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por qué se ha puesto tan gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno de todos los detenidos. ¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo dije. Pero un hombre con semejante estómago jamás podrá llegar a ser azotador, eso es imposible.

—Hay azotadores así —afirmó Willem, que acababa de soltarse el cinturón.

—¡No! —dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo causándole un sobresalto—. No tienes que escuchar lo que decimos, sino desnudarte.

—Te recompensaría bien, si los dejaras marchar —dijo K, sin mirar al azotador— esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados —y sacó la cartera.

—Tú quieres denunciarme también a mí —dijo el azotador—, y procurarme también unos azotes.

—No, sé razonable —dijo K—, si hubiese querido que azotasen a estos hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente cerraría la puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa. Sin embargo, no lo hago, sino que pretendo seriamente liberarlos. Si hubiera sospechado que los iban a castigar, no hubiera mencionado sus nombres. No los considero culpables, culpable es la organización, culpables son los funcionarios superiores.

—Así es —dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo en sus desnudas espaldas.

—Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo —dijo K, y bajó el látigo que ya se elevaba otra vez—, no te impediría que lo azotases, todo lo contrario, te daría dinero para motivarte.

—Lo que dices suena creíble —dijo el azotador—, pero yo no me dejo sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.

El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento, tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se acercó ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante él cogiéndole la mano. A continuación, musitó:

—Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos los sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes, yo, sin embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro tanto en lo bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo, en la puerta del banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza —y secó su rostro lleno de lágrimas en la chaqueta de K.

—Ya no espero más —dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos y azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a hurtadillas, sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un grito procedente de Franz, ininterrumpido e intenso; no parecía humano, más bien parecía generado por un instrumento de tortura, resonó por todo el pasillo, se tuvo que escuchar en todo el edificio.

—¡No grites! —exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz, no muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí se arrastrara, convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo evitar los azotes, el látigo supo encontrarle también en el suelo; mientras él se agitaba bajo los golpes, la punta del látigo bajaba y subía con perfecta regularidad. Y entonces apareció en la lejanía uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K salió y cerró la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba al patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los empleados se acercaran, gritó:

—¡Soy yo!

—Buenas noches, señor gerente —le respondieron—, ¿ha ocurrido algo?

—No, no —respondió K—, es sólo un perro en el patio.

Como los empleados no se movían añadió: —Pueden seguir con su trabajo.

Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana. Cuando, transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido. K, sin embargo, permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al trastero y tampoco quería regresar a casa. Se limitó a contemplar el patio cuadrado que tenía ante él; alrededor había oficinas, todas las ventanas estaban oscuras, sólo las más altas recibían el reflejo de la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras esquinas del patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no haber podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado. Si Franz no hubiese gritado —cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse-, si no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al azotador. Si todos los empleados inferiores eran canalla, ¿por qué iba a constituir una excepción el azotador, que, además, ejercía el cargo más inhumano? K había observado muy bien cómo le habían brillado los ojos al ver los billetes. Posiblemente se había tomado en serio lo de los azotes para subir un poco la suma del soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente hubiera querido liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la corrupción de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a gritar, todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y quién sabe qué otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando con los tipos del trastero. Nadie podía reclamar de K semejante sacrificio. Si se hubiera propuesto hacerlo, hubiera sido muy fácil, K se habría desnudado y se habría ofrecido al azotador como sustituto. Ciertamente, el azotador no hubiera admitido semejante cambio, pues sin obtener beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues K, mientras permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para todos los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de excitación.

Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un rato escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía haber matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para ayudar a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco, observó cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en las cercanías que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único objetivo había sido despertar una mayor compasión.

El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior, cuando abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:

—¡Señor!

K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían absortos en su actividad.

—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar al cuello.

Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa cansado y con la mente en blanco.

Colección integral de Franz Kafka

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