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El abogado. El fabricante. El pintor

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Índice

Una mañana de invierno —fuera caía la nieve y la luz era mortecina—, K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse in las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza inclinada.

El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de fue ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio —tal vez por su dureza de oído—, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia, como se hace con los niños. Palabras tan inútiles como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente, comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados. Tenía una lista con esos procesos en su cajón —al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa—, pero por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se conservase hasta el final —esto lo había sabido el abogado sólo por rumores—, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad. Como consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría. Probablemente quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía fue buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo de esa estancia —sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se encontraba aquello—, había, desde hacía más de un año, un agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde esperan los acusados. No exageraba al decir que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado. No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo era. Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo, incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir en el desarrollo del proceso, al principio de una vera inapreciable, más tarde con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que fortalecía el vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado, o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad, ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo. Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos. Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas. En esa ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era abarcable para el especialista. El procedimiento en los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios —todos tenían la misma experiencia—, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados, incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción —estos funcionarios eran más diligentes que nadie—, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras Modos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra. Por otra parte, terno no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el abajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues los abogados —y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían— no pretendían introducir ni imponer ninguna Mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados —y esto era lo significativo—, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles —aunque sólo se trataba de una superstición absurda—, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar —todo está conectado— y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además, intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban como niños. Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces —la actitud de K, por desgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría—, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único que quedaba. A estos ataques —sólo eran pequeños ataques, caídas de ánimo, nada más— estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse solo si ya había pedido ayuda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado ya no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ayudar las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo. El proceso había entrado en una fase en la que ya se podía prestar ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo decir que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se Podía decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento —ya había emprendido algo en ese sentido—, entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía esperas confiado el desarrollo posterior del proceso.

En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué progresos se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito, pero nunca se terminaba, lo que en la siguiente visita resultaba una gran ventaja, pues precisamente los últimos tiempos, lo que no se podía haber previsto, habían sido desfavorables para entregarlo. Si K algunas veces, agotado por el discurso, añadía que, teniendo en cuenta todas las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento, se le replicaba que no iba nada lento, pero que ya habrían avanzado mucho más si K se hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno. Por desgracia, había descuidado esa medida y un descuido así traería más desventajas, y no sólo temporales.

La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de Leni, que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en presencia de K. Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar cómo el abogado se servía y sorbía inclinado el té, con una suerte de avaricia, y dejaba que K cogiese su mano en secreto. Reinaba un completo silencio. El abogado bebía, K estrechaba la mano de Leni y Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente el cabello de K.

—¿Aún estás aquí? —preguntaba el abogado, después de haber terminado de beber.

—Quería llevarme el servicio —decía Leni, se producía un último apretón de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a K con nuevas energías.

¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no lo sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba en buenas manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese verdad, aunque estaba claro que siempre quería permanecer en un primer plano y que muy probablemente jamás había llevado un proceso tan grande como, según su opinión, era el de K. Lo más sospechoso, sin embargo, eran las supuestas relaciones con los funcionarios, de las que no dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso debían ser empleados sólo en beneficio de K? El abogado jamás se olvidaba de indicar que siempre se trataba funcionarios inferiores, es decir de funcionarios en puestos muy dependientes, y cuyo ascenso podría verse influido por ciertos cambios en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al abogado para conseguir cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios al acusado? Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero seguro que habían procesos en los que podían conseguir ventajas a través del abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre. Si era así, ¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual, como aclaraba el abogado, era un proceso muy difícil e importante y había llamado la atención en los tribunales desde el principio? No era muy difícil sospechar lo que harían. Se podían descubrir algunas señales de esto en el mero hecho de que ni siquiera se había entregado el primer escrito, a pesar de que el proceso ya duraba meses y según las indicaciones del abogado se encontraba en los inicios, lo que, naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y mantenerlo desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación, concluida en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.

Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta. Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana invernal, cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento le parecía irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio hacia el proceso había desaparecido. Si hubiera estado solo en el mundo, habría podido desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba seguro que en ese caso no habría habido proceso. Pero el tío le había llevado al abogado, había intereses familiares que contaban. Su posición no era por completo independiente del curso del proceso, él mismo había mencionado imprudentemente el asunto, con una inexplicable satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a través de fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no tenía la elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él de lleno y tenía que defenderse. Si estaba cansado, peor para él.

Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una posición elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía que emplear estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito, en el proceso y no había duda de que todo saldría bien. Ante todo, si quería lograr algo, era necesario rechazar de antemano cualquier pensamiento sobre una posible culpabilidad. No había culpa alguna. El proceso no era otra cosa que un gran negocio, como él mismo los había cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un negocio en el cual, como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin embargo, se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento del beneficio propio. Considerado desde esta perspectiva, también era inevitable privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si fuera posible. Según lo que le había contado, sería algo inusitado e, incluso, insultante, pero K no podía tolerar que sus esfuerzos en el proceso tropezasen con impedimentos que podían provenir de su propio abogado. Una vez que hubiera prescindido del abogado, tendría que presentar el escrito de inmediato e insistir todos los días para que lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería suficiente que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara su sombrero bajo el banco. Él mismo, las mujeres o algún mensajero tendrían que perseguir a los funcionarios para obligarlos a sentarse en la mesa, en vez de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así presionarlos para estudiar el escrito de K. No había que cejar en estos esfuerzos, todo tenía que ser organizado y vigilado, la justicia tenía que toparse, por fin, con un acusado que sabía hacer valer sus derechos.

Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera ,creído que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo. Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito.

Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos. El escrito judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad mental ;en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo —ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el subdirector—, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora. Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que ya esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al primero.

Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido a orden y comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y, aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.

—Es difícil —dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra el brazo de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible, estaban tapados. Incluso miró débilmente hacia arriba cuando se abrió la puerta del despacho contiguo y apareció, algo borroso, como si estuviera detrás de un velo, el subdirector. K ya no pudo reflexionar más, simplemente auspició el resultado, que sería satisfactorio para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a saludar al subdirector, K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera levantado diez veces más mido, ya que temía que el subdirector pudiera desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y se acercaron juntos a la mesa de Y, El fabricante se quejó de que había encontrado poco interés por fiarte del gerente hacia el negocio y señaló a K, que, bajo la mirada del subdirector, se inclinó de nuevo sobre los papeles. Cuando ambos se apoyaron en la mesa y el fabricante intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como si dos hombres, cuya estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo sobre él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse de lo que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso en la palma de la mano y lo elevó poco a foco, mientras se levantaba, hacia los señores. Al hacerlo no pensó en hada concreto, sólo tenía la impresión de que así era como tendría que comportarse si hubiera terminado su gran escrito judicial que finalmente le aliviaría de toda carga. El subdirector, que prestaba gran atención al fabricante, miró fugazmente el papel, pero no lo leyó, pues lo que era importante para el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano de K y dijo:

—Gracias, ya lo sé —y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa.

K lo miró de soslayo con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo notó o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo, pues rió con frecuencia, confundió al fabricante con una réplica aguda, le sacó de la confusión haciéndose a sí mismo un reproche y, finalmente, le invitó a ir a su despacho para terminar allí el asunto.

—Es un negocio muy importante —le dijo al fabricante—, ya lo veo. Y al señor gerente —y al hacer esta indicación siguió hablando sólo con el fabricante— le gustará con toda certeza que le privemos de él. El asunto reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin embargo, sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en y el antedespacho.

K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector y dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de eso no emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio, como un dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo ambos señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la mesa y desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir, el fabricante se volvió y le dijo que no se despedía, que informaría naturalmente al gerente sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía que comunicarle algo.

Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el ordenanza. Fue hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el picaporte con la mano y contempló la plaza. Aún caía la nieve, no había aclarado.

Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba, sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la puerta del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido. Pero como nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en el lavabo, se lavó con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza más despejada. La decisión de asumir su propia defensa le parecía ahora más ardua de lo previsto. Desde que había traspasado la defensa al abogado, el proceso le había afectado poco, lo había observado desde la lejanía y, aunque apenas se había logrado nada, había podido comprobar, siempre que había querido, cómo esa el asunto, retirándose cuando lo creía oportuno. No obstante, si gumía su propia defensa, tendría que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una completa y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a peligros mayores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y del fabricante se la había aclarado. ¡Cómo se había quedado sentado completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta dónde podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el camino que lleva a un buen fin? Acaso no significaba una defensa cuidadosa —y cualquier otra cosa era absurda— la necesidad de aislarse al mismo tiempo de todo lo demás? podría superarlo con éxito? ¿Y cómo podría llevarlo a cabo en el banco? No se trataba sólo del escrito, para lo que quizá hubieran bastado pinas cortas vacaciones, aunque solicitar ahora unas vacaciones supondría una empresa arriesgada, se trataba de todo el proceso, cuya duración era imposible de prever. ¡Qué impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera de K!

¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio. ¿Ahora tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con dios? ¿Tenía que preocuparse por los negocios del banco mientras su Proceso seguía su curso, mientras arriba, en la buhardilla, los funcionarios judiciales se sentaban ante los escritos de su proceso? ¿No parecía todo una tortura, reconocida por la justicia, y que acompañaba al proceso? ¿Y se tendría en cuenta en el banco a la hora de juzgar su trabajo la situación delicada en la que se encontraba? Nunca jamás. Su proceso tampoco era tan desconocido, aunque no estuviera muy claro quién sabía de él y cuánto. Aparentemente el rumor no había llegado hasta el subdirector, si no ya se habría visto claramente cómo éste lo utilizaba contra K, sin espíritu de solidaridad y sin la más mínima humanidad. ¿Y el director? Cierto, mostraba simpatía hacia K, y si hubiese sabido algo del proceso habría querido ayudarle aligerándole el trabajo, pero no hubiera intervenido, pues ahora que se había perdido el equilibrio formado por K quedaba sometido a la influencia del subdirector, quien se aprovechaba del estado de debilidad del director para fortalecer su propio poder. ¿Qué podía esperar entonces K? Era posible que con tanta reflexión estuviera debilitando su capacidad de resistencia, pero también resultaba necesario no hacerse ilusiones y verlo todo con la mayor claridad posible.

Sin un motivo especial, sólo para no tener que volver al escritorio, abrió la ventana. Se abría con dificultad, tenía que girar el picaporte con ambas manos. Al abrirse penetró una bocanada de niebla mezclada con humo que se extendió por toda la habitación, acompañada de un ligero olor a quemado. También penetraron algunos copos de nieve.

—Un otoño horrible —dijo el fabricante detrás de K, que había entrado desde el despacho del subdirector sin que K lo hubiese advertido. K asintió y miró, inquieto, la cartera del fabricante, de la que parecía querer sacar los papeles para comunicarle los resultados de su entrevista con el subdirector. Pero el fabricante siguió la mirada de K, golpeó su cartera y dijo sin abrirla:

—Quiere oír qué tal ha ido. No ha ido mal. Casi llevo el negocio cerrado en la cartera. Un hombre encantador, el subdirector, pero nada inocente —y rió estrechando la mano de K, intentando que también él riera. Pero a K le pareció sospechoso que el fabricante no quisiera mostrarle los papeles y no encontró nada divertida la insinuación del fabricante.

—Señor gerente—dijo el fabricante—, le sienta mal este tiempo. Parece deprimido.

—Sí —dijo K y se llevó una mano a la sien—, dolores de cabeza, preocupaciones familiares.

—Ya lo conozco —dijo el fabricante, que era un hombre siempre con prisas y no podía escuchar tranquilamente a nadie—, cada uno tiene que llevar su cruz.

K había dado un paso involuntario hacia la puerta, como si quisiera acompañar al fabricante, pero éste dijo:

—Aún tengo algo que decirle al señor gerente. Temo importunarle precisamente hoy con esto, pero ya he estado dos veces aquí y siempre lo he olvidado. Si sigo aplazándolo, al final ya no tendrá ningún sentido. Y sería una pena, porque es muy probable que mi información sea valiosa.

Antes de que K hubiese tenido tiempo para responder, el fabricante se le acercó, le golpeó ligeramente con el dedo en el pecho y dijo voz baja:

—Usted está procesado, ¿verdad?

K retrocedió y exclamó:

—¿Se lo ha dicho el subdirector?

—No, no —dijo el fabricante—, ¿de dónde podría saberlo el subdirector?

—¿Y usted? —dijo K recuperando algo el sosiego.

—Yo me entero aquí y allá de alguna cosa relativa a los tribunales —dijo el fabricante—, precisamente de eso quería hablarle.

—¡Tanta gente está en contacto con los tribunales! —dijo K con la cabeza inclinada y llevó al fabricante hasta la mesa. Se sentaron como antes y el fabricante continuó:

—Por desgracia no es mucho lo que le puedo decir. Pero en estas cosas no se debe despreciar nada por mínimo que sea. Por lo demás, siento cierta inclinación a ayudarle, aunque mi ayuda sea tan modesta. Hasta ahora hemos sido buenos compañeros de negocios, ¿verdad? K quiso disculparse por su comportamiento en la entrevista de ese día, pero el fabricante no toleró ninguna interrupción. Puso la cartera bajo el brazo para mostrar que tenía prisa y dijo:

—He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli. Es un pintor, Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre verdadero. Viene desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos cuadros por los que le doy —es casi un mendigo— alguna limosna. Además, son cuadros bonitos, paisajes y cosas parecidas. Estas compras —ya nos habíamos acostumbrado ambos a ellas— se producían con cierta regularidad y sin perder el tiempo. Pero durante un periodo sus visitas se hicieron tan frecuentes que le hice alguna objeción, entonces conversamos, me interesé por cómo podía subsistir sólo pintando y me enteré, para mi sorpresa, de que sus principales ingresos procedían de los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales. Le pregunté Para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde ese día cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente al tribunal y así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin embargo, bastante hablador y a veces tengo que pararle los pies, y no sólo porque miente, sino también porque un hombre de negocios como yo, abrumado de trabajo, tampoco puede ocuparse en cosas ajenas. Pero esto sea dicho sólo de paso. He pensado que Titorelli, tal vez, podría serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y aunque no tenga mucha influencia, al menos podría darle algún consejo sobre cómo se puede encontrar a gente influyente. Y aunque estos consejos, considerados en sí mismos, no sean decisivos, creo que, en su posesión, pueden adquirir alguna importancia. Usted es casi un abogado. Yo suelo decir siempre: el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto por su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación hará todo lo que sea posible. Creo que debería visitarlo. No tiene que ser hoy, en alguna ocasión. Por supuesto, tengo que añadir, no está usted obligado por mi consejo a visitarle. No, si cree que puede prescindir de Titorelli, es mejor dejarlo de lado. Tal vez ya tenga un plan y Titorelli pueda estropearlo. No, entonces no vaya. También cuesta algo de superación aceptar consejos de un tipo así. Como usted quiera. Aquí tiene mi carta de recomendación y aquí la dirección.

K tomó decepcionado la carta y se la guardó en el bolsillo. En el caso más favorable, la ventaja que podría obtener de la recomendación sería mucho menor que los daños ocasionados por el hecho de que el fabricante se hubiera enterado del proceso y de que el pintor siguiera extendiendo la noticia. Apenas se sentía capaz de agradecerle el consejo al fabricante, que ya se dirigía a la puerta.

—Iré —dijo él, al despedirse del fabricante en la puerta—, o, como estoy muy ocupado, le escribiré para que venga a mi despacho.

—Ya sabía —dijo el fabricante— que encontraría la mejor solución. No obstante, pensé que evitaría invitar al banco a tipos como este Titorelli para hablar del proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner cartas en manos de esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha pensado muy bien y sabe lo que tiene que hacer.

K asintió y acompañó al fabricante hasta el antedespacho. Pero a pesar de su tranquilidad aparente, estaba horrorizado. Que escribiría a Titorelli sólo lo había dicho para mostrar de alguna manera al fabricante que apreciaba su recomendación y que reflexionaría sobre las posibilidades de entrevistarse con él, pero si realmente hubiese considerado valiosa su ayuda no hubiera dudado en escribirle. No obstante, había reconocido los peligros que encerraba hacerlo gracias a la mención del fabricante. ¿Podía confiar tan poco en su inteligencia? Si era posible que invitara con una carta explícita a un hombre de dudosa reputación para visitarle en el banco, y allí, sólo separados por una puerta del despacho del subdirector, pedirle consejos acerca de su proceso, ¿no sería posible, incluso muy probable, que hubiera ignorado otros peligros o se estuviera metiendo de cabeza en ellos? No siempre iba a estar alguien a su lado para advertirle. Y precisamente ahora, cuando tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, tenían que asaltarle esas dudas sobre su capacidad para prestar atención. ¿Comenzarían a producirse en el proceso las mismas dificultades que ya tenía en la realización de su trabajo? No podía comprender cómo había sido capaz de pensar en escribir a Titorelli e invitarle a venir al banco para hablar del proceso.

Aún sacudía la cabeza ante semejante disparate, cuando el empleado se acercó hasta él y le indicó a tres señores que esperaban sentados en el antedespacho. Ya esperaban desde hacía mucho tiempo. Ahora, aprovechando la ocasión, se levantaron para intentar hablar con K. Como recibían un tratamiento tan desconsiderado por parte del banco, tampoco ellos quisieron tener ninguna consideración.

—Señor gerente —dijo uno de los que esperaban. Pero K le había pedido al empleado que le trajera el abrigo. Mientras le ayudaba a ponérselo, dijo a las tres personas presentes:

—Discúlpenme, señores, por desgracia no tengo tiempo de recibirles. Les pido perdón, pero tengo que terminar un negocio urgente y debo salir de inmediato. Ya han visto todo el tiempo que me han tenido ocupado. ¿Serían tan amables de venir mañana o cuando puedan? ¿0 quizá prefieren que tratemos el asunto por teléfono? Tal vez prefieran informarme ahora brevemente y yo les daré una respuesta detallada por escrito. Lo mejor sería, sin embargo, que vinieran otro día.

Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían esperado inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron mutuamente sin decir palabra.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó K, y se volvió hacia el empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del despacho de K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello del abrigo y se abrochó el último botón.

En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo cómo K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:

—¿Se va ya, señor gerente?

—Sí —dijo K enderezándose—. Tengo que terminar un negocio.

Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.

—¿Y los señores? —preguntó—. Ya esperan desde hace tiempo.

—Ya nos hemos puesto de acuerdo —dijo K. Pero los señores ya no se callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas horas si sus asuntos no fueran importantes y no fuera necesario tratar los confidencial y detalladamente. El subdirector les prestó atención, contempló a K, que sostenía el sombrero en la mano y le quitaba el polvo, y dijo:

—Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra, asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos, naturalmente, deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios y sabemos valorar en su justa medida el tiempo de los hombres de negocios. ¿Quieren entrar a este despacho? —y abrió la puerta que conducía a su antedespacho.

¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que K se veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que era necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas esperanzas a un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño irreparable. Habría sido mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a los dos señores que aún esperaban. K lo habría intentado si en ese instante no hubiese visto al subdirector en su despacho, buscando en los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo. Cuando K, irritado por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector exclamó:

—Ah, aún no se ha ido —y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían ser huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a buscar.

—Busco la copia de un contrato —dijo—, que, según el representante de la empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a buscar?

K dio un paso, pero el subdirector dijo:

—Gracias, ya lo he encontrado —y regresó a su despacho con un paquete de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.

«Ahora no le puedo hacer sombra—se dijo K—, pero cuando logre arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y además con amargura».

Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se presentaba la ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego abandonó el banco casi feliz de poder dedicarse con exclusividad a su asunto.

Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales, precisamente en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado en el que había estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran más oscuras, las calles estaban llenas de suciedad, que se acumulaba alrededor de la nieve. En la casa en que vivía el pintor sólo estaba abierta una hoja de la puerta, en la otra habían abierto un agujero, a través del cual, cuando K se aproximó, fluía una repugnante sustancia amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose en un canal cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor reinante, procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte opuesta. La puerta del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban una pieza y la golpeaban con martillos. Una gran plancha de hojalata colgaba de la pared y arrojaba una luz pálida que penetraba entre dos de los empleados e iluminaba los rostros y los mandiles. K sólo dedicó una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo más pronto posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en su trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento, le faltaba la respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran excesivamente altos y el pintor debía de vivir en el ático. El aire también era muy opresivo, no había hueco en la escalera, sino que ésta, muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados por muros, en los que sólo de vez en cuando había una pequeña ventana. Precisamente en el momento en el que K se detuvo para descansar, salieron varias niñas de una vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió lentamente, alcanzó a una de las niñas que había tropezado y se había quedado rezagada y le preguntó, mientras las demás seguían subiendo:

—¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?

La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo y le miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían impedido que se corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a K miradas provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y preguntó:

—¿Conoces al pintor Titorelli?

Ella asintió y preguntó a su vez:

—¿Qué quiere usted de él?

A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.

—Quiero que me haga un retrato —dijo él.

—¿Un retrato? —preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente o desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido que pudo detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo conforme subían. K volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente rellano. Aparentemente habían sido informadas por la jorobada y le esperaban. Estaban colocadas a ambos lados de la escalera y se apretaron contra la pared para que K pudiera pasar cómodamente entre ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus rostros, así como su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y perdición. Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás de K y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K tenía que agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto. Quería seguir subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a la vivienda de Titorelli. La escalera que tuvo que tomar era aún más estrecha, muy larga, sin giros y finalizaba directamente ante la puerta cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista de una pequeña claraboya y, por esta causa, mejor iluminada que la escalera, estaba hecha de tablas ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado con un pincel grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K, acompañado de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió, probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un hombre en pijama.

—¡Oh! —gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas empujaron a K para que subiese con mayor rapidez.

Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo invitó a entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin embargo, las rechazó. No las quiso dejar pasar por más que se lo suplicaron. Sólo la jorobada logró deslizarse hasta el interior pasando por dejo de su brazo, pero el pintor la persiguió, la cogió por la falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la puerta con las otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se habían atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al pintor algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rió el pintor. Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos. Luego el pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le estrechó la imano y dijo:

—Pintor Titorelli.

K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y dijo:

—Parece que le quieren mucho en la casa.

—¡Ah, esas pordioseras! —dijo el pintor, que intentó en vano abrocharse el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y llevaba puestos unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que estaban ajustados a la cintura con un cordel, cuyos largos cabos se balanceaban de un lado a otro.

—Esas pordioseras son una verdadera carga —continuó, dejó de intentar abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una silla para K y casi le obligó a sentarse.

—Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que usted ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo entran si se lo permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se han hecho una llave de la cerradura y se la prestan unas a otras. No se puede imaginar lo pesadas que son. Una vez vine con una dama para pintarla, abrí la puerta con mi llave y encontré a la jorobada pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus hermanas pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer, tarde por la noche —le suplico que, en consideración a ello, perdone mi estado y el desorden de la habitación—, quiero irme a la cama y de repente noto un pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y saco a una de esas pordioseras. No entiendo por qué la han tomado conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo ha visto usted. Naturalmente que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto gratuitamente a mi disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.

Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita suave y temerosa:

—Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.

—¿Yo tampoco? —preguntó otra de las niñas.

—Tampoco —dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.

K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre de estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho. Todo, suelo, paredes y techo, era de madera, entre las tablas había resquicios. Frente a K estaba situada la cama, cubierta con mantas de distinto color. En medio de la habitación, sobre un caballete, había un cuadro cubierto con una camisa, cuyas mangas llegaban hasta el suelo. Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver más que la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.

El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio al pintor y dijo:

—Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a visitarle.

El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como un pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer que Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por añadidura, el pintor preguntó:

—¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?

K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el fabricante en la carta? K había considerado evidente que el fabricante informaría al pintor en la carta de que K sólo tenía interés en preguntar acerca de su proceso. ¿Se había precipitado al venir de un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora tenía que responder al pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:

—¿Está trabajando en un cuadro?

—Sí —dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en la cama, sobre la carta—. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está terminado.

La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos del sitial.

«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al pintor sobre su significado.

—Tengo que trabajar más en ella —respondió el pintor, cogió un lápiz para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que apareciese más precisa para K.

—Es la justicia —dijo finalmente el pintor.

—Ahora la reconozco —dijo K—. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero posee alas en los talones y está en movimiento.

—Sí —dijo el pintor—, pero la tengo que pintar así por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.

—No es una buena combinación —dijo K sonriendo—. La justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia justa.

—Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente —dijo el pintor.

—Sí, claro —dijo K, que no había querido molestar al pintor con su indicación—. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.

—No —dijo el pintor—, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es pura invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.

—¿Cómo? —preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que decía el pintor—. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.

—Sí —dijo el pintor—, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha sentado en un sitial así.

—¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el presidente de un tribunal supremo.

—Sí, los señores son vanidosos —dijo el pintor—. Pero tienen permiso de sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le prescribe con exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia, en el cuadro no se pueden apreciar los detalles del traje y del sitial, la pintura al pastel no es adecuada para este tipo de retratos.

—Sí —dijo K—, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.

—Así lo ha querido el juez —dijo el pintor—, es para una dama.

La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar en el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices, K observó cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo alrededor de la cabeza del juez una sombra rojiza que, adoptando una forma estrellada, llegaba hasta los bordes del cuadro. Paulatinamente, juego de sombras que rodeaba la cabeza se convirtió en una suerte de adorno honorífico. La figura que representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.

—¿Cómo se llama ese juez? —preguntó de repente.

—No se lo puedo decir —respondió el pintor. Se había inclinado hacia el cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo, había recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de humor y se enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.

—¿Es usted un hombre de confianza del tribunal? —preguntó.

El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró a K sonriente.

—Bueno, vayamos al grano —dijo él—. Usted quiere saber algo del tribunal, como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado a hablar sobre mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal, usted no puede saber que para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por favor! —dijo en actitud defensiva, cuando K quiso objetar algo, y continuó:

—Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de confianza del tribunal.

Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a las circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta. Era probable que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de la cerradura, aunque también era probable que pudieran ver a través de los resquicios. K decidió no disculparse, pues no quería que el pintor cambiase de tema, pero tampoco quería que el pintor se ufanase y se creyera inalcanzable, así que preguntó:

—¿Es un puesto reconocido oficialmente?

—No —dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:

—Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más influyentes que los otros.

—Ése es mi caso —dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada—. Ayer hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no quería ayudarle, yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y ahora estoy encantado de poder recibirle tan pronto. Parece que el asunto le afecta bastante y no me extraña. ¿No desea quitarse antes el abrigo?

Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba opresivo, con frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una estufa de hierro, situada en una esquina, y que con toda seguridad estaba apagada. El bochorno en la habitación era inexplicable. Mientras se quitaba el abrigo y se desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo con un tono de disculpa:

—Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable, ¿verdad? La habitación está muy bien situada.

K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire, tan enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que hacía mucho tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación desagradable se intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en la cama, mientras él se sentaba en la única silla de la habitación, frente al caballete. Además, el pintor interpretó mal por qué K quería permanecer al borde de la cama, ya que le pidió que se pusiera cómodo y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso en medio de la cama con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y le hizo la primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:

—¿Es usted inocente? —preguntó.

—Sí —dijo K—. La respuesta a esta pregunta le causó alegría, especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin asumir responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había preguntado de un modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría, añadió:

—Soy completamente inocente.

—Bien —dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De repente subió la cabeza y dijo:

—Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.

La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal hablaba como un niño ignorante.

—Mi inocencia no simplifica el caso —dijo K, que, a pesar de todo, tuvo que reír, sacudiendo lentamente la cabeza—. Todo depende de muchos detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin embargo, descubre un comportamiento culpable donde originariamente no había nada.

—Sí, cierto, cierto —dijo el pintor, como si K estorbase innecesariamente el curso de sus pensamientos—. Pero usted es inocente.

—Bueno, sí—dijo K

—Eso es lo principal—dijo el pintor.

No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar de su resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por indiferencia. K quiso comprobarlo, así que dijo:

—Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.

—¿Difícil? —preguntó el pintor, y elevó una mano—. Nunca se le puede disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un tribunal real.

—Sí —dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un poco al pintor.

Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:

—Titorelli, ¿se irá pronto?

—¡Callaos! —gritó el pintor hacia la puerta—, ¿acaso no veis que estoy hablando con este señor?

Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que preguntó:

—¿Le vas a pintar?

Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:

—Por favor, no pintes a un hombre tan feo.

A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió un resquicio —se podían ver las manos extendidas de las niñas en actitud de súplica—, y dijo:

—Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en el escalón, y comportaos bien.

No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles órdenes.

—¡Aquí, en el escalón!

Sólo entonces se callaron.

—Disculpe —dijo el pintor cuando regresó.

K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción si quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se acercó hasta él y se inclinó para decirle algo al oído:

—También las niñas pertenecen al tribunal.

—¿Cómo? —preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:

—Todo pertenece al tribunal.

—No lo había notado —dijo K brevemente.

La indicación general del pintor al señalar a las niñas quitaba a la información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un rato la puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y sentadas en el escalón. Una de ellas había introducido una pajita por una de las ranuras entre las tablas y la metía y sacaba lentamente.

—Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal —dijo el pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los pies—. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré del problema.

—¿Y como pretende conseguirlo? —preguntó K—. Hace poco usted me ha dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.

—Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él —dijo el pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil diferencia—. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta a espaldas del tribunal oficial, es decir en los despachos de los asesores, en los pasillos o, por ejemplo, aquí, en mi estudio.

Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado, todo lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras personas. Incluso parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se dejaban influir tan fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces eran muy importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K paulatinamente iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el banco su talento organizador, aquí, en una situación en la que dependía exclusivamente de sí mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el efecto que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:

—¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el trato ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde en parte.

—¿Cómo entró en contacto con los jueces? —preguntó K. Quería ganarse primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.

—Muy fácil —dijo el pintor—, he heredado mi posición. Ya mi padre fue pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas personas que ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de funcionarios se han promulgado tantas reglas secretas y, además, tan complejas, que no se pueden dominar fuera de determinadas familias. Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo los apuntes de mi padre, que no enseño a nadie. Sólo el que los conoce está capacitado para pintar a los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo en la memoria tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi puesto. Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.

—Eso es digno de envidia —dijo K, que pensó en su puesto en el banco—. Su posición, por consiguiente, es inalterable.

—Sí, inalterable —dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo—. Por eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre hombre que tiene un proceso.

—Y, ¿cómo lo hace? —preguntó K, como si no fuera él a quien el pintor había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó interrumpir, sino que dijo:

—En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente, emprenderé lo siguiente.

A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su inocencia. Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía depender su ayuda de un resultado positivo del proceso, en cuyo caso la ayuda carecería de cualquier valor. A pesar de esta duda, K se dominó y no interrumpió al pintor. No quería renunciar a su ayuda, estaba decidido, además le parecía que esa ayuda no era más cuestionable que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más inofensiva y sincera que esta última.

El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:

—He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere. Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga indefinida. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí decide, con toda probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es inocente, podría confiar en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni mi ayuda ni la de cualquier otro.

Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo también en voz baja, como había hablado el pintor:

—Creo que se contradice.

—Por qué? —preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó sonriente.

Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo procedimiento judicial. No obstante, continuó:

—Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al tribunal oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita ayuda alguna ante el tribunal. Ahí se produce una contradicción. Además, antes ha dicho que se puede influir personalmente en los jueces, pero ahora pone en duda que se pueda llegar a la absolución real, como usted la llama, mediante una influencia personal. Ahí se incurre en una segunda contradicción.

—Esas contradicciones son fáciles de aclarar—dijo el pintor—. Aquí está hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y de lo que yo he experimentado personalmente; no debe confundir ambas cosas. En la ley, aunque yo no lo he leído, se establece por una parte que el inocente tiene que ser absuelto, pero por otra parte no se establece que los jueces puedan ser influidos. No obstante, yo he experimentado lo contrario. No he sabido de ninguna absolución real, pero he conocido muchas influencias. Es posible que en los casos que he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es acaso improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el acusado haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre cuando contaba algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre procesos cuando le visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se hablaba de otra cosa, siempre que tuve la oportunidad de ir a los juicios, siempre la aproveché, he presenciado innumerables procesos y he seguido pus distintas fases, tanto como era posible y, lo debo reconocer, no he conocido ninguna absolución real.

—Así pues, ninguna absolución —dijo K como si hablase consigo mismo y con sus esperanzas—. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal. Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir a todo el tribunal.

—No debe generalizar—dijo el pintor insatisfecho—, sólo he hablado de mis experiencias.

—Eso basta —dijo K—, ¿o acaso ha oído de absoluciones en otros tiempos?

—Ha debido de haber ese tipo de absoluciones —respondió el pintor—. Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del tribunal no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos. Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en ellas, pero no se pueden demostrar. No obstante, no se deben descuidar, contienen una cierta verdad, y son muy bellas, yo mismo he pintado varios cuadros que tienen como tema esas leyendas.

—Simples leyendas no pueden hacerme cambiar de opinión —dijo K—, ¿acaso se pueden invocar esas leyendas en juicio?

El pintor rió.

—No, no se puede —dijo.

—Entonces es inútil hablar de ellas —dijo K. Quería aceptar provisionalmente todas las opiniones del pintor, aun en el caso de considerarlas improbables o que contradijeran otros informes. Ahora no disponía del tiempo preciso para analizar todo lo que el pintor había dicho y constatarlo o refutarlo de acuerdo con la verdad. Se daría por satisfecho si lograse que el pintor le ayudase incluso de una manera no decisiva. Así que dijo:

—Dejemos entonces la absolución real. Usted mencionó otras dos posibilidades.

—La absolución aparente y la prórroga indefinida. Sólo hay estas dos posibilidades —dijo el pintor—. Pero, ¿no quiere quitarse la chaqueta antes de que continuemos? Parece que tiene calor.

—Sí —dijo K, que hasta ese momento sólo había prestado atención a las explicaciones del pintor, pero que ahora, al recordársele el calor, sintió cómo el sudor bañaba su frente—. El calor es casi insoportable.

El pintor asintió como si entendiese perfectamente el malestar de K.

—¿No se puede abrir la ventana? —preguntó K.

—No —dijo el pintor—. No es más que un vidrio fijo, no se puede abrir.

Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la ventana. Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo pulmón. La sensación de estar allí encerrado le produjo un mareo. Golpeó ligeramente la cama con la mano y dijo con voz débil:

—Es un ambiente opresivo e insano.

—¡Oh, no! —dijo el pintor en defensa de su ventana—. Precisamente porque no se puede abrir mantiene mejor el calor que una ventana doble. Si quiero airear, lo que no es muy necesario, pues penetra aire suficiente por los resquicios de las tablas, puedo abrir una de las puertas o ambas.

K, consolado un poco por esa explicación, miró en torno para descubrir esa segunda puerta. El pintor lo notó y dijo:

—Está detrás de usted. La tuve que tapar con la cama.

Ahora vio K la pequeña puerta en la pared.

—Esto es muy pequeño para ser un estudio —dijo el pintor, como quisiera salir al paso de una crítica de K—. Tuve que instalarme como pude. La cama, justo delante de la puerta, está, naturalmente, en un mal lugar. El juez al que estoy retratando, por ejemplo, entra siempre por la puerta de la cama y le he dado una llave para que cuando no esté Yo en casa pueda esperarme. Pero suele venir por la mañana temprano, cuando aún duermo. Naturalmente me despierta siempre del sueño más profundo cuando abre la puerta. Le perdería el respeto a todos los jueces si oyera las maldiciones con las que le recibo cuando se sube a mi rama tan temprano. Le podría quitar la llave, pero con eso sólo conseguiría enojarle. Todas las puertas de esta casa se podrían sacar de sus quicios sin hacer muchos esfuerzos.

Mientras hablaba el pintor, K pensaba si se debía quitar la chaqueta, finalmente reconoció que si no lo hacía sería incapaz de permanecer allí por más tiempo, así que se la quitó y la puso sobre sus rodillas para podérsela poner en cuanto terminara la conversación. Apenas se había quitado la chaqueta, una de las niñas gritó:

—¡Ya se ha quitado la chaqueta! —y se oyó cómo todas se apresuraban a mirar por las rendijas para contemplar el espectáculo.

—Las niñas —dijo el pintor— creen que le voy a pintar y que por eso se desnuda.

—¡Ah, ya! —dijo K poco animado, pues no se sentía mucho mejor que antes aunque estuviera sentado en mangas de camisa. Casi de mal humor preguntó:

—¿Cómo denominó las otras dos posibilidades?

Ya había olvidado las expresiones que el pintor había empleado.

—La absolución aparente y la prórroga indefinida —dijo el pintor—. Usted elige. Ambas se pueden lograr con mi ayuda, naturalmente no sin esfuerzo, la diferencia en este sentido radica en que la absolución aparente requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras que la prórroga, uno más débil, pero continuado. Bien, comencemos por la absolución aparente. Si eligiese ésta, escribiré en un papel una confirmación de su inocencia. El texto para una confirmación así lo he heredado de mi padre y resulta irrefutable. Con esa confirmación hago una ronda con los jueces que conozco. Por ejemplo, comienzo hoy por la noche con el juez al que estoy pintando, cuando venga a la sesión. Le presento la confirmación, le aclaro que usted es inocente y me hago garante de su inocencia. Pero no se trata de una garantía superficial o ficticia, sino real y vinculante.

En la mirada del pintor había un aire de reproche por el hecho de que K le cargase con esa responsabilidad.

—Sería muy amable de su parte —dijo K—. ¿Y el juez, en el caso de que le creyera, tampoco me absolvería realmente?

—Como ya le dije —respondió el pintor—. Pero tampoco es seguro que todos me crean, algún juez reclamará, por ejemplo, que le conduzca hasta él. Entonces no le quedará otro remedio que venir. En un su puesto así, se puede decir que la causa está casi ganada, especialmente porque antes le informaré de cómo tiene que comportarse ante el juez. Peor resulta con aquellos jueces que no me atienden desde el principio, esto también puede ocurrir. Nos veremos obligados a renunciar a ellos, aunque no falten algunos intentos, pero podemos permitirnos ese lujo, que unos cuantos jueces aislados no son decisivos. Si consigo un número suficiente de firmas de jueces en esta confirmación de inocencia, entonces voy a ver al juez que lleva su caso. Es posible que tenga ya su firma, en ese supuesto, todo va un poco más rápido. En general ya no hay muchos más impedimentos, ha llegado el momento para que el acusado tenga una gran confianza. Es extraño, pero cierto, la gente se encuentra en esa fase más confiada que después de la absolución. Ya no necesario esforzarse más. El juez posee en la confirmación de inocencia la garantía de un número de jueces y puede absolver sin preocuparse. Así lo hará, sin duda, para hacerme un favor a mí y a otros conocidos, después de realizar algunas formalidades. Usted sale del ámbito tribunal y es libre.

—Entonces soy libre —dijo K indeciso.

—Sí —dijo el pintor—, pero sólo libre en apariencia o, mejor dicho, libre provisionalmente. La judicatura inferior, a la que pertenecen mis conocidos, no posee el derecho a otorgar una absolución definitiva, este derecho sólo lo posee el tribunal supremo, inalcanzable para usted, para mí y para todos nosotros. No sabemos lo que allí pasa y, dicho sea de paso, tampoco lo queremos saber. Nuestros jueces carecen del gran derecho a liberar de la acusación, pero entre sus competencias está la de poder desprenderle de ella. Eso quiere decir que si obtiene Viste tipo de absolución, queda liberado momentáneamente de la acusación, pero pende aún sobre usted y puede suceder, si llega la orden desde arriba, que entre en vigor de inmediato. Como tengo tan buenos contactos con el tribunal, puedo decirle también cómo se refleja exteriormente en los reglamentos de la Administración de Justicia la diferencia entre una absolución real y otra aparente. En caso de una absolución real, se deben reunir todas las actas procesales, desaparecen por completo del procedimiento, todo se destruye, no sólo la acusación, .sino también todos los escritos procesales, incluida la absolución. En la absolución aparente ocurre de un modo algo diferente. No se produce ninguna modificación más de las actas, a ellas se añaden la confirmación de inocencia, la absolución y el fundamento de la absolución. Por lo demás, las actas continúan en el proceso, se trasladan, como exige el continuo trámite administrativo, a los tribunales supremos, vuelve a los inferiores, y oscila entre unos y otros con mayor o menor fluidez Esos caminos son impredecibles. Considerado desde el exterior, se podría llegar a la conclusión de que todo se ha olvidado hace tiempo, que las actas se han perdido y que la absolución es completa. Un especialista no lo creerá jamás. No se pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día —nadie lo espera— , un juez cualquiera toma el acta, le presta poco de atención, comprueba que la acusación aún está en vigor y ordena la detención inmediata. He dado a entender que entre la absolución aparente y la nueva detención transcurre un largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos casos, pero también es posible? que el absuelto llegue a su casa de los tribunales y ya allí le esperen unos emisarios para detenerle de nuevo. Entonces, por supuesto, se ha terminado la vida en libertad.

—¿Y el proceso comienza otra vez? —preguntó K incrédulo.

—Así es —dijo el pintor—, el proceso comienza de nuevo, y también existe la posibilidad, como al principio, de obtener una absolución aparente. Hay que concentrar otra vez todas las fuerzas y no rendirse.

Lo último lo dijo el pintor probablemente guiado por la impresión de que el ánimo de K se había hundido.

—Pero, ¿no resulta más difícil obtener la segunda absolución que la primera? —preguntó K, como si quisiera anticiparse a alguna de las revelaciones del pintor.

—No se puede decir nada seguro al respecto —dijo el pintor—. ¿Quiere decir si el juez se puede ver influido desfavorablemente en su sentencia por la primera detención? No, ése no es el caso. Los jueces ya han previsto la detención en el momento de dictar la absolución. Esa circunstancia apenas tiene efecto. Pero otros muchos motivos pueden influir ahora en el humor del juez y en su enjuiciamiento jurídico del caso, y los esfuerzos se tendrán que adaptar a las nuevas circunstancias, siendo necesario, por supuesto, actuar con la misma fuerza y decisión que antes de la primera absolución.

—Pero esa segunda absolución tampoco es definitiva —dijo K, y giró la cabeza con actitud de rechazo.

—Por supuesto que no —dijo el pintor—, a la segunda absolución sigue la tercera detención; a la tercera absolución, la cuarta detención, Esto está implícito en el mismo concepto de absolución aparente.

K permaneció en silencio.

—La absolución aparente no le resulta muy ventajosa, ¿verdad? —dijo el pintor—. Tal vez prefiera la prórroga indefinida. ¿Desea que le aclare en qué consiste la prórroga indefinida?

K asintió con la cabeza.

El pintor se había reclinado cómodamente en la silla, su camisa del pijama estaba abierta y se rascaba el pecho con la mano.

—La prórroga —dijo el pintor, y miró un momento ante sí como si tascara las palabras adecuadas—, la prórroga consiste en que el proceso se mantiene de un modo duradero en una fase preliminar. Para lograrlo es necesario que el acusado y el ayudante, sobre todo el ayudante, permanezca continuamente en contacto personal con el tribunal. Repito, aquí no es necesario gastar tantas energías como para lograr una absolución aparente y, sin embargo, sí es necesario prestar una mayor atención. No se puede perder de vista el proceso, hay que ir a ver al juez competente en periodos de tiempo regulares y, además, en ocasiones especiales, y hay que intentar mantenerlo contento. Si no se conoce personalmente al juez, se puede intentar influir en él a través de otros jueces, sin por ello renunciar a las entrevistas personales. Si no se descuida nada a este respecto, se puede decir con bastante certeza que el proceso no pasará de su primera fase. El proceso, sin embargo, no se detiene, pero el acusado queda casi tan a salvo de una condena como si estuviera libre. Frente a la absolución aparente, la prórroga indefinida tiene la ventaja de que el futuro del acusado es menos incierto, evita los sustos de las detenciones repentinas y no tiene que temer, precisamente en aquellos periodos en que sus circunstancias son inapropiadas, los esfuerzos y las irritaciones que cuestan el logro de la absolución aparente. No obstante, la prórroga también posee ciertas desventajas para el acusado que no se deben subestimar. Y no pienso en que aquí el acusado nunca es libre, pues tampoco lo es, en un sentido estricto, en la absolución aparente. Se trata de otra desventaja. El proceso no se puede detener sin que, al menos, haya motivos aparentes para ello. Por lo tanto, y de cara al exterior, tiene que suceder algo en el proceso. Así pues, de vez en cuando se tomarán algunas disposiciones, se interrogará al acusado, se realizarán algunas investigaciones, etc. El proceso debe girar dentro de los estrechos límites a los que se le ha reducido artificialmente. Eso produce algunas molestias al acusado, que, sin embargo tampoco debe imaginarse que son tan malas. Todo es de cara al exterior; los interrogatorios, por ejemplo, son muy cortos, cuando se tiene poco tiempo o, simplemente, no se tienen ganas de comparecer, sé puede faltar presentando una disculpa, incluso con algunos jueces se pueden fijar de antemano las fechas de determinadas formalidades, se trata, en definitiva, ya que uno es un acusado, de presentarse ante el juez competente de vez en cuando.

Ya durante las últimas palabras K se había colocado la chaqueta en el brazo y se había levantado.

—¡Se ha levantado! —gritaron en seguida al otro lado de la puerta.

—¿Ya se quiere ir? —preguntó el pintor también levantándose—. Seguro que es el aire viciado por lo que se va. Me resulta muy desagradable. Me quedaban más cosas por decirle, tenía que haber abreviado. Espero que me haya comprendido.

—¡Oh, sí! —dijo K, al que le dolía la cabeza por el esfuerzo realizado para escuchar. No obstante esta confirmación, el pintor se lo resumió otra vez, como si quisiera que K se llevase consigo algún consuelo.

Ambos métodos tienen en común que impiden una condena del acusado.

—Pero también impiden la absolución real —dijo K en voz baja, como si se avergonzase de haberlo descubierto.

—Ha comprendido el meollo del asunto —dijo el pintor con rapidez.

K puso la mano en el abrigo, pero no podía decidirse a ponérselo. Le hubiera gustado recogerlo todo y salir a respirar el aire fresco. Tampoco las niñas le motivaban a vestirse, por más que desde el principió se gritaran entre ellas que se estaba vistiendo. El pintor intentó conocer el estado de ánimo de K, así que dijo:

—No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo. Yo mismo le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y las desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.

—Le volveré a visitar pronto —dijo K, que con decisión repentina puso la chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró hacia la puerta. Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.

—Pero debe mantener su palabra —dijo el pintor, que le había seguido—, si no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.

—Abra la puerta—dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en picaporte.

—¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra puerta —y señaló la puerta situada detrás de la cama.

K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez de abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:

—¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?

K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre la recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó que le mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir del estudio. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros sin enmarcar tan llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el primero, K estuvo un tiempo sin poder respirar ni ver bien.

—Un paisaje de landa—dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K. Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de hierba oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.

—Muy bonito —dijo K—, lo compro.

K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso se alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro del suelo.

—Aquí tiene un contraste con el anterior—dijo el pintor.

Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el fondo el crepúsculo. Pero a K no le importaba.

—Son paisajes muy bonitos —dijo—. Se los compro. Los colgaré en mi despacho.

—Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro similar.

No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.

—También lo compro —dijo K—. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?

—Ya hablaremos de eso —dijo el pintor—. Ahora tiene prisa, pero vamos a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado los cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son paisajes de landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen cierta aversión porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los que usted se cuenta, aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no tenía ganas de oír las experiencias profesionales del pintor pedigüeño.

—Empaquete los cuadros —exclamó, interrumpiendo al pintor—, mañana vendrá mi ordenanza y los recogerá.

—No es necesario —dijo el pintor—. Creo que podré conseguir que alguien se los lleve ahora.

Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.

—Súbase a la cama—dijo el pintor—, lo hacen todos los que entran.

K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el pie.

—¿Qué es eso? —preguntó al pintor.

—¿De qué se asombra? —preguntó éste, asombrado a su vez—. Son dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias judiciales? Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí? También mi estudio pertenece a las dependencias del tribunal, éste es el que lo ha puesto a mi disposición.

K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con tribunal. Según su opinión, una de las reglas fundamentales que debía regir la conducta de todo acusado era la de estar siempre preparado, no dejarse sorprender, no mirar desprevenido hacia la derecha, cuando el juez se encontraba a su izquierda, y precisamente infringía esta regla continuamente. Ante él se extendía un largo pasillo, por el que corría un aire fresco en comparación con el del estudio. A ambos lados del pasillo había bancos, como en la sala de espera de las oficinas judiciales competentes para el caso de K. Parecían existir reglas concretas para la construcción de las dependencias. En ese momento no había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi tendido: había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una zona oscura. K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros. Al poco tiempo encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía a todos estos empleados por el botón dorado que llevaban en sus gajes normales, junto a los otros botones usuales. El pintor le encargó que acompañase a K con los cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el pañuelo en la boca. Ya se encontraban cerca de la salida, cuando las niñas irrumpieron frente a ellos, así que K ni siquiera se pudo ahorrar esa situación. Habrían visto cómo abrían la otra puerta y habían corrido para sorprenderlos.

—Ya no puedo acompañarle más —exclamó el pintor sonriendo y resistiendo el embate de las niñas—. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en decidirse!

K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que pasó. Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara la atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste lo echó abajo. K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse los cuadros en el coche, pero temió necesitarlos en algún momento para justificarse ante el pintor. Así que pidió que los subieran a su despacho Y los guardó en el último cajón de su mesa. Allí estarían a salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante los primeros días.

Colección integral de Franz Kafka

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