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Capítulo III

Neurociencias y delito:

implicancias para la prevención y predicción de la conducta criminal

Teresa Parrao Díaz

Introducción

La neurociencia es la disciplina científica que se focaliza en el estudio de las bases biológicas de la cognición y la conducta, que comenzó su desarrollo hace más de cien años con científicos tratando de entender cómo el cerebro permite que los seres humanos seamos capaces de percibir, pensar, comportarnos y hacer todo aquello que nos hace humanos. El desarrollo de la tecnología llevada a cabo durante los últimos 30 años ha revolucionado la forma en que entendemos y explicamos la conducta. Con la aparición de métodos de neuroimagen, que van desde el scanner cerebral a la resonancia nuclear magnética, el cerebro humano en sí mismo puede ser estudiado. Así, el cerebro humano pasó a ser el centro de estudio, y temas que se habían mantenido “ocultos” de ser estudiados, comenzaron a ser analizados. Hoy conocemos las bases neurobiológicas de temas tan complejos como las intenciones, la moral, las preferencias, e incluso la conciencia. En este capítulo abordaré la evidencia que ha permitido conocer las bases neurobiológicas de la conducta y el impacto que ha tenido en la comprensión de conducta transgresora y delictiva, y en las implicancias que significan para la sociedad.

Conceptos centrales

El cerebro humano es el órgano que nos permite relacionarnos con el mundo que nos rodea, en tanto nos permite “sensar” los estímulos que vienen de nuestros medios externos e internos, y así construir una percepción de la realidad. Para entender su organización actual tenemos que remontarnos a millones de años atrás, ya que la evolución filogenética (el desarrollo evolutivo de la especie), permitió la aparición y desarrollo de sistemas de mayor complejidad para interactuar eficientemente con nuestro entorno. Así entonces, según propuso Paul MacLean en los años de la década de 1950 (MacLean 1990), es posible distinguir tres niveles básicos del funcionamiento del cerebro humano (Fig. 1).


Figura 1:

Esquema presentado por Paul Mac Lean para representar las tres estructuras cerebrales. En MacLean, P. The Triune Brain in Evolution: Role in Paleo cerebral function. Plenum, New York, 1990.

El primer nivel y más primitivo corresponde al cerebro reptiliano, que está compuesto por estructuras cerebrales que intervienen en el control de funciones de autorregulación automáticas, como, por ejemplo, la respiración. El segundo nivel es el cerebro límbico o paleomamífero, que contiene estructuras fundamentales para la regulación de las emociones y el aprendizaje. Finalmente, el tercer nivel es el denominado neomamífero o neocorteza, que sería el hito evolutivo más reciente, y justamente una de las estructuras cerebrales centrales para comprender la conducta humana y sus manifestaciones, ya que en ella se encuentran centros críticos para el pensamiento, para los procesos cognitivos complejos y para la regulación de la conducta.

La corteza cerebral, a su vez, se subdivide en dos hemisferios y cuatro lóbulos cerebrales (lóbulos frontales, temporales, parietales y occipitales). Si bien el cerebro funciona como un sistema global, se ha descrito que los lóbulos cerebrales participan de manera definida en distintas funciones. En particular, los lóbulos frontales tienen un lugar de relevancia a la hora de comprender la conducta humana, ya que esta zona del cerebro sería la responsable de nuestra capacidad de razonar, tomar decisiones, medir las consecuencias de nuestros actos, tolerar la frustración y en particular, de la regulación de la conducta en el contexto de violencia, agresión, competencia o colaboración.

Una de las características más distintivas del lóbulo frontal es el modo en el que evoluciona, ya que su formación continua después del nacimiento, por lo que es la última parte de nuestro cerebro en desarrollarse, proceso que culmina alrededor de los 25 años de edad. Interesantemente, eso significa que al ser la última zona del cerebro que se desarrolla, se convierte en el área cerebral menos determinada por los genes y la más esculpida por el medio ambiente y la experiencia (Stuss, D. y Knight, D., 2013).

El sistema límbico por otro lado, es un sistema más antiguo que la neocorteza y está vinculado a estructuras más primitivas del sistema nervioso, como el bulbo olfatorio, por lo que antiguamente este sistema era llamado rinoencéfalo. Hoy sabemos que es un sistema que está compuesto de diferentes subestructuras, que están directamente relacionadas con las emociones, la motivación, el aprendizaje y con la formación de memorias. Este sistema está conectado con otras estructuras de importancia para la conducta, como el circuito de recompensa (circuito cerebral compuesto de estructuras cerebrales que se activan cuando sentimos placer), o con el mismo lóbulo frontal (Kandel, 2001).

Dentro de las subestructuras que componen el sistema límbico, la amígdala cobra relevancia en los estudios que buscan conocer la neurobiología de la conducta delictiva. Esta estructura con forma de guinda, que se encuentran al interior de los lóbulos temporales. Variados estudios han mostrado que tienen un rol central en la integración de un amplio rango de estímulos sensoriales y motivacionales, además de participar en el procesamiento de la memoria, en la toma de decisiones y en la transmisión de información desde y hacia la corteza frontal.

Entendiendo la conducta delictiva: una mirada desde las neurociencias

Un caso emblemático en el campo de las neurociencias y su relación con la conducta estuvo dado por el fortuito caso de Phineas Gage, en Estados Unidos. Fue un caso ícono, ya que por primera vez se estableció la relación entre la conducta criminal o sociopática, y la integridad estructural y funcional del cerebro.

Durante la primavera de 1848, en la localidad de Cavendish, Vermont, un joven trabajador llamado Phineas Gage (Fleischman, 2004) sufrió un grave accidente que lo hizo ser parte de la historia de las neurociencias y entregar una notable contribución a la comprensión de la conducta y su relación con el cerebro. Phineas era un joven operario de líneas de trenes, quién sufrió un accidente mientras trabajaba dinamitando unas rocas para construir la vía férrea, producto del cual una barra de fierro ingresó por su mejilla izquierda y salió expelido por la zona frontal de su cráneo, atravesando su cerebro. Sorprendentemente, Phineas resultó ileso de este grave accidente, evidenciando con asombro sus compañeros de labores que luego del accidente no solo no había fallecido, como hubiera sido esperable por la magnitud del accidente, sino que además era capaz de caminar y comunicarse casi con normalidad. El médico del pueblo fue llamado para su asistencia, quién también asombrado, da cuenta que Phineas no presentaba secuelas de importancia, al menos en un primer momento. Veinte años después el mismo médico, John M. Harlow, presentó el reporte del caso a la Sociedad Médica de Massachusetts, donde describe con detalle la asombrosa recuperación de un paciente luego de severo daño cerebral (Harlow 1848). Phineas era descrito antes del accidente como un joven sano, tranquilo y estable de temperamento, sin embargo, sus familiares y amigos cercanos reportaron que Phineas, si bien en un inicio no presentó secuelas evidentes, con el tiempo cambió, tornándose arrogante, agresivo e intolerante, incapaz de mantener un trabajo estable, por lo que sus cercanos concluyeron que Phineas “nunca más fue Phineas”.

Lo que hoy sabemos es que en este caso la barra de metal dañó una zona del cerebro crucial para el adecuado ajuste de nuestra conducta, los lóbulos frontales. Desde entonces, una serie de reportes han descrito como el daño de estas estructuras puede provocar que las personas cambien, y pasen de ser responsables y precisos, a ser inestables, irritables y poco confiables (Markowitsh, 2008). Aunque estas personas no necesariamente terminan convirtiéndose en criminales, hay descripciones recientes que enfatizan la relación entre el daño del lóbulo frontal y la conducta transgresora y delictiva.

Neurobiología de la agresión, violencia y psicopatía

Durante las últimas dos décadas se ha visto un aumento en el interés por conocer la neurobiología de la conducta delictiva, con estudios que se han focalizado en la investigación de la agresión y la violencia en general, al que se ha agregado el estudio de personas con rasgos psicopáticos o con el diagnóstico de psicopatía. Dos de los métodos más comunes en este campo es el uso de imágenes cerebrales estructurales (Resonancia Nuclear Magnética, RNM), o imágenes cerebrales funcionales (Resonancia Nuclear Magnética Funcional, RNMF). Ambas, RNM y RNMF, entregan información sobre las estructuras y funcionamiento del cerebro. Mientras RNM muestra una imagen del cerebro que permite diferencias las estructuras que lo componen, la RNMF muestra la actividad metabólica de las distintas áreas cerebrales, generalmente cuando son expuestas a distintos estímulos o tareas. Así, los estudios de neuroimagen estructural y funcional han mostrado, por ejemplo, cambios metabólicos y estructurales en los cerebros de delincuentes vinculados a crímenes violentos como asesinatos y violaciones. En la misma línea, se han descrito casos de personas que “súbitamente” se convierten en pedófilos o asesinos, en los cuales se ha detectado la aparición de anomalías cerebrales, como por ejemplo tumores frontales.

Los modelos teóricos que explican la psicopatía han enfatizado que las personas que sufren de este trastorno presentan una alteración en la capacidad de integrar respuestas emocionales. Dentro de otras, destacan las teorías de James Blair (Blair, 2001; Blair, 2013) y de Kent Kiehl (Kiehl, 2006; Kiehl, 2001) que muestran un rol predominante de distintos componentes del sistema límbico. Por un lado, el modelo de Blair enfatiza la disfunción de la amígdala como el principal origen de la psicopatía, ya que esta estructura tendría un rol protagónico en la formación de asociaciones entre las claves medio-ambientales y los estados afectivos. Más recientemente, ha incluido la participación conjunta de la amígdala con el lóbulo frontal en el monitoreo de la conducta. Basado en el modelo de Blair, el modelo de Kiehl amplía las áreas cerebrales que estarían involucradas en la conducta psicopática, por lo que además de la participación de estructuras límbicas, participarían estructuras de la corteza cerebral como el lóbulo temporal. De este modo, la literatura científica es consistente en mostrar que las estructuras cerebrales más comúnmente implicadas en la psicopatía, son aquellas zonas del cerebro involucradas en la evaluación de la información emocional y en el procesamiento cognitivo que permite que una situación sea considerada como una amenaza o una recompensa, y la posterior utilización de esta información en la modificación de la conducta. De este modo, en convergencia con los estudios de neuroimagen, los rasgos psicopáticos de la personalidad estarían asociados a una disfunción de la amígdala y de las zonas orbitales de la corteza frontal.

La evidencia que apoya la hipótesis de la participación de la corteza frontal en la conducta delictiva también incorpora información provista por la descripción de casos clínicos de relevancia. Recientemente se ha publicado el caso de un hombre estadounidense de 40 años (Burns, 2003), quien comenzó a desarrollar un apetito sexual inusual y que además (como nunca antes), comenzó a coleccionar pornografía infantil secretamente. Posteriormente presentó avances sexuales con su hijastra, por lo que fue condenado por una acusación de abuso sexual, además de haber sido diagnosticado de pedofilia (trastorno de la orientación sexual). Un día antes de la lectura de sentencia fue ingresado a un centro hospitalario por fuertes dolores de cabeza, por lo que se decidió la toma de neuroimágenes, que determinaron la presencia de un tumor cerebral alojado en la zona órbito-frontal derecha. El tumor fue extirpado y la conducta del hombre volvió a la normalidad, hasta que un año después comenzó a experimentar la misma conducta previa producto de la reaparición del tumor cerebral. Por segunda vez el tumor fue extirpado y su conducta volvió nuevamente a la normalidad.

En suma, la investigación en esta área ha demostrado que la corteza órbito-frontal está involucrada en la regulación de la conducta social. Así, la disrupción de este sistema puede resultar en la toma de decisiones basadas en el refuerzo inmediato, más que las ganancias a largo plazo, deteriorando la habilidad de las personas de ajustarse a las distintas situaciones sociales. Toda la evidencia asociada a la explicación neurobiológica de la conducta delictiva supone una serie de cuestionamientos a la forma en que debe ser comprendida por la sociedad, por lo que bien valdría la pena preguntarse ¿el delincuente nace o se hace?

Implicancias médico-legales

La evidencia neurocientífica ha sido usada cada vez con más frecuencia en los tribunales de justicia como parte de las evaluaciones psiquiátricas y psicológicas de los imputados por distintos tipos de delitos. En la mayoría de los sistemas judiciales, la neurociencia contribuye en la evaluación del grado de responsabilidad del/la imputado/a, o en la evaluación de potencial peligrosidad o riesgo de reincidencia, contribuyendo así en el proceso criminal o en las políticas correccionales.

La entrada de las neurociencias en los tribunales de justicia se inició en 1993, Missouri, Estados Unidos, a propósito del delito cometido por un joven de 17 años, Cristopher Simmons (Borra, 2005), quién junto a dos amigos de la misma edad, Charles Benjamin y John Tessmer, planificaron el robo y el posterior asesinato de su vecina, Shirley Crook (caso denominado Roper v. Simmons). Mientras se dirigían a cometer el delito, John Tessmer decidió retirarse, por lo que Christopher y Charlie siguieron solos. Una vez al interior de la casa robaron algunas pertenencias y luego, sin mayor provocación, decidieron asesinar a la dueña de casa, la ingresaron a un auto para luego arrojarla por un puente. Cuando el caso fue llevado a juicio quedó en evidencia la participación de Simmons, quién confesó el plan y los hechos. En consecuencia, acorde a la ley estadounidense, recibió la pena de muerte. Sin embargo, mientras esperaba su turno de ejecución, su abogado decidió apelar a la sentencia, basado en información que nunca antes había sido utilizada como causal de atenuación de un delito, fundamentando que la edad, la impulsividad, en conjunto con un historial de vida problemático de Simmons, influyeron en las malas decisiones que llevaron a Christopher a cometer el delito. Como un hecho sin precedentes, la Corte Suprema de Missouri determinó de forma unánime el establecimiento de un nuevo consenso en contra de la ejecución de ofensores jóvenes. Se estableció como inconstitucional la determinación de la pena capital para crímenes cometidos antes de los 18 años, en tanto que tal castigo viola la Octava Enmienda Constitucional que prohíbe el castigo cruel e inusual, apoyados en la premisa de que algunos adolescentes podrían tomar decisiones legales que podrían ser diferentes a aquellas que tomarían de adultos (American Psychological Association, 2005). Así, Simmons fue sentenciado a la prisión de por vida, pero no fue ejecutado (Roper v. Simmons, 2005). Como consecuencia, este cambio se determinó en 25 estados del país, y la misma lógica fue aplicada a los ofensores jóvenes que se encontraban en espera de la ejecución al momento de decretar este cambio en la ley (DeNunzio, 2006). Durante el juicio llevado a cabo, se presentaron los resultados de un estudio longitudinal (Gogtay, 2004) que incluyó a 13 participantes que fueron seguidos durante diez años, entre las edades de cuatro y 21 años, en los que se tomaron imágenes cerebrales cada dos años, para hacer un seguimiento de la estructura física del tejido cerebral. Interesantemente, los resultados demostraron que el desarrollo del cerebro comienza por las áreas posteriores del cerebro, y que este desarrollo continúa todavía más allá de los 21 años de edad, y que justamente la zona que más tarda en completar su desarrollo es la zona anterior del cerebro, particularmente, los lóbulos frontales.

La evidencia presentada en la corte intentó demostrar que los cerebros de adolescentes no han alcanzado aún su desarrollo total. El abogado de Simmons argumentó que a los 17 años una persona no puede ser moralmente culpable como lo es un adulto, por lo tanto, no debería ser sometida a la pena capital. Los lóbulos frontales, que ejercen un rol decidor en la regulación de la conducta y el control de impulsos, no estarían totalmente desarrollados durante la adolescencia. La edad de maduración del cerebro se encontraría en algún punto entre los 20 y los 25 años de edad.

El cerebro adolescente

En términos generales, es más probable que jóvenes y adolescentes se vean envueltos en conductas de riesgo, que niños o adultos. La comisión de crímenes violentos y no violentos también sigue este patrón, conocido como la “curva edad-crimen” (Loeber, 2014) que ilustra que la posibilidad de verse involucrado en un delito aumenta con la edad después de la infancia, con un pick alrededor de la adolescencia o el inicio de la juventud, para declinar luego de esa edad. Se ha propuesto que una forma de entender este patrón es considerar la trayectoria que sigue la búsqueda de sensaciones versus el control de impulsos (Jolliffe y Farrington, 2009). Por un lado, la búsqueda de sensaciones –la tendencia a buscar experiencias nuevas y reconfortantes– aumenta considerablemente durante la pubertad, y se mantiene en altos niveles hasta el comienzo de la segunda década de vida, después de lo cual comienza a declinar. Por otro lado, el control de impulsos es bajo durante la infancia y aumenta considerablemente durante el curso de la adolescencia y la juventud. Así, la adolescencia es el período de la vida en el que hay una gran tendencia a la búsqueda de experiencias nuevas y excitantes, con un control de impulsos que aún se encuentra en desarrollo, una combinación que predispone a los individuos a presentar conductas de riesgo. Antes de la adolescencia los niños tienen menos control de impulsos, sin embargo, no se encuentran particularmente interesados en la búsqueda de nuevas sensaciones, y, al contrario, los adultos pueden estar interesados en nuevas experiencias, pero probablemente tienen mejor capacidad de controlar sus impulsos. Los hallazgos neuroanatómicos apoyan estas teorías que viene más de parte de la psicología del desarrollo. En una interesante revisión publicada por Barbara Cassey (2008), se presenta un modelo que explica los mecanismos neurales que estarían involucrados en la tendencia que muestra la curva de edad y su relación con el crimen. Según Cassey, la evidencia reciente entregada por las neuroimágenes y los estudios en animales, muestran que durante la adolescencia y la juventud temprana hay un aumento de la respuesta a incentivos socioemocionales, en un período en que el control de impulsos es todavía inmaduro. Los hallazgos muestran que habría un aumento de la actividad del sistema límbico, implicado en el procesamiento emocional, en comparación con una actividad más reducida de los mecanismos de control, como por ejemplo los realizados por la influencia de la actividad del lóbulo frontal (Fig. 2).


Figura 2. Esta figura representa un esquema en el que se muestra la alta activación del sistema límbico y la baja capacidad de control de impulsos característicos de la adolescencia o juventud temprana. Figura tomada de Casey, 2008.

La evidencia nos muestra de este modo, que a diferencia de la mirada más clásica que involucra casi exclusivamente a los lóbulos frontales en la conducta delictiva durante la adolescencia, la predominancia de la actividad del sistema límbico durante la adolescencia estaría ejerciendo influencia, y podría explicar el aumento de conductas de riesgos, incluyendo la conducta delictiva.

Más aún, es importante tener en cuenta que la gran mayoría de los estudios han mostrado lo que ocurre en el desarrollo cerebral en personas sanas, algo así como un desarrollo neurológico ideal. Sin embargo, resulta todavía más interesante saber que ocurrirá entonces con el neuro-desarrollo de niños, niñas y adolescentes que han sido expuestos a experiencias traumáticas y otras situaciones sociales desventajadas, que sabemos ejercen influencia en el desarrollo neurológico óptimo. Tal como muestran recientes estudios, la falta de oportunidades, la baja escolaridad, las situaciones de abuso y en particular las carencias afectivas y emocionales influirían en la aparición de conductas delictivas futuras (Fabio, 2011; Sampson, 2005; Trumbetta, 2010; Larzelere, 1990). La neurociencia ha sido capaz de proveer un mejor entendimiento de como la adversidad puede alterar el normal desarrollo del cerebro. Así, adultos que han sufrido situaciones adversas a temprana edad, tienen más probabilidades de demostrar conductas de riesgo y de presentar una reacción desproporcionada de las zonas límbicas frente a estímulos que representan una recompensa (Dannlowski, 2012; Edmiston, 2011). Más aún, hay investigaciones que muestran que incluso durante la primera infancia se podría predecir la probable presencia de conductas delictivas durante la juventud o adultez (Moffitt, 2001; White, 1990; Sitnick, 2017).

Si pensamos en países en desarrollo, como Chile y otros países de Latinoamérica, en los cuales la falta de recursos y oportunidades, el trauma y la violencia son parte de los contextos en los que se desarrolla una gran parte de la población debiéramos preguntarnos, ¿cómo mitigamos el efecto de las carencias afectivas, la violencia y las condiciones socioeconómicas adversas en el normal desarrollo de una persona? La respuesta se puede encontrar en los siguientes puntos:

 Apego y neurodesarrollo: Tal como fue conceptualizado por el psicoanalista John Bowlby, el apego ocurre durante el primer año de vida y promueve la sobrevivencia del niño o niña a través la proximidad de un adulto protector. El apego infantil representa una serie de interacciones biológico-fisiológicas que comienzan durante el período prenatal y continúan más allá del nacimiento. Desde este punto de vista, desde antes de nacer, hay una rica interacción madre e hijo/a que tiene implicancias cruciales para el neuro-desarrollo, por lo tanto, para las futuras consecuencias emocionales y conductuales del futuro adulto en el que se convertirá ese niño o niña. Neuro-fisiológicamente hablando, el apego está fuertemente basado en la acción de la hormona oxitocina y las estructuras cerebrales con las que interactúa. La oxitocina se produce en el hipotálamo y es entregada al torrente sanguíneo a través de terminales sinápticas en la glándula pituitaria. La investigación ha demostrado que esta hormona está involucrada en formas complejas de memoria social, y además ha mostrado como un adecuado apego durante la infancia puede promover un normal neuro-desarrollo, casi independiente de las circunstancias que rodean la evolución de cada individuo (Galbally, 2011; MacDonald, 2010; Swain, 2014). En un estudio que incluyó la participación de 100 jóvenes y adolescentes recluidos que presentaban rasgos de personalidad psicopáticos y antisociales, se determinaron los estilos de apego que habían desarrollado durante su infancia, y la relación con los distintos rasgos de personalidad (Celedón, 2016). Los resultados indicaron que la deprivación afectiva durante la infancia podría ser un indicador influyente en el desarrollo de personalidades psicopáticos o antisociales. En la misma línea, un reciente meta-análisis que investigó los resultados de 74 estudios determinó que un apego débil durante la infancia es un determinante significativo de delincuencia futura en niños y niñas (Hoeve, 2012). Lo interesante de estos resultados es que amplían las posibilidades de intervención que se orientan a fomentar el apego materno-filial en la primera infancia, como una medida de prevención de la futura conducta delictiva.

 La neuro-plasticidad, o plasticidad cerebral, es la habilidad del cerebro de modificar sus conexiones. Sin esta habilidad, el cerebro no sería capaz de desarrollarse desde la infancia a la adultez o no podría recuperarse de una lesión. En consideración de lo anterior, el cerebro es capaz por lo tanto de “repararse a sí mismo”. Tal como fue mencionado previamente, para bien o para mal, las zonas del cerebro directamente relacionadas con la regulación de la conducta están dentro de las que más influencia tienen del medio y la experiencia. De este modo, nuestro cerebro siempre en evolución, podría beneficiarse de intervenciones orientadas a la regulación emocional, a la tolerancia a la frustración y el control de impulsos, elementos centrales en el exitoso ajuste a la vida en sociedad.

Tratamiento en adolescentes infractores de ley

Históricamente las distintas sociedades han oscilado en el péndulo de creer, por un lado, que los adolescentes infractores de la ley deben ser recluidos y así proteger a la sociedad de ellos, y por otro, creer que los jóvenes infractores de ley debieran ser protegidos por el Estado y ser previstos de las oportunidades y tratamientos que permitan su adecuada inserción a la sociedad. Del mismo modo, la discusión de las políticas públicas sigue el mismo patrón, oscila entre ofrecer tratamiento e implementar el castigo. Lamentablemente, los estudios que han investigado la eficacia de los tratamientos en jóvenes ofensores y la reducción de futuras conductas delictivas son inconsistentes. Algunos estudios muestran mejoría luego de una intervención, sin embargo, otros muestran escasos resultados. El principal origen de esta inconsistencia está asociado a la variabilidad de los tratamientos e intervenciones, que van desde terapia psicológica individual o sistémica, hasta exponer a los adolescentes a las duras consecuencias de la vida en la cárcel. Sin embargo, a pesar de las inconsistencias en investigación, los resultados tienden a mostrar que una política de justicia juvenil restaurativa tiene el potencial de disminuir la reincidencia delictual.

Hasta ahora, los resultados más promisorios han sido mostrados por la Terapia Multisistémica (TMS), definida como una terapia psicosocial intensiva, focalizada en la familia y basada en la comunidad, que parte de la premisa de que cada caso debe ser manejado de forma diferente, acorde a las necesidades y desafíos de cada individuo. La TMS se focaliza en la promoción de actividades prosociales, que ha sido investigada y estudiada en una decena de estudios, mostrando siempre ser una terapia efectiva en el tratamiento de jóvenes infractores de ley (Henggeler, 2012; Borduin, 1995).

A pesar de los buenos resultados, no hay duda que la prevención de la conducta delictiva tiene mayor impacto en una sociedad que el tratamiento posterior. Las intervenciones proactivas en la temprana infancia son probablemente la pieza central en la reducción de las futuras conductas delictivas.

Estimulación de las funciones ejecutivas

Como vimos previamente, la evidencia científica ha demostrado que la finalización del desarrollo de los lóbulos frontales no ocurriría si no hasta más allá de los 18 años, por lo que, basado en esa premisa, se entendió por mucho tiempo que no había mucho que hacer para la estimulación de funciones cognitivas superiores, ya que de algún modo dicha evolución se daría espontáneamente conforme evoluciona la persona. Las funciones ejecutivas –relacionadas con el autocontrol, la disciplina, la perseverancia y el control atencional– son funciones cognitivas dependientes del funcionamiento de los lóbulos frontales, que se han visto estrechamente relacionadas con un adecuado ajuste social futuro, y la buena noticia es que las funciones ejecutivas si pueden ser estimuladas y mejoradas. Un estudio longitudinal basado en el seguimiento por 32 años de 1.000 niños y niñas nacidos en la misma ciudad (Moffitt, 2011), mostró que tener mejor autocontrol durante la infancia (niños y niñas más perseverantes, menos impulsivos y con mejor regulación de la atención), presentaron durante la adolescencia menos probabilidades de presentar conductas de riesgo, presentar embarazos no planificados y abandonar el colegio, y como adultos presentaron mejor estado de salud, salarios más altos y mejores trabajos, menos problemas legales y en general una mejor calidad de vida, que aquellos que tenían peor control inhibitorio durante la infancia. Todos estos resultados controlados por nivel intelectual, sexo, clase social y circunstancias socio-familiares. La autora concluyó que las intervenciones para conseguir incluso pequeñas mejorías a nivel de las funciones ejecutivas, tienen la capacidad de influir en la mejoría de salud, bienestar, economía y tasas de criminalidad de una nación completa.

Muchos estudios realizados por varios investigadores, pero en especial, el trabajo llevado a cabo por Adele Diamond, ha mostrado evidencia de que las funciones frontales en efecto, pueden ser potenciadas y mejoradas, incluso desde edades tan tempranas como los cuatro años (Diamond, 2007, 2010, 2011, 2015). Distintas actividades, como por ejemplo entrenamiento basado en computación y las artes marciales o yoga, pueden promover y potenciar de forma significativa funciones cognitivas complejas como la capacidad de razonamiento, la inhibición y la autorregulación, todas funciones dependientes de la actividad de los lóbulos frontales.

Conclusiones y direcciones futuras

El estudio del correlato neurobiológico de la conducta delictiva ha despertado mucho interés durante los últimos 30 años, dentro de otras cosas, debido al notorio desarrollo de las distintas herramientas que permiten la observación directa del cerebro. Las neurociencias han demostrado la estrecha interrelación entre el cerebro y el medio ambiente: el medio ambiente deja huellas en nuestro sistema nervioso, y al mismo tiempo, la indemnidad de este define la forma en que percibimos y actuamos en nuestro medio. Consecuentemente, un medio ambiente sano, protector y confiable durante la infancia es el mejor protector en contra del desarrollo de la conducta delictiva. Por el contrario, medios ambientes adversos tienen el potencial de influir significativamente en el desarrollo de la conducta antisocial y desajustada en el futuro adulto. Por lo anterior, biología y medio ambiente deber ser considerados elementos igualmente relevantes a la hora de valorar la conducta delictiva.

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Prevención del delito y la violencia

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