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DE LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS
ENTRE LAS MARAVILLAS QUE ACAECIERON el día que el Salvador nació[1], una de ellas fue aparecer una nueva estrella en las partes de Oriente, la cual significaba la nueva luz que había venido al mundo para alumbrar a los que vivían en tinieblas y en la región de la muerte.
Pues conociendo unos grandes sabios que en aquella región había, por especial instinto del Espíritu Santo, lo que esta estrella significaba, parten luego a adorar este Señor. Y llegados a Jerusalén, preguntan por el lugar de su nacimiento, diciendo: «¿Dónde está el que es nacido Rey de los Judíos?». E informados allí del lugar de su nacimiento, y guiándolos la misma estrella que habían visto en Oriente, llegaron al portalico de Belén y allí hallaron al Niño en brazos de su Madre, y postrados en tierra le adoraron y ofrecieron sus dones, que fueron oro, incienso y mirra.
Donde puedes claramente ver la bondad y caridad inefable de este Señor, el cual apenas había nacido en el mundo cuando comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo con su estrella los hombres tras sí de tan lejas tierras, para que por aquí veas que no huirá de los que le buscan con cuidado el que con tanta diligencia buscó a los que estaban tan descuidados.
Aquí tienes primeramente que considerar la devoción, la perseverancia, la fe, la ofrenda de estos santos varones, porque en cada cosa de estas hay mucho que considerar y que imitar.
Considera, pues, primeramente la grandeza de su devoción, la cual los hizo poner a un tan largo camino, y tan gran trabajo y peligro, por venir a adorar este Señor y gozar de su presencia, y para que tú por aquí condenes a tu pereza viendo por cuán poco trabajo dejas muchas veces de gozar de este mismo beneficio, por no acudir a la casa de Dios, donde podrías ver este mismo Señor y gozar de su presencia, y aun recibirlo dentro de tu alma por medio de la sagrada Comunión.
Mira también su grande constancia y perseverancia, pues desamparándolos la guía celestial, no por eso desmayaron ni volvieron atrás, sino prosiguieron constantemente su camino, usando de toda buena industria cuando les faltó la guía.
Donde se nos da un grande ejemplo para no desmayar ni aflojar en nuestros buenos ejercicios cuando nos desampara el rayo de la devoción y la luz y alegría de la suavidad interior, sino trabajar por pasar adelante, perseverando y continuando nuestros ejercicios, haciendo lo que es de nuestra parte y teniendo por cierto que la luz de la consolación que primero vimos volverá a visitarnos por mandado del Señor, como hizo a estos santos la estrella, según aquello del Santo Job, que dice: «En sus manos esconde la luz[2] y mándale que otra vez tome a nacer, declarando por ella a sus amigos que Él es su posesión».
Considera también la grande fe de estos santos varones, pues entrando en un tan pobre aposento, y no viendo ningún aparato ni insignias de Rey, no dudaron ser aquel Señor y Rey de todo lo criado, y así postrados por tierra con suma reverencia le adoraron.
Grande fue la fe del buen ladrón, el cual, en medio de las injurias de la Cruz, confesó el Reino del Crucificado; y también fue grande la de estos santos varones, pues en una tan grande pobreza y humildad adoraron y reconocieron la Divinidad y la Majestad.
¡Oh! maravillosa niñez, a cuyos pañales velan los ángeles, sirven las estrellas, temen los reyes y se inclinan en tierra los seguidores de la sabiduría. ¡Oh! bienaventurada choza. ¡Oh! silla de Dios, segunda del Cielo, adonde no resplandecen antorchas encendidas, sino resplandecientes estrellas. ¡Oh! palacio celestial, donde no mora rey coronado, sino Dios humanado, que tiene por estrado real un duro pesebre y por palacios dorados una choza ahumada, pero adornada y esclarecida con resplandor celestial.
Después de esto nos queda por mirar la ofrenda con que estos santos varones acompañaron su fe, reconociendo que la fe no ha de ser sola y desnuda, sino acompañada con buenas obras. Y considerando más profundamente el misterio de esta ofrenda, hallaremos que en ella nos está significada la suma de toda la justicia cristiana. Porque tres son las principales cosas que comprende esta justicia. La primera es hacer el hombre lo que debe para con Dios; la segunda, para consigo, y la tercera, para con su prójimo. Y con todo esto cumple el que espiritualmente ofrece las tres especies que estos santos ofrecieron.
Porque por el incienso entendemos la oración, que es obra de la virtud de la religión, a la cual pertenece adorar y honrar a Dios. Por lo cual decía el profeta: «Suba, Señor, mi oración así como incienso»[3]. Porque así como el incienso sube a lo alto con suavidad de olor, así la oración sube de la tierra al Cielo con grande suavidad y aceptación de Dios.
Mas por la mirra, que, por una parte, es muy amarga y, por otra, muy saludable y de muy suave olor, entendemos la mortificación de nuestros apetitos y pasiones, la cual es muy amarga a nuestra carne, mas muy saludable y muy suave a nuestro espíritu.
Por el oro entendemos la caridad porque así como el oro es el más precioso de los metales, así la caridad es la más excelente de las virtudes.
Pues, según esto, el que quisiere hacer lo que debe para con Dios, ofrézcale incienso, que es un corazón devoto y levantado siempre de la tierra al Cielo por consideración y memoria de su santo nombre, porque esto es ofrecer incienso, cuyo olor sube siempre a lo alto.
Mas el que quisiera hacer lo que debe para consigo, ofrezca mirra de mortificación, castigando su carne, enfrenando su lengua, recogiendo sus sentidos y mortificando todos sus apetitos, porque esta es mirra de suavísimo olor ante el acatamiento de Dios, aunque sea muy desabrida y amarga a nuestra carne.
Pero el que además de esto desea cumplir con sus prójimos, ofrezca oro de caridad partiendo lo que tiene con los necesitados, sufriendo y perdonando con caridad a los descomedidos y tratando benignamente a todos. De suerte que el que quisiere ser perfecto cristiano ha de trabajar por traer siempre en un corazón tres corazones: uno para con Dios, otro para consigo y otro para con su prójimo; conviene saber: un corazón devotísimo y humildísimo para con Dios, otro muy áspero y muy severo para consigo y otro liberalísimo y benignísimo para con su prójimo.
Bienaventurado el que adora la Trinidad en unidad, y bienaventurado el que tiene estas tres maneras de corazones en un corazón.
Después de esto puedes considerar la alegría que la Sagrada Virgen recibiría en este paso, viendo la devoción y fe de estos santos varones, y levantando los ojos a las esperanzas que aquellas tan dichosas primicias prometían, y viendo este nuevo testimonio de la gloria de su Hijo sobre los otros que habían precedido, que eran: hijo sin padre, virgen y madre, parto sin dolor, cantar de ángeles, adoración de pastores y ahora esta ofrenda de personas tan principales venidas del cabo del mundo.
Pues ¿cuáles serían aquí las alegrías de su alma, las lágrimas de sus ojos, los ardores y júbilos de su corazón, mayormente viendo que ya comenzaba a reinar el conocimiento de Dios en el mundo y fundarse la Iglesia y cumplirse todas las maravillas que estaban profetizadas? Pues la que tanto deseaba la gloria de Dios y la salud de las almas, ¿qué tanto se alegraría con las primicias de esta tan grande obra? Si tanto se alegró su espíritu con las promesas de estas maravillas, ¿cuánto se alegraría con tan prósperos principios y prendas de ellas?
[1] Mat. II, 2.
[2] Job. XXXVI, 32.
[3] Salm. 140. v. 2.