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LA MARCHA SOBRE MÉJICO (1519-1520)
Y Cortés dijo: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos.»
BERNAL DÍAZ
Que una partida de aventureros armados —sólo hombres— inaugurase tan audaz empresa con la fundación ceremonial de una municipalidad organizada, puede parecer un procedimiento caprichoso. Sin embargo, para el español, imbuido de la gran tradición de los municipios medievales españoles, la forma constitucional adecuada para asegurarse la permanencia de su obra era el establecimiento, al comienzo, de una ciudad. Los hombres de Cortés no estuvieron, sin embargo, unánimes: los partidarios de Velázquez querían volver a Cuba, mientras que sus capitanes y adictos estaban decididos a seguirle a donde fuera. Éstos, de acuerdo con Cortés, pidieron que se edificara una ciudad para tomar posesión de tierra tan rica. Habiendo recibido seriamente esta petición después de mostrar una discreta deferencia hacia los partidarios de Velázquez, llevó a cabo la comedia de dejarse fiscalizar por sus propios soldados, y al efecto nombró regidores y dos alcaldes. El municipio constituido de esta manera nombró a Cortés gobernador y comandante de Nueva España.
Esta audaz combinación vino a ser un burlesco círculo vicioso, puesto que Cortés fue elegido por las autoridades que él mismo había nombrado; pero las personas interesadas no vieron nada anómalo en el hecho de que un organismo cívico, cualquiera que fuese su formación, asumiera una amplia autoridad; y el municipio de la ciudad de Villa Rica de Veracruz contó estos trámites legales en un despacho[1] enviado al rey por medio de dos procuradores, representantes de la ciudad recién fundada. Cortés legalizó en esta forma su situación, que ahora no dependía ya de Velázquez, sino sólo de la corona. Demostró tener singulares dotes para el caudillaje persuadiendo a todos sus hombres para que renunciaran al botín con objeto de mandarle así al rey un argumento convincente en apoyo de sus pretensiones.
Entonces hicieron ceremoniosamente el trazado del plan rectangular de la ciudad, con su plaza central. Colocaron en la plaza el rollo que simbolizaba la justicia y, más allá, una horca. Se marcaron solares para la iglesia, el cabildo y la cárcel. Cortés fue el primero en acarrear piedra para los muros y en cavar los cimientos. Pero el trabajo estuvo a cargo de los labradores indios de la vecindad.
Mientras tanto, las relaciones con los indígenas costaneros eran amistosas; y del «gran Moctezuma» (como siempre le llama Díaz) vinieron mensajeros que incensaron a los extranjeros con incienso de copal y les ofrecieron regalos —paños de algodón, mantos de vistosas plumas tornasoladas, adornos de oro bellamente trabajados, «una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino..., y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores»—. Esta sensacional seguridad de la existencia de tesoros no era precisamente lo más a propósito para que se cumplieran los deseos de Moctezuma, repetidamente expresados en sus mensajes, de que no fueran a Méjico. Las circunstancias favorecieron a los invasores, pues era tradición corriente entre los aztecas que su benéfico dios tutelar Quetzalcóatl, después de enseñar a sus antepasados las artes de la vida, había marchado al Oriente, prometiendo regresar algún día. A este dios lo representaban como un hombre alto y barbado de hermoso cutis; así, cuando —en una época que venía bien con la profecía[2]— llegaron en casas flotantes hombres blancos con barbas, que domaban ciervos gigantes (caballos) y lanzaban el trueno y el rayo, Moctezuma, sacerdote y augur a la vez que rey, temió o casi creyó que el dios, acompañado por otros teules (seres sobrenaturales), había venido a reclamar sus derechos sobre aquellas tierras y que su propio trono estaba en peligro. De aquí su vacilación entre el terror sumiso y la alarma indignada; de aquí las ofrendas propiciatorias y los mensajes urgentes pidiendo que no se dirigieran a Méjico.
Además, el dominio de los aztecas, los cuales, partiendo del alto valle de Méjico, habían conquistado el territorio hasta ambos océanos, era una tiranía opresora y odiada. Las tribus de las costas caribes sufrían la conquista reciente, y, recordando sus tiempos de libertad, se quejaban de que los recaudadores de Moctezuma se apoderaban de todos sus bienes y se llevaban a sus muchachos y doncellas para sacrificarlos a los dioses aztecas. Y, sin duda, el tributo pagado en especie debía de ser una carga intolerable para un país que no poseía bestias de carga y tiro, en el que la rueda era desconocida hasta que apareció el cañón de Cortés. Así, sólo se cultivaban los huertos a mano, con utensilios de piedra, madera o cobre blando. Las espaldas de los hombres sustituían a las carretas, y los cereales exigidos por Moctezuma habían de traerse a través del calor tropical y el frío de las grandes alturas en un viaje de muchos días.
Las tribus subyugadas se afanaban, minando sus propias fuerzas, para mantener tres lujosas cortes reales y una ociosa aristocracia guerrera, pues el sistema político azteca se componía de tres reyes confederados que gobernaban desde tres ciudades, a saber: la isla-ciudad de Tenochtitlán-Méjico[3] y las dos ciudades que se hallaban al Este y al Oeste en el territorio adyacente. Cada rey gobernaba en su ciudad y en las cercanías, pero Moctezuma, señor de la ciudad insular, predominaba sobre los tres: era el supremo jefe militar y soberano de los territorios sometidos, que le tributaban. Un tributo singularmente gravoso debe de haber sido el del cacao, que sólo se daba en la costa tropical y había que traerlo a Méjico en grandes cantidades dedicadas a la preparación de una bebida reservada para los nobles y los sacerdotes; las semillas del cacao llenaban un gran almacén de la ciudad imperial.
Cortés, encantando con estos agasajos, visitó la ciudad de Cempoala, capital de la tribu Totonac*. El cacique de la ciudad estaba demasiado grueso para salir a su encuentro a darle la bienvenida; pero fueron a recibirle multitudes que lo condujeron por las calles, cubierto de flores, hasta el lugar en que el cacique se hallaba en pie, sostenido por dos criados, para saludar a los misteriosos y poderosos extranjeros. A Cortés se le presentó la oportunidad en Cempoala y en una ciudad cercana: cinco señores aztecas magníficamente vestidos, aspirando con arrogancia el perfume de las rosas que traían en las manos, llegaron —acompañados por una tropa de servidores y portadores de abanicos que les libraban de las moscas—, para exigir los tributos y 20 jóvenes de ambos sexos con destino al sacrificio, para expiar la buena acogida dispensada a los extranjeros sin recibir órdenes de Moctezuma. Cortés convenció a sus nuevos amigos, que al principio temblaron de miedo, para que se negaran al pago y encarcelaran a los recaudadores. Sin embargo, les contuvo en sus lógicos deseos de sacrificar y devorar a los cinco señores aztecas, y él mismo soltó secretamente a los prisioneros —primero dos y luego los tres restantes—, pidiéndoles que comunicaran al rey Moctezuma que Cortés era amigo suyo y que había salvado a sus súbditos. Toda la provincia de la tribu Totonac —que contenía unas 20 «ciudades»— se sublevó contra Moctezuma y se confió a la sabiduría y al poder de aquellos seres semidivinos.
* Cfr. mapas nn.4 y 5.
Cortés se había asegurado, con su astuta conducta, aliados activos y sumisos que le proveían de víveres y servidores, así como de un equipo de cargadores que los españoles necesitaban urgentemente para transportar los equipajes y la artillería. El «cacique grueso» trató de valerse de sus nuevos aliados en contra de una tribu enemiga —los feudos hereditarios y la guerra intermintente eran la situación normal del país—; pero Cortés insistió en reconciliar a los enemigos y añadió así otra provincia y otra veintena de «ciudades» a los que renegaban de Moctezuma y aceptaban el señorío del emperador Carlos. El cacique de Cempoala, en prueba de más estrecha amistad, presentó a los capitanes españoles ocho damiselas bellamente ataviadas, servidas por criadas. Estas mujeres fueron debidamente bautizadas; pero Cortés, confiando excesivamente en la nueva amistad, estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando derribó violentamente, en presencia de los jefes del pueblo, que lloraban y amenazaban, los repugnantes ídolos a los que diariamente se ofrecían sacrificios humanos. En cada ocasión que le fue posible mostró este mismo celo por las cosas de la fe, refrenado a veces por los prudentes consejos del capellán, padre Olmedo ; la misa se celebraba donde quiera que podía obtenerse vino, y en sus vibrantes alocuciones a los soldados, siempre les recordaba Cortés que eran campeones de la cruz. Nadie tenía la menor duda de que sojuzgar a los paganos y esparcir el cristianismo eran deberes meritorios, y Cortés, aunque le disgustaban sinceramente la carnicería y la destrucción, no retrocedía ante los procedimientos violentos cuando parecían necesarios para una causa tan sagrada.
Ganada ya la región costanera, Cortés estaba dispuesto a marchar sobre Méjico y apoderarse de todo el país por medio de sus mismos habitantes. Por lo pronto, se cortó toda retirada por un acto de audaz confianza que se ha grabado en el pueblo español más que cualquier otra hazaña del conquistador. Mandó destruir todas las naves. Este golpe espectacular y decisivo no sólo forzó a los recalcitrantes a seguir adelante, sino que añadió al reducido ejército los 100 marineros que tripulaban los barcos, refuerzo muy conveniente. Los aparejos, las velas y piezas de metal fueron almacenadas en tierra; luego habían de prestar grandes servicios.
En la guarnición de Veracruz quedaron 150 hombres, y a mediados de agosto de 1519, el ejército español, de 15 caballos y unos 400 de infantería, emprendió la marcha hacia Occidente, acompañado de 200 cargadores indios que arrastraban a los seis pequeños cañones y 40 nobles de Cempoala con sus tropas; 1.000 cempoaltecas en total[4]. Tres meses duró la marcha hacia Méjico a través de 200 millas de terreno montañoso y volcánico. Durante estas doce semanas las tribus que salían al paso de los españoles quedaban amigas o sometidas por las armas o por la diplomacia y singulares cualidades personales de Cortés. Al subir de la tórrida costa tropical a las regiones templadas eran recibidos amistosamente en los lugares que cruzaban y les suministraban víveres, hasta que llegaron, tras quince días de marcha, a un sólido muro que protegía la frontera del pequeño estado independiente de Tlaxcala, cuya población guerrera nunca se había sometido a la soberanía azteca; aunque, estando cercados por los vasallos de Moctezuma, no podían tener sal —producto del lago salado de Méjico— ni algodón, que sólo crecía en la cálida región costera, Moctezuma ni siquiera deseaba su completa sumisión, puesto que la guerra crónica con Tlaxcala era excelente ocasión para que sus soldados se entrenaran y para obtener víctimas que sacrificar a sus dioses.
La breve pero violenta campaña de Tlaxcala, con sus estremecedores peligros y su extraño desenlace, que facilitó a Cortés los medios para apoderarse de toda Nueva España, tiene en sí elementos suficientes para una patética narración; aquí nos bastará un mero resumen. El estrecho paso a través del muro fronterizo estaba indefenso, y Cortés, esperando conseguir el paso libre por el territorio tlaxcalteca, envió mensajeros de paz. La respuesta fue que matarían a esos teules y comerían su carne. La lectura de la «requisitoria» no produjo efecto, y después de algunas escaramuzas, el pequeño ejército español se encontró cercado por una enorme masa armada con hondas, arcos, lanzas, jabalinas, y para el cuerpo a cuerpo, los montantes, que han sido ya descritos. Pero los españoles se arrojaron, disparando, sobre la densa multitud, y los caballos, aunque murieron dos, cumplieron briosamente los 13 restantes su tarea. Cuando cayeron ocho capitanes indios, el combate se debilitó y el enemigo emprendió la retirada.
Los nuevos ofrecimientos de paz por parte de Cortés encontraron la misma acogida anterior, y un ejército más numeroso, en cinco divisiones[5], llevando las insignias de cinco jefes bajo la bandera tlaxcalteca —un pájaro blanco con las alas desplegadas—, rodeó a los invasores. Los españoles vacilaron bajo el peso del número, pero se salvaron por su destreza en el manejo de la espada y porque los enemigos, según dice Díaz, estaban tan apiñado, que los disparos les causaban muchas bajas; por otra parte, estaban mal dirigidos, y sus capitanes, envidiosos unos de otros y disputando sobre la anterior derrota, no se prestaron mutuamente la debida ayuda...y sobre to do, la gran misericordia de Dios, que nos daba esfuerzo para nos sustentar... matamos un capitán muy principal, que de los otros no los cuento.» Huyeron los enemigos perseguidos por los escasos jinetes tan lejos como sus cansados caballos pudieron llevarlos. Llegaron 50 emisarios tlaxcaltecas ofreciendo la paz. Cortés, tras interrogar a algunos de ellos, y darse cuenta de que eran espías, les cortó las manos y las envió a los suyos. No obstante, los tlaxcaltecas hicieron un último esfuerzo, aconseja dos por sus hechiceros, quienes declararon que estos teules perdían su raro poder una vez anochecido. En vista de ello, los capitanes de Tlaxcala rompieron las tradiciones de la guerra india intentando un ataque nocturno. Encontraron a los españoles vigilantes: habían dormido avizores, calzados y armados, con los caballos ensillados y embridados. Cortés se desquitó con un ataque nocturno a dos ciudades, no encontrando en ellas resistencia por parte de los aterrados y desprevenidos moradores. Entretanto, los auxiliares cempoaltecas que venían con los españoles desde la costa, «gente muy cruel», incendiaban aldeas y mataban a sus habita ntes[6].
Los tlaxcaltecas pidieron entonces la paz; «querían antes ser vasallos de Vuestra Alteza —dice Cortés— que no morir y ser destruidas sus casas y mujeres e hijos». Recibieron a Cortés en la capital con festejos, considerándole ahora como su campeón contra los odiados aztecas. De allí en adelante fueron los tlaxcaltecas devotos aliados de Cortés, trabajando y peleando junto a los españoles con los clamores mezclados: «¡Castilla!, ¡Castilla!, ¡Tlaxcala! ¡Tlaxcala!», facilitándose así la conquista de Méjico.
Volvamos por un momento a la ciudad imperial de Méjico. Fácil es imaginarse la creciente alarma del monarca azteca cuando oyó que estos audaces y misteriosos extranjeros, después de arrebatarles las tribus tributarias de la costa, habían vencido primero y luego enlazado en estrecha alianza a los enemigos inveterados e indomables de su dinastía y su pueblo. En esta situación de ánimo envió nuevos emisarios a la ciudad de Tlaxcala, apremiando a Cortés para que se alejara de Méjico. Pero los magníficos regalos que trajeron los enviados fueron, más que otra cosa, argumentos poderosos a favor del avance. Después de tres semanas de reposo en Tlaxcala, Cortés, seguido por una hueste de guerreros tlaxcaltecas, tomó el camino de Méjico a través de Cholula, ciudad aliada de los aztecas y famosa como lugar sagrado de toda aquella región por su gran pirámide, rematada con un templo. Aquí, al principio, le trataron bien y le alimentaron; pronto, sin embargo, varió esta conducta, y se sospechó que tendían una emboscada, siendo confirmado tal recelo cuando Marina, que todo lo contó a Cortés, supo por una mujer de Cholula, amiga suya, la existencia de una conspiración para exterminar a los españoles. Cortés atacó el primero. A una señal convenida, sus hombres se precipitaron sobre una multitud de cholultecas desarmados. «Dímosle la mano, que en dos horas murieron más de tres mil hombres... todos éstos han sido y son, después de este trance pasado, muy ciertos vasallos de Vuestra Majestad», dice Cortés. Después de soltar a cuantos cautivos estaban siendo engordados por los cholultecas para el sacrificio, de haberles condenado los ídolos y recomendado la religión cristiana, condujo Cortés su ejército, auxiliado por 4.000 indios, a Méjico, atravesando terreno montañoso. A su paso recibió regalos de las ciudades —oro, algodón, mantos y mujeres indias— y escuchó amargas quejas contra la tiranía azteca.
Prevenido siempre, descendió al valle y durmió en una ciudad asentada mitad en la tierra y mitad en el agua. Al día siguiente, el señor de Tezcuco, sobrino de Moctezuma, vino en una magnífica litera llevada por ocho jefes, que barrieron el suelo ante sus pies cuando se apeó para saludar a Cortés. Un día después entraron en Iztapalapa por una amplia calzada levantada sobre el agua. «Desde que vimos —cuenta Díaz— tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras poblaciones y aquella calzada tan derecha por nivel como iba a Méjico, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y edificios que tenían en el agua, y toda de cal y canto; y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían entre sueños... no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas... y en aquella villa de Iztapalapa de la manera de los palacios en que nos aposentaron... la hue1ta y jardín... la diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de rosas y flores... ahora esta villa está por el suelo perdida, que no hay cosa en pie.»
Desde allá marcharon por una calzada de anchura suficiente para ocho jinetes de frente y cortada a intervalos por espacios cubiertos de puentes movedizos... «por delante estaba la gran ciudad de Méjico, y nosotros aún llegábamos a cuatrocientos cincuenta soldados», dice Díaz. Al día siguiente, Moctezuma vino a saludarle en una vistosa litera, acompañado de 400 nobles descalzos, magníficamente ataviado y llevando sandalias con suelas de oro. Los condujeron, a través de la gente que, en tropel, invadía las calles, las azoteas y las canoas que llenaban el lago, hasta el palacio que había pertenecido al predecesor de Moctezuma. En un palacio cercano vivía el emperador «rodeado de pompa semidivina, pues los ricos tributos que afluían a Tenochtitlán (la ciudad de Méjico) le permitían proveerse de un servicio personal en una escala que sobrepuja a la de Las mil y una nocbes[7]. En cada comida se servían innumerables platos en braseros encendidos, y ningún utensilio se usaba más de una vez. Los nobles de más elevada alcurnia se aproximaban a él con los ojos bajos y vestidos humildemente; bailarines, acróbatas y bufones alegraban su corte. Su armería y almacenes, su pajarera y colección de animales salvajes enjaulados, sus jardines y flores y la fragancia de sus árboles causaban la admiración de los visitantes.
Habiendo encontrado en sus cuarteles señales de una puerta secreta, la abrieron y hallaron una habitación llena de los inmensos tesoros dejados por el antecesor de Moctezuma. Subidos al templo de la gran pirámide, abarcaron la ciudad con su concurrido mercado; las calles, rectas y limpias, por las que no circulaba ningún animal; las calzadas conducentes a la tierra firme; el acueducto que traía agua dulce; multitud de canoas transportando alimentos y mercancías. Pero al llegar a los santuarios que coronaban la pirámide, quedaron espantados ante el fétido y sangriento horror de los sacrificios humanos. La víctima era arrastrada gradas arriba, derribada y atada a la piedra convexa del sacrificio por cinco sacerdotes, mientras el sexto le abría el pecho y le arrancaba el corazón, que era quemado ante el ídolo. Luego tiraban el cadáver rodando escaleras abajo y le cortaban las extremidades, destinadas al banquete ritual de los sacerdotes; el tronco lo arrojaban a las fieras enjauladas. La ardiente protesta de Cortés contra los ídolos dejó a Moctezuma impasible.
[1] Véase la nota 2 de la página 57.
[2] Mexican Archeologv. de T. A. JOYCE, pág. 47.
[3] El doble nombre se debe a que la isla contenía en un principio dos ciudad es, que luego fueron las dos partes de una sola ciudad. En la época de la Reconquista, Tenochtitlán era la parte norte, y Méjico (o Tlateluco) la parte sur.
[4] Gómara, cuya información procede del mismo Cortés o de sus escritos. dice que iban acompañados de 1.300 indios, de los cuales 1.000 eran cargadores, incluyendo algunos cubanos. Díaz dice que eran 200 cargadores y 40 jefes composaltecos, pero no mencionan los guerreros indígenas. Cortés, al describir un incidente de la batalla de Tlaxcala, dice: «Llevé conmigo 400 de los indios que traje de Cempoala», dando a entender que esos 400 eran solamente una parte. Es verosímil la afirmación de Gómara de que el número de auxiliares y cargadores, incluyendo a los cubanos, se elevaba a unos 1.300.
[5] Díaz dice que cada división contenía 10.000 hombres: 50.000 en conjunto. Cortés afirma que pasaban de 149.000. Semejantes cálculos en tan enorme escala se dan con frecuencia, y, lógicamente, no pueden ser admitidos. No es debido esto solamente al deseo de exaltar el valor español, ya que Cortés exagera asimismo el número de sus aliados indios. Por ejemplo, dice que 100.000 tlaxcaltecas le acompañaron desde Tlaxcala y fue difícil hacerlos regresar al aproximarse a Choluta; 5.000 de ellos no hubieran podido hallar víveres durante la marcha, si bien hay que tener en cuenca el dietético régimen de los indios, del que los españoles se admiraban. Los cálculos excesivos pueden ser en parte debidos a los informes, exagerados o mal interpretados, de los mismos indios.
[6] Nada se sabe del suministro de víveres. Su carencia obligaba a los españoles al saqueo, así como a los cempoaltecas: pero éstos tenían el recurso de matar a los habitantes.
[7] T. A. JOYCE.