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I.

COLÓN

Hizo cosa de grandísima gloria, y tal, que nunca se olvidará su nombre.

GÓMARA

Existe un acontecimiento histórico que todo el mundo conoce. Aun aquellos cuyas aficiones no van hacia la Historia, saben que Cristóbal Colón descubrió Amé rica. Este conocimiento general de un hecho demuestra hasta qué punto aquella singular hazaña ha impresionado a toda Europa y América como el suceso más importante en la historia de los siglos. Pero Colón nos interesa aquí principalmente como el hombre que dio a España un inmenso y opulento territorio más allá del Océano, como el primero de los conquistadores. Halló el camino para aquellos explorado res, descubridores, conquistadores y colonizadores que, en el transcurso de medio siglo, penetraron en un mundo de nueva y fantástica hechura; sometieron a dos extensas monarquías ricas en tesoros acumulados y en filones inexplotados de metales preciosos; atravesaron bosques, desiertos, montañas, llanuras y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y marcaron los límites de un imperio casi dos veces mayor que Europa con una rapidez audaz y casi imprudente, pródiga en esfuerzo, sufrimiento, violencia y vida humana.

Para describir a los que vinieron después de Colón no nos preocupan sus primeras andanzas. Vemos aparecer en escena a estos hombres como capitanes que llevaban a sus seguidores al esfuerzo y a la victoria. Pero la calidad del hombre que abrió el camino para la labor de ellos y reservó esta labor para los españoles y para España, exige un examen más amplio. El lanzarse hacia Occidente con tres pequeñas naves en su exploración oceánica no era el comienzo de su tarea, sino más bien la culminación de esfuerzos continuados durante largos años, al cabo de los cuales un oscuro viajero —proyectista, en apariencia, de un plan quimérico— ganó el apoyo de los más sagaces soberanos que han regido España, de modo que, gracias a su apoyo, llegó a ser «Almirante de las tierras e islas del Mar Océano» y virrey de cuantas tierras descubriera.

Colón, aunque expansivo en la conversación y en los escritos, se mostraba reservado acerca de su vida anterior. Así era también su encomiador biógrafo Fernando, hijo suyo. Pero tanto el padre como el hijo abundan en anécdotas y alusiones —que fueron amplificadas por Las Casas, su segundo biógrafo admirador—; alusiones a sus nobles antepasados, a imaginarios estudios universitarios, a servicios prestados a un «ilustre pariente», almirante francés; a Colón como comandante de un buque de guerra, conduciendo a la lucha a una tripulación temerosa mediante una extraordinaria proeza náutica; a Colón saltando de un barco pirata incendiado («que llevaba quizá a cargo», dice Las Casas) y nadando dos leguas hasta tierra, exhausto por «algunas heridas que había recibido en la batalla».

Cuando Colón, al escribir sus recuerdos, habla de cuarenta años en el mar, de viajes por donde quiera que los buques habían navegado, de enseñanza científica e intercambio con hombres cultos, debemos recordar que el hombre que de esta manera vio su vida anterior a través de una bruma colorida y magnificadora, era el mismo que más tarde sugirió que el Orinoco era uno de los cuatro ríos que fluían del Paraíso terrenal, y prometió preparar, con el oro de las Indias, 100.000 soldados de infantería y 100.000 de a caballo para recobrar el Santo Sepulcro.

La vida aventurera de Colón, trágica y triunfante a la vez, supera en rareza a cualquier fábula y no necesita ser hermoseada.

Nació en 1451, hijo de un tejedor de Génova, que durante algún tiempo había tenido una taberna. Practicó el comercio de su padre, pero también verificó algunos viajes mediterráneos desde el antiguo puerto de Génova, como marinero o al cuidado de las mercancías. A los veinticinco años se unió a una expedición más larga y más atrevida, a Inglaterra. Apenas habían pasado los cinco barcos genoveses al oeste del estrecho de Gibraltar, cuando los atacó, a la altura del cabo de San Vicente, un corsario francés. Dos naves genovesas fueron incendiadas; tres escaparon a Cádiz. Los hombres que se arrojaron de los barcos en llamas fueron salvados por unos botes portugueses. Colón fue uno de los genoveses que se libraron, aunque no se puede saber si fue uno de los nadadores; pero cuando, poco antes de su muerte, habló de su llegada «milagrosa» a la Península, recordaba con ésta la extraña aventura que le llevó allá y que constituyó el primer paso inopinado en su concepción de un viaje hacia Poniente a través del Atlántico.

Tras haber completado, a principios de 1477, a bordo de un buque genovés, el interrumpido viaje a Inglaterra, Colón se instaló en Lisboa y colaboró con su hermano Bartolomé en el trazo de cartas marítimas. También se ocupó en el comercio y en la vida del mar haciendo un viaje a Génova y uno o más a la Guinea portuguesa, donde entró en contacto con los negros habitantes de extrañas tierras, realizando provechosas transacciones comerciales por trueque y un lucrativo tráfico de esclavos.

Asistiendo a la misma iglesia, conoció a una dama portuguesa que luego tomó como esposa, Isabel de Moñiz, cuyo padre —el primer gobernador de la isla de Porto Santo, próxima a Madeira— había dejado recuerdos de viajes atlánticos, que fueron releídos ávidamente por Colón. En Lisboa y en Madeira, donde residió algún tiempo, se vio envuelto en el movimiento de los descubrimientos oceánicos que durante sesenta años dimanaron de Portugal. Año tras año, los portugueses se abrían paso más hacia el Sur a lo largo de la costa occidental de África. Al Oeste habían ocupado las islas Azores y se habían esforzado por lograr descubrimientos aún más remotos. Colón llegó a la conclusión, según dice su hijo, de que debían existir muchas tierras al Oeste, y esperaba encontrar en el camino de la India alguna isla o tierra firme desde la cual pudiera realizar su principal designio, al estar convencido que entre la costa de España y el límite conocido de India debía haber muchas otras islas y tierras firmes. Oyó hablar de trozos de madera labrada que flotaban en el Océano, de enormes cañas y árboles raros arrastrados hasta la playa en Porto Santo o en las Azores, así como botes; y una vez hasta dos cadáveres de anchos rostros, diferentes en su aspecto a los cristianos. Corrían historias de Antilia, de la isla de San Brandón, de la isla de las Siete Ciudades y de las islas descubiertas por los marineros, que no perdían de vista el Oeste.

Más tarde, en el convento de La Rábida escuchó los relatos de los marineros sobre señales de tierra (y hasta tierra misma) que habían sido vistas a occidente de Irlanda. Desde luego, muchos mapas señalaban islas muy al Oeste en el Océano inexplorado.

Tanto Fernando como Las Casas cuentan que Colón, por medio de un florentino residente en Lisboa, consultó a Toscanelli, famoso geógrafo de Florencia. Éste contestó enviándole una copia de una carta en latín que había escrito a un sacerdote portugués en 1474. Esta carta, que ha sido conservada, habla «del muy breve camino que hay de aquí a las Indias, donde nace la especiería». Y a Catay (China septentrional), país del Gran Kan. El mapa que iba junto a esta carta no se conserva, pero las notas sobre el mapa, que están unidas a la carta, añaden que desde Lisboa a la ciudad de Quinsay (Kwang Chow) hay 1.625 leguas, «de la isla de Antilia, vobis nota, hasta la novilísima isla de Cipango... son 2.500 millas... la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y de piedras preciosas: sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales». Las cifras de Toscanelli reducen la circunferencia terrestre en un tercio y exageran la extensión oriental de Asia.

Las Casas, sin salir garante de la verdad de su aserto, nos refiere como cosa probable un relato que era creído generalmente tanto por los primeros acompañantes de Colón como por los habitantes de Haití (Española) cuando Las Casas se instaló allí después del descubrimiento de la isla por Colón. Cuenta que un barco, navegando desde la Península a Inglaterra o Flandes, desviado a Occidente por las tormentas, llegó a aquellas islas (las Antillas) ; después de un desastroso viaje de regreso, llegó a Madeira con unos cuantos supervivientes moribundos. El piloto, que fue recibido y atendido en casa de Colón, reveló antes de morir a su anfitrión, escribiéndoselo y con un mapa, la posición de la nueva isla que había hallado.

Oviedo (1478-1557) también relata esta historia, pero no la cree. Gómara (1510-1560), historiador honrado, pero carente de sentido crítico, cuyo libro apareció en 1552, lo cuenta como un hecho, añadiendo que, aunque los detalles habían sido relatados de modo diverso[1], concuerdan todos en que falleció aquel piloto en casa de Cristóbal Colón, «en cuyo poder quedaron las escrituras de la carabela y la relación de todo aquel luengo viaje, con la marea y altura de las tierras nuevamente vistas y halladas». Por lo general, esta historia no ha encontrado crédito.

A fines de 1483, Colón pidió al rey Juan II de Portugal tres carabelas aprovisionadas para un año y provistas de quincalla para el trueque, «cascabeles, bacinetas de latón, hojas del mismo latón, sartas de cuentas, vidrio de varios colores, espejuelas, tijeras, cuchillos, agujas, alfileres, camisas de lienzo, paño basto de colores, bonetejos colorados, y otras cosas semejantes, que todas son de poco precio y valor, aunque para entre gentes dellas ignorantes, de mucha estima». Así se expresa Las Casas, copiando, por lo visto, de un documento. No debe de haber inventado esa lista, pues va contra su parecer de que la principal intención de Colón era llegar a «las ricas tierras de Catay ».

Se ha discutido mucho sobre si Fernando y Las Casas tenían razón al afirmar que el principal objetivo de Colón era, navegando a Occidente, alcanzar el Extremo Oriente, designado vagamente con la palabra «India», o si más bien esperaba encontrar tierras desconocidas. Sus dos biógrafos afirman claramente que se propuso ambos fines. Estaba seguro de encontrar tierra, pero no hubiera sido razonable atribuir a Colón, como excepción entre los descubridores, una certeza inconmovible en cuanto al carácter de las tierras que podía descubrir. Por otra parte, Cipango, que tanto significaba en sus planes, era un eslabón entre sus dos objetivos. Barros, el cronista portugués, dice que Colón esperó hallar Cipango y otras tierras desconocidas. Cipango, que aún no estaba sometida al Gran Kan, sin haber sido visitada por ningún europeo y que, según Marco Polo, se encontraba a 375 leguas del Continente asiático, estaba remotamente unida al Extremo Oriente, pero era a la vez una tierra «desconocida», que había de encontrarse en algún lugar del Océano. Fernando, al escribir sobre el descubrimiento, reclama implícitamente el éxito para su padre al declarar que la Española (Haití) es «Antilla y Cipango». Y en su prefacio habla del descubrimiento por Colón «del Nuevo Mundo y de las Indias» como si ambos propósitos se hubieran realizado, aunque Fernando sabía que su padre no había alcanzado el Extremo Oriente. Esta materia está confusa por haber dado los españoles, hasta el siglo XIX, el nombre de las Indias a la América hispana. En vista de que Colón sólo nos interesa aquí como conquistador, en cuanto hombre de acción, y no como teórico, este breve párrafo puede sernos suficiente.

En su petición al rey portugués, Colón reclamó para sí, caso de triunfar su empresa, dignidades, poder y emolumentos en gran escala. El rey portugués, después de consultar a los peritos, rechazó la propuesta.

Esta repulsa y la muerte de su mujer desligaron a Colón de Portugal. Su hermano Bartolomé, un marino rudo, decidido y enérgico, se embarcó para Inglaterra, fue apresado por los piratas, se fugó, y en febrero de 1488 presentó el plan a Enrique VIII, el cual lo rechazó. Entonces se trasladó Bartolomé a la corte de Francia, pero no tuvo allí mejor acogida. Las idas y venidas de Bartolomé no son del todo ciertas y no conciernen a la presente narración. Hay algunas pruebas de que se encontraba en la expedición portuguesa que descubrió el cabo de Buena Esperanza en 1487. No regresó de Francia a la Península hasta fines de 1493, cuando Colón había partido en su segundo viaje. Entretanto Cristóbal, finalizando el 1484, navegó secretamente de Lisboa a Palos, en el suroeste de España. El cercano convento de La Rábida le brindó hospitalidad. Sus frailes se ocuparon de Diego, el hijo pequeño de Colón, mientras éste marchaba a Sevilla en busca de ayuda, sin conseguir nada en un principio. Pero el conde (después duque) de Medinaceli, hombre de fortuna y autoridad principesca, señor feudal del Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, escuchó a aquel extranjero pobre, le alojó casi un año en su propia casa y se dispuso a proveerlo de barcos. Sin embargo, estimando que tal empresa era propia tan sólo de la realeza, escribió el conde a la reina Isabel, la cual, en mayo de 1486, hizo venir a Colón a Córdoba, le recibió en audiencia y le confió al cuidado de Quintanilla, tesorero de Castilla, que lo patrocinó. Gradualmente fue obteniendo la protección de otros magnates de la corte, especialmente de Santángel, valenciano descendiente de judíos, tesorero-adjunto de la Santa Hermandad y también inspector y contable de la Real Casa, a quien había proporcionado este puesto una estrecha relación con Isabel. Santángel había servido a Fernando en algunos asuntos financieros, incluso con préstamos. Dice mucho en favor de Colón el que lograse el eficaz apoyo de este práctico y calculador hombre de negocios.

Pero pedir barcos, hombres y dinero parecía una locura cuando Fernando e Isabel, cuyo matrimonio había unido las coronas de Castilla y Aragón, se esforzaban en regir un país perturbado por el desorden y dedicaban todos los recursos a la guerra de Granada, que había de terminar con el dominio árabe en España. Este pobre pretendiente extranjero sólo tenía a su favor la fortaleza de su carácter, su tenaz ambición, la impresionante fuerza de su personalidad y la fe en su idea, una fe que se convirtió en la conciencia de una misión divina, y que halló persuasiva expresión en charlas y escritos en los que brillaba la imaginación y, a veces, las facultades inventivas. «Era —dice Oviedo, que lo conoció— hombre de buena estatura y aspecto, más alto que mediano y de recios miembros, los ojos vivos y las otras partes del rostro de buena proporción, el cabello muy bermejo y la cara algo encendida y pecosa...; gracioso cuando quería; iracundo cuando se enojaba»; un hombre cuyo porte digno e imponente, excepto en ocasionales estallidos de cólera, le ayudó a ganar su reputación de erudito y geógrafo, escasamente merecida.

Durante cinco años, mientras una comisión real examinaba el proyecto, Colón llevó la insoportable vida, llena de humillaciones, de un pretendiente pobre en la corte, ofreciendo dominio y gloria a la corona, conquistas espirituales a la Iglesia y pidiendo para sí prerrogativas y riquezas inauditas[2].

A principios de 1491 surge el navegante de esta época oscura que espera en Santa Fe —medio campamento militar, media ciudad construida a la ligera—, levantada por los Soberanos Católicos a la vista de las torres moras de la Alhambra. La comisión dio a conocer su informe contrario a Colón. Marchó entonces de Santa Fe, dispuesto a llevar su propuesta a Francia.

En una disposición legal de veintitrés años después, Maldonado, uno de los de la comisión, afirmaba que ellos, «con sabios y letrados y marineros, platicaron con el dicho Almirante sobre su ida a las dichas islas... y todos ellos acordaron que era imposible ser verdad lo que el dicho Almirante decía». Quizá pueda considerarse en parte al mismo Colón responsable de haber sido rechazado, pues, según su propio hijo, sólo les ofreció débiles pruebas, no queriendo comunicar totalmente sus propósitos para evitar así que alguien pudiera anticipársele. Un hombre que siempre se reserva algo no puede esperar hacerse acreedor de una confianza ilimitada.

Colón, según iba a embarcarse para Francia, volvió a visitar La Rábida. Allí encontró un entusiasta abogado en el fraile Juan Pérez, que había sido confesor de la reina Isabel. Después de la conveniente deliberación, fray Juan escribió una carta a la reina; a los quince días su mensajero regresó con una citación a la corte. Fray Juan alquiló una mula y partió a medianoche para Santa Fe, volviendo con buenas noticias. La reina envió dinero a Colón para que pudiera presentarse en la corte convenientemente vestido y se le proporcionara una mula para el camino. Lleno de esperanza hizo el viaje a Santa Fe, donde su propuesta fue sometida a un comité de grandes consejeros. Hubo encontradas opiniones, y la propuesta fue rechazada, marchándose Colón de nuevo. Apenas había corrido dos leguas cuando un mensajero real le dio alcance y le hizo volver. La reina Isabel había decidido atender todas sus peticiones, pues Santángel había prometido prestar los fondos necesarios y apremiado para que fuera aceptado el plan, haciendo ver que Colón, caso de fracasar, no iba a ganar nada.

La intervención decisiva de Juan Pérez y de Santángel ha sido puesta en duda, considerándosela improbable. Pero hay que desechar toda noción de probabilidad cuando se trata de historia de España, que nos sobresalta constantemente con sorpresa. «En España todo ocurre accidentalmente», escribió Richard Ford. Colón tenía otros partidarios, pero la intervención de estos dos está demostrada, y se explica tanto por las estrechas relaciones de ambos con los soberanos como por la inquebrantable fe que ambos tenían en la idea de Colón.

Santángel, que había de ocupar un señalado lugar en la Historia por el eficaz papel que representó en la crisis de la vida de Co ló n, venía siendo una figura confusa y enigmática hasta que el señor Serrano y Sanz trazó e ilustró con documentos su biografía e historia familiar en un libro titulado Orígenes de la dominación española en América. Es la biografía de un astuto y próspero hombre de negocios. Santángel había sido recaudador de impuestos reales en Valencia, su ciudad natal; había explotado la aduana de este puerto tan activo y había prestado sumas al rey Fernando. Éstas y otras transacciones financieras le pusieron en íntima relación con el rey, mientras que su posición de mayordomo real le brindaba frecuentes ocasiones de tratar a la reina. Serrano y Sanz explica cómo obtenía Santángel los fondos, pero los detalles que da son de difícil comprensión para un lego en finanzas. Sin embargo, está claro que el dinero no provenía del bolsillo de Santángel, sino de los fondos de la Santa Hermandad, y aunque tenía el título de tesorero de esta corporación, lo que parece haber sido en realidad es recaudador adjunto de las rentas de la Santa Hermandad. El momento era propicio. «Vide poner —escribió Colón un año después— las banderas reales de Vuestras Altezas en las torres de Alfambra... y vide salir al Rey Moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de Vuestras Altezas.» Granada había capitulado; la larga y valerosa epopeya de la Reconquista se terminaba triunfalmente, y España estaba dispuesta a dilatarse en su segundo ciclo épico, una aventura que ceñiría al globo y por la cual todas las naciones habrían de envidiarla. No es simple fantasía el considerar la conquista de América como una continuación de la reconquista de España, como una nueva aventura de dominio expansivo, de fervor religioso y de ánimo lucrativo. Los estandartes reales, izados ahora en las torres de la Alhambra, iban a ondear, al cabo de medio siglo, en los palacios de Moctezuma y Atahualpa, pues la guerra contra los infieles de la Península había de continuarse en la guerra contra los gentiles, más allá del Océano. Pero el resultado no podía preverse. La empresa estipulada por Isabel frente a las torres de la Alhambra era un gran acto de fe de la reina de Castilla y su pueblo.

Se redactó un convenio o capitulación que garantizaba, en caso de éxito, a Colón y sus herederos, distinción nobiliaria, el título de almirante, con todas las prerrogativas disfrutadas por el almirante de Castilla, en todas «aquellas islas y tierras firmes[3] que por su mano e industria se descobrieren o ganaren en las dichas mares océanas», así como que él y sus herederos tendrían vitaliciamente el cargo de virrey y gobernador de las islas y tierras firmes descubiertas o conquistadas por él, concediéndosele poder para juzgar en todos los casos que dependiera de sus funciones, infligir castigos y facultad de nombrar tres personas por cada magistratura vacante, de las cuales la corona escogería una. El almirante participaría de un diezmo en cuantos beneficios obtuviera dentro de su jurisdicción la corona, mientras que contribuiría a su vez con una octava parte al coste de cada expedición enviada a aquellas tierras, recibiendo, en cambio, un octavo de los beneficios. No se menciona Asia, la India ni el Extremo Oriente. Pero, además de un pasaporte o carta abierta dirigida a todos los reyes y príncipes, se entregó a Colón una carta de los Soberanos Católicos dirigida al Gran Kan, «porque siempre creyó —dice Las Casas— que allendo de hallar tierras firmes e islas, por ellas había de topar con los reinos del Gran Khan y las tierras riquísimas del Catay».

Debemos fijarnos en que la colonización —el establecimiento de hogares en ultramar con las familias españolas emigradas a aquellas tierras libres— no era lo que se pretendía. El objetivo era el comercio, especialmente el lucrativo tráfico de especias con los ricos países civilizados, y la adquisición de tierras en las que el descubridor pudiera gobernar como virrey sobre vasallos recién ganados para la corona de Castilla y neófitos para la Iglesia católica. Pero, lógicamente, todo esto no podía definirse con claridad hasta que se conociera el resultado de la empresa. Colón no era sólo un mercader marino y un aventurero vigoroso y decidido, sino también un soñador y un visionario; no podía esperarse de él una exacta precisión al definir sus propósitos y pronosticar el resultado. De todos modos, sus esperanzas, su ambición y sus promesas eran grandiosas y se justificaron con resultados que la muerte le impidió ver.

[1] Véase LÓPEZ DE GÓMARA: Historia general de las Indias. Colección de Viajes Clásicos. Espasa-Calpe, Madrid.

[2] Es una fábula lo que se cuenta de que Colón defendió su idea ante unos ingenuos doctores de la Universidad de Salamanca. Lo que ocurrió fue que la comisión se reunió durante algún tiempo en Salamanca mientras la corte estuvo allí, y Colón tuvo de su parte al sabio y excelente Deza, después arzobispo de Sevilla, tutor del príncipe Juan y poderoso abogado de Colón en la corte. Bernáldez, secretario del arzobispo, nos ha dejado un valioso relato de los hechos colombinos en su Historia de los Reyes Católicos.

[3] Se usa el plural, tierras firmes. En el título expedid o pocos días después se usa el singular, tierra firme. En un párrafo posterior de la capitulación y también en el título subsiguiente se dice «que se ganaren e descubriesen». Los privilegios del almirante de Castilla eran: la jurisdicción civil y criminal en el mar, en los ríos navegables y en todos los puertos; decidir en cualquier litigio; nombrar magistrados, alguaciles, notarios, oficiales y otorgar indemnizaciones.

Los conquistadores españoles

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