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LAS ISLAS
Después del último viaje de Colón y de la muerte de la reina, hubo una tregua de cinco años en la exploración y en las tentativas de colonización. La corona tenía mucho que hacer con los asuntos interiores, y los pocos cientos de españoles que habían ido a parar al Nuevo Mundo se encontraban con sitio de sobra en la gran isla Española y en la vecina de Puerto Rico, recorrida en 1508. En este intervalo de tranquilidad se exploraron las costas de las Antillas y se hicieron cautivos para sustituir a la población servil, cada día más mermad a, de la Española; y los isleños anfibios de las Bahamas, cuya gentil inocencia tanto había impresionado a Colón, eran secuestrados para que pescaran perlas en Paria, a 1.000 millas de sus hogares. Entretanto, Ojeda, Juan de la Cosa y otros recogían perlas y oro, o por cambio o por fuerza, a lo largo de la coste venezolana y embarcaban esclavos para España.
Éstos eran sólo viajes de paso, pero los años 1509-1512 trajeron un doble movimiento de expansión partiendo de la Española: la tarea relativamente fácil de ocupar las islas cercanas y la peligrosa empresa de una lejana colonización en el Continente americano o Tierra Firme; esto es, las costas del mar Caribe, para donde se embarcaron los más atrevidos, arriesgando sus vidas en la búsqueda del oro y el poder.
La ocupación de las islas habitadas por gentes desnudas y pacíficas puede contarse en pocas palabras. Ponce de León, un noble caballero, había acompañado a Colón en 1493, y durante quince años probó sus dotes de hombre capaz y de confianza. Bajo Colón y sus sucesores se distinguió en la conquista o pacificación de la parte oriental de la Española, y quedó al mando de aquella región. Allí le dijeron sus súbditos indios que en la isla de Puerto Rico podía hallarse mucho oro, casi a ras del suelo. Para lograr tan preciada recompensa fue allá con guías indios y unos cuantos españoles. El cacique principal de la isla los recibió amablemente, cambió hombres con él como muestra de afecto, le condujo a ríos que arrastraban oro en sus aguas y entregó al español su propia hermana; pero esta amistad fue breve; Ponce de León repartió los indios entre los amos españoles para que les sirvieran por la fuerza en la busca del oro y en el cultivo de la tierra. El cacique amigo murió, y su sucesor planeó con otros jefes el exterminio de los molestos huéspedes. La rebelión fue súbita e inesperada; los puestos españoles fueron incendiados, y los cristianos tuvieron que defenderse contra multitudes que se precipitaban sobre ellos para aniquilarlos. Unos 70 españoles —la mitad de los que había en la isla— perecieron. Siguió una fiera revancha: incendios, ahorcamientos, utilización de perros salvajes, esclavitud completa, disminución y luego desaparición de la población nativa.
Oviedo cuenta dos historias significativas sobre las circunstancias de la conquista. Diego de Salazar, cuya valentía era proverbial entre los indios («piensa tú que te tengo de temer como si fuesses Sala ar»), supo por un lloroso esclavo indio que el amo de éste, llamado Juárez, estaba en manos de una multitud de indios que celebraban una fiesta alegre y triunfante a la que había de seguir un baile, especie de ceremonia religiosa entre los nativos. En esta ocasión iba también a celebrarse un juego para disputarse un premio, y los que ganaran obtendrían la distinción de matar al cautivo cristiano. Salazar, al enterarse de la inminente tragedia, obligando al aterrado fugitivo a guiarle —muy encontra de su voluntad— hasta el lugar de la escena descrita, llegó a la choza donde tenían atado a Juárez y lo desató, diciéndole: «Sé hombre y sígueme.» Los dos españoles pasaron como una exhalación por entre los confiados indios y escaparon. El jefe indio, que había sido herido en la contienda, envió mensajeros a Salazar e, invitándole a volver, le ofreció perpetua amistad y le pidió el honor de llevar el nombre de Salazar. El español accedió, y el cacique, mientras sus súbditos le saludaban con gritos de «¡Salazar!, ¡Salazar!», entregó al español cuatro esclavos y algunas joyas como señal de amistad.
El otro relato se refiere a un perro llamado Becerrillo, al cual, por su habilidad en la guerra contra los indios, se le asignaba la parte de un ballestero en todos los botines —la mitad de lo que ganaba un soldado corriente—; a cada distribución se pagaba debidamente esta parte al dueño de Becerrillo. Diez españoles con el perro eran más temidos que cientos sin él. Becerrillo conocía a un indio bravo entre una multitud de indios mansos, y si se lanzaba tras un fugitivo, seguía la pista, agarraba por el brazo al indio y le hacía volver, o, caso de resistirse, lo hacía pedazos. En una ocasión decidió Salazar, después de una batalla, arrojar uno de sus cautivos, una vieja, a Becerrillo; ordenó a la mujer que llevara una carta a unos cristianos que se hallaban a una legua de allí; cuando la mujer había avanzado como la mitad del alcance de una piedra, le soltaron el perro y ella se dejó caer en el suelo, mostrando al perro la carta, y dirigiéndose a él, en lengua india le dijo: «Perro, señor perro: yo voy a llevar esta carta al Gobernador; no me hagas mal, señor perro.» El perro la olfateó tranquilamente y la dejó. Cuando llegó, el gobernador la libertó para no ser menos misericordioso que el perro. Becerrillo fue herido a menudo y, finalmente, lo fue mortalmente por una flecha cuando nadaba en persecución de un indio fugitivo.
El segundo almirante, Diego Colón[1], fue a la Española acompañado de su noble esposa, María de Toledo, en 1509, con la restauración parcial de sus heredadas preeminencias, y residió en la isla como gobernador durante seis años, aunque la efectiva autoridad fue transferida a un tribunal y consejo administrativo formado por tres oidores establecidos en 1511 y que recibió más tarde (1526) el título formal de Audiencia. La llegada del almirante y su séquito ennobleció mucho a la ciudad, y las damas de honor de su esposa encontraron marido entre los principales caballeros de la isla, introduciéndose así un elemento de la más distinguida cultura castellana. Por esta época los negros importados de África, más robustos que los indios, iban reemplazándolos conforme éstos mermaban. La caña de azúcar, importada de España, prosperó, y la sed de oro fue dejando paso a la industria de los campos de cañas y los molinos de azúcar, verdadera fuente de riqueza para los colonos y de renta para la corona. El cerdo, introducido por primera vez en 1493, se había desarrollado extraordinariamente, y, como el tocino era un excelente elemento para aprovisionar las expediciones, se hizo muy provechosa la cría de cerdos[2].
La Española se estaba convirtiendo en campo adecuado para el cultivador laborioso y el abastecedor. Ya no quedaba allí sitió para el aventurero cegado por la ilusión del oro y a veces de la conquista; estos espíritus inquietos y ambiciosos tenían ahora que marchar más lejos. Diego Colón sostuvo que todas las Antillas, por haber sido descubiertas por su padre, estaban bajo su mando; pretensión que no fue del todo apoyada por la corona. A consecuencia de esto, la conquista o «pacificación» de Puerto Rico se vio demorada y perturbada por frecuentes cambios de gobernadores y discusiones acerca de la autoridad. Pero, de todos modos, el resultado fue inevitable: el dominio de España sobre la isla.
Puerto Rico, «pacificado» ya, fue la base de una fantástica pero típica empresa, digna del mismo Colón. Ponce de León y sus hombres habían sufrido en Puerto Rico «muchos trabajos, así de la guerra como de enfermedades, y muchas necesidades de bastimientos y de todas las otras cosas necesarias a la vida»; pero el veterano tenía el ánimo de un conquistador, y en 1512 se dirigió al Norte con dos carabelas para descubrir la «isla de Bimini», en la cual, según se decía, se hallaba una fuente milagrosa «que hacía rejuvenecer e tornar mancebos los hombres viejos». Durante seis meses navegaron entre las Bahamas y las aguas circundantes; en el transcurso de estas excursiones desembarcaron el día de Pascua Florida en una tierra a la que llamaron la Florida, nombre que aún conserva. El final de la aventura, que tuvo lugar nueve años después, podemos relatarlo aquí mismo. Ponce de León volvió a España, contó lo que había visto, fue nombrado «Adelantado de Bimini», renovó su expedición a la costa de Florida en 1521 y, herido mortalmente por una flecha india, fue a morir en Cuba. «Y no fue sólo él —dice Oviedo— quien perdió la vida y el tiempo y la hacienda en esta demanda: que muchos otros, por le seguir, murieron en el viaje y después de ser allá llegados, parte a mano de los indios y parte de enfermedades; y así acabaron el Adelantado y el adelantamiento».
El almirante Diego Colón, residente en su palacio tropical de Santo Domingo, se jactaba de haber ocupado y pacificado las islas de Jamaica y Cuba mediante sus delegados sin derramamientos de sangre. Sin derramar sangre española, es lo que quiso decir, pues la defensa principal de los desnudos y tímidos indios no consistía en el uso de sus débiles armas, sino en huir a la espesa selva y a las abruptas montañas de sus islas nativas. Hasta allí eran perseguidos, y los sobrevivientes eran entregados como siervos a los españoles. El conquistador de Jamaica fue Juan de Esquive!, de Sevilla, hombre prudente, que rigió la isla hasta su muerte, tres años después.
En esas expediciones por las islas, las penalidades sufridas por los invasores no eran los azares de la guerra, sino el cansancio, la exposición, las enfermedades y, lo peor de todo, el hambre. Cerca de la costa podían encontrarse bastantes alimentos, pues los nativos eran muy buenos pescadores; pero, por lo demás, no producían más alimentos que los que necesitaban por el momento. Y cuando los españoles se internaron en las Grandes Antillas, las escasas raciones de pan de cazabe y batatas —cuando podían lograrse— constituían un débil sustento para el soldado europeo.
Lo referente a la grande y fértil isla de Cuba tiene más interés, pues así como se sintieron atraídos hacia su suelo los espíritus más aventureros y ambiciosos de la Española, así se convirtió a su vez Cuba en punto de partida para más famosas empresas. El delegado del virrey era aquí Diego de Velázquez, hombre rico, de buena fama, uno de los primeros acompañantes de Colón. El cacique de la parte oriental de la isla ofreció resistencia, pero su gente se hallaba muy esparcida; fue perseguido, capturado y quemado vivo como rebelde y traidor. La isla —700 millas de longitud— fue sometida poco a poco en sucesivas expediciones y sin grandes combates; se distinguió en ellas un lugarteniente de Velázquez, Pánfilo de Narváez, cuyo nombre veremos reaparecer en la historia de la conquista continental.
Se fundaron en Cuba ciudades españolas, y los indígenas fueron repartidos entre los colonizadores, que así se hicieron encomenderos, o sea, señores feudales de los vasallos indios. Estas encomiendas o feudos, conocidas en la isla con la denominación menos técnica y más sencilla de repartimientos, tienen una breve historia; se redujeron a la nada con la desaparición de la población nativa y se importaron esclavos negros para que sustituyeran a los siervos indios, que se agotaban por momentos. Dos de los posteriores colonizadores de Cuba merecen nuestra atención: el sacerdote Bartolomé de las Casas, el cual fue luego el adalid y protector de los indios, vivía despreocupadamente por entonces, como los demás encomenderos, del trabajo de sus esclavos indios, y Hernán Cortés, cuyas hazañas se relatan en cuatro capítulos posteriores de este libro (capítulos V a VIII).
[1] Diego Colón marchó a España en 1515, y después de reclamar insistentemente en la corte sus derechos hereditarios, regresó a Santo Domingo como gobernador (aunque la Audiencia era la que regía de hecho) hasta 1523, en que volvió a España; siguió durante dos años a la corte en sus continuos traslados, insistiendo vanamente en sus pretensiones, hasta que murió en 1526.
[2] El gran incremento que tomó el ganado vacuno alimentado en terreno salvaje tuvo lugar algo más tarde.