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III

Jacob Brouwer había nacido en Oostenburg, una barriada próxima al puerto de Ámsterdam, en una calle donde las casas, viejas y medio hundidas, se encontraban por debajo del nivel del agua. Fue en un sótano compuesto por una sola habitación que, como la camareta de una barcaza, recibía la luz del día desde arriba. La puerta era tan baja y tan estrecha que su padre, un hombre corpulento, capataz de obras de cimentación, tenía que franquearla de lado, agachando profundamente la cabeza. No tenía cerradura, porque unas grandes botas siempre la abrían y cerraban de una patada.

Jacob tenía seis años cuando la emoción forjó por vez primera una ima-gen que recordaría toda su vida. En la pared humeaba una lámpara que producía una luz rojiza; pisando agua, los pies bien separados, su madre se inclinaba sobre una tina, sosteniendo en brazos a una criatura recién nacida y amamantándola con el pecho al aire. En la negra abertura de la puerta apareció una bota que la alcanzó en medio de los riñones, haciendo que cayera hacia delante encima de la tina. Hubo un grito clamoroso, se percibió un olor acre a ginebra y moho. Jacob sintió la salinidad de una lágrima en sus labios.

La mayor emoción posterior no sólo engendró una imagen en el re-cuerdo, sino que permaneció y se acrecentó, convirtiéndose en la pasión de su vida, su servicio y veneración. Ignoraba cuántos hijos habían tenido sus padres, no conocía más que a dos hermanas, una que lo había llevado en brazos cuando todavía no sabía andar, la otra con la que jugaba. La mayor inclinaba a veces su pálido rostro hacia él, agachándose, y entonces él veía en sus ojos algo que le era más caro que su propia madre y le hacía estirar los brazos para tocarla. Cuando ella pasaba al otro lado de la puerta y se sentaba en un peldaño a pelar papas al sol, él se apartaba de los otros niños y se sentaba junto a ella, contemplando sus manos. Cada vez que ella pronunciaba su nombre, sentía la suave sonoridad de su voz.

Era invierno cuando ella empezó a toser, y le tocó a él hacer todos los recados. Un domingo, al regresar con una cesta de turba, vio a su hermana sentada en una silla, las piernas desnudas bajo una simple camisola; le sangraba la rodilla y en el suelo yacían trozos sucios de nieve caídos de una bota. Después de aquel día, rengueó.

Luego llegó la gran emoción, que no fue más que silencio.

Por los vecinos, que contemplaban la escena cuando se llevaron el féretro, se enteró de que su nombre era Johanna, y así la llamó en adelante en sus pensamientos. El invierno mantuvo su oscuridad por mucho tiempo. Con la otra hermana ya no pudo seguir jugando cuando la lejanía empezó a tirar de él; ésta lo conducía por caminos desconocidos, pero él no veía nada que lo detuviera, y escrutaba siempre el final, donde debía haber otro camino. Así, en una ocasión llegó hasta las puertas del nuevo cementerio y supo enseguida que la habían llevado allí. Entró como otros y siguió a unas personas que iban leyendo los nombres de las lápidas. Había aprendido a leer por su cuenta en poco tiempo, pero no encontró ninguna lápida con el nombre de su hermana, y por eso nunca más regresó.

Se mantenía alejado de casa errando por los muelles del Y,2 pues había pasado a ser él el blanco de los golpes, y su madre le daba la venia para volver al hogar cuando el padre dormía. Se iba solo, ya que los otros niños se quedaban jugando en el barrio, y su boca se fue sellando. Junto al agua empezó a conocer la luz cambiante de las nubes. A veces pescaba algún trocito de madera procedente de un barco, sentía el sabor salado que traía del mar y aspiraba el olor a alquitrán.

En un taller de velería, frente al cual se había quedado mirando a me-nudo, le dejaron deshilar cuerdas viejas para hacer estopa, lo que le permitió llevar cada semana un chelín3 a casa de su madre. Se familiarizó con la lona tal y como venía del tejedor, y con las cuerdas tal y como venían del cordelero. Como tenía brazos fuertes, le dejaban desenrollar los paños de lona y ayudar a extenderlos, y no tardaron en permitir que se ejercitara en el manejo del pasador. En menos de un año ya hacía el trabajo de un aprendiz de oficial sin que nadie se asombrara de ello, pues había crecido rápido y era ya por entonces fornido y ancho de hombros.

Cuando volvía a casa al final de la semana, su madre lo esperaba sentada; el dinero que le procuraba aseguraba al menos comida para dos días. A su padre rara vez lo veía. En ocasiones, por la noche, lo despertaban sus ruidos e insultos; otras, al amanecer, cuando se vestía apresuradamente y salía a la calle con un trozo de pan en la mano, lo veía incorporarse en la cama empotrada y apoyar con dificultad los pies en el suelo. Pero también sucedía que el padre los sorprendiera regresando más temprano, sin estar lo suficientemente borracho como para dormirse enseguida, y que diera un puñetazo encima de la mesa o lo dirigiera hacia la cabeza de alguno de ellos. Jacob lograba por lo general refugiarse en la calle, donde se quedaba esperando hasta que amainaran las lamentaciones, en señal de que lo peor había pasado.

Un día le dijo a su madre que no lo soportaba y que saldría a navegar tan pronto como tuviera edad suficiente. Ella no le respondió.

Partió una tranquila tarde de verano, un sábado. Su padre había regresado más temprano y con su enorme mano había agarrado a Jacob por la nuca, inclinándolo hacia el suelo y rematando su acción con un golpe seco en la cabeza. Pero Jacob se enderezó de súbito y le propinó una patada en el cuerpo, haciéndolo caer hacia atrás. Acto seguido, agarró la gorra, abrió la puerta y se marchó. Oyó el croar de una rana, una vecina le gritó algo en la oscuridad. En el cuello del jubón llevaba sangre.

Caminó durante dos días hasta llegar al puerto de Nieuwediep, sin hambre, sin cansancio. Allí vio fondeado un barco listo para zarpar. Un hombre lo llamó haciendo bocina con las manos. Jacob saltó a una yola, le dieron dinero para ir a comprar tabaco y, cuando regresó con él, estaban maniobrando el molinete del ancla. Uno le dijo que lo ayudara y así lo hizo, sin que nadie supiera que no pertenecía allí. Sólo a la mañana siguiente, cuando apareció en la cocina junto con los demás, el cocinero le preguntó quién era. Lo condujeron frente al capitán, un hombre gordo que ordenó que le dieran cinco golpes, pero que luego lo hizo volver, le preguntó por la edad e inquirió si tenía hambre.

El contramaestre se percató enseguida de que sabía manejar la jarcia, y el maestro velero, cuando supo dónde había trabajado, pidió que se lo asignaran como ayudante. Le dijo que subiera a revisar la jarcia superior, y en su primera mañana de trabajo Jacob fue trepando de un estay a otro, cumpliendo tareas difíciles. El capitán, que había estado observando, le dio unas palmadas en la espalda y le prometió una paga. Ya no era ningún niño, en aquel primer viaje se convirtió en un joven trabajador, dedica-do en cuerpo y alma a su oficio. No hablaba, sólo se fijaba en las velas y sus jarcias.

Se quedó navegando por las Indias hasta que le cambió la voz. Un buen día despertó de un sueño con una congoja que le hizo contemplar la lejanía como había hecho de niño alguna vez. La nostalgia le tiraba para que volviera a Ámsterdam, por más que sabía que allí no encontraría nada preciado, nada más que una escalinata en la que se había sentado su hermana, nada más que el recuerdo de un rostro. Aun así, el calor se le hizo insoportable, el color del cielo, del mar y las montañas lo aburría, las palmas le molestaban. Sintió la necesidad imperiosa de volver a ver el cielo gris y los oscuros canales de su ciudad, de oír hablar a su gente. Su melancolía no hacía otra cosa que ver y oír Ámsterdam.

Se enroló en un barco grande. Durante la travesía falleció el maestro velero, y Jacob, muy joven aún, obtuvo su puesto.

Regresó y volvió a ver la casa en la que había nacido, una fachada inclinada hacia delante, ladrillos corroídos de color marrón, los peldaños desgastados que conducían a la vivienda del sótano. Había una chica sentada a la mesa, su hermana pequeña, una pobre figura, un rostro pálido. Habla-ron toda la mañana y ella sirvió café. La madre había fallecido, el padre era peor que antes. También ella tenía que salir a trabajar, y además pedir mucho prestado, porque el dinero no alcanzaba. Jacob la escuchaba mientras hablaba, y deslizaba al mismo tiempo la vista por las paredes; le pareció estar buscando algo que no encontraba. Le dio dinero a su hermana y se marchó.

Antes de partir se encontró con Jan de Ruiter, Dirk Janse y Hendrik Meeuw, muchachos del barrio que, al enterarse de cómo le había ido, también quisieron salir a navegar. Todos se embarcaron en el mismo barco con rumbo a las Indias.

Jacob se sentía aliviado. En el cementerio había una lápida con un nombre. Ahora que ya no podían maltratar a su madre, dejaba atrás únicamente a esa hermana menor, a la que después de cada viaje podía entregar dinero suficiente para su manutención. Sabía que su único hogar estaba en la mar, aunque a su ciudad volvería a verla periódicamente. A bordo viajaban amigos de su misma calle.

Si bien continuó siendo serio y parco de palabras, por las noches escuchaba las canciones y las historias. Por lo demás, dado que no hacía guardias, se le veía levantado desde temprano hasta tarde, ora aquí, ora allá, envuelto en hilos y cordones, empuñando punzones y la maza. Gracias a su atención continua a las herramientas, a la manera en que querían ser utilizadas, a la particularidad de cada paño y cada vuelta, a cómo una cosa sirve mejor para esto, la otra para aquello, adquirió la capacidad que satisface más al trabajador que el elogio que cosecha. A la edad de veintitrés años, Brouwer tenía fama de ser el mejor maestro velero que pudiera encontrarse.

Sucedió que, estando con licencia, presenció en el astillero la botadura del barco que en la popa llevaba la inscripción Johanna Maria. Meeuw, De Ruiter y Janse afirmaban que nunca habían visto nada más hermoso que la manera en que el casco hendió las aguas, y a los tres les pareció un barco a su gusto. Por eso decidieron esperar junto con Brouwer hasta que hubiera terminado de construirse.

Brouwer fue el primero en ser contratado por los armadores. El día en que subió a bordo sintió un hormigueo en la sangre, fue su radiante felicidad lo que vio en él el capitán cuando enfiló hacia la proa, la dicha excepcional de aquellos que extraen certeza de una simple fe. La mano que tocó el mástil era suave y fuerte, no por la ternura del ánimo o por la fortaleza de los músculos, sino por el calor que emanaba. El afecto puro y desinteresado se percibe por más que se intente esconderlo; los marineros no tardaron en decir que Brouwer podía hacer con el barco lo que quisiera, al comprobar que no eran sólo sus músculos los que le permitían hacer sin esfuerzo un trabajo que a otros hacía sudar, tras advertir en un instante cómo debía hacerse. Tesaba un amante con un par de movimientos, como deslizándolo por las manos, mientras que otro hombre igualmente vigoroso debía tirar de él con todas sus fuerzas. Buscaba conocer todo lo perteneciente al barco, no para poder sacarle provecho ni por mero interés o curiosidad, sino para saber qué podía ser mejor para éste. Hacía el trabajo tanto con el alma como con las manos.

Los armadores eran los propietarios; el capitán Wilkens, el patrón del barco, de forma pasajera como suelen serlo los patrones y los propietarios; Brouwer lo conocía y lo entendía, y poseía la perdurabilidad del entendimiento.

2 Nombre antiguo de la actual bahía de IJ. El nombre deriva del término para “agua”, y está formado por el dígrafo ij, que se considera una sola letra y, por lo tanto, se representa con mayúsculas. [n del t.]

3 Antigua moneda holandesa, que circuló oficialmente hasta 1816. Su valor ascendía a 30 céntimos de florín. [N. del T.]

La fragata Johana Maria

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