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Regurgitaciones

“Qué bonito poema”, le digo.

“Oh, gracias”, me dice.

“Eres tan especial”, le aclaro.

“Y tú también”, me responde.

Todo es mentira, tus versos son

peores que una pirosis, algo así

como un vómito de alcohol y

legumbres, peor que un alfiler en

la uretra, pero quiero tomarte, así

que un cumplido será suficiente.

“Mi abuela me enseñó a escribir”,

me explica.

Tu abuela debería ser esa

diarrea dentro de una papelera al

sol, o al menos así la reflejas.

“Pues es precioso”, le contesto.

“¿De verdad?”, me pregunta.

“Claro”, le digo.

Hombres mordaces

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