Читать книгу Identidad y virtualidad - Gabriel Pérez Salazar - Страница 7
Aproximaciones a la identidad como categoría conceptual
ОглавлениеCon base en autores como Giddens (1997), Giménez (2000), Mead (2009), Branaman (2010) y Hall (2010), podemos decir que la identidad es un concepto que tiene que ver con la distinción, es decir, con todos aquellos atributos que nos hacen reconocibles tanto ante los demás como desde nuestras propias autoconcepciones. La identidad parte de una dicotomía fundamental: el yo en oposición al no-yo (es decir, el otro).
El primer énfasis que haremos en este acercamiento tiene que ver con la identidad vista como un proceso. Lo que el yo considera sobre sí mismo y lo que los otros asignan al yo se encuentra en constante transformación, dependiendo de una gran cantidad de factores de tipo tanto personal como contextual. La identidad es flexible y fluida (líquida, propone Bauman [2005]). Lo que hoy somos mañana puede cambiar y no solo en los evidentes términos etarios (antes, yo era joven, hoy la primera palabra que viene a mi mente es maduro, luego seré mayor), sino también en función de otros cambios por los que atravesamos a lo largo de nuestra vida, los cuales median en cómo somos vistos por los demás y que pueden ser ideológicos, de pertenencia, roles sociales, etc. Desde Berger y Luckmann, esto, además, tiene una serie de implicaciones de causalidad circular muy importantes en lo que identifican como una estructura estructurante:
Una vez que cristaliza, [la identidad] es mantenida, modificada o aun reformada por las relaciones sociales. Los procesos sociales involucrados, tanto en la formación como en el mantenimiento de la identidad, se determinan por la estructura social. Recíprocamente, las identidades producidas por el interjuego del organismo, conciencia individual y estructura social reaccionan sobre la estructura social dada, manteniéndola, modificándola o aun reformándola (2006: 214).
El segundo aspecto central en términos de la identidad es que toda construcción del yo parte de la interacción con los otros. Sin desestimar de ninguna manera la capacidad de agencia,6 se piensa que tanto lo que el yo define sobre sí mismo como lo que el otro le atribuye parten de la interacción social. Por ejemplo, ante mi nacionalidad como mexicano, desde el conjunto de construcciones sociales disponibles, esta dimensión anticiparía una serie de preconcepciones sobre mi persona que, ciertas o no, encuadrarían una posible interacción en términos de puntualidad, confiabilidad, desenfado y muchas otras consideraciones de tipo personal que se han estereotipado a nivel global a través de muy diversos productos culturales. En la actualización de cada interacción, estas posibilidades serían confirmadas o refutadas y cada una de mis acciones contribuiría a presentarme ante los demás como eso que soy. Las reacciones de aquellos con quienes llegase a interactuar podrían en alguna instancia confirmarme si efectivamente soy tan puntual como creo ser o, en todo caso, llevarme a un replanteamiento de mí mismo. Retomando a Berger y Luckman (2006), hay un interjuego recíproco entre lo que los demás creen sobre mí (que es la dimensión social de mi identidad) y lo que yo creo de mí mismo (dimensión personal). Entenderemos la identidad como la intersección de estas dos dimensiones.
La otra implicación de este aspecto relacional sobre la identidad es que se trata de un proceso que ocurre fundamentalmente a partir de una forma muy concreta de práctica social: la comunicación. En dichas interacciones tiene lugar un intercambio de sentidos, una serie de puestas en común que reflejan la esencia del ser. En términos de Giddens, “no somos lo que somos, sino lo que hacemos” (1997: 96), es decir, son nuestras prácticas enunciativas o de cualquier otra clase las que revelan a los demás lo que somos, sobre todo si consideramos las nociones de Austin (1962) y Searle (1994) sobre el hacer con las palabras y los actos del habla, respectivamente.
Aunque profundizaremos en esta discusión en los siguientes capítulos, conviene destacar la importancia que tiene la comunicación en los procesos de construcción de la identidad tanto ante los demás como en la conformación del yo. En términos de la identidad social que proyectamos hacia nuestro entorno, cada acto comunicativo parte de lo que somos y de nuestra ontología fenomenológica, es decir, de las manifestaciones conscientes e inconscientes de nuestro ser. Sin embargo, como sugiere Mead (2009), hay una serie de símbolos significantes que contribuyen a nuestra propia objetivación, a ser conscientes de nosotros mismos y, con ello, a dar lugar a la (re)elaboración constante del yo. Así, no solo somos socio-signos para aquellos con quienes interactuamos, sino también para nosotros mismos. Esta es la base de la Teoría Comunicativa de la Identidad, a partir de autores como Hecht y Hopfer (2010).
En tercer lugar, la identidad es múltiple. Con esto se quiere decir que el yo se manifiesta (y construye) a través de una infinidad de ámbitos y elementos. Algunos tienen que ver con la constitución física del sujeto, como su complexión, estatura, color de piel, cabello y ojos; otros parten de su pertenencia a diversos colectivos de tipo cultural, como la religión o la etnia, y los hay también de naturaleza política, por ejemplo, la nacionalidad o la militancia. Sin embargo, trabajos relativamente recientes hablan, además, de aspectos que parten de los consumos culturales, sobre todo cuando estos tienen una relevancia simbólica particular, como la devoción a un equipo deportivo o sumarse al fandom7 de alguna serie, autor literario o género musical. Cada ámbito de interacción, con cada sustancia relacional, permite la manifestación de diversas dimensiones de la identidad, a veces de manera más o menos discreta8 y en ocasiones como una gama de variables simultáneamente evidentes y reconocibles que se entrecruzan y que pueden ser difíciles de separar.
La identidad como noción cuenta con una serie de antecedentes históricos a los que solo nos referiremos muy brevemente. Por ejemplo, en la Psicología se habla de Freud y la construcción del yo más o menos al mismo tiempo que autores de la Sociología —como Marx, Weber, Durkheim y Simmel— se refieren a las estructuras constituyentes del sujeto entre finales del siglo XIX y la primera parte del XX (Giddens, 1997; Hall, 2010), luego de las profundas transformaciones derivadas de la Revolución Industrial que dieron lugar a la migración a las grandes ciudades y los consiguientes replanteamientos en función de los sentidos colectivos e individuales de pertenencia. Posteriormente, como Branaman (2010) plantea, la discusión sobre el ser da lugar a otras posturas y consideraciones, que se ubican tanto en el Posestructuralismo como en el Posmodernismo. Siguiendo a este autor, mientras que para Foucault la identidad conduce a nuevas formas de control social, para autores como Baudrillard y Bauman el énfasis está puesto en los procesos de fragmentación que sufre el sujeto como consecuencia de los masivos y veloces flujos de información a los que nos vemos expuestos. En contraste, para Giddens, a pesar de dichos procesos, el individuo mantiene una esencia constitutiva a lo largo del tiempo y de los múltiples entornos en los que puede ubicarse:
La identidad del yo no es un rasgo distintivo, ni siquiera una colección de rasgos poseídos por el individuo. Es el yo entendido reflexivamente en función de su biografía. Aquí identidad supone continuidad en el tiempo y el espacio, pero la identidad del yo es esa continuidad interpretada reflejamente por el agente (1997: 72).
La esencia de la identidad para este autor tiene que ver con la continuidad. “La identidad de una persona no se ha de encontrar en el comportamiento ni —por más importante que ello sea— en las reacciones de los demás, sino en la capacidad para llevar adelante una crónica particular” (Giddens, 1997: 74). Se trata de un planteamiento en el que las trayectorias históricas del yo resultan fundamentales para entender lo que se es, tanto como proceso introspectivo como de representación ante los demás. En los siguientes capítulos hablaremos de cómo estas narrativas biográficas, en tanto constituyentes identitarios, pueden ocurrir a partir de diversos dispositivos tecnológicos.
En este contexto, Goffman (1981) resulta ser un referente fundamental en la reflexión sobre la dimensión social de la identidad. Apoyándose en la metáfora del teatro, para este autor el sujeto es capaz de distinguir dos estados en términos de las prácticas que realiza: de escenario, cuando es consciente de que se encuentra en una posición en la que es perceptible ante los demás y ajusta su comportamiento en consecuencia, y tras bambalinas, cuando no hay ninguna representación (performance) en función de alguna posible audiencia de su ser. La consciencia de que mi ser es (entre otras cosas) simultáneamente académico, melómano y friki, corresponde precisamente a esta primera posibilidad.
En su planteamiento, Goffman (1981) habla de máscaras para referirse a las prácticas que son realizadas por los sujetos a partir de los roles sociales asumidos y accesorios que tienen la función de manifestar o confirmar aquello que se es. Dado que los actores sociales no pueden disociarse de sus respectivos roles, para este autor la idea de las máscaras nada tiene que ver con una pretensión de engaño, más bien es una representación que parte de los patrones culturales establecidos en relación con dichos roles muy en el sentido de lo que ya habíamos visto con Berger y Luckmann (2006). Los accesorios, por otro lado, constituyen signos que contribuyen a la identificación del ser y están dados por elementos como la vestimenta (como mi playera de Pink Floyd), el arreglo personal (el largo del cabello y dejarse o no el vello facial en el caso de expresiones de género masculinas) e insignias (en el más amplio sentido de la palabra), entre otros.
Algunos de los planteamientos de Mead (2009) y Giménez (2000) guardan una estrecha relación con esta propuesta de Goffman (1981), de manera que es posible reconocer la existencia de al menos tres aspectos en torno a los cuales se construye la identidad de los sujetos: atributos identificadores, su trayectoria (que es una secuencia de prácticas performativas) y su pertenencia a colectivos (muchos de los cuales dan lugar a roles con sus respectivos accesorios y máscaras). Mientras que los atributos identificadores se refieren a aspectos que ya hemos mencionado y que son de naturaleza tanto física como idiosincrática, las trayectorias tienen que ver con la historia de sus representaciones sociales ante los demás. Como ya habíamos mencionado, los actos de expresión de identidad no están sujetos a momentos únicos, sino que se trata de procesos constantes. Desde el punto de vista del sujeto, su identidad atraviesa por continuas transformaciones en tanto que es una estructura interpretativa y de sentido, así como de manifestación de su ser. En función de los otros, hay una secuencia histórica de interacciones y manifestaciones del yo a través de la cual lo que se es ante los demás se va modificando también.
Lo anterior implicaría que puede haber una relación directa entre la cantidad y fidelidad de los acontecimientos sociales que construyen la identidad de una persona y las posibles correspondencias que existan entre lo que el yo considera de sí mismo con lo que los demás perciben e interpretan, un poco como sucede en la ventana de Johari.9 En otras palabras, si el historial de interacciones ha sido reducido o lejano en el tiempo, es probable que aquello que un sujeto identifica de sí mismo pueda diferir significativamente de los atributos identificadores que le son socialmente asignados.10 Por el contrario, si los acontecimientos de interacción y de construcción de sentido sobre el sujeto son más o menos frecuentes o recientes, es más probable que el sentido de sí mismo ante los demás y frente a sus propias autoconcepciones tienda a guardar una correspondencia más cercana.
Evidentemente, en esta ecuación también entran en juego las correspondencias entre lo que se es y lo que el sujeto presenta ante los demás de sí mismo. Por muy diversos motivos, una persona puede proyectar hacia el otro rasgos que no necesariamente coinciden con su esencia como ser. En algunas ocasiones, esto tiene que ver con la necesidad de pertenecer a algún colectivo determinado, aspecto que Noelle-Neumann (1974) desarrolló ampliamente en su teoría de la espiral del silencio. Por ejemplo, en comunidades con características fundamentalistas, donde la supervivencia social depende enteramente de la conformidad y el apego a las normas, esto puede ser particularmente notable, independientemente del tipo que sea: política, religiosa, académica, hábitos de alimentación (veganos/carnistas), etcétera. Si bien es posible establecer este tipo de proyecciones no coincidentes hacia los otros de manera sostenida a lo largo del tiempo (especialmente cuando puede ser la diferencia entre la vida y la muerte, como históricamente ha sido en regímenes dictatoriales), esto sucede con un notable desgaste de recursos personales, por ejemplo, estabilidad emocional, energía y confianza en los otros. Como es evidente, las discontinuidades entre la esencia del ser y la representación que se haga ante los demás no necesariamente tienen que ver con actos deliberados de deshonestidad, sino frecuentemente con algún tipo de sobrevivencia, así sea simbólica.
Cuando el contexto en el que ocurren las interacciones sociales tiende a ser menos demandante en función de estas aparentes conformidades y apegos estatutarios, es posible concebir representaciones del yo que tienen una mayor correspondencia con la manera en que cada sujeto se concibe a sí mismo. El entorno juega un papel muy importante en las enunciaciones que reflejan lo que se es y es ahí donde intervienen procesos muy complejos de negociación entre lo que se refleja de uno mismo y lo que los patrones culturales establecen que debería ser manifestado. Esta es una discusión que retomaremos en el capítulo cuatro, cuando hablemos de la identidad en función del género.
En relación con lo anterior, hay un tercer aspecto sobre la experiencia social de la identidad que consideramos oportuno reiterar: las identidades colectivas (Giménez, 2000; Wolton, 1999). Esta dimensión se construye alrededor de un núcleo determinado de símbolos y representaciones sociales que son compartidos por una comunidad, y puede darse desde una amplia diversidad de factores, los cuales pueden ser aspectos lúdicos, como los consumos culturales a los que ya nos hemos referido; productivos, como la pertenencia a un determinado centro de trabajo o escolar; de tipo institucional, como la adscripción a una asociación de beneficencia o religiosa; políticos, como la nacionalidad y sus posibles expresiones de nacionalismo; o de naturaleza cultural, como un grupo étnico o la identidad regional; entre otras posibilidades.
En todos estos casos, la distinción se pluraliza de tal manera que el yo se convierte en un nosotros. Sobre esto, dice Habermas:
De nuestra identidad hablamos siempre que decimos quiénes somos y quiénes queremos ser. Y en esa razón que damos de nosotros se entretejen elementos descriptivos y elementos evaluativos. La forma que hemos cobrado merced a nuestra biografía, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separarse en la descripción de nuestra propia identidad de la imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconocidos por los demás (2007: 115).
El nosotros se manifiesta de forma separada de aquellos que no pertenecen, es decir, de los otros. Además de ocurrir una interiorización de los patrones culturales de los colectivos a los que pertenecemos (Giménez, 2000), como Spivak (1985) ha sugerido, existe una tendencia a representar la alteridad desde creencias estereotipadas. Cuando esto ocurre y se manifiesta en actos que son el resultado del ejercicio de alguna forma asimétrica de poder, se dice que ha habido un proceso de otrificación. Para este autor, la otrificación es prácticamente inevitable en todos los procesos sociales de identidad colectiva. Esta relativamente apocalíptica concepción sobre el otro parte de la idea de que la alteridad con frecuencia es percibida como una fuente de competencia o de amenaza tanto física como simbólica: el equipo deportivo rival que se establece como obstáculo ante la victoria, el inmigrante que es enmarcado en un discurso demagogo como un adversario desleal en el mercado laboral o en el devoto de una fe distinta que vive tradiciones ajenas a las propias.
En algunos casos, como Berger y Heath (2008) plantean, se recurre al empleo de emblemas y distintivos no tanto para denotar la afiliación con un grupo determinado, sino más bien para distinguirse de algún otro con el que no se desea ser relacionado. En este sentido, Smaldino (2019) plantea que no es posible (ni deseable) expresar cada faceta de la identidad, en virtud de su multidimensionalidad, por lo que dependiendo del contexto los sujetos recurren a repertorios11 específicos en la expresión de sus rasgos identitarios. Uno de los criterios de adaptación que ha sido identificado tiene que ver precisamente con esta distinción, es decir, con las particularidades que implica destacar una faceta concreta del yo. Por ejemplo, en México, dentro de la comunidad geek existe una gran cantidad de seguidores de Star Wars, pero muchos menos de Doctor Who,12 entonces, según este planteamiento, ante representaciones sociales más o menos equivalentes en torno a estos dos productos culturales en una convención como la Animex13 en Monterrey, yo tendría mayores posibilidades de destacar mi whovianismo por encima de mi afición por la saga de Lucas. Algo similar opera a partir de las aficiones deportivas y las insignias de pertenencia que se portan en eventos públicos.
Por otro lado, resulta claro cómo en las relaciones colectivas con la alteridad entran en juego intereses institucionalizados que encuadran al otro en función de aquello que pudiera incidir de alguna manera en una posición de poder. En las retóricas embaucadoras de la praxis política, es precisamente en la otrificación donde hemos observado que se construye la relación simbólica de quien es señalado como ajeno, y suele recurrirse a estos grupos en la búsqueda de explicaciones superficiales y falaces sobre la causa de algún problema. Para el régimen nacionalsocialista alemán, los judíos, los gitanos, los comunistas, los homosexuales, las personas con discapacidades y los disidentes políticos se representaron de esta manera, y su otrificación basada en un proceso de deshumanización llevó a las terribles consecuencias que todos conocemos. Racionalizaciones similares tienen lugar desde todo tipo de instituciones. Por ejemplo, en las religiosas, la feligresía suele representar la posibilidad de un ejercicio de poder no solo en lo económico, como fuente de recursos, sino también en el ámbito político y en el simbólico. De esta manera, el fenómeno del otro se convierte en un recurso discursivo de poder.14
Desde un análisis sociohistórico, Todorov (1991) se refiere a las representaciones colectivas que ocurrieron entre los siglos XV y XIX a partir de los procesos de colonización. Potencias como España, Francia, Inglaterra, Holanda, Portugal, Alemania e Italia (cada una de ellas en su momento) hicieron una construcción del otro que iba desde una superficial e ingenua narración de lo exótico, en el mejor de los casos, hasta la franca negación de todo aquello que no correspondía con los patrones estéticos y culturales centroeuropeos. Este tipo de otrificación enfatizó la diferencia entre lo civilizado (lo europeo, claro está) y lo primitivo, lo que en buena medida constituyó la base de una retórica racista y etnocéntrica que prevalece en la actualidad.
La crítica a la sociedad de masas hecha desde los más radicales acercamientos de la Escuela Crítica de Frankfurt (especialmente evidente en Horkheimer y Adorno [1994], aunque ya anticipada desde Ortega y Gasset [2003]) llevó a consideraciones similares en relación con los productos culturales, haciendo una distinción entre la alta y la baja cultura. Tales encuadres no son sino una reminiscencia del etnocentrismo europeo en la que, por ejemplo, se establece que la única música digna de escucharse es la llamada clásica. Por extensión, quienes llevan a cabo consumos de formas culturales alejadas de estos patrones estéticos (convertidos en auténticos referentes axiológicos), son frecuentemente otrificados a partir de términos como naco,15 corriente o vulgar. Así, los actos de otrificación pueden ir desde procesos cognitivos internos como el temor o la suspicacia dirigida a la alteridad grupal hasta su actualización en prácticas discriminatorias, es decir, en las que se da un trato diferenciado, se excluye a un determinado grupo o se limitan sus derechos fundamentales sin que haya otra razón más que la pertenencia a un colectivo determinado, el cual puede ir desde rasgos étnicos y religiosos hasta los dados por sus consumos culturales.
Para Castells (1997), las identidades colectivas dan lugar a tres posibilidades en su elaboración: legitimadora, de resistencia y proyecto. La primera es aquella que es impuesta desde las instituciones hegemónicas como una forma de racionalizar y extender su control. Un ejemplo de ello en México fue el proyecto de identidad como país basado en el mestizaje,16 que fue impulsado por diversas ideologías nacionalistas desde el siglo XIX. Durante el periodo posrevolucionario, en la primera mitad del siglo XX, los mecanismos de construcción de esta identidad se apoyaron tanto en la educación pública de Vasconcelos como en los discursos reiterados en las industrias culturales (entre los que destaca la llamada Época de Oro del cine nacional y la música popular), con brutales consecuencias en la diversidad étnica y la identidad social de los pueblos originarios.
La identidad de resistencia, como su nombre lo sugiere, surge en los grupos subordinados o excluidos, en oposición a la identidad legitimadora. El levantamiento zapatista en México, a mediados de la década de los 90, es un ejemplo de ello, sobre todo en términos de lo que dicho modelo del mestizaje había implicado para las comunidades indígenas.
La identidad proyecto, por otro lado, no necesariamente parte de una oposición, sino que, con base en los elementos culturales disponibles en un contexto determinado, los actores sociales “construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social” (Castells, 1997: 30). Aunque este autor presenta como ejemplo a las feministas, quienes plantean un nuevo modo de relación social alejado del patriarcado, se trata de una propuesta que en algunos puntos involucra también a muchos grupos de las comunidades LGBTQ+,17 asunto que ampliaremos en el cuarto capítulo.
Como hemos establecido hasta este punto, en buena medida la identidad es un asunto de distinción, de separar lo que se es de lo que no, tanto en el plano individual como en el colectivo. Esta es una de las discusiones centrales desde la teoría de los sistemas sociales que se ha planteado a partir de autores como Von Bertalanffy (1976), Luhmann (1984) y Maturana y Varela (1990), entre otros. En trabajos anteriores (Pérez, 2016), hemos sugerido que la identidad también puede ser entendida como una condición autorreferencial del sistema de conciencia reconociéndose a sí mismo en oposición a su entorno y, en particular, hacia otros sistemas de conciencia con los que se relaciona. Cuando hablábamos anteriormente de escenarios de interacción, nos referimos a acoplamientos estructurales posibilitados por el sistema comunicación.
Dado que la identidad puede referirse a un conjunto de estructuras interpretativas de carácter tanto interno (en su autorreferencialidad) como externo (al ajustarse en función del entorno), esta se manifiesta simultáneamente como estructura primaria (en tanto patrones longitudinalmente consistentes del yo) y como hiperestructura (en la interiorización de rasgos colectivos del entorno). Ambos casos son el resultado de todos aquellos acoplamientos estructurales que han tenido lugar en el pasado, por lo que dicha autorreferencialidad debe entenderse como una operación de preservación de la estructura misma ante la alteridad del entorno en el que se ubica el sistema, en sus planos individual y grupal. Tal entorno está dado por una complejidad similar: otros colectivos y otros sistemas de conciencia con los cuales ocurren también una infinidad de acoplamientos estructurales, que se ajustan de forma interna en operaciones autopoiéticas de morfogénesis para mantener su existencia. El alter es igualmente importante en los procesos de autorreferencialidad y sus estructuras internas de sentido se orientan igualmente hacia la distinción.
En síntesis, podemos decir que estos han sido algunos de los principios fundamentales en la concepción de la identidad:
1. Es una operación de distinción sustentada en la autorreflexión.
2. Está sujeta a un constante proceso de cambio.
3. Se construye a partir de la interacción comunicativa.
4. Tiene múltiples ámbitos de expresión y construcción.