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Virtualidad e identidad

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Por otro lado, nuestro abordaje contempla una segunda categoría de análisis: la virtualidad. Desde Lévy (1999), esta noción alude a un espacio de representación simbólico en el que tienen lugar procesos de interacción social que se actualizan a partir de diversas dimensiones, entre las que destacan tiempo y espacio. Lo virtual suele ocurrir a partir de rompimientos espaciotemporales en los que estas dimensiones se actualizan en función de los participantes en los procesos relacionales. Por ejemplo, se dice que un acto comunicativo es virtual porque ocurre en tiempos o espacios distintos para quienes intervienen en él.18 El sentido, la puesta en común implícita a toda comunicación, puede generarse de forma sincrónica (es decir, en tiempos coincidentes, pero espacios distintos) o de manera asincrónica (en tiempos y espacios diferentes).

Desde esta concepción, es claro que lo virtual no necesariamente implica el uso de tecnologías digitales. Un intercambio epistolar a través del servicio postal podría dar lugar a una conversación virtual. Sin embargo, diversas tecnologías apoyadas en la convergencia digital impactan en la agilidad y velocidad con la que en la actualidad ocurren estos intercambios y, ciertamente, han modificado la velocidad con que pueden ocurrir los procesos de interacción virtuales. Si se cuenta con los medios de acceso y las competencias necesarias, hoy es posible establecer actos comunicativos virtuales de forma prácticamente instantánea.

Nuestro planteamiento implica la reflexión de la identidad desde aspectos generales hasta en términos de lo virtual. Se trata del cruce de dos categorías en las que enfatizaremos las particularidades que implican los procesos de interacción mediados por lo digital y que ha sido objeto de reflexiones previas, cuyos antecedentes revisaremos en las siguientes páginas, luego de plantear algunas consideraciones básicas en relación con la manifestación social del yo en el ciberespacio.

Una de las dimensiones analíticas sobre la identidad y la virtualidad más destacadas en función de nuestro argumento central tiene que ver con las posibilidades de representación del yo. Como hemos dicho, en este cruce se parte de una condición problemática espaciotemporal que está por actualizarse y en la que la copresencialidad casi nunca ocurre. Quienes participan en un proceso de interacción virtual, aunque pueda ser sincrónico, frecuentemente se encuentran a distancia. Esto tiene profundas implicaciones en términos de los atributos identificadores planteados por Giménez (2000).

Cuando ocurre una interacción no virtual, hay una gran cantidad de rasgos personales que, de forma inmediata e inevitable, funcionan como socio-signos y que llevan a la operación automática de los patrones interpretativos/enunciativos que ya hemos mencionado. La identificación de ese otro con quien se establece un intercambio parte, en primer lugar, de variables evidentes en apariencia: edad, expresión de género, nivel socioeconómico, etc. En concordancia con la noción de comunicación orquestal de Winkin (1990), en todo acto de interacción comunicativa entran en juego una muy amplia variedad de estímulos simultáneos a partir de los cuales se genera el sentido. El yo, en tanto signo complejo (o texto, dirían algunos semiólogos), en su encuentro con el otro da lugar a una gran cantidad de indicios de lo que, al menos en apariencia, se es (Goffman, 1981).

Así, en los espacios físicos de interacción, hay límites más o menos claros a las posibles manipulaciones que es posible hacer sobre estos rasgos. Por ejemplo, una persona difícilmente puede incidir en las percepciones de los demás sobre su edad (claro, dentro de determinados rangos en función de diversas condiciones personales de vida): un niño no puede pasar por anciano o un investigador de edad madura no tiene la apariencia ni el comportamiento de un estudiante que acaba de adquirir la mayoría de edad. De igual forma, una persona de estatura reducida no se puede hacer pasar por jugador de basquetbol profesional y un cantante negro no puede pasar por alguien blanco (aunque sea el Rey del Pop). El resto de este tipo de variables presentan una serie de límites similares.

Como es obvio, incluso en los espacios físicos de interacción social puede haber lugar a la manipulación intencional de algunos de estos signos. Por ejemplo, un hombre transgénero puede lograr una expresión de género que corresponda a la de un varón. En ese caso, le serían asignados patrones culturales de interacción a partir de esta forma de presentar su yo ante los demás. Lo mismo sucede en el caso de una mujer trans, quien recibirá de inmediato todo el peso de la estructura heteropatriarcal, sin ninguna consideración a sus condiciones de nacimiento. De manera parecida, una persona de edad avanzada puede recibir un trato preferencial en un espacio público porque este ser específico está estructurado de tal forma en muchas culturas.

Esto ocurre porque en dichos espacios de copresencia hay una infinidad de canales perceptuales a la disposición de los sujetos sociales en interacción, los cuales llevan a una mutua identificación (insistimos, dentro de rangos razonables y con niveles de incertidumbre que, aunque pueden ser relativamente bajos, nunca son del todo inexistentes). Sin embargo, cuando nos encontramos ante una configuración de interacción virtual, muchas de estas posibilidades desaparecen o pueden reducirse sensiblemente. En la actualidad, basta con un número de telefonía móvil para crear una cuenta en la mayor parte de las plataformas sociodigitales sin que haya mayores verificaciones. Bajo este escenario, es posible dar lugar a representaciones identitarias en las que los signos aportados pueden diferir de los rasgos físicos reales de una persona. Aunque tal fenómeno es comúnmente nombrado como cuenta fake, en este trabajo le llamaremos perfiles no analógicos en función del sesgo valorativo que implica el primer término.

Algunos de los principales antecedentes en este sentido están dados por los trabajos de Reinghold (1996) y Turkle (1997). Con base en sus experiencias en las comunidades virtuales existentes en los servicios bbs19 y los grupos de Usenet20 disponibles durante la primera mitad de la década de 1990, ambos coincidían en señalar que, en muchas ocasiones, la construcción de la identidad virtual descansaba en un nombre de usuario (que muchas veces no revelaba ningún rasgo específico)21 y en una secuencia de interacciones. En términos de Giménez (2000) y Giddens (1997), el ser de un usuario se iba revelando a los demás a partir de las trayectorias que ya hemos mencionado, dejando ver en cada interacción una parte de su esencia ontológica. En buena medida, esto se debía a las interfaces de la época, recordemos que se trataba de una etapa previa a la invención de la www por parte de Tim Berners-Lee,22 cuando el acceso se daba a través de pantallas que sólo eran capaces de desplegar los 256 caracteres del código ASCII.23

En este contexto, Turkle (1997) señalaba que los patrones de interacción social obedecían a un conjunto de estructuras primarias24 que dejaban de lado muchos de los patrones habituales en los espacios físicos. Por ejemplo, según esta autora, la raza,25 que es una variable con un notable peso cultural en los Estados Unidos, dejaba de ser evidente en las formas de relación entre los usuarios en este tipo de plataformas, igual que el sexo o la edad. Así, al carecer de este tipo de indicios de identidad por las limitaciones de la interfaz, el otro era construido en cada enunciación, en cada mensaje y respuesta, y no de manera apriorística.

Sin embargo, la evolución en las plataformas sociodigitales poco a poco permitió que el sujeto contara con mayores recursos para su autorrepresentación. El hipertexto y la multimedialidad característicos de la www se conjuntaron con nuevas modalidades de acceso a Internet a partir de 1995, año en que la NSF26 dejó de administrar sus troncales y se comenzó a ofrecer el servicio de acceso a la red a personas ajenas a los círculos académicos. A través de isp,27 como Prodigy y CompuServe, los usuarios ya no tenían que limitarse a los identificadores que les eran asignados por un administrador de cuentas y podían empezar a utilizar sus propios nombres. Ya para la década de 2000, muchos servicios permitían el uso de una imagen asociada a un nombre de usuario. Más tarde, con el surgimiento de servicios de redes sociodigitales, como son caracterizadas por Boyd y Ellison (2007), se hizo habitual que, además de poder elegir un nombre de usuario sin prácticamente ninguna limitación o verificación, se emplearan imágenes de perfil, avatares y una más o menos amplia gama de variables que contribuyen a la representación del yo en estos espacios virtuales, como lugar y fecha de nacimiento, lugar de residencia, historial académico y laboral, entre otros datos.

Toda esta información da cuenta de lo que se es a los demás o, al menos, de lo que el sujeto dice ser. Con esta base, se han realizado una gran cantidad de trabajos sobre la construcción de la identidad en los espacios en línea —que enseguida revisaremos brevemente— a partir de posibilidades como la exploración de representaciones alternativas no analógicas y la inclusión de aspectos relacionales colectivos.

Como Rettberg (2017) plantea, la manifestación de las identidades en línea ocurre desde diversos formatos y situaciones: visuales, escritos y de datos.28 En el primer caso, evidentemente se encuentran aquellas imágenes que son elegidas para un perfil, así como selfies y fotografías en las que aparece la persona en cuestión. Sin embargo, como Yus (2018) sugiere, toda imagen que es compartida contribuye a la construcción de la identidad, en tanto signo portador de sentidos del ser. En algunos casos se ha observado que hay usuarios que ni siquiera se incluyen a sí mismos en estas imágenes, sino que utilizan fotografías de alguna persona significativa (pareja o familiar), de algún lugar, equipo deportivo o incluso de su mascota (Pérez et al., 2011; Liu et al., 2016). En todo caso, se trata de representaciones identitarias que están sujetas a patrones culturales particulares (Zhao y Jiang, 2011), por lo que pueden cambiar dependiendo de su contexto, así como de la plataforma digital de la que se trate (Zhong et al., 2017).

En esta línea destacan los hallazgos de Lindahl y Öhlund (2013), quienes encuentran que usuarios de servicios como Instagram expresan diversos grados de frustración ante el uso extendido de filtros y otras modificaciones en las imágenes de perfil, de forma que se crean representaciones que son percibidas como falsas. A pesar de que hay una mayor libertad en la representación del ser (en relación con los espacios físicos), estos autores sugieren que puede haber un impacto negativo en la imagen de quienes hacen modificaciones claramente exageradas de sí mismos. Como plantea Bell (2019), esto está relacionado con los esfuerzos que hacen algunos usuarios para mostrarse de la manera más atractiva posible de acuerdo con los valores estéticos predominantes (Gurrieri y Drenten, 2019) o, en el caso de jóvenes varones, para resaltar su masculinidad (Lyons y Gough, 2017).

En lo que refiere al segundo aspecto, en el planteamiento de Rettberg (2017) los elementos escritos que ocurren en comentarios y publicaciones corresponden a las ya mencionadas narrativas que habíamos encontrado en Giménez (2000). El tercer tipo que plantea este primer autor se refiere a los perfiles de datos que las distintas plataformas y apps generan automáticamente a partir de las acciones y asociaciones que las personas usuarias llevan a cabo.

Este último tipo de identidad ha sido abordada por autores como Hardjono y Pentland (2019) y Scheuerman et al. (2020), quienes señalan cómo los algoritmos actualmente presentes en casi todas las plataformas digitales de interacción social construyen registros que dan cuenta de quién es cada usuario, en términos de sus reacciones, comentarios, contenidos compartidos y elementos a los que les dedica mayor atención (publicaciones, videos, imágenes, anuncios, etc.). Se trata de una proyección mayormente inconsciente del yo (tras bambalinas, según Goffman, 1981) que, desde las lógicas económicas de Facebook, Twitter, TikTok, Amazon, Google y muchas otras entidades similares, permite definir patrones de consumo sumamente detallados.

Si bien esto parecería no tener mayores implicaciones en función de una representación social de la identidad, sino más bien atender a asuntos relacionados con la privacidad y el mercadeo digital, como Burkell (2016) señala, sus consecuencias inciden en la construcción de las narrativas personales como parte de la construcción identitaria y el derecho al olvido digital. Adicionalmente a lo reportado por este autor, podemos decir que el tipo de páginas y grupos que son seguidos por los usuarios se convierte en información pública, lo cual revela mucho de nosotros mismos y de nuestros intereses y aficiones. En Twitter, por ejemplo, cualquier persona que consulte nuestro perfil puede saber cuáles son las cuentas que seguimos. No es lo mismo para nuestra identidad social estar atentos a las publicaciones de políticos de derecha ultraconservadora que de centroizquierda progresista.

Facebook opera a partir de lógicas similares. Lo que desde la perspectiva de las plataformas es considerado como un factor relacional a partir del cual se sugieren nuevos contactos y se modifica el orden de lo que es mostrado en el newsfeed29 (y que en consecuencia tiene el potencial de incrementar el tiempo que se permanece en la app), desde el punto de vista de los otros usuarios, se convierte en una suerte de resumen de lo que, como ya hemos identificado desde Goffman (1981), constituye parte de la representación del ser tras bambalinas, en virtud de tratarse de manifestaciones identitarias que no necesariamente son llevadas a cabo de manera consciente sobre lo que proyectamos hacia los demás.

Otros abordajes sobre la identidad virtual tienen que ver con la manera en que se construyen los perfiles en línea. A pesar de las aparentes facilidades (Vaast, 2007) que ya hemos señalado para la creación de representaciones no analógicas, Tosun (2012) y Bullingham y Vasconcelos (2013) encuentran que la mayor parte de los usuarios tienden a hacer construcciones virtuales de sí mismos que son fundamentalmente coincidentes con sus rasgos identitarios reales. Algunas de las principales razones de esto tienen que ver con el mantenimiento y prolongación de sus redes sociales, es decir, con el conjunto de vínculos con familiares, amigos y conocidos. Cuando no es así, en ciertos casos se ha encontrado que las expresiones alternativas de la identidad virtual pueden ocurrir como una forma de exploración de aspectos como el género (Kitzie, 2019) o la raza (Nakamura, 2002), o bien, como una estrategia para la protección de personas que han pasado por situaciones de abuso (Haimson y Hoffmann, 2016) o que están en proceso de recuperación de alguna adicción (Best et al., 2018). Incluso, en algunas ocasiones este tipo de identidades son creadas con propósitos lúdicos (Page, 2014).

Otras aproximaciones al fenómeno de la construcción de perfiles con discontinuidades analógicas más bien se centran en preocupaciones sobre la seguridad en línea (Tsikerdekis y Zeadally, 2014). La identidad digital es vista desde una perspectiva en la que se habla de embaucadores y víctimas, donde los primeros pueden tener intenciones que pueden ser instrumentales (como lograr algún beneficio económico), de tipo relacional (incrementar su capital social) o identitarias (preservar su reputación en línea), como sugieren Buller y Burgoon (1996).

A partir de estas dos tendencias podemos sugerir, en primer lugar, la existencia de acercamientos académicos que parten de una postura fenomenológica, cuyos principales objetivos tienen que ver con la comprensión de este tipo de representaciones identitarias, y, por otro lado, investigaciones en las que se señala a quienes realizan esta clase de prácticas a través de términos que implican juicios de valor, incluso cuando se trata de aspectos que pudieran encontrarse dentro de ámbitos estrictamente personales, como la expresión de género. Sin embargo, es importante destacar que este asunto es ciertamente complejo en virtud de que, como Irshad y Soomro (2018) y Zou et al. (2020) han reportado, en los espacios virtuales hay agentes que, aprovechando el anonimato y las posibilidades para la construcción de representaciones identitarias no analógicas, llevan a cabo prácticas delictivas, como el acoso y el robo de identidad.

Así, nos encontramos ante una serie de tensiones entre quienes hacen representaciones alternativas como parte de sus derechos a llevar a cabo su construcción y expresión identitaria, así como también a partir de los riesgos que puede implicar para algunas personas usuarias este tipo de irrupciones. Como Haimson y Hoffmann (2016) han señalado, el fenómeno ha sido abordado de distintas maneras por quienes administran plataformas sociodigitales, a partir de acciones que no siempre logran equilibrar la seguridad en línea con el derecho de las personas a la (re)elaboración digital de sí mismas. Hay, en este caso, tensiones sistémicas que constituyen el punto de partida desde el cual, por un lado, se establecen normas y regulaciones en torno a la identidad en el ciberespacio y, por el otro, los usuarios construyen sus propias narrativas del yo.

En lo que tiene que ver con la identidad en línea y la expresión de rasgos colectivos, podemos encontrar una amplia variedad de trabajos que han estudiado algunas maneras en las que se expresa la interiorización del complejo simbólico al que hacía referencia Giménez (2000). Como ya hemos visto en Rettberg (2017) y Yus (2018), los usuarios hacen representaciones de sí mismos a partir de diversos elementos visuales y narrativos. En este sentido, se ha encontrado que este tipo de recursos suelen ser utilizados para la expresión de distintas identidades colectivas, entre las que podemos mencionar las laborales (Hallam, 2012; Kissel y Büttgen, 2015), deportivas (Monaghan, 2014), familiares (Visa, Serés y Soto, 2018) o la pertenencia a algún fandom (Courbet y Fourquet-Courbet, 2014; Andreallo, 2020), entre otras posibilidades. En mundos virtuales como Second Life se ha encontrado que los avatares suelen ser diseñados para buscar una apariencia socialmente aceptable a partir de rasgos colectivos como raza, género y sexualidad (Martey y Consalvo, 2011). En algunas ocasiones, las imágenes de perfil incluso pueden ser empleadas para sumarse a algún movimiento de concientización o protesta social (Gerbaudo, 2015; Kim, 2015, y Almmark, 2018).

Uno de los movimientos sociales que destaca en la búsqueda de antecedentes sobre la representación digital de la identidad, y que ampliaremos en el cuarto capítulo, tiene que ver con abordajes desde el género en temas como el feminismo y las identidades LGBTQ+. En relación con este primer grupo, como Crossley (2015) observa, este tipo de expresiones del ser, además de constituir una forma de movilización con altos niveles de visibilidad en línea, como en el caso de #MeToo (Kunst et al., 2019), contribuyen a la interacción con adversarios, así como a la integración de comunidades virtuales solidarias, aspecto en el que coincide con lo estudiado por Subramanian (2015) y Jackson (2018). En este sentido, Sills et al., (2016) plantean que la manifestación del feminismo como factor de identidad en línea puede dar lugar a narrativas contrahegemónicas en las que se expresen sentidos de apoyo mutuo y de oposición a tradiciones machistas.

Sin embargo, cuando en los entornos virtuales se manifiesta una identidad relacionada con el feminismo, como Dixon (2014) sugiere, aunque por un lado es posible encontrar el ya mencionado respaldo (especialmente en comunidades relativamente homogéneas), en espacios abiertos de Facebook y, sobre todo, en una red con las características de Twitter, también suelen observarse expresiones de intolerancia, acoso y troleo.30 Dicha interacción con la alteridad no necesariamente implica un diálogo constructivo, sino que en muchas ocasiones sucede más bien lo contrario. Esta forma de ataque basado en la identidad es un asunto que ha sido descrito por autores como Ortiz (2020), quien encuentra que puede manifestarse en prácticas discriminatorias desde los grupos hegemónicos31 hacia los marginalizados y que puede tener como consecuencia la modificación de las expresiones identitarias en algunas personas para evitar este tipo de situaciones.

En este mismo sentido, y a partir de las diferencias culturales en la expresión de la identidad en línea planteada por Zhao y Jiang (2011), Chang et al. (2018) encuentran que en jóvenes mujeres chinas la imagen de perfil es empleada de forma más sutil para representar un nuevo feminismo en relación con sus contrapartes occidentales. Este tipo de manifestaciones colectivas de la identidad, además, ocurre en algunos contextos geográficos en los que prevalece una profunda brecha digital de género, como es el caso de la India (Subramanian, 2015). En relación con la expresión en línea de las identidades LGBTQ+, más allá de experimentar formas de acoso similares a las observadas en torno a los colectivos feministas (Edstrom, 2016, y Nagle, 2018), autores como Fox y Ralston (2016) y Talbot et al., (2020) reportan que los espacios virtuales brindan a estos grupos información sobre estas identidades de género, aprendizajes sobre el desempeño de sus roles y la posibilidad de vincularse con sus pares, en buena medida gracias al relativo anonimato que es posible lograr, así como a las estructuras conectivas de las plataformas sociodigitales (Manduley et al., 2018).

En el caso de quienes atraviesan procesos de reelaboración y revelado de sus identidades de género, autores como McConnell et al., (2018) y Talbot et al., (2020) coinciden en señalar que estas personas negocian las distintas limitaciones estructurales implícitas en los entornos físicos y virtuales a los que pertenezcan, de forma que suelen tener lugar una manifestación fragmentada en sus expresiones del yo, en un estado de tensión entre la construcción de su propio ser y la aplicación de estrategias que reduzcan las posibilidades de ser marginados de sus espacios significativos (especialmente los laborales y núcleos familiares conservadores). Algunas de estas tácticas consisten en la creación de perfiles no analógicos y el cambio en las opciones de privacidad de sus cuentas. En todo caso, según Foster (2019), aquellas personas que se involucran en prácticas de activismo digital en torno a sus identidades de género y en favor de los derechos de sus comunidades, logran establecer articulaciones más exitosas entre las autodefiniciones de sus identidades con sus respectivas representaciones sociales.

En las referencias especializadas sobre la manifestación de la identidad en Internet, además del género, es frecuente encontrar estudios sobre la raza, especialmente en contextos donde esta dimensión cultural atraviesa prácticamente todo tipo de interacciones, como en Estados Unidos y Europa. La mayor parte de los trabajos en este sentido hablan de cómo las estructuras sociales que se manifiestan a partir de esta dimensión se trasladan al ciberespacio, de manera que es posible observar tanto discursos racistas (Keum y Miller, 2018, y Bliuc et al., 2018) como movimientos sociales, entre los que recientemente destaca #BlackLivesMatter (Rogers et al., 2020), y espacios de resignificación y reapropiación de sus diversas manifestaciones (Nakamura, 2002; Litchfield et al., 2018, y Hamilton, 2020).

Aunque en América Latina también se presenta una gran variedad de tensiones raciales, en general, su abordaje académico más bien suele hacerse desde consideraciones como el clasismo y la noción de la etnia. Esta, en términos generales, es descrita como la pertenencia a un determinado grupo con el que se comparten antecedentes históricos y culturales que brindan un sentido compartido de pertenencia, lo que permite a algunos autores eludir la ideológicamente problemática noción de raza.

De cualquier forma, en idioma español, los trabajos en esta línea son más bien escasos y no del todo recientes. En general, la mayor parte de los estudios encontrados hablan del uso de Internet por parte de diversas comunidades indígenas, que tienen como intención el fortalecimiento de su identidad colectiva (Monasterios, 2003), en aspectos como la representación de sus tradiciones, costumbres e idioma (Godoy, 2003, y Gómez, 2004), dentro de contextos de globalización e hibridación cultural (Grillo, 2006, y Zebadúa, 2011). En las referencias en inglés, el panorama es diferente. Los trabajos más actuales hablan de cómo integrantes de comunidades autóctonas se apropian de diversas tecnologías digitales para mantener sus identidades colectivas en sus procesos de migración (Titifanue et al., 2018, y Harris, 2020), así como de las tensiones que surgen al interior de diversos grupos derivadas de distintas interpretaciones sobre la descolonización de dispositivos móviles y redes sociodigitales (Showalter et al., 2019, y Wagner y Fernández-Ardèvol, 2020).

Como hemos podido observar en esta revisión del estado de la cuestión relativa a la identidad y los espacios virtuales que, por otro lado, de ninguna manera pretende ser exhaustiva, hay una serie de manifestaciones del yo que han sido estudiadas recientemente, entre las que hemos destacado aquellas que tienen que ver con el género, la raza/etnia y diversos colectivos que las personas integran. En términos de Castells (1997), muchos de estos trabajos plantean la existencia de tensiones a partir de identidades legitimadoras que frecuentemente se manifiestan de manera intolerante y discriminatoria ante identidades de resistencia y de proyecto. La manifestación de la identidad en la virtualidad, desde una perspectiva sistémica, puede ser entendida como una operación autopoiética, sobre todo en estas dos últimas instancias. Por ejemplo, la participación en grupos solidarios hacia la expresión de identidades de género distintas a las heteronormadas contribuye a que el sujeto negocie la representación de su propia identidad, a la vez que puede fortalecerla. Lo mismo en el uso que diversas comunidades indígenas realizan de las tic para preservar y proyectar al entorno destacados elementos de su identidad cultural.

En este contexto, las plataformas sociodigitales operan como espacios de interacción social, en los que la identidad se expresa, construye y redefine de manera constante. El yo digital se enfrenta a ese otro de manera múltiple y compleja, a partir de referentes que en unas ocasiones están profundamente anclados en lo físico y en otras resultan totalmente deslocalizados y asincrónicos. Como todo dispositivo sociotécnico, se trata de herramientas de comunicación estructuralmente determinadas por sus administradores y los intereses económicos y políticos que las posibilitan, a la vez que los usuarios ejercen su capacidad de agencia en la construcción de su mismidad. Lo otro, el no-yo, ubicado detrás de la pantalla emerge de muchas maneras, a veces como mero espectador mudo y anónimo y que, sin embargo, ahí está, a veces como un apoyo solidario ante una identidad compartida y, en no pocas ocasiones, como un ente del que no se reciben más que enunciaciones de otrificación, al amparo de un avatar no analógico cual máscara goffmaniana en la más oscura de sus posibilidades. Ese otro que se manifiesta de tal manera que pudiera incluso robar mi identidad, es a fin de cuentas parte de las múltiples interacciones que se establecen en los distintos procesos de distinción en los que participamos.

Con esta base, en los siguientes capítulos plantearemos un conjunto de reflexiones y discusiones específicas sobre la identidad, sus procesos y manifestaciones como acto comunicativo en los entornos virtuales. Así, en el siguiente apartado haremos una revisión desde el pensamiento filosófico de Sartre para hablar de cómo la identidad puede ser entendida en torno a los fenómenos del ser, lo cual implica una esencia ontológica desde la que todos nos manifestamos a nosotros mismos. Luego, con base en Mead, en el tercer capítulo reflexionaremos sobre la dimensión social que implica el mí mismo, que se construye en una compleja relación intersubjetiva en la que el yo y el mí participan de la reconfiguración constante del ser a partir del otro. El cuarto capítulo está dedicado a una de las dimensiones más significativas en los procesos de interacción comunicativa: el género. Como ya hemos adelantado, ante el fenómeno dado por la distinción, ubicar al otro en términos de esta dimensión implica un relevante punto de partida en la interacción social. El quinto capítulo atiende al plano de la ciudadanía, donde abordaremos esta cuestión desde una perspectiva cultural que nos llevará a plantear profundas reflexiones en torno a las manifestaciones del yo en los contextos democráticos.

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