Читать книгу Las 13 leyes - Gabriel Teran Ruiz - Страница 10
ОглавлениеEL POBLADO DEL NORTE
Sikandro estaba en su última fracción del turno de vigilancia cuando vio la estela del navío. Sus pensamientos sobre su amada Elba fueron dolorosamente sustituidos por la alerta en su mente. Él sabía que la rapidez era esencial y, raudo, raspó la lámina de sonido: un chirrido escalofriante salió de inmediato del metal y llenó el aire de todos los habitantes del pueblo, hasta el punto de que muchos sintieron cómo sus pulmones hiperventilaban en busca de aire más puro. Solo pasaron cinco décimas, pero a Sikandro le pareció una eternidad, Krull y Roma aparecieron los primeros. A lo lejos se intuían varias siluetas, había que empezar a actuar rápido. Sikandro, como estaba en su turno de vigilancia, ya tenía la coraza puesta, algunos vendrían de sus casas y también la llevarían otros que estaban realizando sus tareas. Deberían cogerlas del puesto de guardia, tal vez, no hubiera tiempo para esperar a los segundos. Así que en cuanto fueron más de diez totalmente equipados, cogieron las cuerdas y se dirigieron a la playa.
Ellos siempre llegaban de noche y había que impedir que llegaran al campo y se esparcieran por la comarca, ya que el daño podía ser enorme.
—Krull, coged a la mitad y esconderos en las rocas de la izquierda, tú, Roma, a la derecha. Yo me quedaré al frente, parece que es un solo barco y no muy grande, podremos hacerlo.
Para entonces, el velero casi triangular ya llegaba a la playa. Nada más al tocar la arena, sus ocupantes comenzaron a desembarcar atropellándose, pero de uno en uno, era imposible saber cuántos serían.
—¡Ahora! —gritó Sikandro y los atolondrados anguijanos sintieron como de ambos lados monstruos negros y sin ojos se abalanzaban sobre ellos y los inmovilizaban, pero seguían bajando y no había brazos suficientes.
A trompicones, uno logró abrirse paso, solo para encontrarse con el látigo de Sikandro que le abatía con destreza; otro más y usó la cuerda para atarlo. Mientras lo hacía, varios le habían sobrepasado y se aproximaban al fondo de la playa en busca del sendero. Al mismo tiempo, otras figuras negras se apresuraban a llegar donde ellos; algunas con la coraza sin poner totalmente. El fragor de la lucha. Rompió la oscuridad con gritos y alaridos de ambos bandos por doquier. Un anguijano enorme lanzó a Roma por los aires y corrió hacia la ladera.
—¡Que no escape! —gritó Sikandro y varios brazos intentaron detenerle sin éxito.
La nave dejó de expulsar su río de vida. Solo cuando los gritos se convirtieron en jadeos se apercibieron de la figura tendida a medio vestir entre los suyos. Cancho ya no respiraba cuando fueron a atenderlo. Una hendidura dejaba escapar un chorrito de sangre en la base del cuello, todos lo contemplaron con tristeza, pero, además, la responsabilidad hizo que la mente de Sikandro pensara: «Si hubiera visto la nave antes».
La caravana parecía un funeral, agotados y abatidos, empujaban a los anguijanos capturados, que se movían torpemente debido a sus ataduras. Cuando llegaron al poblado, decenas de antorchas lo alumbraban, sus mujeres e hijos los esperaban ávidos de noticias sobre la batalla. Al ver el cuerpo inerte que portaban, el pánico apareció en el rostro de varias mujeres que se acercaron nerviosas para luego apartarse en silencio. Solo Luna permaneció al lado del caído mientras varias manos la apoyaban desde atrás.
—¿Qué ha sucedido, Sikandro? —inquirió el viejo Coba.
—Era una noche sin lunas. Vi la nave demasiado tarde, Cancho no tendría que haber actuado sin terminar de ponerse la cubrenegra. No tuvimos tiempo de planificar nada, de hecho, uno de los anguijanos escapó. Ha sido un desastre, lo siento —contestó Sikandro, mientras balbuceaba.
—Que todos los niños entren en sus casas —dijo Coba a las mujeres—. Encerraos hasta que sea de día. Roma, Krull, ya sé que estáis cansados, pero tendréis que avisar a los otros poblados, mañana empezaremos la búsqueda, meted a los anguijanos en el recinto, podrán aguantar una noche sin agua ni comida.
Una especie de iglú de piedra les esperaba por una estrecha entrada donde solo cabían de uno en uno. Los anguijanos fueron soltados e introducidos sin resistencia; si había miedo en sus corazones, no lo mostraron; si había rabia, a nadie importaba, como si la resignación se hubiera hecho dueña de la noche.
El cuerpo de Cancho fue llevado a su cabaña de madera, donde sería velado por su mujer e hijos durante toda la noche. Algunas figuras permanecieron en la entrada, vigilantes. El resto decidió encerrarse en sus casas. Había que descansar, les esperaba un largo día. Guimel ya estaría, para entonces, en su puesto de vigilancia, no era probable que llegara otro navío porque lo habrían hecho juntos, pero tampoco imposible.