Читать книгу Las 13 leyes - Gabriel Teran Ruiz - Страница 12
ОглавлениеVARIOS LLEGAN, UNO SE VA
Antes de que los mayores llegaran al poblado, la pira funeraria ya estaba preparada. Los padres de Cancho habían sido avisados al amanecer solo para dar el último adiós al cuerpo de su hijo. La madre de Luna se acercó a la cabaña para abrazar a su hija, todos los habitantes del poblado estaban allí, algunos de otros vecinos también. Nadie se apercibió de que una nave de otro mundo colgaba del cielo a cinco mil metros de altitud.
Coba no era ni el más viejo ni el más sabio, solo el elegido para dirigir las tareas durante ese ciclo lunar, cuando el cuerpo de Cancho estuvo sobre la madera entretejida, Coba habló:
—Hoy es un día triste para todos, pues a partir de ahora cuando hablemos con Cancho, no podremos escuchar sus comentarios al respecto, no podremos oír sus bromas ni sus enseñanzas y eso es una gran pérdida. Él compartió con nosotros todo lo que había aprendido, especialmente, sus hijos: Dancho y Una son tan hábiles como él en numerosas tareas, pero nos perderemos la perfección que habría alcanzado en ellas. Ahora está al otro lado. Sabemos que cuidará de nosotros, que vigilará nuestros campos y hogares, y a cambio, permanecerá en nuestros recuerdos, en nuestras vidas cotidianas. Su familia más próxima lo llevará siempre, pero los demás hablaremos de él y con él, aceptando su silencio hasta que vayamos al otro lado y nos diga qué tal lo hemos hecho. Le honraremos disfrutando de todas las cosas que hizo, haciendo próspera esta ciudad que él ayudó a crear. Luna, Dancho, Una, todos os querremos un poco más para mitigar su falta.
Terminó diciendo a los más jóvenes:
—A mediodía, cuando las principales tareas estén concluidas, practicaremos el juego de Boo alante boo atrás que a él tanto le gustaba.
Cuando solo quedaron cenizas, uno a uno cogió un puñado con sus manos y las esparció por los lugares que a él más le gustaban. De esta forma, ocupó mar y tierra por doquier.
Todos hubieran preferido perderse por la comarca pisando los pasos de él, pero había tareas que no podían esperar. Coba, muy a su pesar, empezó por organizar la salida de los anguijanos. La primera en salir fue una hembra joven asustada y cegada por la repentina luz, con firmeza, pero sin rudeza la condujeron a una especie de pila llena de agua. Su mano extendida mostró el aguijón de unos tres centímetros de longitud que portaba en su dedo más pequeño. Por lo demás, aparte de su indumentaria sucia y raída, no se diferenciaba de la gente del poblado. Cuando una especie de cuchillo apareció ante sus ojos, no pudo evitar un alarido que ensombreció los corazones de los sianos y heló el de los anguijanos. No había tiempo para remilgos, mientras cuatro manos sujetaban su brazo, Sikandro lanzó un certero golpe que cercenó el aguijón desde su base separándolo de donde había nacido. Rápidamente, envolvieron el dedo con una gran hoja de la planta que poblaba cada rincón del lugar y la muchacha fue conducida al lugar donde varias mujeres esperaban arrancándose partes de cabello e introduciéndolos en burdas agujas de hueso pulido. Mientras ellas cosían la herida abierta de la chica, otros anguijanos fueron pasando por el mismo periplo, al final, veintitrés entre hombres y mujeres fueron introducidos en una amplia cabaña rectangular de gruesas paredes de madera y diminutas ventanas. Constaba de una sola estancia, varias literas de tres alturas que ocupaban las paredes y una gran mesa en el centro de apenas cuarenta centímetros de altura. Eran los únicos muebles en una esquina, un retrete y una pila con desagüe estaban separados por una cortina de tiras de corteza seca, el suelo era de arena de playa y el alto techo un tillado de madera cubierto con finas losas grisáceas. Por la rampa que salvaba el profundo foso que la rodeaba y que estaba enfrente de la pieza movible que servía de entrada les hicieron llegar comida, agua y utensilios de limpieza.
Poco antes de que el sol llegara a su cenit, varias figuras jóvenes de ambos sexos se habían concentrado en el centro del poblado, Coba daba las últimas instrucciones a la que inequívocamente era una partida de caza, armados con cuerdas y látigos esperaban impacientes que terminara los consejos, que por haberlos oído cien veces no escucharon ahora tampoco. Por fin, el grupo se dirigió a la playa.
Todos sabían seguir rastros, pero Una, que era especialmente hábil en ello, se erigió de manera natural en guía. Nadie osó hacer ningún comentario al respecto, ya en el acantilado, no resultó difícil seguir las únicas pisadas recientes que se adentraban tierra adentro. La ausencia de lluvia y viento habían dejado intacto un desdibujado sendero en la hierba.
Las palabras de Sikandro sacaron de su ensimismamiento a Elba, que se encontraba a su lado:
—Esta noche apenas he podido conciliar el sueño, pero cada vez que caía en un duermevela, aparecía la misma imagen: una serie de cuerdas entretejidas que eran lanzadas por unos seres similares a nosotros, pero de extraña vestimenta, hacia raros animales. Estas los cubrían y quedaban atrapados.
—Pobres animales —contestó Elba—. Debieron haberlo pasado muy mal.
—Sí —respondió él—. Intentaban zafarse y lo único que conseguían era enredar sus patas entre las cuerdas. Parecía cruel, por eso no entiendo qué hacía ese sueño en mi mente.
—Todo es por una razón —le recordó ella—, quizás Sika quería mostrarte algo y no la entendiste.
—Sí, debo de ser un estúpido, solo un estúpido habría dejado que ocurriera la catástrofe de ayer.
A Elba no se le ocurrió ningún consuelo apropiado, así que dejó que su silencio llenara el espacio.
Un sonido de ramas rotas alertó a la comitiva, Elba, que manejaba el látigo desde los cinco años, aunque quizás menos fuerte, no se sentía menos hábil que Sikandro. Pero como sabía que a él le gustaba protegerla, se colocó a su espalda rozándole con sus pechos. Al sentirlo, una energía de bravura hizo que Sikandro se hinchara a lo ancho y a lo alto, la determinación apareció en su rostro, no importaba lo grande y fuerte que fuera el anguijano, él solo podría con él sin problemas. Así de seguro se sentía, un cuerniblanco salió tímidamente de la maleza extrañado de la expectación que causaba mientras Sikandro, al igual que los demás, se desinflaba en un suspiro que liberaba la tensión acumulada.
Más adelante, asistieron con congoja al espectáculo de los restos de un corredorpinto, no había duda, el anguijano había pasado por ahí. El cadáver estaba consumido, sin vísceras y sin una gota de sangre en su cuerpo, aún estaba caliente según pudo comprobar Una, así que el fugitivo no andaría lejos.
Mientras tanto, en el poblado, varios niños se arremolinaban en torno a Coba, que protegía entre sus brazos una esponja marina envuelta en una fina cuerda que le hacía adoptar forma de bola. Ansiosos por empezar, ya habían dibujado en la tierra dos rectángulos, Coba los dividió en dos grupos, se colocaron uno en cada rectángulo y comenzó el juego. Coba lanzó la bola al medio y los pequeños saltaron en pos de ella. Cuando la bola lanzada por un bando impactaba en uno del otro sin que consiguiera agarrarla antes de tocar el suelo, el niño muerto en el juego pasaba al otro lado detrás del rectángulo del equipo contrario y seguía jugando.
Cuando le llegaba una pelota de esta forma, el equipo que teóricamente iba ganando se veía, al final, rodeado por contrarios, por tanto, los que estaban en inferioridad en el mundo visible eran apoyados por los del otro lado, con lo cual la lucha se equilibraba. Todos trataban de permanecer en el rectángulo el mayor tiempo posible, pero ser tocado no era una tragedia, pues seguían participando. El juego terminaba cuando un equipo perdía la diversidad, es decir, cuando en él solo quedaban niños o niñas, el ganador era el que conservaba, al menos, una pareja, pero el juego solo terminaría cuando los alevines de sianos fueran llamados por sus madres a la hora de la comida. Por eso, Coba delegó en otro adulto la supervisión del juego mientras se disponía a recibir noticias de los delegados de sus vecinos. En el poblado del este, Ahondra había tenido una hija y en el del oeste habían descubierto la manera de conservar el pescado por mucho tiempo empleando sal.
—Ya lo tengo —dijo Sikandro—, tejiendo una malla con los hilos bien juntos podremos ponerla sobre nuestros sembrados y así protegerlos de las aves. El sol, el aire y la lluvia pasarán, pero no los pájaros, así no comerán nuestras plantas ni nuestras semillas.
Elba, que comprendió el alcance de tal descubrimiento al instante, se alegró doblemente por las connotaciones que para su pueblo tenía y porque fuera su admirado Sikandro el que lo descubriera. Con un eufórico beso, dejó a Sikandro para hacer partícipes de inmediato a sus amigas Sundra y Gona, que se apartaron del grupo al verla llegar exultante portando noticias.
Al tiempo, escucharon los sollozos, el fornido anguijano yacía revolcándose en llanto, solo, desvinculado de su grupo y sin objetivo lloraba la pérdida de su mundo. Un aluvión de sentimientos nuevos le invadía, la contradicción le acercaba a la locura, en tal medida que se dejó hacer, recibió como una bendición que los sianos lo maniataran. La impotencia le permitía rendirse, ya no era dueño de un destino que no podía controlar.
Retornaron por el mismo camino para recoger los restos del corredorpinto que llevaron al poblado, aunque su carne era inservible, su piel sería utilizada. La partida de caza se había convertido ahora en un grupo de jóvenes que volvían a casa con resaca después de una fiesta, por todos era ya conocida la invención de Sikandro y estaban deseando llegar a su hogar para contárselo a los mayores, tal vez fuera la idea de uno, pero todos se sentían orgullosos de ella.
Fue alivio lo que primero sintieron los pobladores al ver al anguijano entre los suyos, el anguijano sintió alegría al encontrarse en la gran cabaña con sus congéneres después de pasar el ritual de anguicesión.
Casi siempre, los herbívoros heridos o viejos elegían las cercanías del poblado para pasar sus últimos días, ya que los humanos los alimentaban y cuidaban. La rica flora del planeta, unida a la falta de depredadores naturales hacía que la fauna fuera próspera y abundante, a veces, demasiado para la seguridad de los sembrados de los sianos que tenían que protegerlos con empalizadas, pero, a cambio, recibían el regalo de su carne. Los animales heridos o viejos solían morir a sus pies, pero, de todas formas, los sianos mantenían un seguimiento de ellos.
Ese día, un joven arador herido y un viejo corredor rojo habían muerto. Los responsables de este asunto en ese ciclo lunar, después de arrancarles colmillos y cornamenta, habían preparado sus pieles, apartado sus huesos y cocinado su carne. Esa noche, todos cenarían juntos, como lo hacían cada vez que el tiempo lo permitía y no existía peligro en los alrededores. Una pareja con un bebé, en tránsito hacia otra aldea, también se uniría al convite.
—Gracias Co, gracias Cre, os agradecemos nos entreguéis vuestros cuerpos para nuestro alimento —dijo Coba—, los disfrutaremos con el máximo respeto.
Todos miraron al espacio vacío que en otro tiempo ocupaba Cancho entre su familia y cuando consideraron que él ya estaba entre ellos, se lanzaron a por las viandas. El asiento de Cancho permanecería libre durante seis lunas, por si él decidía ocuparlo, después de ese tiempo, si no lo reclamaba, se entendía que estaba plenamente integrado en el otro lado.
Después de los comentarios de reconocimiento habituales, de lo sabrosa que estaba la comida, el tema principal de conversación fue el descubrimiento de Sikandro, todos hacían ya planes para fabricarlo sin demora.
Terminada la cena, un poco agobiados, Sikandro y Elba se apartaron sigilosamente en pos de intimidad, contemplando el cielo estrellado se acurrucaron uno junto al otro en un abrazo de cariño. Ella pedía mimos con sus gestos y él, haciéndose un poco el duro, la rechazaba levemente para volverla a abrazar de inmediato. Elba descubrió la nueva estrella en el cielo, era menos brillante que las demás, pero perceptible, era extraña.
—Mira —dijo Elba señalando en su dirección—, es Can viajando hacia el cielo.
Era fácil amar a estos seres, era fácil ayudar y confortar, pero sería más complicado cumplir su misión, intuyó Rangil qué podía aportarle aparte de bienes menores que ellos encontrarían con el tiempo. «Quizás protegerlos», se preguntó. «Su intención cuando imbuyó el sueño en Sikandro, era dotarles de un arma de captura a distancia que permitiera someter a los anguijanos con menor riesgo», pero, al fin y al cabo, él solo podía dar ideas, la aplicación era del libre albedrío de Sikandro. Eso y el verse descubierto le hizo tomar la decisión de dirigirse al otro hemisferio al día siguiente.
Esa noche grabó: «Hemisferio norte habitado por seres humanoides de grado nueve. Respetuosos por la naturaleza y la vida; creen en la existencia de un alma dentro de ellos y en una vida posterior; en armonía con su entorno, en un lugar que parece paradisíaco sin depredadores ni parásitos. Primitivos en su cultura, no llevan adornos ni tienen esculturas, no adoran a ningún dios, aunque parecen reconocer su existencia. No se rigen por jerarquías importantes y reparten sus quehaceres con equidad. Según he podido observar, no existen diferencias de atribuciones entre sexos y todos parecen conocer de igual modo las labores esenciales que realizar, los mayores viven apartados, aunque comparten su comida. Algunos vienen al poblado y a otros se les es llevada. No parecen tener conflictos con sus vecinos y dado su comportamiento con los que podríamos llamar invasores, dudo que existan rivalidades y mucho menos guerras en esta parte del planeta».
Después de su ritual de ejercicios, ducha y cena, programó en su mente siete horas de sueño. Estaba cansado. Ese día no se había perdido nada de lo que había sucedido, todo lo había vivido en directo, aunque las cámaras, por supuesto, grabaron todo lo que aconteció. Se había visto absorbido por la vida de estos interesantes sianos. Estaba encantado y emocionado, hasta el punto poco ético de que le hubiera gustado caminar entre ellos. De hecho, le dolía dejarlos tan pronto, pero sabía que su misión requería la observación del otro lado de este mundo y, con pena, intuía que la mayor parte de su trabajo allí se desarrollaría.
Al despertarse, esta vez, sus pensamientos se detuvieron en el recuerdo de su principal maestro, Tayiko, un oriental que no supo decirle qué le había llevado a dejar su tierra. Un día en que él le contaba su indecisión entre dos mujeres, Tayiko, como siempre, con la enigmática dialéctica propia de sus orígenes, le contestó: «No alborotes más ni tu camino ni el de los otros». Como muchas de sus enseñanzas, no lo entendió. Entonces, aunque sin mala intención, tuvo que hacerles daño a las dos y a sí mismo para aprender, pero era joven y la testosterona podía más que su bondad: una lo quería y se dejó querer, pero él pretendía a la otra.
Cuando por fin consiguió sus favores empezó a dudar, una cosa era perseguir un regalo y otra quedarte a vivir con él, sobre todo después de que lo has desenvuelto y te das cuenta de que es otra asignatura. Cuando al final reconoció los valores de la que lo quería, esta ya estaba harta de sus juegos; sus idas y venidas la habían agotado emocionalmente. Para evitar el dolor, había construido una coraza que la hacía insensible a él, por tanto, se quedó sin ambas y había revuelto su vida y la de ellas para nada. El único consuelo, las palabras de otro maestro: «Experimentar y equivocarnos es nuestra forma natural de aprender, si por temor no expresamos lo que sale de nosotros, entonces sí que estamos cometiendo un error». Desde aquel momento procuró, no siempre con éxito, no pretender, no pedir ningún deseo, que sabía él lo que era mejor.
Ya de día, no pudo evitar echar un último vistazo al poblado, para ver como una pareja de anguijanos era liberada, totalmente libres, deambulaban por el poblado sin saber qué hacer, Coba se dirigía hacia ellos.
Tenía que marcharse ahora o se pasaría otro día aquí, «no puedo permitir que sigan viendo a Cancho otra noche más, sería difícil de entender», se dijo a modo de ánimo.
Porque intuía que la mayor parte de su trabajo se realizaría allí no tenía prisa por llegar al otro hemisferio, así que su viaje fue lento. La disculpa, la observación del hábitat marino, como la tierra, el mar era rico en cantidad y en diversidad, peces y crustáceos diminutos de las costas contrastaban con los monstruosos cetáceos que pululaban por el océano, la cámara grabó con detalle la superficie y el infrarrojo, las profundidades. Serían bien recibidas estas imágenes por apasionados oceanógrafos y biólogos marinos de su planeta.
Ya en la costa, divisó lo que podía llamarse una gran ciudad en comparación con las aldeas del norte. Toda ella estaba amurallada, a sus pies una amplia y profunda bahía que se adentraba en el interior en forma de río, el tamaño diminuto de los barcos que allí anclaban contrastaba con las enormes instalaciones portuarias. No pudo evitar pensar que aquel lugar había conocido tiempos mejores, rodeando la ciudad amurallada enormes campos de alineación impecable embellecían el conjunto con toda gama de coloridos. Casi en el centro de la ciudad, en un promontorio, destacaba un edificio de altas torres que terminaban en forma piramidal, en su cumbre ondeaban largos lazos de diferentes colores. Hacia allí dirigió Rangil su haz de búsqueda.