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Capítulo 3
Mis quince, viaje de estudios y graduación
ОглавлениеEn el año 1983 cumplí mis quince, pero debido a la situación económica no tan buena en casa, lamentablemente, no tuve la posibilidad de realizar una fiesta como las que se acostumbraba en esa época, que simulaban una fiesta de casamiento. Mi mamá me organizó una reunión en casa, muy sencilla, pero con mucho amor y sacrificio. Recuerdo que mi vestido era una solera rosa con dibujos de rosas. Me la hizo una amiga de mi mamá, que en sus épocas había sido modista. La torta era una muñeca con su vestido largo en rosa, espectacular. A veces en la vida no es necesario algo grande y fastuoso para sentirse feliz.
Mis quince, abril de 1983.
Se acostumbraba que la quinceañera usara un vestido largo blanco y entrara al salón del brazo de su padre o el que escogiese, al son de su canción favorita. Recuerdo que el salón de moda en esa época se llamaba: 901. Tenía dos salones, uno arriba y otro abajo y se destacaba por tener un ascensor de vidrio, el cual subía (si la fiesta era arriba) o bajaba (si la fiesta era abajo) y es allí dentro en donde hacían su entrada triunfal. Ese momento era el que más me emocionaba y durante un tiempo me imaginé a mí misma entrando con esos vestidos blancos y del brazo de mi papá al son de una canción de Peter Gabriel, Air Supply o del mismo César Banana Pueyrredón, a quien admiro muchísimo, viendo a todas mis amistades y familia. Pero gracias a Dios se dio cuando me casé, y luego cuando festejé mis cuarenta en Rosario, en un salón rodeada de mi familia y amistades.
Por fin, llegó el año más querido por cualquier estudiante: ¡quinto, el último! Mi familia venía muy golpeada económicamente, ya que mi papá no encontraba un trabajo estable y lamentablemente no tenía la mejor de las suertes. Trabajó casi tres años con su «amigo» en su empresa hasta que un día tuvo una discusión con un empleado, pues él era el apoderado de la compañía y era visto como el malo de la película que, además, de funciones administrativas, se encargaba de la contratación y el despido de los empleados, una especie de gerente de Recursos Humanos. Luego de la discusión, ese empleado fue despedido. Y en represalia se le dio por amenazarnos, especialmente diciendo que a mi hermana y a mí nos iban a secuestrar, etc. Así que, solo recuerdo que hubo un período en que siempre nos llevaban al colegio en auto a pesar de que estábamos a tres cuadras y nos buscaban. Al final, mi papá no pudo más y renunció a la empresa de «su amigo», quien le vendió un trabajo maravilloso que finalizó en forma abrupta, en el que sería el principio de un final anunciado para mi pobre padre, ya que los años que siguieron fueron de mucha lucha y sacrificio para poder a su edad, más de cincuenta años, conseguir otro empleo en la ciudad que lo vio nacer. Recuerdo en una ocasión, llegaron tanto mi mamá como él, a emprender un pequeño negocio de verdulería en un coqueto supermercado de la ciudad por un tiempo para poder sobrevivir. Mi mamá recuerda como una clienta le dijo: «Que linda y elegante se vino vestida la verdulerita». Imagínense tener que aguantar esos comentarios estilo «bullyng», con todo lo que estaban sufriendo, que hoy en día en Estados Unidos, no son tolerados. Esas actitudes de cierta «élite de personas», que se creían muy superiores a otras, porque eran portadoras de un «apellido tradicional», vivían en mansiones o simplemente por ser miembros de un prestigioso «country club». Lamentablemente, aún existen esas personas y existirán, mientras no haya un cambio radical en la mente de las mismas. Por sobre todas las cosas, destaco la valentía de mis padres, que SIEMPRE se ganaron su sueldo dignamente y no como otros que se lo ganaban «de otras maneras».
Además de la situación económica inestable, estaba la salud muy delicada de mi abuela materna, que además de sus problemas cardíacos, sufría de diabetes y pobre circulación venosa. Ya había estado internada un par de veces, y esas cuentas médicas los dejaron a mis pobres padres, al borde del abismo. Así que mi viaje de estudios a Bariloche peligraba, porque era un gasto demasiado elevado y no quería seguir endeudándolos, aunque a sabiendas iba a ser un golpe muy duro para mí. Ya venía de tantos y del solo hecho de haber dejado todo en los Estados Unidos, pensando en un futuro mejor, en familia, etc., y que hasta ese momento solo iba de mal en peor.
El día en que mis amigas y compañeras del colegio se fueron de viaje de estudio a Bariloche, provincia de Río Negro, las fui a despedir a la terminal del bus de Rosario, ya que mi mamá insistía en que debía despedirlas a pesar de que eso me iba a dejar un vacío muy grande. Fue triste, pero no me quedé angustiada llorando y traumada. Yo sabía que, en el fondo, les hice un favor a mi familia económicamente, ya que de nada servía que me pusiera mal o rebelde, algún día sé que iré, aunque no sea de viaje de estudios.
Otro de los eventos que peligraba era mi graduación. Hacía varios meses que a mi abuela materna le habían amputado una de sus piernas a la altura de la rodilla, a causa de su insuficiencia venosa. Fue un evento funesto porque justamente el médico que tuvo que realizar esa intervención era uno de los íntimos amigos de mi padre, que salían con mi madre en pareja o venían a casa a cenar junto con otras más, y me imagino que después de eso, la relación de amistad entre ellos, ya no fue igual, por más que tuvo que ser médicamente necesario. Así que, para el día de mi graduación, mi mamá no pudo estar presente en la ceremonia religiosa y entregarme la medalla de plata que la escuela le daba a cada madre para que se la colocara a su hija, fue mi hermana mayor, Mariana, quien lo hizo. Ella se tuvo que quedar cuidando a mi abuela, porque no alcanzaba el dinero para contratar a una persona. Mi mamá la bañaba, le cambiaba sus pañales, lavaba sus sábanas en el patio con una manguera, ya que el lavarropas no era lo suficiente grande para lavar sábanas y que luego se secaran, ya que más de dos juegos para ese tipo de cama ortopédica no había.
Recuerdo que los sábados, la ayudaba a mi mamá a llevar las sábanas de la cama de mi abuela a un lavadero automático situado a dos cuadras de la casa, debido a que los artefactos que poseía mi mamá no funcionaban bien y el secarropa, en especial, como utilizaba gas en su secado, generaba un alto costo a la hora de tener que abonarlo. Primeramente, mi mamá las enjuagaba con la manguera, les quitaba las heces, las embolsaba y mi papá las llevaba en el auto y las dejaba. Cuando no estaba o no podía, recuerdo llevándolas a cuestas caminando. Un par de horas después, las retiraba ya limpias. ¡Qué trabajo para mi mamá!, que además de dormir en una camita al lado de su madre, se levantaba como a las cinco de la mañana y cocinaba tortas, galletas para afuera para así poder abonar las facturas de remedios y gastos médicos que se generaban, ya que mi papá en esa época era viajante de agroquímicos y a veces vendía y a veces no. Así que gracias a mi abuela paterna que viajó para estar para mi graduación, nos abonó las entradas de la cena y mi hermana Mariana me sacó las fotos. Siempre les estaré agradecida, pues sin la ayuda de ellas dos, no hubiese tenido una graduación. Asimismo, a la semana siguiente fue el baile o prom y también fueron todos menos mi mamá, pero Dios me ha dado una fortaleza enorme para aceptar todas estas situaciones y no quedar marcada. Y así, di por finalizado el año 1986.
Ceremonia de graduación, 1986.
Baile de graduación con mi papá, 1986.
El año 1987 me encontró estudiando Contabilidad, ya que además de ella, me llevé Matemáticas. Matemáticas la había aprobado, pero quedó Contabilidad. También andaba con los trámites de inscripción para la Facultad de Derecho, que por suerte quedaba a cuatro cuadras de casa. Fue un verano movido, pero feliz de poder en marzo comenzar la universidad. Logré conseguir un trabajo en esa fecha por dos semanas en una librería y tener mi primer sueldito.
En abril logré rendir Contabilidad y terminar definitivamente con la escuela secundaria, y por fin, obtener mi certificado analítico, ya que si pasaba de Junio, quedaba afuera de la universidad.
Logre hacerme de nuevas amistades. Lo pasaba muy bien, a pesar de que las cosas en mi casa iban más o menos en lo que se refería a la salud de mi abuela y el trabajo de mi papá. Ya la situación se estaba volviendo caótica económicamente hablando y mi padre debía encontrar una solución definitiva a su trabajo, y lo único que se miraba como viable era la de volver a los Estados Unidos a trabajar, lo que significaba vivir con mi abuela y mi tía. Así que las llamó y les planteó la situación y estuvieron de acuerdo con que él se fuera un tiempo allí. En un punto mi mamá ya no daba más del cansancio y estaba teniendo problemas en sus piernas (erisipela) de tanto estar parada cocinando para afuera, atendiendo a mi abuela, la familia, etc., y tuvo que internar a mi abuela, con toda la pena del mundo, en el geriátrico que había enfrente de casa. Como siempre mi abuela materna seguía siendo generosa, le hizo un préstamo para que pudiera pagar el geriátrico en tanto mi papá pudiera comenzar a trabajar y generar dinero y enviarlo y así ir saldando las deudas. Fue triste, pero la salud de mi mamá también estaba en peligro. Mas como sigo sosteniendo, Dios aprieta, pero no ahorca y sus tiempos siempre son perfectos.
Lamentablemente mi abuela materna falleció en octubre y a los diez días mi papá se fue a trabajar a los Estados Unidos. Una vez más la tristeza tocaba las puertas de mi casa y de mi vida. Ahora éramos tres las que teníamos que luchar solas para salir adelante. Era el primer familiar cercano que se moría. Recuerdo que se la veló en casa porque no alcanzaba el dinero para pagar una casa mortuoria y mi papá no podía seguir endeudándose.
En diciembre mi abuela paterna, como había hecho con todos sus nietos, me invitó a pasar dos meses a su casa, y de paso estar con mi papá. Yo estaba feliz. La condición era que aprobara las cuatro materias de primer año de la carrera que cursaba. Así fue, y el doce de diciembre viajé. Mis amigas del colegio me hicieron una despedida. Mi abuela me pagó un boleto en avión desde Rosario al aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires, ya que era un vuelo directo a Los Ángeles. Ella le quiso pagar el mismo boleto a mi mamá para que fuéramos juntas, pero como era su costumbre de no querer generar gastos, y dada la situación que se vivía, decidió tomarse un bus a Buenos Aires y encontrarme allí. Salió aproximadamente a las siete de la mañana desde la terminal de buses de Rosario y el vuelo mío salía en la tarde. Fueron a despedirme familiares y amigos al aeropuerto de Rosario. Yo estaba muy feliz de ir y también era bueno para despejarme de tanta tristeza por la muerte de mi otra abuela, el sufrimiento, el trabajo de ayudar a mi mamá con la limpieza de la casa, las sábanas que había que llevar a lavar, estudiar, etc. Fue un año en el que se suponía debía disfrutar de la universidad como cualquier otra persona de dieciocho años, pero a su vez sentía que el haber pasado por todas esas situaciones, me había hecho madurar de golpe. Sentía que estaba preparada para vivir sola o formar un hogar, pero también era consciente de que tenía que estudiar y tener un título para lograr esas metas.
Una vez en el aeropuerto una situación increíble me sucedió cuando fui a hacer el check in. Tenía que abonar una tasa de aeropuerto, que creo que eran dieciséis dólares. Yo viajaba sin dinero en efectivo ni tenía tarjetas de crédito, ya que, al llegar a Los Ángeles, mi papá se hacía cargo económicamente de mis gastos. Y, además, como era mi primer viaje y pensando que todo estaba pago, cuando me tocó abonarlo le avisé a mi mamá y me dijo que ella no tenía más que veinte dólares y algunos pesos argentinos, y si me los daba se quedaba sin nada, y ella se tenía que volver en bus a su casa, y necesitaba el efectivo para abonar el taxi que la llevaría a la estación de autobuses que, por cierto, quedaba como a cuarenta y cinco minutos de allí. Así que no sabíamos qué hacer. Entonces, mi mamá me dijo que me daba diez dólares y se quedaba con el resto y que debía pedir prestado seis. En eso, junto a mí había un señor. Él escuchó lo que me estaba sucediendo y no me quedó otra que pedirle a él prestado el dinero. Yo no sabía en dónde meterme, pero si no pagaba esa tasa, me quedaba sin el viaje. Fue muy atento y los pagó. Mi mamá y yo, obviamente, le dijimos que le devolveríamos el mismo, una vez que yo llegara a Los Ángeles, ya que él iba a New York. Así que le pedimos sus datos para mandarle un cheque. Cuando llegué a Los Ángeles, allí me esperaban mi abuela, tía y mi papá. ¡Una alegría enorme! Les conté lo sucedido, y al otro día mi papá le envió su cheque.
En el aeroparque con mi mamá, diciembre, 1987.
Mientras tanto, la estadía de los dos meses fue espectacular. Era la primera vez que volvía a los Estados Unidos desde ese día de agosto de 1980 en que me fui. Fue una mezcla de tristeza y alegría, pero sobre todo muy ilusionada de volver a recordar mi infancia feliz allí. Lo único que lamenté en aquel momento fue no haber tenido a mi mamá y hermana para hacerlo juntas.
Mi tía se tomó días de su trabajo y me llevó a conocer lugares nuevos. Con mi papá salía una vez que regresaba de su trabajo, y con mi abuela nos quedábamos solas todo el día y lo pasábamos divino, charlando y jugando a las cartas. La ayudaba con la casa y, hasta un día nos atrevimos a tomarnos un colectivo hacia un mall y pasar la tarde allí. Pero como todo viaje, todo tiene un comienzo y un fin, y el doce de febrero emprendí retirada, no sin antes que un temblor pequeño me diera la despedida de mi amada West Covina. ¡Qué susto! Recuerdo que había salido de la ducha y me estaba terminando de secar el cabello. En eso sentí como un estruendo, un rayo o trueno y miré hacia afuera, y vi el marco de la ventana torcido. Salí corriendo de ahí. Hasta creo que lloré un minuto de los nervios.
Año Nuevo con mi papá en California, 1988.
A mi regreso a Rosario, me esperaban mi mamá y amigos. Había sacado muchas fotos, ya que mi tía me había regalado una de sus cámaras fotográficas. Había comprado dos álbumes con una capacidad de doscientas fotos cada una. Con su máquina de escribir les hice cartelitos con los nombres de los lugares que correspondía a cada foto. Al día de hoy los sigo conservando, pero hace varios años las pude digitalizar, ante cualquier circunstancia que surgiese que pudieran perderse o deteriorarse.
En marzo de 1989, llegó mi papá a Rosario al casamiento de mi hermana Carolina. Así que mi mamá estaba contenta. Se casó solo por civil. Fue muy divertido y una vez más, ese tipo de fiestas unía mucho a la familia. Mi papá estaba muy emocionado y feliz por estar en su Rosario querida, rodeado de su familia. Pero comenzaron los roces con mi mamá, ya que él venía de estar varios meses en otro país, tener su auto, su independencia tanto económica como familiar.
Era el consentido de los tres hijos que tuvo mi abuela, dicho por mi tía, su propia hermana.
Él llegaba a la casa después de trabajar, tenía la comida servida, su ropa planchada y lavada, sin malas caras, sin hijos, sin preocupaciones, etc. En cambio, en Rosario tenía que adaptarse a los horarios y a las demandas familiares, y llegó un momento en el que mi mamá se sintió desplazada, quizás porque ella siempre se sacrificó por él y la familia y de repente sintió que él venía con otra actitud y que no le daba la atención que merecía, etc. Además, insistía constantemente en que había que ahorrar y no malgastar y mi papá, justamente, quería que saliéramos a cenar afuera, pedir take out, llevarla al cine, por tantos años de no poder hacerlo. Pero el carácter de mi mamá toda la vida fue así, una mujer fuerte, de vivir siempre de manera austera porque nunca le sobró.
Mi mamá trabajó duro desde que salió del colegio secundario en una concesionaria de automotores en Rosario. Era muy inteligente, ya que llevaba la contabilidad sin ser contadora. Su sueño siempre fue el de estudiar la carrera de escribanía, pero tenía que viajar a Santa Fe, ya que tanto abogacía como escribanía se estudiaban en la Universidad de Santa Fe. Pudo cursar un solo año y luego dejó, pues el trabajo en ese momento era la prioridad. Ojo, mi abuela también trabajaba, ya que ellas vivían en una casa enorme, a medio hora del centro de Rosario. Ella era el ama de llaves de allí y a mi mamá le permitieron que viviera con ella desde la adolescencia. Sus patrones las querían mucho a las dos y como el dueño era escribano siempre le había dicho a mi mamá, que cuando ella finalizara su escuela secundaria le gustaría que estudiara escribanía, para pasarle su registro.
Mi papá se volvió a los Estados Unidos unos días después del casamiento. Se fue muy triste, ya que dejaba a los que más quería y a su país, pero sabía que cada dólar que ganaba, era para saldar deudas y para hacer mejoras en la casa, especialmente, la cocina nueva para mi mamá. Al mes de estar allí, aparentemente tuvo una discusión con un cliente. Sufría de sobrepeso, presión alta y angina de pecho. Llegó a la casa de mi abuela y, según lo que él le contó a mi mamá, al estacionar el auto, sintió que se le dormía la parte izquierda de su cuerpo y apenas llegó a la puerta de la casa, sintió que ya no podía caminar, y su habla era como el de una persona que estuviese embriagado. De inmediato, mi tía y mi abuela llamaron al 911 y una ambulancia se lo llevó al hospital. Recuerdo ese día con claridad porque el teléfono fijo de la vecina de mi mamá, Chochi, se encontraba situado del otro lado de la pared que lindaba con el comedor de mi mamá en donde mirábamos televisión y cada vez que alguien la llamaba, escuchábamos el sonido del mismo. Todavia no poseíamos una línea telefónica. Estabamos pagando las cuotas de un famoso plan ofrecido por la compañía telefónica de la ciudad. Ese día, mi tía la llamó y le dijo lo sucedido y que debíamos ir por la noche a la casa de mi tía Ema, que vivía a seis cuadras, porque la iba a llamar más tarde, que mi papá estaba internado en el hospital, pero sin mayores detalles. El motivo del traslado a la casa de mi tía Ema era a los efectos de poder allí hablar más tranquilos y tener privacidad. Así que nos fuimos, mi hermana Jorgelina, mi mamá y yo para allá y recuerdo que, al llegar, mi tía Ema estaba en el medio de una cena con una prima segunda mía y su esposo, que justamente era cardiólogo. ¡Qué coincidencia!
Esa hora de espera se hizo eterna, encima tener que disimular ante terceros y no llorar o alterarse. No quiero ni pensar lo que se le pasaba a mi mamá por su cabeza. Ese día me dio mucha pena. Sentía tanta angustia por ella y por el futuro que se le avecinaba y la incertidumbre de no saber en qué condiciones se encontraba mi papá.
Finalmente, la fatídica llamada llegó y el parte médico era poco alentador. Había sufrido una hemiplejia o stroke de la parte izquierda de su cuerpo por un pico altísimo de presión,y como consecuencia, debía quedarse internado hasta que lograran estabilizarlo. Además, el pronóstico auguraba meses de rehabilitación y terapia, ya que prácticamente estaba inmovilizado, y apenas hablaba. Un cuadro desgarrador, pero mi mamá con una gran entereza finalizó su llamada, se despidió de los comensales y regresamos a casa caminando tranquilamente las tres. Yo hubiera salido corriendo.
Como consecuencia de este desgraciado suceso, mi mamá debía viajar para estar a su lado y sabía que no era por un mes o dos, así que comenzó con el trámite de renovación de su pasaporte y visa, mientras mi tía le mandaria el pasaje para justamente agilizar ese trámite ante la Embajada de Estados Unidos, en Buenos Aires.
Mi hermana y yo quedaríamos encargadas de la casa. No había una fecha de regreso. Entre las dos establecimos que yo me encargaría de la limpieza de la casa, pagar los impuestos, que en esa época no es como hoy que se abonan en línea. Había que presentarse físicamente a los distintos bancos y allí hacer la fila y pagar en caja, y mi hermana se encargaba de cocinar. Mi hermana estaba cursando su cuarto año de la secundaria, entonces tenía que ir a clases todos los días.
Y así, fueron pasando los meses y yo comencé con un brote de acné quístico en un lado de mi cara, que en un punto me hizo parecer un monstruo. Era de tal magnitud que en un momento salía con una gasa pegada para que no se viera. Yo igual salía con mis amigas del secundario a los bailes que organizaban las universidades. En el primero de ellos que fui, recuerdo que lo organizaba el centro de estudiantes de la Universidad de Ciencias Económicas. Laura, una de mis amigas del colegio, nos vendió las entradas a varias, entre las que fuimos, Carolina, Fernanda, y no recuerdo en este momento quiénes más. Fue una fiesta con buena música, pero no habíamos bailado en toda la noche, solo nos divertimos mirando a los demás, charlando y escuchando música. Esa noche, después del baile, se quedaban las chicas a dormir en casa, ya que la fiesta había sido en Lennon Bar, a tres cuadras de donde vivía.
De repente, ya casi finalizando la noche, vi pasar a un grupo de chicos, entre los cuales uno me miró y yo también, y se retiraron. A los dos minutos los teníamos frente a nosotras sacándonos a bailar. Yo estaba junto a Carolina y justo un rato antes ella nos dijo: «Si en esta media hora no nos saca alguien a bailar, nos vamos», así que justo se dio. Salimos las dos a bailar con ellos. Ella bailó dos canciones y se retiró. En cambio, yo seguí y resultó que esa persona con la que bailé, es hoy mi esposo. Así fue el ¡flechazo! Al finalizar la fiesta, fuimos el grupete caminando a casa junto a él que nos acompañó y quedamos en salir otro día.
Volvimos a salir unos días después, fuimos a cenar y luego regresamos a mi casa. Pasaron unos meses hasta que nos volvimos a reencontrar en otra fiesta, en el mismo lugar y organizada por la misma universidad. El año 1989 fue un año triste por lo de mi papá, pero a su vez alegre porque lo conocí, y también porque en agosto comencé a trabajar en tribunales. Esto me ayudó a poder independizarme económicamente, y a comenzar la vida de trabajadora y estudiante. Lo negativo de todo eso era que se me complicaba el poder estudiar, ya que estaba acostumbrada a cursar de mañana con mis compañeras, que nos habíamos hecho amigas desde el primer año. Ya no las volvería a ver e iba a tener que cursar en las tardes o noches. Era demasiado: la casa, pagar los impuestos, cuidar de mi perra, estudiar y trabajar. Pero siempre tuve una fuerza interior que me impulsó a no bajar los brazos, aunque hubo momentos en mi vida que los bajé, pero rápidamente los volví a subir.
En noviembre, mi mamá y mi papá regresaron. Ya habían pasado casi siete meses desde que mi mamá se había ido. Yo no sabía cómo iba a ser el reencuentro, ya que la última vez que lo había visto estaba bien de salud. El mismo fue devastador, era otra persona, delgadísimo, con un bastón y con un brazo inmóvil y su pierna izquierda con un aparato desde la rodilla hasta debajo del talón para no permitir que su pie se doblara. Un cuadro muy triste, pero según mi mamá, un cambio de ciento ochenta grados desde el día en que ella llegó y lo vio. Era una persona inmovilizada, no podía hacer nada ni caminar, etc., y en ese momento ya lo podía hacer.
Fueron días duros, especialmente a la hora de comer. Él tenía un tenedor especial para poder cortar su comida que era curvo y lo manejaba bastante bien. Pero a veces quería alcanzar algo y se le caía o movía, y ahí esos momentos se tornaban tensos. Siempre quería ayudarlo, pero a veces había que dejarlo solo para que aprendiera. Era difícil ver a un ser querido que toda la vida fue fuerte e independiente y de repente verlo tan frágil y dependiente. Pero a pesar de su discapacidad, supo salir adelante sin ninguna ayuda, manejando un auto y trabajando como vendedor en una mueblería y que, en algún momento, sus dueños fueron sus competidores directos.
Comenzó mi familia, nuevamente, a reunirse los domingos en las tardes. Era como una costumbre que nos juntáramos. Mis hermanas mayores llevaban facturas, tortas o lo que fuese para tomar el té. Mi mamá preparaba café, chocolatada, alguna torta, scones o galletas. Y así al menos charlábamos de todo, y estábamos todos con mi papá.