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2 Sobre la ideología de las redes sociales
Оглавление«Somos desconocidos a nosotros mismos; y esto tiene un buen fundamento». Friedrich Nietzsche – «En los Datos confiamos». Priconomics – «Internet fracasa en escalar con gracia». Chris Ellis – «Quiero que mi propio bot me sorprenda». – «Hay una grieta en todo. Así es como entra la luz». Leonard Cohen – «Por eso es el hombre señor de las contradicciones». Thomas Mann.
Internet ha llegado a su etapa hegemónica. Ya no es necesario investigar el potencial de los «nuevos medios» y deconstruir sus intenciones. En las últimas décadas, se creía prematuro asociar el uso intensivo de los millones de personas durante las 24 horas del día, los 7 días de la semana, a estructuras profundas como el (sub) consciente. Ahora que vivimos plenamente en los tiempos de las redes sociales, se ha vuelto pertinente hacer precisamente eso: vincular la tecnología con la psique. La gestión de una conciencia contradictoria ha superado a la ansiedad social sobre la mala fe1. Esta ha sido durante mucho tiempo la tesis de Slavoj Žižek. Ocupémonos de esta tesis, tomando en serio la afirmación cínica sobre que «ellos saben lo que hacen, pero lo hacen de todos modos» y apliquémosla a las redes sociales.
Los efectos de las revelaciones de Edward Snowden se han adentrado profundamente en nuestras rutinas diarias de navegación e intercambio. Sabemos que los sistemas de vigilancia nos observan, pero ¿quién puede decir honestamente que es consciente de ellos? Las máscaras artísticas se promocionan como escudos protectores del rostro, pero ¿quién las usa realmente? Internet puede romperse, como dice la frase (y los ingenieros de tecnologías de la información han llegado a un consenso sobre este preocupante análisis), pero esto no se puede decir de las redes sociales2. Lo mismo es cierto de la evidencia de Sherry Turkle de que los teléfonos inteligentes reducen nuestras capacidades de desarrollar empatía y disfrutar de la soledad liberada de dispositivos conectados3. ¿Cuán difícil se ha vuelto enfrentar el aburrimiento fuera de línea y simplemente detenerse en el acto espiritual de la «presencia radical»? Admitámoslo: es directamente una tortura.
«Eres lo que compartes».4 Este eslogan expresa la transformación de la unidad autónoma del yo en una entidad externa que está reproduciendo constantemente su capital social al exponer valor (datos) a otros. Seamos realistas: nos negamos a percibirnos a nosotros mismos como «esclavos de la máquina». Las plataformas actuales están raspando lo social, pero rechazamos de manera educada experimentarlo de esta manera. ¿Qué significa cuando todos estamos de acuerdo en que hay un elemento adictivo en el uso de las redes sociales de hoy en día y sin embargo ninguno de nosotros es aparentemente un adicto? ¿De verdad regresamos esporádicamente?5 ¿Qué es exactamente lo que se captura aquí? Si acaso, estamos encapsulados por la esfera social como tal, no por software, protocolos, arquitecturas de red o las demasiado infantiles interfaces.
Hipnotizados por el hechizo de lo social y guiados por las posiciones y opiniones de nuestro círculo social inmediato, estas son nuestras rutinas diarias: ver primero las historias recientes, afinar las preferencias de filtro, saltar a lo primero que no hayamos leído, actualizar nuestra vida con eventos, despejar y actualizar todo, marcar como «no ahora», guardar los enlaces para más tarde, ver la conversación completa, silenciar al ex, configurar un panel secreto, hacer una encuesta, comentar a través de un complemento social, agregar un vídeo al perfil, seleccionar una reacción (amor jaja, wow, triste o enojado), interactuar con quienes nos mencionan, realizar un seguimiento del estado cambiante de la relación de los demás, seguir a un líder de opinión clave, recibir notificaciones, crear un slideshow que enlace con nuestro avatar, volver a publicar una foto, perderse en el timeline, bloquear a amigos para que dejen de ver nuestras actualizaciones, personalizar la imagen de portada, crear algunos titulares «que deben verse», conversar con un amigo y observar que a «1.326.595 personas les gusta este tema». Las redes sociales demandan un espectáculo sin fin, y nosotros somos los artistas. Siempre activos en sesión, seguimos dando vueltas en busca de más, hasta que la aplicación #DigitalDetox nos apague o se nos convoque a entrar en terrenos diferentes.
Las redes sociales se han expandido mucho más allá de ser un «discurso» dominante. Los medios aquí no están limitados a texto e imágenes, sino que comprenden las operaciones de software, interfaces y redes, respaldadas por infraestructuras técnicas de oficinas y centros de datos, consultores y limpiadores, que trabajan íntimamente con los movimientos y hábitos de los miles de millones conectados. Abrumados por esta complejidad, los estudios de Internet han reducido su atención de las promesas, los impulsos y las críticas utópicas a «mapear» el impacto de la red. Desde las humanidades digitales a la ciencia de datos, vemos un cambio en la indagación orientada a la red, de si y por qué, qué y quién, a simplemente cómo, de una socialidad de las causas a una socialidad de los efectos de la red. Una nueva generación de investigadores humanistas se ve atraída hacia la trampa del Big Data, ocupados capturando el comportamiento del usuario al tiempo que producen un seductor atractivo visual para una audiencia hambrienta de imágenes (y viceversa).
Sin darnos cuenta, hemos llegado a la siguiente etapa, todavía sin nombre: la era hegemónica de las plataformas de redes sociales como ideología. Por supuesto, los productos y servicios suelen estar sujetos a una ideología. Hemos aprendido a «leer» la ideología en ellos. Pero ¿hasta qué punto podemos decir convincentemente que estos mismos se han convertido en ideología? Una cosa es afirmar que el CEO de Facebook Mark Zuckerberg es un ideólogo que trabaja al servicio de la inteligencia de los EE. UU. o que documenta a grupos comunitarios o políticos al usar su plataforma de maneras no anticipadas por su diseño original. Otra muy distinta es trabajar en una teoría integral de las redes sociales. Ahora es el momento crucial para que la teoría crítica recupere el territorio perdido y produzca exactamente esto: un cambio de las estadísticas cuantitativas y el «mapeo» de los efectos cualitativos más desordenados, más subjetivos, pero en conjunto más profundos: los efectos incompatibles de este ubicuo formato de lo social. Es liberador para la investigación separarse del enfoque instrumental del marketing (viral) y las relaciones públicas. Deje de complacer y promover, comience a analizar y criticar. Las tecnologías de red se están convirtiendo rápidamente en el «nuevo estado de lo normal», retirando sus operaciones y gobernanza de la vista. Tenemos que politizar la Nueva Electricidad, las utilidades privadas de nuestro siglo, antes de que desaparezcan en el fondo.
Ahora, una década después de la ola de crítica de Internet del año 2008, la fase que nos presentó a Nicolas Carr, Sherry Turkle, Jaron Lanier y Andrew Keen está llegando a su fin. La fácil oposición de utopistas californianos versus europesimistas ha sido superada por problemas planetarios más grandes, como el futuro del trabajo, el cambio climático y los contragolpes políticos. La promesa social, política y económica de Internet como una red de redes descentralizada yace en ruinas. Las alternativas a las redes sociales, introducidas durante el turbulento año de 2011, no han logrado ningún progreso en absoluto6. Además, a pesar de todas las predicciones críticas bienintencionadas, los rebaños no han migrado a pastos más verdes en otros lugares. El panorama general es uno de estancamiento en un campo definido por la dominación corporativa de un puñado de jugadores. Todos estamos atrapados en el lodo de las redes sociales, y es hora de preguntar por qué.
Comparable al estancamiento de finales de la década de 1970 en la crítica de los medios convencionales, un enfoque de economía política no será suficiente si queremos proponer estrategias viables. Necesitamos llevar la crítica de Internet más allá de la regulación normativa del comportamiento y politizar la ansiedad de los jóvenes y sus adicciones y distracciones particulares. ¿Cómo podemos basar la crítica en disciplinas tales como estudios urbanos, poscoloniales y de género y tomar el dominio digital desde esos rincones? Una posible salida podría ser una respuesta posfreudiana a la pregunta: ¿qué hay en la mente de un usuario?7 Tenemos que responder la pregunta en función de lo que realmente ofrecen las redes sociales. ¿A qué deseos apelan? ¿Por qué actualizar un perfil es un hábito tan aburrido pero extrañamente seductor? ¿Podemos desarrollar un conjunto de conceptos críticos que describan nuestra atracción compulsiva a las redes sociales sin reducirla a la retórica de la adicción?
La prominencia de la ideología como término central en los debates se ha desvanecido desde mediados de los años ochenta. El telón de fondo de la teoría de la ideología en la década de 1970 fue el espectacular pico del poder del aparato estatal (también llamado Estado del Bienestar) que se encargó de administrar el compromiso de clase de la posguerra. Si bien El final de la Ideología de Daniel Bell, proclamado en 1960, había anunciado la victoria del neoliberalismo al final de la Guerra Fría, hubo un sentimiento intuitivo de que la ideología (con i minúscula) aún no había abandonado el escenario. A pesar de los esfuerzos concertados para disminuir el papel de los intelectuales públicos y los discursos críticos, el Mundo Sin Ideas aún no estaba al alcance.
La «ideología californiana», definida en 1995 por Richard Barbrook y Andy Cameron, nos ayudó a rastrear los motores de Internet de vuelta a sus raíces en la Guerra Fría (y la cultura hippie ambivalente), al igual que el clásico de Fred Turner de 2006, De la contracultura a la cibercultura. Pero la perspectiva histórica no sirve de mucho si no puede explicar el éxito persistente de las redes sociales desde la década de 1990 y su atractivo actual. Ahora, como en la década de 1970, el papel de la ideología en la navegación por los límites de los sistemas existentes es demasiado real. Estudiar ideología es echar un vistazo más de cerca a esta vida cotidiana, aquí y ahora. Lo que sigue siendo particularmente inexplicable es la aparente paradoja entre el sujeto hiperindividualizado y la mentalidad de rebaño de lo social. ¿Qué pasa con lo social? Mejor aún, ¿qué hay de correcto en ello? La positividad social es tan residual en California como en la escena del ciberespacio italiano, donde un abrazo gramsciano de la «red social» se toma aún como una señal de que la multitud puede vencer al mainstream en su propio acto de mediación. En este sentido, los críticos, activistas y artistas italianos no son diferentes a muchos otros: hiperconscientes de todas las controversias que rodean a los servicios de Silicon Valley y, sin embargo, persistentemente positivos acerca de esa poción mágica llamada «red social».
Una función de la ideología definida por Louis Althusser es el reconocimiento, la famosa (e infame) interpelación del sujeto que es convocado. Sobre la base de esta idea, podríamos hablar del proceso de convertirse en usuario. Esta es la parte inadvertida de la saga de las redes sociales. Las plataformas se presentan como evidentes: simplemente son. Después de todo, facilitan nuestras sofisticadas vidas y todos los que cuentan están ahí. Pero antes de ingresar, todos deben crear una cuenta, completar un perfil y elegir un nombre de usuario y contraseña. Minutos más tarde, ya eres parte del juego y empiezas a compartir, crear, jugar, como si siempre hubiera sido así. El perfil es el a priori, un componente sin el que no pueden operar el perfilamiento ni la publicidad dirigida. Es a través de la puerta de entrada del perfil como nos convertimos en su sujeto.
Para Althusser, vivimos dentro de la ideología de esta manera –la fórmula se aplica en particular a las redes sociales en las que a los sujetos se les refiere como usuarios que no existen sin un perfil–. Aunque algo autoritario y hermético, el uso de la ideología como un concepto puede justificarse porque las redes sociales en sí mismas son una estructura altamente centralizada y de arriba hacia abajo. En esta era del capitalismo de plataforma, la arquitectura de las redes sociales cierra activamente las posibilidades, sin dejar espacio para que los usuarios reprogramen sus espacios de comunicación.
A pesar de todo el posmodernismo y el neoliberalismo cínico que lo ha considerado redundante, el hecho de que la ideología gobierne de nuevo no es una sorpresa (de hecho, es más notable cómo se ha producido la caída en desgracia del concepto). El principal problema es que cada vez somos menos conscientes de cómo. Además, cuando se trata de redes sociales, tenemos una «falsa conciencia iluminada» –sabemos muy bien lo que estamos haciendo cuando estamos totalmente absortos, pero lo hacemos de todos modos–. Esto incluso cuenta a un nivel meta para la popularidad de las ideas de Žižek y podría ser una de las mejores formas de explicar su éxito. Todos somos conscientes de las manipulaciones algorítmicas del newsfeed de Facebook, el efecto filtro burbuja en las aplicaciones y la presencia persuasiva de la publicidad personalizada. Atraemos actualizaciones, las 24 horas del día, los 7 días de la semana, en una economía global de interdependencias en tiempo real, donde se nos ha enseñado a leer los feeds de noticias como indicadores interpersonales de la condición planetaria. Entonces, ¿cómo necesita actualizarse Louis Althusser?8
Cuatro décadas después de la era de Althusser, no asociamos la ideología con el Estado de la misma manera que lo hicieron él y sus seguidores. Calificar a Facebook y Google como parte de la definición althusseriana de «aparato de Estado ideológico» suena extraño, cuando no exótico. En esta era de neoliberalismo tardío y populismo de derechas, la ideología se asocia con el mercado, no con el Estado, que se ha retirado a la esfera de la seguridad del mercado. Pero no lo olvidemos, fue la propia teoría de la ideología la que contribuyó a la «crisis del marxismo». Abrió las diversas cuestiones planteadas por movimientos estudiantiles, feministas y otros «nuevos movimientos sociales», agravando el estancamiento y la eventual quiebra de la Unión Soviética. El creciente interés por los medios y los «estudios culturales» hizo el resto.
Retransmitida en vivo al mundo vía satélite, la caída del Muro de Berlín en 1989 se convirtió en una noticia instantánea e inmanejable, lanzada a la circulación junto a otras historias. Ya entonces, los partidos comunistas debilitados no podían «anexarse» y contener el arco iris de la justicia y problemas de redistribución del estado social «apropiado» (o revolucionario), mucho menos sus prácticas contraculturales. Debido a esto, las tácticas de sobredeterminación en nombre de la clase trabajadora también dejaron de funcionar. Al llamado «mosaico de minorías» que rechazó la nueva normalidad se le dejó literalmente a su suerte, sin ningún marco político general, y mucho menos una estructura organizativa o incluso un antagonista. En una década, la teoría marxista como crítica ideológica había perdido el dominio de dos de sus fuerzas centrípetas definitorias: el Estado y el Partido. Como resultado, la ideología como foco principal de atención en filosofía y ciencias sociales desapareció en gran medida. Y esta ausencia se manifestó en la creencia común de que, si bien las «ideas todavía importaban», ya no podían gobernar la vida de las personas. Hoy en día, las ideas son elogiadas porque pueden moldear el futuro, pero formalizadas en reglas y normas, se creen demasiado rígidas y estáticas para gobernar nuestra vida cotidiana contradictoria y desordenada bajo el capital.
Lo que está incrustado como ortodoxia en Althusser puede actualizarse a través del ensayo de Wendy Chun de 2004 sobre el software como ideología. El trabajo de Chun, junto con Jodi Dean y otros, habló enérgicamente a los teóricos de los medios reconciliados sobre el pico de la transición neoliberal y el triunfo del software privativo. 2004 fue la época dorada de la Web 2.0, una era en la que el software se consideraba sinónimo, o incluso era confundido, con PCs y computadoras portátiles. Chun escribió entonces: «El software es un análogo funcional a la ideología. En un sentido formal, las computadoras entendidas como software y hardware son máquinas de ideología». Chun observó que el software «cumple con casi todas las definiciones formales de ideología que tenemos, desde la ideología como falsa conciencia hasta la definición de ideología de Louis Althusser como una “representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia»9. En una era de efectos microperceptivos incrustados y programación de transmisiones, la ideología no se refiere simplemente a una esfera abstracta donde se libra la batalla de ideas. En su lugar, piénselo más en términos de un sentido de encarnación spinoziano: desde las repetidas tensiones por hacer swipe hasta el síndrome de la contractura de cuello por mirar hacia abajo al móvil (el text neck) y a tener los hombros permanentemente encorvados por el síndrome del laptop.
Así que Althusser necesita adaptarse, y no solo en términos de un análisis de clase. Pero es notable cómo un marco ideológico althusseriano se adapta perfectamente al mundo de hoy. Como afirma Chun, «el software, o quizás los sistemas operativos más precisos, nos ofrecen una relación imaginaria con nuestro hardware: no representan transistores, sino computadoras de escritorio y contenedores de reciclaje. El software produce usuarios. Sin el sistema operativo (SO) no habría acceso al hardware; sin sistema operativo no hay acciones, no hay prácticas, y por lo tanto no hay usuario. Cada sistema operativo, a través de sus anuncios, interpela a un “usuario”: lo convoca y le ofrece un nombre o una imagen con el cual se puede identificar». Podríamos decir que las redes sociales realizan la misma función y son aún más poderosas. Entender las redes sociales como ideología significa observar cómo esta une a los medios, la cultura y los complejos de identidad en un desenvolvimiento cultural cada vez mayor, vinculando género, estilo de vida, moda, marcas y chismes de celebridades con noticias de la radio, la televisión, las revistas y la web, y reconociendo que todo esto está impregnado de los valores empresariales del capital de riesgo y la cultura startup, valores que llevan consigo un lado sombrío de disminución de las condiciones de vida y creciente desigualdad.
«¿Qué estás haciendo?», decía la frase original de Twitter. La pregunta marca las raíces materiales de las redes sociales. Las plataformas de medios sociales nunca han preguntado qué estás pensando (o soñando, para tal caso). Las bibliotecas del siglo XX están llenas de novelas, diarios, tiras cómicas y películas de personas que expresan lo que estaban pensando. Sin embargo, en la era de las redes sociales, parecemos confesar menos lo que pensamos. Se considera demasiado arriesgado, demasiado privado. Compartimos lo que hacemos y vemos, pero siempre de manera organizada. Compartimos juicios y opiniones, pero sin pensamientos. Nuestro Yo está simplemente demasiado ocupado para eso. Flexibles, abiertos, deportivos y sexys, estamos siempre en movimiento, siempre listos para conectarnos y expresarnos.
Con la visibilidad social 24/7, los aparatos y aplicaciones se interiorizan en el cuerpo. Esta es una transposición de lo que Marshall McLuhan llamó extensiones del hombre en una inversión de hombre. Una vez que la tecnología enmaraña nuestros sentidos y se mete bajo nuestra piel, la distancia colapsa y ya no sentimos que estamos cruzando trechos. Con Jean Baudrillard, podríamos hablar de una implosión de lo social en el dispositivo de mano, en el que se cristaliza una acumulación sin precedentes de capacidad de almacenamiento, potencia de cálculo, software y capital social. Dirigidos por nuestras autónomas puntas de los dedos, las cosas se meten en nuestra cara y se vierten en nuestros oídos. Esto es lo que Michel Serres admira tanto en la plasticidad de navegación de la generación móvil: la suavidad de sus gestos, simbolizada en la velocidad del pulgar, que pueden enviar actualizaciones en segundos, dominar la microconversación y captar el estado de ánimo de una tribu global en un instante.
Para mantenernos en el terreno francés de las referencias, las redes sociales como un aparato de «actuación activa» sexy y deportiva lo convierten en un vehículo perfecto para la literatura de la desesperación, personificada en (las políticas d)el cuerpo de Michel Houellebecq: «Nuestra civilización padece un agotamiento vital», escribe en Ampliación del campo de batalla. «En el siglo de Luis XIV, cuando el apetito por la vida era grande, la cultura oficial enfatizaba la negación de los placeres y de la carne; recordaba con insistencia que la vida mundana solo ofrece satisfacciones imperfectas, que la única fuente verdadera de felicidad está en Dios. Un discurso así no se podría tolerar ahora. Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante».10
Hay una cualidad autoevidente en las redes sociales. Al deslizar y hacer tapping en las actualizaciones, los usuarios se rodean de una ilusión que se siente natural desde el primer momento. No hay una curva de aprendizaje ni un rito de paso pronunciados, no se necesita sangre, sudor ni lágrimas para penetrar en la jerarquía social. Desde el primer día la configuración de la red nos hace sentir como en casa. Es como si Messenger, WhatsApp, WeChat y Telegram siempre hubieran existido. Pero es precisamente esta familiaridad inmediata y sin esfuerzo lo que se convierte en la principal fuente de descontento en el camino. Ya no jugamos, como en los buenos viejos tiempos de Lamda MOO o Second Life. Intuitivamente sentimos que las redes sociales son un escenario de lucha donde mostramos nuestro «experiencialismo»11, donde la jerarquía está dada, y los detalles de perfil como género, raza, edad y clase no son simplemente «datos» sino medidas decisivas en la escalera de la estratificación social.
La comunidad de redes sociales a la que nos deslizamos tan fácilmente (y que dejamos atrás en el momento en que cerramos sesión) puede abarcar un imaginario, pero no es falso. La plataforma no es un simulacro de lo social. Las redes sociales no «enmascaran» lo real. Ni su software ni su interfaz son irónicos, de múltiples capas o complejos. En este sentido, las redes sociales ya no son (o todavía no son) posmodernas. Las paradojas en el trabajo aquí no son lúdicas. Las aplicaciones no nos parecen absurdas, por no hablar de dadaístas. Son autoevidentes, funcionales, incluso algo aburridas. Lo que nos parece convincente no es la performatividad de las interfaces en sí mismas (lo que parece ser la característica de la realidad virtual, ahora en su segundo ciclo de sobreexpectación, 25 años después de su primera aparición). No, lo que nos atrae es lo social, el flujo interminable.
Las redes no son meramente lugares de competencia entre fuerzas sociales rivales. Este es un punto de vista demasiado idealizado. Si solo fuera así. Lo que falla particularmente en este punto de vista es la noción de «puesta en escena». Las plataformas no son escenarios; reúnen y sintetizan datos (multimedia), sí, pero lo que falta aquí es el elemento (curatorial) del trabajo humano. Es por eso que no hay medios en las redes sociales. Las plataformas operan debido a su software –procedimientos automatizados, algoritmos y filtros–, no a través de un gran equipo de editores y diseñadores. Su falta de empleados es su esencia, es lo que hace que los debates actuales sobre el racismo, el antisemitismo y el yihadismo en las redes sociales sean tan inútiles. Forzadas por los políticos, las plataformas de los medios sociales ahora emplean ejércitos de editores («limpiadores») para hacer el trabajo demasiado humano de monitorear y moderar, filtrando supuestas ideologías antiguas que se han negado a desaparecer (más sobre las plataformas en el capítulo 5).
Mientras que los dispositivos como los teléfonos inteligentes y las cámaras tienen una calidad fetiche (exagerada y, por tanto, en última instancia limitada), la red social no se registra con el mismo tipo de estado. El poder de las redes sociales se debe a su propia banalidad. La red se ha vuelto ecológica, comparable a la teoría de Sloterdijk de las esferas. Nos rodea como el aire. Es una Lebenswelt, una burbuja (filtro), una cúpula invisible comparable a la cosmovisión medieval y a imaginadas colonias de Marte. Todas las creencias antiguas se aplican y tienen su legitimidad, desde la cueva de Platón hasta la mónada cerrada de Leibniz. Elija una narrativa: se aplica a nuestra realidad en las redes sociales. Esto también cuenta para la perspectiva de la «ideología». La cosmología de hoy consiste en capas de aplicaciones de citas, portales de fútbol, foros de software, videojuegos y sitios de televisión como Netflix, todo ello unido a motores de búsqueda, sitios de noticias y redes sociales. Como en el caso del aire, demostrar la existencia de este entorno ubicuo será una tarea difícil. Pero una vez que la ideología revela su lado feo, la terapia funciona a través del inconsciente, las paradojas comienzan a desmoronarse y la ideología se desenreda.
De vuelta al año 2004, Wendy Chun se ocupaba del tema de las metáforas al tomar en serio al software como un nuevo tipo de realismo social: «El software y la ideología encajan perfectamente entre sí porque ambos intentan mapear los efectos materiales de lo inmaterial y postular lo inmaterial a través de señales visibles. A través de este proceso, lo inmaterial emerge como una mercancía, como algo por derecho propio». Los detalles parecen menos interesantes de tratar: «los usuarios saben muy bien que sus carpetas y escritorios no son realmente carpetas y escritorios, pero los tratan como si lo fueran, refiriéndose a ellos como carpetas y como escritorios. Esta lógica es, según Slavoj Žižek, crucial para la ideología». Vale la pena señalar que la categoría de «amigos» en Facebook se ha convertido en una metáfora similar. Seguramente podemos decir lo mismo del newsfeed de Facebook o de manejar un canal de YouTube.
Entonces, ¿qué sucederá cuando la audiencia se vuelva demasiado para lidiar con ella? Más importante que deconstruir las apariencias superficiales, en palabras de Chun, es reconocer que «la ideología persiste en las acciones de uno en lugar de en las creencias de uno. La ilusión de la ideología no existe en el nivel del conocimiento, sino en el nivel del hacer». Aquí, la retórica de la «interactividad» confunde más de lo que revela. Los usuarios negocian con interfaces, cálculos y controles. Pero estas superficies ocultan por debajo la funcionalidad, lo que significa que nunca pueden «interactuar» de manera suficientemente directa como para entender. La economía del «Me gusta» «detrás» de nuestros dispositivos inteligentes es un ejemplo de redes sociales particularmente relevante. ¿Qué sucederá cuando revelemos que nunca hemos creído en nuestros propios «Me gusta»?, ¿cuando revelemos que nunca nos gustaron en primer lugar?
Evaluemos los bots y la economía del «Me gusta» por lo que son: características clave del capitalismo de plataforma que capturan valor a espaldas de los usuarios. Las redes sociales no son una cuestión de gusto o estilo de vida como en «una elección del consumidor», son nuestro modo tecnológico de lo social. En el siglo pasado, nunca habríamos considerado escribir cartas o hacer una llamada telefónica una cuestión de gustos. Eran «técnicas culturales», flujos masivos de intercambio simbólico. Poco después de su introducción, las redes sociales se transformaron de un servicio en línea promocionado en una infraestructura esencial, apuntalando prácticas sociales equivalentes a escribir cartas, enviar telegramas y telefonear. Es precisamente en este cruce de «convertirse en infraestructura» donde (re) abrimos el archivo de la ideología.
1Una versión previa de este capítulo apareció en e-flux Journal #75, septiembre de 2016: https://www.e-flux.com/journal/75/67166/on-the-social-media-ideology/
2http://www.netimperative.com/2016/04/facebooks-context-collapse-massive-drop-personal-sharing/. Hay creciente evidencia de que las experiencias personales de primera mano ya no son compartidas por Juan y Juana Pérez. Nicolas Carr lo denomina «restauración de contexto»: «Cuando la gente empieza a apartarse de transmitir detalles íntimos sobre ellos mismos, es una señal de que están buscando reestablecer algunos límites en sus vidas sociales, reparar los muros que las redes sociales ha roto. […] Están virando su rol de actor al de productor o editor o agregador». http://www.roughtype.com/ 10 de abril del 2016.
3Sherry Turkle, Reclaiming Conversation [Reconquistando la conversación], Penguin Press, Nueva York, 2015.
4Charles Leadbeater, We-Think, Profile Books, Londres, 2008, pág. 1.
5Cuando los términos o síntomas se inflan, pierden su significado. Este también podría ser el caso de la adicción. Si sociedades enteras se vuelven adictas, el término pierde su capacidad para crear diferencias y es hora de buscar conceptos alternativos. Un concepto posible podría ser el término «pegajosidad». Julia Roberts sobre las redes sociales: «Es como una especie de algodón de azúcar: se ve muy atractiva, y no puedes resistirte a entrar allí, y luego terminas con los dedos pegajosos, y duró un instante».
6Véase el anuncio para el lanzamiento de la plataforma Unlike Us, en julio de 2011: http://networkcultures.org/unlikeus/about/.
7Una variación del popular dibujo de Freud con una mujer desnuda dentro de su cabeza titulado «¿Qué hay en la mente de un hombre?», un póster que también decoró mi dormitorio adolescente en 1976-1977.
8Una referencia al famoso ensayo de Louis Althusser Ideología y Aparatos ideológicos de Estado (Notas de Investigación), aparecido por primera vez en La Pensée 151, junio de 1970.
9Todas las citas están tomadas de Wendy Chun, On Software, or the Persistence of Visual Knowledge, Grey Room 18, MIT Press (Cambridge), Invierno de 2004, págs. 26-51.
10Michel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Anagrama, Barcelona, 1999, pág. 23.
11Término introducido por James Wallman en su libro Stuffocation, Living More With Less, Penguin Books, Londres, 2015.