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TODA LA CARNE EN EL ASADOR

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La estimulación precoz, hasta los seis años, era la única solución mágica a la que podíamos aferrarnos para que Josep evolucionase hacia la «normalidad». Por eso, cada tarde al acabar el colegio, una psicóloga venía a casa para trabajar con él entre una y dos horas. Al principio, pareció que Josep se interesaba por las propuestas que le ofrecía esa joven terapeuta. Las pompas de jabón con las que le sorprendió el día que se conocieron entusiasmaron a nuestro hijo. Las miraba feliz, prendado de la luz que se filtraba a través de ellas. Las reclamaba una tras otra, redondeando la boca en un esfuerzo colosal por conseguir soplar. Cuando le preguntabas si quería más, él respondía: máz (una de las pocas palabras que sabía repetir). Entonces, ilusionado, esperaba la siguiente pompa, disfrutaba intensamente de ella y justo en el momento en que llegaba a la altura máxima que él alcanzaba a tocar, acercaba delicadamente su mano, cerrando los ojos, confiando en que miles de pequeñas gotas de agua con jabón le mojasen el rostro. Era emocionante verle gozar con algo tan sencillo y efímero. ¿Cómo se podía ser tan feliz con tan poco?

La joven terapeuta nos pidió poder estar sentada con Josep en una mesa de su tamaño, pequeña y blanca, vacía de cualquier elemento que no fuese el libro o el juego con el que estuvieran trabajando en cada momento, a ser posible en su habitación, sin ruidos ni distracciones. Todas las peticiones nos parecieron muy razonables y absolutamente asumibles. Recuerdo como fuimos a comprar ilusionados una pequeña mesa y dos sillas, unos cuantos puzles, encajes y nuevas construcciones de madera, libros con imágenes fotográficas y palabras escritas en letra de palo; compramos incluso una caja con cincuenta tubos para hacer pompas de jabón (si aquello era lo que motivaba a Josep, era necesario aprovisionarse). Todo lo imprescindible para ayudarlo a desarrollar unas habilidades que los otros niños adquirían de forma espontánea, por imitación, pero que él, por algún motivo que desconocemos, no era capaz de desarrollar por sí solo.

Al principio, yo me llevaba a Jana a merendar o a hacer alguna actividad extraescolar, para que Josep y la psicóloga pudiesen trabajar con la máxima tranquilidad. Como imaginaba, Josep no podía aguantar tanto rato sentado en una silla, ni siquiera en su habitación. Necesitaba correr por el pasillo y airearse un poco entre puzle y puzle. De hecho, un poco bastante. Por eso era necesario que no hubiera nadie más en casa.

Pasados unos meses, decidimos que yo también me quedaría a las sesiones con Josep. La terapeuta me hizo este ofrecimiento al comprobar mi inquietud por los pocos progresos que estábamos consiguiendo. Para que viese de primera mano en qué consistía la terapia.

Intentar trabajar con él resultaba exasperante. Su cara encajando piezas era un poema. Una mezcla de pereza, aburrimiento y poca destreza difícil de igualar. Pero todo ese esfuerzo formaba parte de la tan elogiada y necesaria estimulación precoz; por tanto, era nuestra obligación continuar probándolo, aun teniendo la sensación de estar golpeando una pared imposible ni tan siquiera de resquebrajar.

¿A caso lo que estábamos intentando era como querer que un ciego distinguiera los colores a base de repetírselos millones de veces? Absurdo, ¿no?

Por todo ello, poco antes de que Josep cumpliera seis años me agobié muchísimo. Se acercaba la fecha límite y no habíamos conseguido todo aquello que supuestamente dependía de los estímulos que le hubiésemos ofrecido. Su evolución había sido muy escasa y el sentimiento de frustración enorme, especialmente en mi caso, que había invertido horas y horas al lado de especialistas, intentando conseguir que Josep hiciera puzles, señalara objetos, repitiera palabras. Aceptando hacerlo utilizando la técnica de la recompensa, como cuando adiestras a un perro. Pero nada… o prácticamente nada.

Nuestro hijo era y es un insumiso de la educación. Si percibe que estás intentando enseñarle algo, rápidamente se aleja de ti. Si puede, también físicamente. Su forma de aprender es absolutamente autodidacta, pero de esto solo te das cuenta con el tiempo.

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1 Ahora sé que tendría que haber dicho que Josep tenía un trastorno del espectro autista, pero en aquel momento yo lo desconocía todo sobre este tema. Estaba llena de prejuicios y mis únicas referencias, como las de mucha gente en ese momento, eran la película Rainman y, más recientemente, el libro El curioso incidente del perro a medianoche. Reconozco que tanto la película como el libro me habían interesado mucho, pero consideraba que no tenían nada que ver conmigo. Me equivocaba.

El hijo inesperado

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