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6. EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR
ОглавлениеEn Trumpington, no lejos de Cambridge, serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la verdad— vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las redes, fabricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuerpo. Colgado del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su faltriquera guardaba un puñal pequeño, muy bonito, que era un peligro para el que se le acercaba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro pachón, era la perfecta figura de un matasiete de mercado.
Nadie se atrevía a ponerle un solo dedo encima, pues había jurado que el que se atreviera lo pagaría muy caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y harina. Se le apodaba Fanfarrón Simkin. Tenía esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para conseguir que Simkin la aceptase había tenido que darle una importante dote. La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía gran importancia, pues, con el fin de mantener su posición de pequeño terrateniente, dijo que no tomaría esposa, a menos que ésta estuviera bien educada y fuera virgen. La mujer era orgullosa y lista como una urraca.
Era un espectáculo ver a esta pareja en domingo: él la precedía por la calle con la cabeza cubierta por una caperuza; ella le seguía, con un vestido de color rojo, que hacía juego con las medias de él. Nadie osaba llamarla o dirigírsele sin decirle «Señora», ni a piropearla por la calle, a menos que desease que Simkin le degollara con alfanje, cuchillo o daga (los celosos siempre han sido sujetos peligrosos o, por lo menos, esto es lo que pretenden que sus esposas crean). Como que su reputación no era muy clara, la mujer mantenía la gente a distancia (el agua de las acequias hace lo mismo) con altivo desdén. Creía que se le debía respeto, tanto por la familia de la que procedía como por haber sido educada en un colegio de monjas.
Esta pareja había traído al mundo una hija, que frisaba los veinte años; hijo, sólo habían tenido un arrapiezo que todavía estaba en la cuna, pues contaba seis meses. La muchacha estaba bien desarrollada y era algo llenita; tenía una nariz respingona, ojos grises, anchas nalgas, pechos empinados y redondos, y debo reconocer que su cabello era muy hermoso. Como era tan bonita, el sacerdote de la ciudad pensaba nombrarla heredera de la casa y sus tierras y ponía dificultades a que se casara, puesto que quería que hiciera un buen matrimonio con alguien que perteneciese a una digna familia de rancio abolengo. Las riquezas de la Santa Madre Iglesia debían caer en manos de alguien cuya sangre procedía de ella, por lo que él tenía intención de honrar la sangre divina, aunque para ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.
Por cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la cebada de toda la comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado King's Hall, cuyo trigo y cebada molía. Un día sucedió que su administrador cayó enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A consecuencia de ello, el molinero empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes. Hasta entonces él se había contentado con una mesurada expoliación, pero ahora era ya un ladrón a la descarada. El director se encolerizó y armó un zipizape, pero el molinero no cedió ni un ápice; profirió amenazas y negó la acusación en redondo.
Ahora bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos testarudos dispuestos a todo. Simplemente por deseo aventurero, solicitaron del director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban dispuestos a jugarse el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por la fuerza o por fraude, ni media espuerta de trigo. Al final, el director cedió y les dio permiso. Uno de ellos se llamaba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un lugar llamado Strotherl, situado muy al norte del país.
Alano cogió todas sus pertenencias y cargó un saco de grano sobre el caballo. Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al molino, echaron el saco de grano al suelo.
Alano habló en primer lugar:
—¡Ah de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?
—Bienvenido, Alano —dijo Simkin—. ¡Por mi vida! ¡Si está aquí Juan también! ¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?
—¡Vive Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no conoce leyes —dijo Juan—. «Si no tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios. Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he venido con Alano a que tritures nuestro grano para luego llevárnoslo a casa. Espero que te des prisa en despacharnos.
—Ahora mismo lo haré; confiad en mí —dijo Simkin—. Pero ¿qué haréis mientras estoy trabajando?
—Yo me situaré junto a la tolva —le replicó Alano— y miraré cómo entra el grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.
—Hazlo, Juan —repuso Alano—. Yo me pondré debajo para ver cómo la harina cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo somos tan parecidos, Juan. Soy tan mal molinero como tú.
El molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argucia: creen que nadie puede burlarles; pero, a pesar de su inteligencia y filosofia, a fe de molinero que lograré engañarles. Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les robaré al final. Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al lobo, “los que más saben no son los más listos”. Me río yo de todo lo que han aprendido en los libros.»
Cuando tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo de los estudiantes hasta que lo halló atado a un espeso arbusto detrás del molino. Se dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto el animal, caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en libertad, y dando un relincho las persiguió a campo través.
El molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo broma con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero cuando la harina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el caballo no estaba gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano, muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del director.
Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La necesidad de no quitar ojo de encima de las cosas se esfumó como por encanto.
—¿Cómo? ¿A dónde ha ido? —gritó.
La mujer del molinero entró corriendo y dijo:
—¡Ay! Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando tan deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un nudo mejor con las riendas.
—¡Ay! —exclamó Juan—. Alano, desenvaina la espada; yo haré lo mismo. Dios sabe que no valgo más que un corzo, pero, ¡vive Dios!, no se escapará a nosotros dos. ¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El diablo te lleve, Alano; eres un imbécil!
Y los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano. Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y le dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.
—Te aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes —le espetó—. Un molinero puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan leído. Déjales que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jueguen los niños! ¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!
Los pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: —¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.
En pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caballo corría tanto, que no pudieron cogerlo hasta que al anochecer lo acorralaron en una zanja.
Los pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados como el ganado bajo la lluvia. Decía Juan:
—¡Ojalá no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha robado nuestro grano, y todos nos llamarán tontos: el director, nuestros compañeros y, lo que es peor, también el molinero.
Así refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la rienda. Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no podían ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese comida y albergue a cambio de dinero.
Profirió el molinero:
—Si hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña. Ahora bien, como vosotros habéis estudiado, sabréis cómo arreglároslas para convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si el espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablando, que es como arregláis las cosas los que sois sabios.
—Oye, Simón —dijo Juan—, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto, cómo te burlas de nosotros. Pero muy bien dice el proverbio: «Un hombre solamente podrá tener una de estas dos cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre, por favor, acógenos y danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes cazar un halcón con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para gastar.
El molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con sábanas y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio lecho.
Allí cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún otro más en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebieron toda la cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se acostaron.
El molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir los colores, sino más bien estaba pálido; le sacudía el hipo y hablaba por la nariz como si tuviera asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mujer; ella estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La cuna estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando hubieron terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, seguida de Alano y Juan. No quedó ni una gota de vino, y no tuvieron necesidad de ninguna poción para dormir. El molinero la había cogido de órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía, dando ruidosos graznidos después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en el coro, metiendo más ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro de distancia. Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.
Después de escuchar esta sonora melodía, Alano dio un codazo a Juan y le dijo:
—¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejantes? ¡Vaya concierto! Así les dé sarna. Es la cosa más horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en peor. Ya veo que no pegaré ojo en lo que queda de noche; pero no importa, todo será para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley nos permite alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre es perjudicado de alguna forma, debe ser compensado de otra. No hay quien niegue que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea que no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación. ¡Por Dios que va a ser así!
—Mira lo que haces, Alano —repuso Juan—. Ese molinero es un tipo de cuidado, y si despierta de repente, puede darnos un disgusto.
—Una pulga me da mas miedo que él —repuso Alano, quien se levantó y se deslizó hasta donde se hallaba la chica, que estaba profundamente dormida panza arriba, pero cuando lo vio, estaba tan cerca que era ya tarde para gritar. En otras palabras, que pronto llegaron a un acuerdo. Pero dejemos a Alano divirtiéndose y hablemos de Juan.
Juan se quedó donde estaba unos cuantos minutos y empezó a lamentarse.
—¡No le veo la diversión! —se dijo—. Solamente puedo decir que me han tomado el pelo a fondo sin que, como mi compañero, obtenga algo a cambio. El, por lo menos, tiene a la hija del molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido bien, mientras yo sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente esta aventura algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a tomar fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.
Por lo que se levantó y, sin hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y sigilosamente la llevó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la oscuridad buscó a tientas aquí y allá, pero no la pudo localizar. «¡Dios mío! —pensó—. Por poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja, pues me habría encontrado con un buen lío.»
Y siguió buscando hasta que localizó la cuna.
Entonces siguió tocando los objetos con las manos a tientas hasta que encontró la cama, pensando que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se quedó quieta y se hubiese dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer. Ésta pasó el mejor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan ricamente hasta bien avanzado el alba.
Por la mañana, Alano empezó a cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:
Adiós, dulce Molly; ya llega el día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida, que mientras viva y respire seré tu hombre, dondequiera que esté.
—Entonces ve, cariño, y adiós —dijo ella—; pero te diré una cosa antes de irte: cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis un pastel hecho con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi padre a robar. ¡Que Dios te bendiga y te proteja, cariño!
Y al decir esto casi se puso a llorar.
Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo antes de que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios mío, sí que estoy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta noche, y por esto no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de ruta. Aquí duermen el molinero y su mujer.»
Así quiso el diablo que el estudiante se metiera en la cama en la que dormía el molinero. Pensando que se metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:
—Tú, Juan, imbécil, despierta, por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he jodido a la hija del molinero tres veces, mientras tú has estado aquí hecho un flan, temblando de frío.
—¿Qué has hecho, bandido? —gritó el molinero—. ¡Por Dios que voy a matarte, mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atreves a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan noble?
Y agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo como dos cerdos en la pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se atizaron de lo lindo hasta que el molinero tropezó con una piedra y cayó de espaldas sobre su mujer, que no se había enterado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó sobresaltándola.
—¡Socorro, Santa Cruz de Bromeholme!-exclamó—. A tus manos me encomiendo, señor. ¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi cabeza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.
Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la pareja que estaba luchando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.
—¡Socorro, me han matado!
Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron tendido en el suelo. Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.
De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que apoquinar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y acabó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendiga a todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR