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2. EL CUENTO DEL CABALLERO

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Índice

Nos cuentan viejas leyendas que había una vez un duque llamado Teseo, dueño y señor de Atenas. No existía por entonces conquistador más poderoso bajo el sol. Había conquistado muchos reinos de inigualable riqueza y, por su caudillaje y valor caballeresco, incluso el país de las Amazonas, que por aquel entonces se llamaba Escitia, y se había casado con Hipólita, su reina. Se la llevó a vivir con él a su propio país, con la mayor pompa y esplendor, junto con Emilia, la hermana menor de aquélla. Y aquí dejo a este noble duque y a sus huestes armadas cabalgando victoriosamente y al son de la música hacia Atenas.

Si no resultara demasiado largo de narrar, describiría pormenorizadamente cómo fue vencido por Teseo y sus caballeros el país de las Amazonas y, muy especialmente, la enconada batalla que sostuvieron los atenienses con ellas; cómo Hipólita, la feroz y hermosa reina de Escitia, fue asediada; la fiesta que se celebró cuando su boda y la gran tormenta que les sobrevino en la travesía hacia su patria. Pero, de momento, debo omitir estos detalles, pues Dios sabe muy bien que tengo un gran campo que arar y que dispongo de débiles bueyes para tal menester. El resto de mi relato es bastante largo, y no quiero robar el tiempo a los demás. Que cada uno relate su cuento cuando le corresponda, y veremos quién gana el banquete. Voy, pues, a reanudar mi narración donde la dejé.

El duque del que iba hablando estaba ya en las inmediaciones de la ciudad cuando, en medio de su alegría y triunfo, observó por el rabillo del ojo a un grupo de mujeres vestidas de negro, arrodilladas de dos en dos, en hilera, a lo largo del camino. Sus lloros y lamentos eran tales que jamás criatura viviente alguna había oído algo semejante; no cesaron en sus gemidos hasta que consiguieron agarrar la brida y la rienda de su caballo.

—¿Quiénes sois que así turbáis mi regreso al hogar y la alegría general con vuestras lamentaciones? preguntó Teseo. ¿Por qué os quejáis y lamentáis así? ¿Acaso os molesta que reciba estos honores? ¿0 es que alguien os ha insultado u ofendido? Decidme qué es lo que debo enderezar y por qué razón vais así vestidas de negro.

Casi a punto de desmayo, con un semblante pálido como la muerte que partía el corazón, la dama de más edad empezó a hablar:

—Mi señor, a quien la diosa Fortuna ha concedido la victoria y todos los honores dignos de un conquistador, no nos molestan ni vuestros laureles ni vuestro triunfo, sino que os pedimos ayuda y gracia. ¡Tened piedad de nuestra pena y de nuestro infortunio! Que de la nobleza de vuestro corazón caiga al menos una gota de piedad sobre nosotras, pobres mujeres, pues, mi señor, no hay ninguna de nosotras que, en el pasado, no haya sido duquesa o reina. Pero ahora, como podéis ver, somos las más infelices de las mujeres, gracias a la rueda traicionera de la diosa Fortuna que hace que los asuntos no nos sean propicios. Creednos, mi señor: hemos estado aguardando vuestra llegada en el templo de la diosa de la Piedad durante dos semanas enteras. Ahora, señor, ¡ayudadnos, ya que podéis hacerlo!

»Yo, que lloro aquí mi desgracia, fui en el pasado la esposa del rey Capaneo, el que sucumbió en Tebas. ¡Maldito sea aquel infausto día! Todas las que aquí sollozamos, vestidas de negro, perdimos a nuestros esposos durante el asedio de la ciudad. ¡Ay de nosotras! En este preciso momento, el anciano Creón, ahora señor de Tebas, lleno de cólera e iniquidad está deshonrando sus cadáveres: con desprecio tiránico ha hecho amontonar los cuerpos degollados de nuestros esposos y no quiere ni oír hablar de quemarlos o de darles sepultura, sino que, lleno de desprecio, los arroja a los perros para que los devoren.

Al decir esto cayeron de bruces, gritando lastimosamente: —Tened compasión de nosotras, infortunadas mujeres, y dejad que nuestro dolor penetre en vuestro corazón. Cuando el duque les oyó hablar, de un salto se apeó del caballo, con el corazón lleno de compasión al ver la desgracia y abandono de aquellas mujeres que habían tenido tan alto rango. Sintió tan intensa piedad, que parecía que el corazón le iba a estallar. Levantó con sus brazos a cada una de ellas y trató de infundirles ánimo, jurando por su condición de caballero que utilizaría todo su poder en vengarlas del tirano, hasta que toda Grecia conociera la forma en que Teseo iba a dar a Creón la muerte a que se había hecho acreedor. Entonces, desplegó de inmediato su estandarte para congregar a sus hombres y se dirigió contra Tebas con todo su ejército. Ni siquiera media jornada se acercó a Atenas para descansar, sino que aquella noche pernoctó en el camino que conducía a Tebas. Envió a la reina Hipólita y a su joven y encantadora hermana Emilia a la ciudad de Atenas para que permanecieran allí mientras él seguía cabalgando. ¿Qué más puedo decir?

La roja imagen de Marte con su lanza y escudo resaltaba su gran estandarte blanco hasta que su reflejo brilló en todos los puntos de los campos que atravesó, junto al estandarte llevaba un pendón de oro, bordado con la figura del Minotauro, que había conquistado en Creta. De esta guisa el duque conquistador cabalgó con sus huestes —la flor de la caballería— hasta llegar a Tebas, donde se desplegaron en perfecto orden de batalla.

Para abreviar el relato: luchó con Creón, el rey de Tebas, y le mató en noble combate, como corresponde a un valiente caballero. Entonces, tras derrotar a los hombres de Creón, asaltó la ciudad, derribando murallas, vigas y puntales. Luego, Teseo restituyó a las mujeres los cadáveres de sus esposos para que recibieran sepultura siguiendo los ritos funerarios de costumbre. Tardaría demasiado en describir el griterío de las mujeres como expresión de su dolor cuando fueron incinerados los restos de sus esposos o en relatar la solemne ceremonia con que el noble conquistador de Teseo las obsequió en su despedida, pues quiero que mi cuento sea lo más breve posible.

Tras haber matado a Creón, tomado Tebas y dispuesto de todo el reino a su antojo, el noble duque Teseo pemoctó en el campamento al aire libre. A continuación dispuso del país a su gusto; los saqueadores se dedicaron al pillaje de los cadáveres, despojándolos de armas y ropajes. Sucedió que entre los cuerpos amontonados encontraron a dos jóvenes caballeros, que yacían uno al lado del otro y que iban vestidos con el mismo escudo de armas. Sus armaduras, ricamente elaboradas, estaban perforadas por varios golpes mortales. Uno de los caballeros se llamaba Arcite; el otro, Palamón. Aunque estaban medio vivos o medio muertos, como queráis, los heraldos los reconocieron, sobre todo por su equipo y sus escudos de armas, como primos y miembros, a su vez, de la real casa de Tebas. Los saqueadores los apartaron del montón de cadáveres y los transportaron con todo cuidado a la tienda de Teseo, quien, rechazando cualquier clase de rescate, los envió inmediatamente a Atenas condenados a cadena perpetua. Después de dictar estas disposiciones, el noble duque y su ejército se dirigieron directamente a casa, coronados con los laureles conquistados allí, y, no hace falta decirlo, vivió honrado y alegre el resto de sus días.

Mientras, Palamón y su amigo Arcite permanecían encerrados para siempre en un torreón, sufriendo pena y oprobio. Con ninguna cantidad de oro podría comprarse su libertad.

Así transcurrían los días y los años. Una mañana del mes de mayo ocurrió que Emilia —más hermosa que un lirio en su tallo verde y más lozana que el mes de mayo en su florido esplendor, pues su tez competía ventajosamente con las rosas— se había levantado y vestido antes de romper el alba como solía hacer a menudo.

Las noches de mayo no son propicias para el sueño. En esta época del año los corazones nobles se agitan y salen a su conjuro de su sopor:

—¡Levántate y rinde homenaje a la primavera!

Esto hizo recordar a Emilia que debía rendirse a los encantos del mes de mayo y se levantó de la cama. Imagináosla vestida con ropajes nuevos, con su cabello de un dorado rubio cayéndole por la espalda en forma de trenza de casi una yarda de longitud, vagando sin rumbo por el jardín al amanecer para recoger flores blancas y rojas y tejer con ellas una guirnalda para su cabeza y cantando con voz celestial como la de un ángel.

Un torreón enorme, de gruesos y recios muros, en el que estaban encarcelados los dos caballeros protagonistas de mi relato, constituía la mazmorra más importante del castillo y tenía una pared común con el muro que rodeaba el jardín en el que Emilia se estaba solazando. El sol brillaba aquella mañana con todo su esplendor y el pobre cautivo Palamón se había levantado como de costumbre. Por condescendencia de su carcelero paseaba por una habitación elevada desde la que podía contemplarse la bella perspectiva de la ciudad y también el verdoso jardín por el que Emilia, tan radiante y lozana, se estaba paseando. Mientras, el cautivo Palamón andaba tristemente de un extremo a otro del aposento, compadeciéndose de sí mismo y lamentándose en voz alta con cierta frecuencia: «¡Ay de mí! ¿Por qué habré nacido?» Fuera por casualidad o porque el destino lo había dispuesto así, su mirada se posó en Emilia, a través de una ventana fuertemente protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos como si fueran estacas de madera. Al verla retrocedió dando un grito que le brotó de lo más profundo de su corazón. Al percibir el ruido, Arcite se puso en pie y preguntó:

—¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esta mortal palidez? ¿Por qué has gritado? ¿Qué te ha alterado de esta forma? ¡Por el amor de Dios!, resígnate con nuestro encierro. No tienes otra alternativa. Estas penalidades son el designio de la diosa Fortuna; alguna disposición maligna de Saturno y de las constelaciones lo permite, a pesar de todo lo que podamos hacer. Estaba ya escrito en las estrellas cuando nacimos; por duro que sea, debemos aceptar nuestro destino. Palamón replicó:

—Verdaderamente, primo, estás muy equivocado. No fue esta cárcel la que me ha hecho gritar, sino porque mi ojo ha sido herido por una saeta que me ha llegado al corazón y me temo que resulte mortal. La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi dolor. No puedo asegurar si se trata de una diosa o de una mujer, pero creo que se trata de la propia Venus.

Entonces cayó de rodillas y dijo:

Venus, si es tu voluntad manifestarte en este jardín a una criatura tan apenada y desgraciada como yo, ayúdanos a escapar de esta cárcel; sin embargo, si mi destino está irrevocablemente escrito y debo morir en cautividad, ten piedad de esta noble sangre humillada por la tiranía.

Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arcite divisaron también a la dama que paseaba por el jardín. Quedó tan conmovido ante su belleza, que si Palamón había resultado herido, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado. Con tristeza dijo: —La lozana belleza de esa muchacha que pasea por ahí me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no llego a obtener su piedad y su favor para que, al menos, pueda verla, seré hombre muerto. Es todo lo que puedo decir.

Cuando Palamón oyó estas palabras, replicó secamente: —¿Dices esto en broma o en serio?

—En serio y de buena fe —repuso Arcite—. Dios es testigo de que no estoy de humor para chanzas.

Palamón frunció el ceño y contestó:

—No te honraría mucho serme desleal o traicionarme, si consideras que no solamente soy tu primo, sino tu hermano por juramento. Estamos unidos mutuamente por las más solemnes promesas hasta que la muerte nos separe. Ni tan sólo la muerte por tortura debe permitir que uno de nosotros estorbe al otro en cuestiones de amor o de cualquier otra naturaleza. Al revés. Tú, mi querido hermano, debes acudir en mi ayuda fielmente, de la misma forma en que yo debo acudir en la tuya. Esta fue la promesa que nos juramos, y sé perfectamente que no te atreverás a negarlo. Por esta razón yo confié completamente en ti; pero ahora tú estás tratando traicioneramente de amar a la dama que deberé querer y servir siempre hasta que mi corazón deje de latir. No, tú no lo harás, falaz Arcite, ¡te aseguro que no lo harás! Yo fui el primero en amarla; te comuniqué lo que me pasaba porque, como te dije, tú eres el confidente de mis secretos. Mi hermano por juramento dio su palabra de acudir a ayudarme y, por tanto, está obligado, en su calidad de caballero, a prestarme toda la ayuda que requiera. En otro caso te llamaré perjuro.

Arcite le reconvino desdeñosamente:

—Tú eres, más que yo, el que mayor probabilidad tiene de cometer perjurio. Tú si que has faltado a tu promesa, te lo digo francamente. Yo la amé con verdadera pasión antes que tú. ¿Qué dices a eso? Hasta ahora no sabías aún si era mujer o diosa. Tu amor es un efecto espiritual, mientras que el mío es el amor de un ser humano; por eso te he contado lo que me ha sucedido, como primo mío y hermano por juramento.

»Demos por supuesto, dentro de esta discusión, que tú la amas en primer lugar. ¿No has oído jamás el viejo adagio que dice: "¿Quién puede imponer la ley a un amante?”. Por mi alma te aseguro que el amor es una ley más poderosa que cualquier otra decretada por hombres mortales. Por consiguiente, todas las leyes hechas por los hombres y mandatos parecidos son quebrantados cada día por motivos de amor por todo tipo de gente. Un hombre ama contra toda razón.

Aunque tuviera que costarle la vida no tiene escapatoria, tanto si ella es doncella, viuda o esposa. De todas formas, es muy dificil que uno de los dos conquistemos sus favores, puesto que, como muy bien sabes, estamos condenados a prisión perpetua y no existe rescate que pueda redimimos.

»Estamos peleando como aquellos dos perros que lucharon todo el día por un hueso y no lo consiguieron; mientras ellos reñían, llegó un gavilán y se lo llevó delante de sus propias narices. Por ello, hermano mío, como en la alta política, que cada uno luche por sí mismo. Esto es todo lo que se puede hacer. Ámala si quieres, pero yo la amo y siempre la amaré. Querido hermano, cada uno de nosotros debe soportar estas cadenas y aceptar su suerte. Eso es todo.

Si tuviera tiempo describiría con todo detalle su larga y enconada pelea, pero para abreviar os diré que, al final, un noble duque llamado Peroteo, que había sido amigo del duque Teseo desde que eran niños, llegó un día a Atenas. Solía hacer esto para tomarse unas vacaciones y visitar a su antiguo compañero de juegos. No había nadie a quien quisiera más en este mundo, y Teseo, en justa correspondencia, lo apreciaba con la misma intensidad y ternura. Tan grande era el aprecio mutuo que se tenían, que los ancianos escribas refieren que cuando uno de ellos murió, su amigo fue y le bajó a buscar a los infiernos. Pero ésa es otra historia.

El duque Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues durante muchos años le había tratado en Tebas. Después de mucho insistir, a instancias de Peroteo, el duque Teseo dejó salir a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno y con libertad de ir a donde quisiera bajo la siguiente condición.

En términos sencillos, el convenio entre Teseo y Árcite fue éste: si Arcite era cogido vivo a cualquier hora del día o de la noche en los dominios de Teseo, sería decapitado; no tenía otra alternativa que despedirse y, sin dilación, volver a su patria. Era conveniente que no olvidase: el precio era su cabeza.

¡Qué angustia sufrió entonces Arcite! Sintió a la muerte penetrar en su corazón; lloró y se lamentó y lanzó quejidos lastimeros, esperando secretamente una oportunidad para suicidarse.

—¡Ay del día en que nací! —gritaba—, pues ahora mi cárcel es más dura que antes. Estoy eternamente condenado a vivir, y no en el purgatorio, sino en el infierno. ¡Ay de mí! ¿Por qué conocí a Peroteo? De lo contrario habría permanecido con Teseo, encadenado en su cárcel para siempre. Entonces hubiera vivido en la felicidad en vez de la desesperación. El simple hecho de ver a la mujer que adoro habría sido más que suficiente para mí, aunque nunca conquistase su cariño. Querido primo Palamón —prosiguió—, en este caso saliste ganando. ¡Con qué felicidad sigues en la cárcel! ¿Qué digo? ¿Cárcel? ¡Paraíso!

»La diosa Fortuna ha cargado los dados en tu favor: tú disfrutas de la presencia de Emilia, yo sufro su ausencia. Y es posible (pues tú estás cerca de ella y eres un caballero valiente lleno de recursos) que tú, por casualidad —pues la Fortuna es veleidosa—, más tarde o temprano alcances lo que deseas. En cuanto a mí, exiliado y desprovisto de toda esperanza, me hallo en tal estado de desesperación, que ni la tierra, ni el fuego, ni el agua, ni el aire, ni criatura alguna hecha de estos elementos puede proporcionarme consuelo o remedio. Bien puedo perecer de desesperación y tristeza. ¡Adiós vida, alegría y felicidad!

»¡Ay! ¿Por qué la gente, en general, se queja de lo que disponen Dios o la Fortuna, quienes con frecuencia y de tan diverso modo arreglan los acontecimientos mejor de lo que ellos mismos podrían imaginar? Uno tiene riquezas, que pueden causar su muerte o pérdida de la salud; otro es liberado de la cárcel, sólo para perecer bajo el cuchillo de sus criados al llegar a casa. Infinitas calamidades provienen de esta forma de proceder: no sabemos qué es lo que pedimos en oración a los dioses aquí abajo. Nos comportamos como un hombre borracho como una cuba: sabe perfectamente que tiene un hogar al que dirigirse, pero desconoce dónde se halla. Y el hombre bebido camina por senda resbaladiza. Así es como nosotros andamos por el mundo, en busca desesperada de la felicidad, pero, generalmente, donde no se encuentra. Esto es cierto para todos nosotros, pero muy particularmente para mí. Yo que tenía la idea de que si lograba escapar de la prisión mi felicidad y bienestar estarían asegurados, ahora me encuentro en el exilio y sin reposo para mi espíritu. Si no puedo verte, Emilia, no soy mejor que un cadáver viviente; no hay solución.

Cuando Palamón comprobó que Arcite se había marchado, dio tales gritos que la gran torre vibró con sus voces descompasadas. Los grilletes que cercaban sus hinchados tobillos quedaron humedecidos por sus saladas y amargas lágrimas.

—¡Oh primo Arcite! —exclamó—, Dios sabe que has salido el mejor librado en nuestra pelea. Ahora puedes andar a tus anchas por Tebas sin pensar en mi desgracia. Siendo un hombre astuto y decidido, tienes ocasión de reunir nuestras gentes y declarar contra Atenas una guerra tan feroz, que mediante un ataque osado o algún tratado consigas a Emilia por dama y esposa —por quien yo debo perecer aquí. Comparando nuestras posibilidades, tu situación es muy superior a la mía, pues aquí estoy muriendo enjaulado. Tú eres un príncipe que ya no está en prisión, sino en libertad. Pero yo tengo que llorar y lamentar toda mi vida la desgracia que acarrea el estar encarcelado, más las punzadas de dolor que provoca en mí el amor, lo que duplica mi tormento y mi pena.

Entonces se encendió en su pecho la llama de los celos y agarró su corazón con tal fuerza, que el color de su piel adoptó el del boj o el de las cenizas de un fuego apagado, y gritó:

—¡Oh, vosotros, dioses crueles que gobernáis el mundo, sometiéndolo con vuestras leyes implacables y escribiendo vuestras decisiones y decretos eternos en tablas diamantinas!, ¿cómo puede preocuparos más la humanidad que las ovejas de un redil? Pues el hombre muere igual que cualquier otro animal y, a menudo, sufre arrestos y cárcel o padece pestes y adversidades sin culpa alguna. ¿Qué designio figura en vuestra presciencia al atormentar al inocente y al que carece de toda culpa? Y lo que acrecienta toda esta penitencia es que el hombre se ve obligado a caminar según las leyes de Dios y debe reprimir sus deseos, mientras que una bestia es libre de hacer lo que le parece; una vez muerto, no se siente dolor; sin embargo, después de la muerte el hombre debe llorar y sufrir aunque haya padecido mucho en este mundo. No hay duda de que, como están las cosas, se debe dejar a los teólogos que proporcionen la respuesta; pero de una cosa estoy seguro: que aquí en la tierra hay muchos padecimientos.»¡Ay!, veo a una víbora, a un ladrón que ha hecho daño a muchos hombres buenos, quedar libre para ir a donde le plazca, mientras yo tengo que languidecer en prisión porque Saturno y Juno en su furor celoso han destruido por completo la mejor sangre de Tebas, cuyas espesas murallas yacen ahora derruidas, y por otro lado Venus me mata de celos y temor por causa de Arcite.

Ahora voy a dar descanso a Palamón y lo dejaré en prisión, mientras me extiendo en mi relato sobre Arcite.

Pasa el verano y sus largas noches doblan los violentos tormentos del amante Arcite y del prisionero Palamón. No sé cuál de los dos es el que debe soportar más dolor. Para abreviar, Palamón está condenado a prisión perpetua, cargado de cadenas y grilletes hasta que muera. Arcite, en cambio, exiliado bajo pena de muerte, no podrá ver jamás a su dama en los dominios de Teseo.

Ahora, vosotros que amáis, dejadme que os formule una pregunta: ¿quién sufre más por ello, Arcite o Palamón? ¿El que ve a su dama diariamente, pero está encerrado para siempre, o el que es libre de ir donde le plazca, pero no verá nunca más a su dama? Aquellos de vosotros que podáis, elegid entre las dos situaciones a voluntad; yo, por mi parte, continuaré como he empezado.

AQUÍ TERMINA LA PARTE PRIMERA Y COMIENZA LA SEGUNDA

Cuando Arcite llegó a Tebas, repetidas veces caía desmayado o se ponía a gritar, pues nunca más podría ver a su dama. Su angustia era tan grande, que tal vez ninguna criatura viviente ha sufrido tanto o es probable que sufra mientras el mundo exista. Privado del sueño, alimento y bebida, Arcite se quedó delgado y seco como un palo; sus ojos se hundieron en sus cuencas y adquirieron un aspecto cadavérico; su cara y tez se iban volviendo cetrinas y lívidas. Andaba siempre solo, lamentando sus males durante toda la noche y rompiendo a llorar de modo incontenible en cuanto percibía el son de la música o de una canción. Su espíritu se debilitó de tal manera y él mismo sufrió un cambio tan grande, que nadie reconocía su voz o modo de hablar. En cuanto a su conducta, andaba por todas partes como si sufriera no una simple nostalgia de amor, sino una verdadera manía engendrada por algún humor melancólico dentro de su frente, donde la imaginación tiene su asiento. En pocas palabras, el comportamiento y carácter del príncipe Arcite, el angustiado amante, habían cambiado por completo.

Pero no es preciso que pase todo el día describiendo sus sufrimientos. Había ya padecido esta cruel angustia y tormento durante un año o dos en Tebas (su país natal, como dije). Una noche, mientras se acostaba para dormir, creyó ver ante él al alado dios Mercurio, que le hablaba para animarle. El dios tenía en su mano, en posición vertical, la vara con la que imparte sueño, y llevaba un casco encima de su lustroso cabello. Permitidme que haga observar aquí que el dios iba vestido como cuando adormeció a Argos.

—Debes ir a Atenas —dijo a Arcite—. Allí terminarán tus aflicciones.

Dichas estas palabras, Arcite despertó y se incorporó. —Iré a Atenas inmediatamente, por grande que sea el riesgo —dijo—. El temor a morir no me detendrá ni me privará de ver a mi dama a quien amo y sirvo. En su presencia no me importará morir.

En diciendo esto, se miró en un gran espejo y se dio cuenta de que su color había cambiado por entero y que su rostro estaba completamente alterado. Entonces le sobrevino una idea. Su rostro había quedado tan desfigurado por la enfermedad, que podría fácilmente vivir en Atenas sin ser reconocido y ver a su dama casi a diario, si su comportamiento no despertaba sospecha. Enseguida cambió de vestimentas, se disfrazó con ropas de humilde trabajador y emprendió el camino de Atenas por la vía más rápida, acompañado de un escudero a quien había relatado todas sus cuitas, vestido también con ropas tan miserables como las suyas.

Un día se acercó a palacio y ofreció sus servicios en la puerta para realizar cualquier tarea dura que pudiera precisarse. Y os diré que consiguió trabajo a las órdenes de un chambelán, que pertenecía al séquito de Emilia: un individuo astuto que no perdía de vista a ninguno de sus sirvientes, con el fin de que cumplieran con su deber. Como Arcite era joven, alto, bien formado y de excepcional fortaleza, destacó cortando leña con el hacha y sacando agua del pozo, pues sabía hacer cualquier cosa que le pidieran.

Bajo el supuesto nombre de Filostrato pasó un año o dos al servicio de la bella Emilia en calidad de paje de cámara, y nadie que ostentaba idéntico cargo en la corte era ni la mitad de apreciado que él. Su carácter era tan noble, que se hizo famoso en todo el palacio. Se reconocía como una acción meritoria el hecho de que Teseo le promoviese a una posición más digna en la que ejercer sus talentos. Y así, andando el tiempo, su reputación de cortés y servicial llegó a oídos de Teseo, quien le escogió para su servicio personal, nombrándole escudero de cámara y dándole dinero para que pudiera sostener su nueva posición. Aparte de eso, cada año se le enviaba, secretamente, dinero desde su propio país, que gastaba con tal prudencia y discreción, que nadie le preguntaba cómo lo conseguía. De esta forma vivió tres años, portándose tan bien en tiempos de paz y de guerra, que se ganó como nadie la estima de Teseo. Ahora voy a dejar a Arcite en esta feliz situación y hablaré de Palamón durante un rato.

Palamón, consumido por la angustia y la desesperación, había pasado estos siete años en la horrible oscuridad de su inexpugnable prisión. ¿Quién siente doblemente dolor y pena, si no es Palamón, a quien el amor aflige en tal grado que está a punto de perder el juicio de tanto infortunio? Para colmo, se halla en prisión, no por un año o más, sino para toda la vida. ¿Quién es capaz de describir en cristiano una idea justa de su martirio? Desde luego, yo no; y así pasaré esto por alto.

Según los antiguos escribas que explicaron esta historia con mucho más detalle, la tercera noche del mes de mayo del séptimo año de su encarcelamiento sucedió (sea por casualidad o fatalidad, pues una vez que algo está escrito, debe necesariamente suceder) que Palamón, auxiliado por un amigo, se escapó de la cárcel poco después de medianoche y huyó de Atenas tan deprisa como pudo. Para ello había dado a beber a su carcelero una taza de un licor sazonado con especias y miel, compuesto de un determinado vino, narcóticos y refinado opio tebano, con lo que el carcelero durmió el resto de aquella noche. Por mucho que le hubieran sacudidlo, nadie habría sido capaz de despertarle. Y así Palamón se escapó a toda velocidad.

Como la noche era corta y se acercaba ya la luz del día, Palamón tuvo que ocultarse, y para ello se dirigió sigilosamente a una arboleda cercana. En pocas palabras, tenía la intención de esconderse durante el día y luego caminar de noche hacia Tebas para, una vez allí, pedir a sus amigos ayuda para declarar la guerra a Teseo. Su intención era, o perecer, o conquistar a Emilia por esposa.

Ahora, volvamos nuevamente a Arcite, quien poco pensaba lo cerca que estaba de una calamidad. La diosa Fortuna estaba a punto de urdirle una trampa.

La bulliciosa alondra, mensajera de la luz del día, saludó con su alegre canto el amanecer, mientras el ardiente Febo se alzaba esplendoroso. Todo el Oriente se alegró con su embajador y sus rayos secaron las gotas de rocío que pendían de las hojas de los helechos. Arcite, escudero principal de la corte real de Teseo, se levantó y por la ventana contempló el risueño día. Para rendir homenaje al mes de mayo —mientras pensaba todo el tiempo en el objeto de su deseo— y para divertirse montó un brioso corcel y cabalgó por la campiña alejándose un par de millas de la corte. Dio la casualidad que dirigió su montura hacia la arboleda que acabamos de mencionar, para fabricarse una guirnalda con hojas de escajo o madreselva. Con fuerte voz cantó a la luz del sol:

Quiero darte, mes de mayo florido y hermoso, mi bienvenida con tus flores y tus hojas, que espero recoger para ti alegre y gozoso.

Saltó alegre del caballo y rápido se dirigió hacia el huerto. Penetró en él por un sendero que recorría el seto en el que Palamón, temiendo por su vida, se había escondido para que no le viesen. Palamón no tenía la menor idea de que se tratase de Arcite. El cielo sabe que dificilmente se le hubiera podido ocurrir semejante idea. Pero el antiguo proverbio reza acertadamente: «Los campos tienen ojos, pero los bosques, oídos.»

Es muy conveniente no perder la serenidad, pues se encuentra siempre a la gente cuando uno menos lo espera. ¡Cuán lejos estaba Arcite de imaginar que su amigo, agazapado e inmóvil detrás de un arbusto, estaba lo suficientemente cerca para escuchar todas sus palabras!

Cansado de ir de acá para allá, Arcite terminó su alegre canción. Entonces, se puso a meditar profundamente. Esta es la extraña costumbre de los amantes, cuyo talante sube y baja como el cubo de un pozo: ora se halla en lo alto de los árboles, ora se hunde entre la maleza. De hecho, la caprichosa Venus cubre de nubarrones el corazón de sus seguidores exactamente como en un viernes, que aparece despejado y después diluvia; y al igual que los viernes son caprichosos, volubles y tornadizos (pues viernes es el día de Venus), del mismo modo la diosa cambia de talante (un viernes raras veces es un día como los demás de la semana).

En cuanto terminó su canción, Arcite empezó a suspirar y después se sentó.

—¡Maldito sea el día en que nací! —dijo—. ¡Oh, despiadada Juno!, ¿cuánto tiempo más vas a estar haciendo la guerra a Tebas? ¡Ay!, la sangre real de Cadmo y Anfión ha sido destruida; Cadmo, que fundó Tebas antes de que existiera la ciudad y fue el primer rey coronado de la misma. Yo soy de su sangre, desciendo en línea directa de la familia real; y ahora soy un esclavo tan miserable y desgraciado, que sirvo de simple escudero a mi más mortal enemigo. Sin embargo, Juno todavía me colma más de vergüenza, pues no me atrevo ni a reconocer mi propio nombre —cuando solía ser llamado Arcite, ahora me llaman Filostrato. ¡Qué tontería!—. ¡Oh, implacable Marte! ¡Oh, Juno! Vuestra cólera ha borrado toda mi familia de la faz de la tierra excepto a mí y al pobre Palamon, a quien Teseo martiriza en prisión. Y, además de todo esto, como para aniquilarme del todo, Amor Cupido ha lanzado su flecha encendida, llameante, atravesando mi pecho y quemándolo de tal forma que parece como si me hubiera preparado la muerte desde antes de mi nacimiento. ¡Oh, Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor atención a ninguna de mis aflicciones si pudiera hacer algo que te agradara.

Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto.

Palamón, al que parecía que le acababan de atravesar el corazón con una espada helada, se encolerizó. No podía aguantar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con el rostro lívido como el de un orate, gritando:

Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Tú, hermano de sangre, mi confidente por juramento, como te he hecho recordar muchas veces! ¡Tú que, a escondidas, has cambiado tu nombre y engañado al duque Teseo! ¡Uno de los dos tiene que morir! ¡Tú no vas a amar a Emilia, nadie excepto yo puede amarla, pues soy Palamón, tu mortal enemigo! Aunque no tengo ningún arma aquí, ya que sólo he tenido la suerte de escapar de prisión; no temas: o mueres o dejas de amar a Emilia. Elige, pues no escaparás.

Así que Arcite le reconoció y escuchó sus palabras, rebosó su corazón rabia y desprecio. Con la ferocidad de un león, desenvainó la espada y exclamó:

—¡Por Dios, que está en los cielos! Si no fuese porque el amor te ha sorbido el seso y careces de arma, te aseguro que antes de que salieras de la arboleda moriría a mis manos, pues reniego de los pactos que según tú hice contigo. ¡Tú, imbécil!, métete esto en la cabeza: el amor no tiene barreras, y seguiré amándola a pesar de lo que hagas. Pero como tú eres un caballero honrado, dispuesto a mantener en el campo de batalla tu pretensión por ella, te doy mi palabra de honor de que mañana compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te parezcan mejor y dejes las peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas para que puedas dormir. Y mañana, si ganas tu dama y me matas en este seto, entonces, por lo que a mí concierne, será tuya.

Palamón replicó: —De acuerdo.

Y, después de haberse dado mutuamente palabra, se separaron hasta el día siguiente.

¡Inexorable Cupido, cuyo imperio no admite rival! Dice bien el proverbio: «Ni el amor ni el poder toleran amistad», como Arcite y Palamón saben muy bien. Arcite regresó directamente a la ciudad. A la mañana siguiente, antes de romper el alba, preparó en secreto dos equipos completos de armadura con la que dirimir en batalla entre los dos la cuestión pendiente. Él solo transportó estas armaduras con su caballo. En la arboleda, en el momento y lugar fijados previamente, Arcite y Palamón se enfrentaron. Sus rostros empezaron a mudar de color, de la forma que cambian los rostros de los monteros tracios que están de vigilancia en un claro del seto con sus lanzas, cuando salen a la caza de osos o leones, y oyen a la bestia que se abalanza a través del escajo, quebrando ramas y hojas, y piensan: «Aquí llega mi mortal enemigo. Sea como sea, a uno de nosotros le toca morir: o lo mato cuando salga de la espesura, o la bestia me matará si cometo una equivocación.» De esta misma guisa los dos caballeros mudaron de color, al conocer cada uno el valor y la destreza del adversario.

Sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin pronunciar palabra, procedieron a ayudarse mutuamente a ponerse la armadura, como si fuesen hermanos. Luego se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas durante horas. Viéndoles luchar, cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable. En su rabiosa furia, se lanzaban el uno contra el otro como salvajes jabalíes con sus fauces llenas de espumarajos, hasta que la sangre ya les cubría hasta los tobillos.

Dejémosles en esta enconada lucha y volvamos a ver qué hace Teseo entretanto.

Tan fuerte es el Destino, ministro máximo, que cumple en todas partes la providencia que le dicta Dios, que acontecimientos que todos jurarían imposibles de suceder, tarde o temprano llegan a cumplirse, aunque ello ocurra una sola vez en un milenio. A decir verdad, nuestras pasiones están gobernadas por una providencia superior, tanto en la guerra como en la paz, en el odio como en el amor. Todo esto puede aplicarse al gran Teseo, cazador tan apasionado, especialmente para la captura del ciervo en mayo, que el amanecer jamás le encontraba en la cama, sino ya vestido y dispuesto a partir con sus monteros, trompetas y jaurías de perros. Tanto gozaba cazando, que el matar ciervos se había convertido en su máxima pasión: después de Marte, dios de la guerra, seguía a Diana cazadora.

Como dije antes, era un día hermoso cuando Teseo partió de caza alegremente con su agraciada esposa, la reina Hipólita, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales.

El duque Teseo dirigió su caballo directamente a una espesura cercana, en donde le habían dicho que se escondía un ciervo. Fue recto hacia un claro, probable refugio del ciervo; saltó un arroyo y continuó su camino. El duque esperaba correr tras el ciervo una o dos veces con los perros que había elegido de los de la jauría.

Cuando el duque llegó al claro y miró a su alrededor, protegiéndose los ojos de la fuerte luz solar, divisó a Arcite y Palamón que luchaban como dos toros furiosos. Las relucientes espadas hendían el aire con tal fuerza, que el menor de sus golpes parecía suficiente para derribar un roble.

No tenía la menor idea de su identidad. ¡El duque espoleó a su corcel y de un salto estuvo entre los dos. Sacando la espada, gritó:

—¡Deteneos! ¡No sigáis, bajo pena de muerte! Por el poderoso Marte, el primero al que vea dar otro mandoble, muere aquí mismo. Pero ¿queréis decirme qué clase de hombres sois que lucháis aquí con tal encarnizamiento sin juez ni arbitro, como si fuera un torneo real?

Palamón se apresuró a contestar:

—Señor, no hay nada que decir. Ambos merecemos la muerte. Somos dos pobres desgraciados, dos cautivos, cuyas vidas representan sendas cargas para sí mismo. Ya que sois un príncipe y juez justiciero, no nos concedáis ni gracia ni perdón. Por caridad, señor, matadme primero a mí y luego a mi compañero junto conmigo, o bien primero matadle a él, pues poco sabéis que se trata de vuestro mortal enemigo, Arcite, a quien habéis prohibido entrar en vuestro país bajo pena de muerte; por eso sólo ya la merece. Él es el hombre que se acercó a la puerta de vuestro palacio haciéndose llamar Filostrato. Todos estos años os ha estado engañando hasta que le nombrasteis vuestro escudero principal, y ése es el hombre que ama a Emilia. Ahora que mi último día ha llegado, voy a abriros mi corazón: yo soy el desgraciado Palamón que, ilegalmente, se escapó de vuestra cárcel. Soy vuestro mortal enemigo. Y estoy tan enamorado de la bella Emilia, que me hallo dispuesto a morir ante sus ojos en este mismo instante. Por consiguiente, pido para mí mismo la pena de muerte. Pero matad a mi compañero al mismo tiempo, pues ambos la merecemos.

A esto el noble duque repuso inmediatamente:

—La decisión es rápida. Por esta confesión, vuestra propia boca os ha condenado y yo confirmo la sentencia. No es necesario torturaros para que habléis. ¡Por el todopoderoso Marte, morid!

En aquel momento rompió a llorar la reina, movida por femenina compasión, y lo mismo hicieron Emilia y todas las damas del séquito. Pensaban que era una gran lástima que tal destino se abatiera sobre ellos, ya que eran nobles de alto rango y solamente el amor era la causa de su pelea.

Y cuando ellas vieron sus sangrientas heridas, profundas y abiertas, todas a una gritaron:

—¡Señor, por nosotras, tened piedad! y cayeron sobre sus desnudas rodillas, dispuestas a besar los pies de Teseo allí mismo donde estaba, hasta que su cólera disminuyó; pues la piedad pronto brota de los corazones nobles.

Aunque, de momento, temblaba de ira, pronto reconsideró aquella transgresión y la causa que la motivó; y al mismo tiempo que su cólera ponía de relieve su culpa, su razón encontraba excusas para disculparles a ambos.

Pensó para sí mismo que cualquier enamorado procurará escaparse de la cárcel, si puede. Y su corazón se apiadó de las mujeres que estaban llorando juntas; y en su magnanimidad, reflexionó, diciendo para sus adentros: «Vergüenza ha de tener el gobernante que no tenga piedad, si actúa y habla como un león a los que están arrepentidos y temerosos, del mismo modo que a los poderosos y altaneros que persisten en sus propósitos. Un príncipe tiene escaso discernimiento si no sabe distinguir en casos así y pasa al orgullo por el mismo rasero que a la humildad.» Cuando se hubo calmado su enojo, levantó la vista animosamente y dijo en voz alta:

—¡Qué grande y poderoso señor es el dios del Amor! No existen obstáculos que prevalezcan contra su fuerza. Sus milagros le facultan a que se le llame dios, pues, a su modo, puede modelar los corazones en la forma que le plazca. Mirad aquí a Arcite y Palamón; libres de mi cárcel, podían haber vivido en Tebas como príncipes que son. Saben que soy su mortal enemigo y que sus vidas están en mis manos. Sin embargo, el amor les ha traído aquí a ambos con los ojos bien abiertos a morir en este lugar en que estamos. Si pensáis bien en ello, ¿no es el colmo de la insensatez? ¿Existe mayor insensato que un enamorado? ¡Por Dios, en los cielos! ¡Miradles! ¡Ved cómo sangran! ¡Mirad en qué estado tan lastimoso están! Así es cómo su señor, el dios del Amor, paga sus salarios y recompensa sus servicios.

»Sin embargo, los devotos del Amor se consideran a sí mismos perfectamente racionales, no importa lo que suceda. Y lo más chocante y ridículo de todo es que la causante de todo este espectáculo no tiene más razón para agradecérselo que la que tengo yo mismo. ¡Por los cielos benditos! Ella sabe tanto acerca de estos furiosos acontecimientos como una liebre o un cucú. Sin embargo, todo se debe probar alguna vez, no importa el qué; un hombre o es un joven insensato o es un insensato viejo. Esto lo descubrí yo mismo hace mucho tiempo, pues en mis tiempos también yo fui uno de los esclavos del Amor. Y es por ello —como quien ha sido cogido frecuentemente en su trampa— por lo que entiendo cómo son las heridas de amor y de qué forma pueden afectar a un hombre, y que, porque me lo piden tanto la reina, aquí arrodillada, y mi querida hermana Emilia, perdono completamente vuestro delito. A cambio, ambos tenéis que jurar que no causaréis daño a mi país otra vez o que me haréis la guerra, sino que me demostraréis amistad de todas las formas que podáis. Libremente, pues, perdono vuestra transgresión.

Ambos juraron lo que él les había pedido, rindiéndole homenaje en la forma debida y rogándole protección y gracia, que Teseo, sin más, les concedió. Entonces les dijo:

—Aunque ella fuese reina o princesa, en lo que a sangre real se refiere, cada uno de vosotros es apto para aspirar a casarse con ella a su debido tiempo. Pero, sin embargo y hablo en nombre de mi hermana Emilia, causa de vuestros celos y de vuestros sinsabores—, como sabéis muy bien, podríais luchar eternamente, pero jamás podrá casarse con dos hombres a la vez; por ello, uno de vosotros, le guste o no, se quedará sin ella. No hay otra opción. En otras palabras, ella no puede casarse con ambos, por celosos o enojados que estéis. Por consiguiente, lo mejor que puedo hacer ahora es arreglar los asuntos de modo que cada uno de vosotros tenga el destino que le está reservado. Si escucháis, os lo explicaré. Este es vuestro destino en el arreglo que os sugiero.

»He aquí mi decisión: para terminar con este engorroso asunto de una vez por todas sin discusión y que vosotros podéis o no aceptar—, cada uno de vosotros queda libre para ir, sin rescate y con plena seguridad, a donde le plazca, pero dentro de doce meses, contando a partir del día de hoy, ni un día más ni un día menos, cada uno de vosotros deberá traer cien caballeros completamente equipados y armados para un torneo, y estar dispuesto a batirse para reivindicar su pretensión sobre Emilia.

»Y yo os prometo solemnemente, por mi honor de caballero, que al que venza de vosotros dos —es decir, tanto si mata a su contrario o le arroja de la lid con la ayuda de los cien caballeros de que acabo de hablar— le otorgaré la mano de Emilia al que la Fortuna le conceda sus favores. Yo construiré las instalaciones para el torneo en este mismo lugar y, que Dios se apiade de mi alma, demostraré ser juez veraz y justo. Uno de vosotros debe caer muerto o prisionero: ningún otro desenlace me dará satisfacción. Si mi propuesta os parece bien, decidlo, consideraos afortunados. Y aquí acaba la cuestión para vosotros.

¡Qué feliz se ve a Palamón! ¡Cómo brinca Arcite de alegría! ¿Cómo podré describir el alborozo de todos los presentes por el generoso gesto de Teseo? Todos se arrodillaron y le dieron las gracias una y otra vez desde el fondo de sus corazones, en especial los dos tebanos. Entonces, con el corazón ligero, lleno de esperanza, se despidieron y cabalgaron hacia su patria, hacia las antiguas y anchas murallas de Tebas.

AQUÍ TERMINA LA PARTE SEGUNDA Y COMIENZA LA TERCERA

Supongo que me vais a reprochar el que omitiera describir la suntuosa magnificencia con que Teseo se puso a erigir las lizas reales. Me atrevo a decir que no hubo terreno más suntuosamente adornado en todo el mundo. Con murallas de piedra rodeadas por fuera con un foso, el circuito tenía una milla de radio. Era de forma circular, como una brújula, con gradas hasta la altura de setenta pies, de forma que un hombre sentado en cualquier fila no obstruyera la vista de su vecino. Un portal de mármol blanco se levantaba en el extremo oriental; otro similar se erguía en el extremo opuesto, hacia Occidente. A decir verdad, no había edificio como aquél, considerando el corto tiempo empleado en erigirlo. Pues en el país no hubo artesano conocedor de la geometría o de la aritmética, ningún pintor o escultor a quien Teseo no le pagase manutención y salario para la construcción y el adorno del terreno de lucha. Encima de la puerta oriental instaló un altar y un templo para el culto a Venus, diosa del amor, donde realizar los ritos y sacrificios.

Sobre la puerta occidental levantó otro igual dedicado a Marte, que costó casi una carretada de oro. También encargó una maravillosa capilla, dedicada a la casta Diana, que daba gusto contemplar; la hizo construir en alabastro blanco y coral rojo en una torrecilla encima de la muralla septentrional.

Casi me olvidaba describir los espléndidos bajorrelieves, cuadros, formas, rostros y figuras que se hallaban en estos tres templos. En primer lugar, veíais —realizadas en los muros dentro del templo de Venus— conmovedoras representaciones del insomnio, de los suspiros que parten el alma, de las lágrimas sagradas y de los sentidos anhelos que los esclavos del Amor sufren en su vida; los juramentos que enlazan sus votos: Placer, Esperanza, Deseo, Osadía, Belleza, Juventud, Alegría, Riquezas, Filtros amorosos y Fuerza, Mentiras, Halagos, Despilfarro, Intrigas; los Celos llevando una guirnalda de margaritas amarillas con un cucú posado en su mano; Fiestas, Música, Canciones, Bailes, Gozo y Diversión. Todos los fenómenos del amor que he enumerado o estoy a punto de enumerar estaban pintados por este orden sobre los muros, aparte de muchos más de los que puedo mencionar.

Por cierto que toda la montaña de Citerión, en donde Venus tiene su trono principal, figuraba en los frescos con todos sus jardines y su alegría. No se olvidaron de la Pereza, la portera, ni del hermoso Narciso de los tiempos pretéritos; la insensatez del rey Salomón; la enorme fuerza de Hércules, las brujerías de Medea y Circe, el fiero valor de Turnus y el opulento Creso en la desgracia y cargado de cadenas. La moraleja era que ni la sabiduría, la riqueza, la belleza, la astucia, la fuerza ni el valor pueden compararse con Venus, que puede gobernar el mundo como le plazca, pues toda esta gente quedó atrapada en su cepo hasta que en su agonía gritaron de nuevo. Uno o dos ejemplos servirán, aunque podría contar un millar más.

Había una espléndida estatua de Venus desnuda, flotando sobre un mar sin orillas. Desde el ombligo hacia abajo quedaba oculta por verdes olas que brillaban como el cristal. Sostenía una cítara con la mano derecha. Unas palomas aleteaban encima de una hermosa guirnalda de rosas frescas y olorosas que llevaba en la cabeza. Cupido, su hijo, se hallaba de pie ante ella, alado y ciego (como se le representa frecuentemente), portando un arco con agudas y relucientes flechas.

Podría muy bien proseguir describiendo los frescos de los muros del templo dedicado a Marte. Estaban pintados en toda su longitud y anchura, como ocurre en el interior del deprimente edificio conocido como el gran templo de Marte en Tracia (una región fría y helada en donde Marte tiene su principal palacio).

El primer fresco era un bosque deshabitado por cualquier hombre o bestia: un bosque de añosos árboles nudosos, desprovistos de hojas y carcomidos; de astillados y feos escalabomes a través de los cuales corría el retumbante ruido del viento, como si una galerna estuviese quebrando cada rama. A medio camino de una colina, en la mitad de la pendiente, debajo de una loma, se levantaba el templo de Marte Armi potente construido totalmente de acero bruñido. Tenía una entrada larga, estrecha y tenebrosa, de la que surgía una furiosa ráfaga de viento que hacía temblar todo el portal. Un leve resplandor invernal penetraba por las puertas, pues no había ventanas en los muros para dar luz.

La puerta estaba hecha de durísimo y eterno diamante, cruzado vertical y transversalmente con duros pernos de hierro. Para dotar de mayor fortaleza al templo, cada uno de sus pilares era grueso como un barril y construido con reluciente hierro.

Allí percibí, en primer lugar, las fúnebres imágenes de la Traición y de todas sus intrigas; la Ira cruel, roja como las brasas incandescentes; el ladrón y el macilento Miedo; el de risueño aspecto con el cuchillo debajo de la capa; negro humo elevándose de establos en llamas; el alevoso asesinato en una cama; la fétida Guerra, de heridas sangrantes; la Discordia, con el cuchillo goteando y miradas amenazadoras. Un ruido chirriante llenaba este horripilante lugar. Y allí podía verse a los suicidas, con la sangre de su corazón empapándoles el cabello; la cabeza durmiente hendida por un clavo, y detrás, temible, la Muerte con la boca entreabierta. Con la faz triste e incómodamente sentada en medio del templo estaba la Desgracia. Allí podíais ver a la Locura reír con frenesí; la rebelión armada, el clamor de la protesta, y el despiadado ultraje; al cadáver de carroña arrojado sobre un arbusto con la garganta cercenada; a un millar de muertos, víctimas de Marte, ni siquiera uno por causa de la peste; al tirano forcejeando con su presa despojada; ciudades como cloacas y desperdicios esparcidos. Veíanse barcos que retrocedían y ardían en el mar, el cazador despedazado por osos salvajes, a la marrana devorando a su cochinillo en la propia cuna; al cocinero, escaldado hasta los huesos a pesar de su largo cucharón; al carretero, aplastado por la rueda de su carro; no se olvidó ningún aspecto de la mala suerte que trae Marte. También se representó a los que se hallan bajo la influencia de Marte: al barbero, al camicero y al herrero que forja afiladas hojas de espada en su yunque. En lo alto, pintada sobre una torre, vi a la Conquista sentada en el trono, con una afilada espada colgando de un fino hilo sobre su cabeza.

Estaban también gráficamente representados los asesinatos de Julio César, Nerón y Antonio, aunque ninguno de ellos había nacido todavía; sin embargo, sus muertes estaban prefiguradas en el templo por las amenazantes profecías de Marte, mostradas en aquellas pinturas como expresan las estrellas del cielo quién va a ser asesinado y quién va a morir de amor. Un ejemplo sacado de la leyenda debería servir, aunque desease no darlos todos.

La efigie armada de Marte, con su rostro horrendo y frenético, se hallaba de pie montada en un carro de guerra. Sobre su cabeza centelleaban dos figuras estelares, que se nombran en las obras antiguas de astrología y geomancia: una era Puella, y la otra, Rúbeo. El dios de la guerra estaba representado acompañado de un lobo que, con los ojos inyectados en sangre, yacía a sus pies, como si estuviera dispuesto a devorar a un hombre. Todo esto estaba dibujado con sutil pincel en reverencia de la gloria de Marte.

Ahora voy a efectuar una rápida descripción del templo de la casta Diana. Los muros estaban cubiertos de escenas de caza e imágenes de modestia y castidad. Podía verse cómo Calistopea era transformada de mujer en osa cuando Diana se enojó con ella; más tarde se convirtió en la Estrella Polar. O así estaba representada: no os puedo decir más. Pero su hijo es también una estrella, como podéis ver.

Estaba también Dana (no quiero decir la diosa Diana, sino la hija de Péneo, Dafne, que se convirtió en árbol).

Aparecía Acteón convertido en un hermoso ciervo en castigo por haber visto a Diana desnuda, y cómo fue atrapado y devorado por su propia jauría de perros, que no le reconocieron.

Un poco más adelante había una pintura de Atlanta cazando jabalíes con Meleagro y muchos otros. Diana le persiguió por esto. Había muchas otras escenas maravillosas que no hace falta recordar.

La diosa estaba sentada sobre el lomo de un ciervo; unos perritos jugaban a sus pies y debajo se hallaba una luna que crecía y menguaba.

La estatua vestía ropajes verdes con un arco en la mano y un carcaj lleno de flechas, los ojos bajos en dirección del tenebroso reino de Plutón. Delante de ella, una mujer con los dolores de parto pedía en su nombre a Lucina por el hijo nonato, para que, al fin, pudiese darle a luz: «¡Sólo tú puedes ayudarme!» El pintor no fue tacaño con los colores y lo pintó de la manera más real.

Cuando las lizas estuvieron ya a punto, Teseo, que había equipado los templos e instalado todo el terreno con gran boato, quedó complacido del resultado final. Pero dejad que me olvide de Teseo por un momento y vuelva a hablar de Palamón y Arcite.

Se acercaba el día en que debían volver, cada uno con un centenar de caballeros para decidir la batalla, según expliqué. Ambos, fieles a su promesa, se presentaron en Atenas con un centenar de caballeros bien armados y preparados para el combate. Realmente hubo muchos que pensaron que jamás por tierra o por mar tan pocos habrían constituido un grupo tan impresionante de esplendor caballeresco, pues todo hombre que sentía afición a la caballería y estaba ansioso de labrarse un nombre había rogado que se le permitiera tomar parte en la competición. Los elegidos tuvieron suerte: si un torneo así tuviera que celebrarse mañana en Inglaterra o en cualquier otra parte, podéis imaginaros que todo caballero y enamorado, capaz de ello, estaría allí para entablar batalla por una dama. Os puedo asegurar que sería un espectáculo digno de contemplarse.

Y esto es lo que ocurrió con los muchos caballeros que acompañaban a Palamón. Algunos iban recubiertos con cota de malla, con corazas pectorales y guerreras, y ceñían armaduras plateadas; otros llevaban escudos prusianos o bien protectores ligeros; algunos protegían sus piernas cuidadosamente con metal y llevaban un hacha de batalla o una maza de acero (todas estas nuevas armas provienen de modelos más antiguos). Todos iban armados del mejor modo posible, tal como he descrito.

Cabalgando junto a Palamón habríais visto la expresión poderosa con su negra barba del gran rey de Tracia, el propio Licurgo. Las pupilas de sus ojos resplandecían con una luz entre roja y amarilla bajo su negro y velludo ceño. Miraba a su alrededor con el aire de un grifo con cabeza de águila. Con sus enormes piernas y brazos, anchos hombros y músculos fuertes y poderosos, se alzaba imponente en un carro de guerra dorado, tirado por cuatro bueyes blancos con ameses al estilo de su país. En vez de una sobrecubierta, llevaba sobre su armadura una piel de oso, negra como el carbón por el tiempo; sus garras pintadas brillaban como el oro. Su largo cabello, peinado hacia atrás, centelleaba con una negrura que hacía palidecer a la de una pluma de cuervo, bajo una pesadísima corona de oro, gruesa como el brazo, y montada con deslumbrantes joyas, finos rubíes y diamantes. Más de veinte perros-lobo blancos seguían su carro de guerra, cada uno de ellos tan grande como un toro y entrenados para la caza del venado y el león. Llevaban apretados bozales y coliares dorados provistos de agujeros. Su séquito consistía en un centenar de nobles de corazón fuerte y bien armados.

Las leyendas afirman que Emetro, el gran rey de la India, vino con Arcite cabalgando, como el dios de la guerra, sobre un caballo bayo revestido de acero, cubierto con un paño de oro primorosamente bordado. Llevaba un sobretodo de seda de Tartaria con grandes perlas blancas y redondas. Su silla de montar era de oro recién batido y bruñido. De sus hombros caía un manto repleto de rojos rubíes que centelleaban como el fuego. Amarillos y relucientes como el sol, sus cabellos crespos estaban peinados en forma de anillos. Con su nariz larga y los ojos color limón, labios carnosos, tez rubicunda y unas pocas pecas negras y rubias esparcidas por el rostro, cuando lanzaba miradas a su entorno tenía el aspecto de un león. Calculo su edad en veinticinco años. Su barba había ya brotado y le cubría la cara casi por completo: su voz tenía el timbre metálico de una trompeta. Sobre su cabeza llevaba una alegre guirnalda de laurel verde, recién cortado. Por deporte llevaba un águila domesticada, blanca como un lirio, en el puño. Con él cabalgaban un centenar de nobles con la cabeza descubierta, pero, no obstante, completamente armados y suntuosamente equipados. Duques, condes y reyes se habían reunido voluntariamente formando este noble grupo para exaltar la caballería. Muchos leones y leopardos domesticados merodeaban alrededor del rey.

De esta forma llegaron juntos todos estos caballeros a la ciudad, a eso de las nueve de la mañana del domingo, y allí descabalgaron.

Cuando el noble duque Teseo les hubo escoltado hasta el interior de la ciudad y alojado en ella, de acuerdo con su rango, se tomó tanto empeño en festejarles, agasajarles y hacerles los honores, que la gente comenta todavía que nadie hubiera podido mejorar su recepción o su hospitalidad.

No diré nada sobre los juglares, el servicio en el banquete, los regalos entregados a la gente de alcurnia y de baja estofa, la rica decoración del palacio de Teseo, el orden de precedencia en el estrado; qué dama era la mejor bailarina o la más hermosa, o quién sabía cantar o bailar mejor o hablar de amor con mayor vehemencia; qué halcones reposaban arriba o qué perros yacían en el suelo. No diré nada de todo esto, pero hablaré de lo esencial; creo que es lo mejor que puedo hacer.

Y llegamos ya al meollo de la cuestión. Escuchad si queréis.

El domingo por la noche, antes de romper el alba, Palamón oyó cantar la alondra, a falta de dos horas para el amanecer. Pero cantó la alondra, y también lo hizo Palamón. Se levantó muy animado para efectuar su peregrinaje con devoto corazón hacia la bendita y clemente Citerea —quiero decir Venus, la augusta y venerada. En la hora que ella impuso se dirigió andando lentamente a las lizas, al lugar donde se levantaba el templo, y, con humildad, se arrodilló diciendo más o menos:

—Bella entre las bellas, hija de Júpiter y novia de Vulcano, Dama Venus, que lleváis la alegría a la montaña de Citerea: por este amor que tuviste por Adonia, tened piedad de mis ardientes y amargas lágrimas y acoged en vuestro corazón mi humilde plegaria. ¡Ay de mí! No tengo palabras para daros una idea del infierno que me atormenta. Mi corazón no sabe explicar su sufrimiento. Estoy tan confuso, que sólo sé decir: «¡Gracias, radiante señora, por entender mis pensamientos y ver las heridas que siento!» Considerad todo este pesar y apiadaos de mi dolor; a partir de ahora, mientras esté en mi mano, seré vuestro fiel servidor y haré siempre guerra contra la castidad. Este es mi voto, si me ayudáis; no quiero alardear de hazañas guerreras, ni os pido la victoria mañana, ni ganar fama o cualquier tipo de vano renombre en este asunto, ni que mi proeza en la batalla sea proclamada por doquier a toque de trompeta, sino sólo poseer a Emilia y morir en vuestro servicio; la forma la dejo en vuestras manos, decidirlo. Tanto si les venzo como si me vencen, no significa nada para mí, si puedo abrazar a mi dama entre mis brazos. Aunque Marte sea el dios de la guerra, vuestro poder en el cielo es tan absoluto, que yo puedo fácilmente poseer mi amor si así lo deseáis. A partir de ahora os veneraré siempre en vuestra capilla; encenderé velas y ofreceré sacrificios en vuestros altares por donde quiera que vaya. Pero si ésta no es vuestra voluntad, dulce señora, entonces rogaré para que mañana Arcite pueda atravesar con su lanza mi corazón. Si muero, no me importará que Arcite la consiga como esposa. Esta es toda mi oración: ¡oh querida y bendita señora, concededme mi amor!

Una vez Palamón hubo concluido su plegaria, hizo humildemente el sacrificio con el ceremonial prescrito, aunque no describiré sus devociones. Pero, al final, la estatua de Venus se movió e hizo una señal, por la que él entendió que su oración, aquel día, había sido aceptada. Aunque la señal sugería un retraso, entendió perfectamente que su petición le había sido otorgada. Por esto se dirigió rápidamente a su casa con el corazón alegre.

Tres horas después de que Palamón hubiera dirigido sus pasos al templo de Venus, salió el sol y con él se levantó Emilia para encaminarse presurosa al templo de Diana. Las doncellas que llevó consigo llevaban fuego debidamente preparado, incienso, vestimentas y todo lo necesario para un sacrificio: cuernos rebosantes de aguamiel, como era costumbres, y todo lo demás.

El humo del incienso llenó el templo, de cuyos muros colgaban espléndidos tapices. Con el corazón acelerado, Emilia lavó su cuerpo con agua del pozo, pero no me atrevo a describir detalladamente cómo efectuó los rituales, aunque pudiera resultar placentero oírlo. Si se es hombre de buena voluntad, no resulta perjudicial; no obstante, es mejor dejarlo a la imaginación de cada uno. Su cabello brillante estaba peinado y suelto, y una corona de hojas de roble siempre verdes adornaba bellamente su cabeza. Empezó por encender dos fuegos sobre el altar y efectuó las ceremonias que podéis leer en la Tebiada, de Estatio, y otros libros antiguos. Una vez encendido el fuego, empezó a implorar a Diana con estas palabras:

—¡Oh casta diosa de los bosques verdes, que contemplas el cielo, la tierra y el mar; señora del tenebroso reino de Plutón en las profundidades del mar; diosa de vírgenes, que durante tantos años habéis comprendido mi corazón y sabéis lo que desea! Libradme de vuestros enojos y del terrible castigo que infligisteis a Acteón. Casta diosa, conocéis mi deseo de vivir virgen y de no ser nunca ni esposa ni amante. Como sabéis, todavía pertenezco a vuestro cortejo; soy una virgen cazadora que antes vagaría por los bosques silvestres que casarme y quedar preñada. No deseo la compañía de los hombres. Ahora, señora, socorredme, pues tenéis el poder y el conocimiento en los tres aspectos de vuestra divinidad. En cuanto a Palamón, que siente tal atracción por mí, y a Arcite, que me ama con tan gran desespero, este único favor os pido: poned paz y amistad entre los dos, desviad sus corazones de mí, apagad o dirigid hacia otra parte su ardiente pasión y deseo, todo su incesante y doloroso tormento.

»Pero si no me concedéis este favor, y uno de los dos ha de ser mi destino, dejad que sea el que más me desee. Diosa de la castidad y de la pureza, contemplad las lágrimas amargas que resbalan por mis mejillas. Virgen, guardiana de todos nosotros, mantened y poned a salvo mi doncellez, que pueda vivir como virgen a vuestro servicio.

Mientras Emilia oraba, los fuegos ardían sobre el altar. Pero, súbitamente, vio un fenómeno muy curioso: de repente, uno de los fuegos se apagó y volvió a encenderse nuevamente; pero después se apagó el otro totalmente, y al apagarse hizo el ruido silbante que hace el fuego de ramas mojadas al arder; algo como gotas de sangre se condensó en el extremo de cada haz de leña. Ante aquel espectáculo, Emilia se asustó tanto, que casi se desmayó y se puso a gritar, no entendiendo lo que aquella misión significaba; temerosa empezó a llorar sin consuelo. En aquel momento se le apareció Diana con el arco en la mano y aspecto de cazadora, que dijo:

—Hija, seca tus lágrimas; los dioses han decidido en las alturas y han decretado que debéis desposaros con uno de esos dos que están pasando tantos pesares y sufriendo tanto por causa vuestra, pero no puedo decir con cuál de ellos. Adiós, pues no puedo permanecer aquí por más tiempo; pero los fuegos que arden en mi altar te aclararán, antes de que te vayas, cuál va a ser tu destino.

Después de hablar así, chocaron y resonaron las flechas en el carcaj de la diosa. Ella dio un paso hacia adelante y desapareció. Emilia inquirió asombrada:

—¿Qué significa todo esto? Me pongo bajo vuestra protección y acato vuestra voluntad, ¡oh Diana!

Y se encaminó a su casa por el sendero más corto; esto fue todo.

A la hora siguiente, que pertenecía a Marte, Arcite se dirigió a grandes zancadas al templo del fiero dios de la guerra para efectuar su sacrificio con todos los ritos de su fe pagana. Con el corazón suplicante y devoto oró así a Marte:

—Oh tú, Dios fuerte, venerado en la fría región de Tracia, en donde eres señor; tú que en todos los reinos y todos los países manejas las riendas de la guerra y alternas a tu capricho las victorias, acepta este mi humilde sacrificio. Si por mi juventud merezco tus favores, si mi fuerza es adecuada para servirte como uno de tus fieles, te ruego que te apiades de mis sufrimientos, por los tormentos y llamas abrasadoras en los que tú una vez ardiste en deseo, cuando la belleza de Venus, hermosa, joven, lozana y libre, era tuya para gozarla y la tenías en tus brazos a tu antojo, aunque, desgraciadamente, las cosas no salieron como tú querías y Vulcano te apresó en su trampa y te encontró yaciendo con su esposa. Por el dolor y la pasión que entonces tuviste, apiádate de mis sufrimientos. Como sabes, soy joven e ignorante, y, supongo, más atormentado por el amor que ninguna otra criatura viviente, pues a la que me hace sufrir este tormento no le importa si nado o me hundo. Me doy perfecta cuenta de que, antes de que ella me conceda su amor, debo vencer por fuerza en la liza. Yo bien sé que toda mi fortaleza no me servirá de nada sin tu ayuda y favor. Así pues, ayúdame, señor, en la batalla de mañana, no sólo por las llamas que te abrasaron una vez, sino también por el fuego que me consume ahora, y haz que mañana consiga la victoria. Deja que el trabajo sea mío y tuya la gloria. Veneraré siempre tu templo soberano más que a todos los demás lugares e incluso me dedicaré a lo que más te deleita y a tus artes marciales; en tu templo colgaré mi estandarte y las armas de mis compañeros; mantendré fuego ardiendo eternamente en tus altares hasta el día en que muera. Además me ligo con este voto: a ti te dedicaré mi barba y estos largos rizos que me cuelgan y que no han tocado jamás ni navaja ni tijeras y seré tu servidor por el resto de mi vida. Ten piedad, señor, de mis pesadas aflicciones y otórgame la victoria; no pido más.

Cuando el poderoso Arcite hubo terminado su plegaria, los arcos que cuelgan de la puerta del templo y hasta las propias puertas empezaron a hacer un ruido estruendoso y violento; Arcite se acobardó. Los fuegos del altar crecieron hasta iluminar todo el templo, mientras un dulce olor se desprendía del suelo. Entonces Arcite levantó su mano y echó al fuego más incienso y realizó otras ceremonias, hasta que la cota de malla que cubría la estatua de Marte tintineó, y con aquel ruido oyó como un suave murmullo que decía: «¡Victoria!» Entonces rindió pleitesía y homenaje al dios. Lleno de alegría y con la esperanza de que todo saldría bien, Arcite regresó a su alojamiento, alegre como un pájaro a la luz del día.

Pero arriba, en los cielos, estalló una fuerte discusión entre Venus, la diosa del amor, y Marte, el fiero dios de la guerra, sobre la concesión de su favor. Júpiter hubo de ponerse serio tratando de poner paz, pero, al final, el pálido Saturno, muy versado en antiguas estratagemas, dada su larga experiencia, se las arregló para idear una solución que satisficiera a ambas partes. Como dice el refrán: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», posee sabiduría y experiencia que pueden ser superadas, pero no burladas. Aunque no está en la naturaleza oponerse a las disensiones y al miedo, Saturno pronto encontró la forma de solventar la disputa.

—Mi querida hija Venus —dijo Sararno—, la mía es la trayectoria más amplia alrededor del Sol, y mi poder es mayor que el que los hombres suponen; a mí me pertenece la muerte por ahogo en el triste mar, el encarcelamiento en oscuras bóvedas, el estrangulamiento y el morir ahorcado, el amotinamiento y la rebelión de las turbas, las quejas, los envenenamientos clandestinos; cuando estoy en Leo, la venganza y el desquite son míos; y míos son la ruina de los altos palacios y el derrumbamiento de torres y muros sobre mineros y carpinteros; yo maté a Sansón derribando la columna; y mías son las enfermedades mortales, las negras traiciones y conspiraciones. Mi aspecto engendra pestilencia. Vamos, deja de llorar: haré lo que pueda para que vuestro caballero Palamón tenga la dama como prometiste, aunque Marte ayudará a su propio caballero. Sin embargo, tarde o temprano deberá haber paz entre vosotros, a pesar de vuestro temperamento tan distinto, causa de estas riñas diarias. Soy vuestro abuelo, dispuesto a cumplir vuestros deseos. Vamos, seca tus lágrimas, que haré lo que deseas.

Valga lo dicho sobre Marte, sobre Venus, la diosa del amor, y los dioses de allí arriba; y voy a llegar ya, y detallarlo con sencillez, al punto culminante de mi historia.

ACABA LA PARTE TERCERA Y COMIENZA LA CUARTA

Aquel día se celebró un gran festival en Atenas. Además, la alegre época de mayo elevó el ánimo de todos, de modo que aquel lunes bailaron durante todo el día y celebraron justas o pasaron el tiempo en el distinguido servicio de Venus. Pero como debían levantarse temprano para presenciar el gran torneo, por la noche se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, al romper el alba, resonó el eco de armaduras y repiqueteo de cascos de caballo por las inmediaciones de todas las posadas y hostales: grupos de nobles cabalgaban sobre briosos corceles y palafrenes hacia el palacio. Allí podían verse extrañas armaduras de ricos diseños, ejemplos magníficos de orfebrería, forja y bordado; escudos, viseras y jaeces relucientes; yelmos, cotas de malla y sobrecubiertas de oro forjado; príncipes espléndidamente equipados sobre sus corceles; los caballeros del séquito y los escuderos fijando puntas de lanza a varas de madera, abrochando yelmos y sujetando escudos con correas de cuero entrelazadas.

Nadie holgaba, pues el trabajo era mucho. Podían verse caballos espumajeando por la boca luciendo bridas doradas, y maestros armeros que iban febrilmente de acá para allá con limas y martillos, campesinos a pie y enormes multitudes de gente ordinaria armada con palos cortos; cornamusas, trompetas, timbales y clarines aullaban pidiendo sangre; el palacio estaba lleno de gente por todas partes; aquí un grupito de tres, allí un grupo de diez, comentando, debatiendo y especulando sobre las probabilidades de los dos caballeros tebanos. Uno decía una cosa, otro algo diferente; algunos apoyaban a Barba Negra, otros a Cabeza Pelada, o bien a Cabellos de Estopa. «¡Este de aquí parece fuerte!» «¡Aquél, un luchador!» «¡El hacha de batalla de éste pesa veinte libras!» Cuando ya el sol estaba en todo lo alto, el gran sol bullía en conjeturas.

El gran Teseo, arrancado del sueño por la música y el murmullo de la gente, permaneció en sus habitaciones hasta que los caballeros tebanos (que recibieron idéntico honor) fueron conducidos a palacio. Sentado en un trono como un dios, el duque Teseo se hallaba junto a una ventana. Rápidamente la gente se acercó para verle, rendirle homenaje y oír sus órdenes.

Desde un catafalco, un heraldo impuso silencio hasta que el ruido de la muchedumbre cesó. Cuando se hubieron callado anunció el deseo del gran duque:

—En su elevada discreción, el príncipe considera que la destrucción de sangre noble en este torneo sería demasiado grave si la batalla se librara hasta la muerte. Por consiguiente, desea modificar sus condiciones originales con el fin de salvar vidas.

»Por ello, y bajo pena de muerte, ningun hombre podrá llevar a la liza ninguna clase de arma arrojadiza, hacha o daga; nadie sacará o llevará espadas cortas, afiladas, de las que pueden matar; nadie efectuará con su lanza de punta afilada más de un embate contra su oponente; se permitirá clavar armas punzantes sólo cuando se esté pie al suelo, y, aun así, únicamente en defensa propia. Cualquiera que sea derribado será apresado, no muerto, y llevado a una estaca que habrá a cada uno de los dos lados; deberá ser llevado allí a viva fuerza y permanecer en la estaca. Si el jefe de uno u otro bando es apresado o muerto por su oponente, el torneo finalizará en aquel mismo instante. Ahora, id con Dios. Adelante y luchad con ardor. Satisfaced vuestras ansias de lucha con espadas y mazas. Vamos, id; es la voluntad del duque.

El cielo resonó con el alegre vocerío de la multitud: —¡Viva el buen duque, que no quiere que se derrame mucha sangre!

Se elevaron las trompetas hacia el cielo y sonaron en un brillante floreo; todos los contendientes se dirigieron a la lucha con la debida compostura a través de la gran ciudad, engalanada con paños preciosos.

El noble duque cabalgó solemnemente con los dos tebanos, uno a cada lado, seguido por la reina y Emilia, y detrás de ellos, en otro grupo, venía todo el resto ordenados según su rango. De este modo atravesaron la ciudad, hasta que llegaron al terreno donde debían celebrarse enseguida los torneos.

Aún no eran las nueve de la mañana cuando Teseo tomó asiento en el lugar de honor con la reina Hipólita, Emilia y en su alrededor las otras damas según su categoría. La multitud también se sentó. Por el extremo occidental, Arcite entró por la puerta de Marte, con un rojo pendón y los cien caballeros de su grupo, mientras que al mismo tiempo Palamón, por los portales de Venus, penetró con aspecto decidido por el extremo oriental, portando un pendón blanco. Habría que recorrer el mundo de uno a otro extremo para ver dos comitivas tan iguales; nadie podía decir cuál parecía tener más valor, rango o edad: con tanta igualdad habían sido seleccionados.

Se dispusieron en dos formaciones impresionantes. Cuando se pasó lista (no podía haber trampa en cuanto a su número respectivo), se cerraron las puertas y se oyó en el recinto:

—¡Jóvenes y orgullosos caballeros, cumplid con vuestro deber!

Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con seriedad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los gruesos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que penetra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas. Un hombre intenta pasar por donde más densa es la lucha, donde incluso los caballos más fuertes tropiezan; todos caen derribados; otro cae al suelo como una pelota, se vuelve a poner en pie, empuja con la vara de su lanza y derriba a otro caballero del caballo; a otro le atraviesan el cuerpo, es apresado y llevado, en lucha desesperada hasta la estaca donde, según las reglas, debe permanecer; otro del bando contrario es capturado también del mismo modo. De vez en cuando, Teseo les hace descansar, refrescarse y beber algo, si lo desean.

Los dos tebanos se enfrentaron e hirieron recíprocamente muchas veces durante el transcurso del día. Dos veces cada uno de ellos descabalgó al otro. Un tigre del valle de Gargafia, al que hubieran arrebatado un cachorro, no atacaría al cazador con mayor saña que lo hacía Arcite a Palamón en su pasión de celos; y ningún león cazando en Benmarín se mostraría más feroz y frenético, hambriento y sediento de la sangre de su presa, que lo estaba Palamón buscando matar a su enemigo Arcite. Los mandobles que reparten, llenos de celos, hienden sus yelmos y brota la sangre de sus cabezas.

Pero todo llega a su fin. Antes de que el sol hubiera declinado, el poderoso rey Emetrio cazó a Palamón mientras luchaba con Arcite. Su espada se hendió profundamente en su carne y fueron necesarios veinte hombres para arrastrar a Palamón —que no cedía— hasta la estaca. El poderoso rey Licurgo, que acudía en ayuda de Palamón, cayó derribado. Pero antes de ser capturado, Palamón le dio al rey Emetrio tal mandoble, que, a pesar de su gran fuerza, lo envió a una yarda de su montura. Pero todo ello no sirvió de nada. Palamón fue llevado a rastras hasta la estaca, donde su valor ya no podía servirle de nada: una vez apresado, tenía que permanecer allí, obligado tanto por la fuerza de las armas como por las regias del torneo.

Palamón se sentía desgraciado al no poder luchar nuevamente. Cuando Teseo vio lo sucedido, ordenó a todos los combatientes:

—Deteneos. ¡Basta! ¡Todo ha terminado! Seré un juez justo y no tomaré partido: Emilia será para Arcite de Tebas, quien ha tenido la suerte de ganarla limpiamente.

Al oír esto, la multitud prorrumpió en un grito tan estruendoso de alegría, que pareció como si los muros del recinto se fueran a derribar.

¿Qué podía hacer ya la encantadora Venus? La reina del amor sólo pudo romper a llorar de decepción, de modo que sus lágrimas cayeron sobre las lizas. Exclamó:

—Estoy desacreditada sin remedio. Pero Saturno le replicó:

—¡Silencio, hija! Marte se ha salido con la suya, pues a su caballero le ha otorgado su favor; pero te juro que pronto te verás satisfecha.

Sonaron de nuevo las trompetas y la música, y los heraldos proclamaron y gritaron su satisfacción por el triunfo del príncipe Arcite. Pero tened paciencia conmigo y no os impacientéis, pues pronto sabréis el milagro que ocurrió.

El feroz Arcite se quitó el yelmo y cabalgó a lo largo de todo el campo de combate para mostrar su rostro. Levantó sus ojos hasta Emilia, que le devolvió la mirada con dulzura (pues las mujeres, por regla general, sienten inclinación a seguir a los favorecidos por la Fortuna). Ella constituía el deleite del corazón de Arcite. Pero del suelo surgió una Furia infernal enviada por Plutón, a petición de Saturno, y el caballo de Arcite dio un respingo, tropezó y cayó, con lo que Arcite, antes de saber qué estaba pasando, rodó de cabeza y quedó como muerto en el terreno de combate, con su pecho aplastado por el arco de su montura. Allí quedó en el suelo, con su cara ennegrecida al fluir su sangre a ella. Se le transportó penosamente desde las lizas hasta el palacio de Teseo, donde le recortaron la armadura para sacarlo de ella y ponerlo inmediatamente en la cama, todavía vivo y consciente, mientras llamaba con insistencia a Emilia.

El duque Teseo y su cortejo regresaron a la ciudad de Atenas con alegre pompa. A pesar de este accidente, no quiso que cundiera el pesimismo entre todos. Se dijo que Arcite no moriría, sino que se recuperaría de su percance. Otra cosa que complacía a todos era que nadie había resultado muerto, aunque algunos estaban malheridos, sobre todo el hombre del costillar atravesado por una lanza. Como remedios para sus heridas y brazos rotos, algunos tenían ungüentos; otros, hechizos y hierbas medicinales, en particular un brebaje de sabios que se bebía para recuperar el uso de sus extremidades. Por ello, el duque, que tenía gran habilidad para estas cosas, hizo que todo el mundo se sintiera cómodo y les rindió honores. Como correspondía, estuvo de juerga con los príncipes visitantes, durante toda la noche. Ninguno de ellos se sintió más derrotado que si hubiera estado en una justa o en un torneo. De hecho, nadie sufrió descrédito, pues una caída la puede tener cualquiera. Tampoco resulta vergonzoso para un hombre que lucha por sí mismo ser capturado por veinte caballeros y arrastrado por la fuerza hasta la estaca, sin ceder un ápice, a pesar de los puntapiés y bofetadas, mientras su caballo es alejado a palos por campesinos y muchachos. Nadie puede llamar cobardía a eso.

El duque Teseo, para poner fin a cualquier manifestación de celos o rencor, mandó proclamar que ambos bandos contendientes lo habían hecho bien y que habían estado a la misma altura como si hubieran sido hermanos. Les dio regalos de acuerdo con su rango y posición y celebró una gran fiesta que duró tres días; después proporcionó a los caballeros una honorable escolta hasta fuera de la ciudad para despedirles y desearles buen viaje. Todos regresaron a sus hogares por el camino más corto: «¡Adiós!» «¡Buena suerte!» Y todo se acabó. No voy a decir nada más de la batalla, pero volveré a referirme a Palamón y Arcite.

El pecho de Arcite se hinchó, y la herida cercana al corazón empeoró cada vez más. A pesar de todos los esfuerzos de los doctores, la sangre coagulada se iba corrompiendo y ulceraba su cuerpo. Ni el sangrar las venas, ni los tratamientos con hierbas servían de nada. La expulsión, o fuerza animal, llamada «natural» por esta función, no podía desplazar ni expeler el veneno que había en la sangre vivificante. Las venas del pulmón empezaron a hincharse. La ponzoña y la gangrena le destrozaban los músculos del pecho. No obtenía ningún provecho ni de los laxantes ni de los vómitos, aunque su vida dependía de ello. Toda aquella parte de él estaba como hecha añicos; la Naturaleza había perdido su imperio, y donde la Naturaleza no quiere trabajar, lo único que se puede hacer es despedir al médico y llevarse el hombre a la iglesia. En pocas palabras, Arcite tenía que morir, por lo que mandó buscar a Emilia y a su querido primo Palamón, a los que habló de esta manera:

—A vos, señora, a quien más amo, el angustiado espíritu que anida en mi pecho no sabe expresaros ni en la más pequeña medida lo atroz de mi pena. Pero puesto que mi vida no puede durar ya mucho, a vos, más que a otra criatura viviente, confio el servicio de mi espíritu. ¡Oh, la pena y dolor tan violentos que he sufrido por vos durante tanto tiempo! ¡Oh, Muerte! ¡Oh, Emilia! ¡Oh, separación! ¡Oh, reina de mi corazón, esposa mía, señora de mi corazón, fin de mi vida! ¿Qué es este mundo? ¿Qué se desea tener? Un momento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría. Adiós, Emilia, mi dulce enemiga. Tomadme dulcemente en vuestros brazos, por amor de Dios, y dejadme hablar.

»Por amor a vos y a causa de mis celos ha habido rencor y peleas entre mi primo Palamón y yo durante bastantes días. Pero que el sabio Júpiter dirija mi alma para hablar con la verdad y como debe ser del enamorado y de sus atributos, es decir, verdad, honor, caballerosidad, sabiduría, humildad, rango, sangre noble y franqueza, y todas las cosas que pertenecen al amor, pues como congo en que Júpiter protegió mi alma, en este momento no conozco en todo el mundo a nadie más digno de amor que Palamón, que os sirve y os servirá toda su vida. Y si alguna vez tuvierais que casaros, no os olvidéis de este hombre bueno que es Palamón.

Acababa de pronunciar estas palabras y le empezó a fallar el habla. El estertor de la muerte le subió de los pies al pecho y le venció, mientras la fuerza vital abandonaba sus brazos y se perdía totalmente. Muy pronto, la razón que seguía sola en su pecho enfermo y malherido le empezó a fallar en cuanto la muerte tocó su corazón. Sus ojos perdieron brillo y su respiración empezó a decaer, pero todavía seguía mirando a su dama. Su última palabra fue:

—¡Piedad, Emilia!

Su alma abandonó su morada y se fue a donde no sé decir, pues nunca estuve allí; prefiero callar. Las almas no entran dentro del tema de esta historia y no deseo discutir teorías acerca de ello, aunque se hayan escrito libros sobre este asunto. Arcite está muerto, que Marte cuide de su alma. Ahora hablaré de Emilia.

Emilia dio un grito; Palamón gimió; Teseo se llevó a su hermana, a punto ya de desmayarse, y la condujo lejos del cadáver de Arcite. No hace falta que alargue mi historia explicando cómo lloró día y noche. En casos semejantes, las mujeres que han perdido a sus maridos sienten la vida más profunda, y la mayor parte de ellas o sienten el duelo de esta forma o caen en una desgana que incluso llega a ocasionarles la muerte.

Por toda la ciudad no cesaban las lágrimas y las lamentaciones de jóvenes y viejos por la muerte del tebano. Hombres y muchachos lloraron por él. Realmente los lamentos que hubo cuando Héctor fue llevado a Troya, recién fallecido, no llegaron ni a la mitad de los que hubo por Árcite. ¡Qué lamentación fue aquélla! Hubo quien se arañaba las mejillas y mesaba los cabellos. Las mujeres gritaron:

—¿Por qué tuviste que morir? ¡Tenías oro suficiente, y a Emilia!

Ninguno pudo consolar a Teseo, excepto su viejo padre, Egeo, que comprendía los cambios de fortuna de este mundo por haber visto sus altibajos: la alegría tras la pena y la pena tras la felicidad. Le proporcionó ejemplos e ilustraciones.

—De la misma forma que nadie ha muerto —dijo él— sin haber vivido un tiempo sobre la tierra, del mismo modo, nadie ha vivido en este mundo sin morir más tarde o más temprano. El mundo no es sino un camino de penas que nosotros, pobres peregrinos, vamos recorriendo de un extremo a otro. La muerte es el final de todos nuestros problemas terrenales.

Además de decirlo y repetirlo muchas veces, exhortó a la gente a que se consolase.

El duque Teseo pensó enseguida en el lugar más adecuado para construir la tumba del buen amigo Arcite y la forma de hacerla honorable y de acuerdo con el rango del muerto. Al fin llegó a la conclusión de que el mejor emplazamiento era allí donde Arcite y Palamón lucharon por primera vez entre sí por su amor. En aquel mismo bosquecillo, tan dulce y verde, donde Arcite sintió la ardiente llama del amor y deseo fisico y cantó su queja, él construiría una pira donde el funeral sería celebrado como correspondía. Entonces dio órdenes para que se talasen los viejos robles y se cortasen en forma de leños y colocaron en hileras a punto de quemar. Los oficiales se apresuraron a cumplir sus órdenes. Después Teseo mandó a buscar un féretro, sobre el que colocó el más rico paño de oro que poseía, y cubrió a Arcite con el mismo, puso guantes blancos en sus manos, una corona de verde laurel sobre su cabeza, y entre sus manos una espada afilada y reluciente. Lo situó sobre el féretro con el rostro descubierto y, entonces, se desmoronó y rompió a llorar. Cuando fue el día, y para que todo el mundo pudiera verlo, lo trasladó a palacio, que resonó con lloros y lamentos.

En aquel momento llegó el tebano Palamón con el corazón destrozado, la barba en desorden y los cabellos enmarañados y cubiertos de ceniza, vestido con ropaje negro salpicado de lágrimas; Emilia, llorando inconsolable, era la persona más triste de todos los presentes. Para dignificar y enriquecer el servicio fúnebre, el duque Teseo ordenó que fueran traídos tres caballos enjaezados con relucientes arreos, cubiertos con las armas del príncipe Arcite. En cada uno de estos grandes caballos blancos cabalgaba un jinete: uno llevaba el escudo de Arcite, otro, su lanza, y el tercero, su arco turco con el carcaj y accesorios de oro bnuïido. Se dirigieron, cabalgando, hacia el bosquecillo con los corazones sumidos en la tristeza. Los más nobles de los griegos allí presentes pusieron el féretro sobre sus hombros; luego, con los ojos enrojecidos y húmedos de llanto, lo llevaron a paso lento a través de la ciudad por su calle principal, que se hallaba completamente adomada con paños negros; de todos sus elevados edificios pendían colgaduras del mismo género. El anciano Egeo caminaba a mano derecha, con el duque Teseo al otro lado, llevando en sus manos vasijas del oro más fino llenas de miel, leche, sangre y vino. A continuación venía Palamón con una gran compañía seguido por la infeliz Emilia, que llevaba el fuego para los ritos fúnebres de costumbre.

Los preparativos de la ceremonia fúnebre y la erección de la pira se revistieron de gran solemnidad. La cúspide de la pira casi tocaba el cielo, mientras que su base se extendía en veinte codos. En primer lugar se colocaron cargas de paja, una tras otra; pero no tengo intención de describir cómo se construyó la altísima pira, cómo se talaron los árboles, ni tampoco sus nombres: robles, abeto, abedul, álamo, temblón, saúco, encina, chopo, sauce, olmo, plátano, fresno, boj, castaño, tilo, laurel, arce, espino, haya, avellano, tejo, sanguiñuelo; cómo los dioses —ninfas, faunos y hamadriades— corrían de acá para allá después de haber sido desposeídos de los hogares en los que vivían en paz y tranquilidad; cómo las bestias y los pájaros huyeron de pánico cuando se talaron los árboles; cómo el suelo, poco habituado a la luz del sol, palideció a la luz; cómo la pira tenía como base una capa de paja, seguida de una capa de tocones partidos en tres; luego seguía madera verde, especias, gemas preciosas, paño de oro, guirnaldas floridas, muy perfumadas como mirra e incienso; cómo Arcite yacía en medio de todo esto y los tesoros que había colocados a su alrededor; cómo Emilia ritualmente encendió la pira fúnebre y se desmayó al subir el fuego; lo que ella dijo o pensó; qué gamas fueron arrojadas al fuego de la pira, cuando las llamas habían prendido y aquélla ardía furiosamente; cómo algunos arrojaron sus escudos, otros sus lanzas, incluso otros los trajes que llevaban, así como vasos de vino, leche y sangre, a las furiosas llamas; cómo una numerosa compañía de griegos con la cara vuelta a la izquierda cabalgaron tres veces alrededor de la pira, gritando juntos y tres veces más, haciendo ruido con las lanzas; cómo las damas lloraron tres veces, y cómo Emilia fue llevada a casa; cómo Arcite fue incinerado hasta que las cenizas se enfriaron; cómo su velatorio se mantuvo durante toda la noche; cómo los griegos jugaron en los juegos fúnebres... No me interesa explicar quién luchó mejor cuerpo a cuerpo, desnudos y untados de aceite, o quién hizo la mejor demostración; no relataré ni tan sólo cómo regresaron a su casa de Atenas después de los juegos, sino que, rápidamente, iré al meollo del asunto y terminaré este cuento tan largo.

Con el tiempo, después de pasar algunos años, cesaron las lágrimas y el duelo de los griegos llegó a su fin. Parece ser ' que, de mutuo acuerdo, se reunieron en parlamento en Atenas para comentar algunos asuntos pendientes, uno de ellos el de la alianza con ciertos países y la obtención de plena lealtad por parte de los tebanos. Por dicho motivo, Teseo, sin explicarle la razón, mandó a buscar a Palamón. Al enterarse de la orden, se presentó apresuradamente, con el corazón triste y vestido de negro. Entonces Teseo mandó buscar a Emilia. Cuando todos se hubieron sentado y reinó el silencio en aquel lugar, Teseo hizo una pausa y dejó que sus ojos se pasearan por la asamblea antes de hablar con la sabiduría de su corazón. Suspiró calladamente y dio a conocer su pensamiento con expresión seria:

—Cuando el primer motor y la primera causa crearon originalmente la gran cadena del amor en el cielo, grande fue su propósito y profunda su consecuencia. Entendió todos los por-qués y por-lo-tantos cuando Él ató con la gran cadena del amor los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra, para que no se salieran de ciertos límites. Este mismo príncipe y motor-prosiguió— estableció aquí abajo, en este miserable mundo, ciertas temporadas y periodos de duración para todo lo que se engendrase sobre la faz de la tierra, más allá de cuya fecha no pudieron perdurar, aunque sí pueden abreviar fácilmente dicho periodo. No es preciso que cite a ninguna autoedad porque esto puede demostrarse por la experiencia. Sin embargo, deseo manifestar mi opinión. Por esta ley resulta evidente que este motor es inmutable y eterno. Y resulta claro para todos, salvo para el imbécil de solemnidad, que toda parte proviene de un gran todo, pues la Naturaleza no surgió de alguna porción o fragmento, sino de una inmutable perfección, descendiendo desde allí a lo que es corruptible. Y, por consiguiente, su sabia previsión había ordenado las cosas para que todas las especies y procesos de siembra y crecimiento continúen sucesivamente y no sobrevivan eternamente. Esta es la verdad: puede verse con una simple mirada. Mirad el roble que crece tan lentamente desde que empieza a germinar; como sabéis, vive hasta una verdad muy avanzada, pero finalmente muere.

»Considerad la piedra que pisamos con nuestros pies al pasar: se desgasta mientras está allí en el suelo del camino.»El ancho río, algunas veces, se seca; las grandes ciudades se ven declinar y caer. Es evidente que todas las cosas llegan a su final. Es también evidente que, en el caso de los hombres y de las mujeres, inevitablemente deben morir en uno de los periodos de edad —es decir, en la juventud o en la vejez—, algunos de ellos en la cama, otros en las profundidades del mar y otros en el campo de batalla, como sabéis; el rey igual que el paje. Es algo que no tiene remedio; todo el mundo sigue el mismo camino. Por consiguiente, digo que todas las cosas deben morir.

»¿.Quién es el que gobierna todo esto sino el majestuoso Júpiter, gobernante y causa de todo, que devuelve todo a su fuente original de la que proviene? Contra esto no hay criatura viviente que pueda luchar.

»Por ello, me parece juicioso hacer de la necesidad una virtud y aceptar lo inevitable de buen grado, sobre todo aquellas cosas que están previstas para todos nosotros. No sólo resulta inútil oponerse, sino que constituye un acto de rebelión contrariar al que gobierna todas las cosas. Y ciertamente el hombre que muere en la flor de su juventud, seguro de su buen nombre, obtiene el máximo honor, pues entonces no avergüenza ni a sus amigos ni a sí mismo. Sus amigos deben estar más contentos de su muerte si su último aliento lo ha dado con honor, que si su nombre se ha apagado con los años y se han olvidado sus gestas. Para legar un buen nombre es mejor morir cuando se está en el pináculo de la fama.

»Negar esto sería ser caprichoso. ¿Por qué debemos afligirnos o sentirnos con el corazón contrito de que Arcite, flor y prez de la caballería, haya escapado de la triste cárcel de la vida con veneración y honor? ¿Por qué deben escatimarle la felicidad tanto su primo como su esposa, aquí presentes? Él los quiso bien. ¿Les daría ahora las gracias? No, Dios bien lo sabe, de ninguna manera. Ambos ofenden tanto su espíritu como a sí mismos, sin, por ello, conseguir mayor felicidad para los dos.

»¿Qué conclusión debo extraer de este largo comentario sino aconsejar que la alegría siga a nuestra pena, agradeciendo mientras tanto a Júpiter toda su bondad? Y antes de que nos marchemos de este lugar, sugiero que de dos penas destilemos una alegría que dure eternamente. Ahora mirad: allí donde encontremos la pena más profunda, allí empezaremos la curación.

»Hermana —prosiguió—, ésta es mi opinión profundamente meditada, confirmada por el parlamento aquí presente: que debéis apiadaros del noble Palamón vuestro caballero que os ha servido con toda su alma, corazón y fuerza, desde la primera vez que le conocisteis—, y tomarle por vuestro señor y esposo. Dadme la mano, pues ésta es nuestra decisión. Ahora, veamos vuestra compasión femenina. Después de todo, es el sobrino de un rey; pero, creedme, aunque no fuese más que un pobre caballero soltero, merecería consideración porque os ha servido y ha sufrido tan grandes penalidades durante tantos años por vuestra causa. Una noble compasión debe exceder a la simple justicia.

A continuación habló a Palamón:

—Creo que no hace falta insistir mucho para obtener vuestro consentimiento. Acercaos y tomad a vuestra dama de la mano.

Entonces, el Consejo reunido y los barones establecieron entre ellos la denominada unión o matrimonio. De este modo Palamón convirtió a Emilia en su esposa entre músicas y alegría. Que Dios, que ha creado el ancho mundo, les envíe su amor; se lo ganó merecidamente. Ya todo iba bien para Palamón: vivía con riquezas, salud y felicidad. Emilia le amó con tal ternura y él la sirvió con tal devoción, que nunca hubo una palabra de celos o de contrariedad entre ellos.

Así termina el cuento de Palamón y Emilia. ¡Que Dios os bendiga a todos! Amén.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CABALLERO

Cuentos de Canterbury

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